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jueves, 5 de abril de 2018

Acerca de Don Nicolás Gómez Dávila

Por estos días he vuelto a leer los Escolios de don Nicolás Gómez Dávila, no todos, pues son miles, algunos solamente. Y mientras lo hacía volvía a experimentar esa mezcla confusa de admiración y empatía que sentí la primera vez que sus escolios cayeron en mis manos, hace ya unos quince años.

Por aquella época estaba yo iniciando mi camino en el catolicismo tradicional y llenaba mi tiempo con lecturas tan dispares como Tomás de Aquino, Donoso Cortés, Jaime Balmes, el Kempis, Castellani, De Maistre, el 'misal' y un muy largo etcétera, cuando alguien me pasó los escritos (que no son escritos sino frases breves) de un compatriota totalmente desconocido para mí: don Nicolás.

Lo primero que me llamó la atención fue el estilo: frases cortas, a lo más párrafos breves preñados de una idea expuesta en forma genial, intuiciones fugaces como relámpagos que sacudían la inteligencia. Nunca había sido yo amigo de ese tipo de textos, me costaba leer compendios de "frases célebres", a decir verdad no les encontraba mucho sentido. Prefería ampliamente los textos en prosa, tipo ensayo o manual. Incluso los 'Diálogos' de Platón, con todo y su importancia y su belleza, me resultaban pesados.

Pero curiosamente me sentí atrapado por los 'escolios' de don Nicolás. Ante todo debo decir que eran 'escolios', es decir, anotaciones al margen de un texto mayor, según era costumbre de los monjes estudiosos medievales cuando se sumergían en algún texto. Un escolio venía a ser un apunte escrito justo al lado de la página, junto al texto central, puesto allí para aclarar una duda despertada por el texto mismo o para consignar una idea surgida al calor de la lectura y que el monje no quería olvidar.

Por lo tanto lo de don Nicolás no eran frases, proverbios, dichos; no, eran escolios, don Nicolás ejercía con ellos labor de comentarista de un texto, buscaba iluminarlo, entenderlo, explicarlo, aclararlo. Pero, ¿qué texto era? Porque a diferencia de los manuscritos medievales, los de don Nicolás solo se componían de escolios, faltando el texto que aspiraban a iluminar.

Esta pregunta ha hecho correr ríos de tinta. Y es que resulta que don Nicolás, que es un total desconocido en su propio país, Colombia, goza de cierto renombre en no pocas universidades europeas, a juzgar por la cantidad de artículos y libros que se le dedican desde países como Alemania e Italia, por ejemplo. Y las opiniones acerca de cuál pueda ser el 'texto' que don Nicolás, como buen monje medieval se ocupa de comentar, son variadas. Algunos dicen que ese misterioso texto no es otro que la decadencia de occidente, más o menos desde el Renacimiento. Otros dicen que don Nicolás se refiere al hombre moderno producto de las revoluciones burguesas del siglo XVIII (para usar la nomenclatura corriente). Otros, finalmente, dicen que ese texto es la modernidad 'en general', a la cual don Nicolás por temperamento sería estructuralmente contrario.

Sea lo que fuere de esas disputas y divergencias entre los 'conocedores' de don Nicolás, lo cierto es que el ilustre colombiano atrapó mi atención con sus escolios desde el primer momento. Luego se volvió casi una necesidad leerlo a diario, era como si ráfagas ininterrumpidas de luz vinieran de pronto a disipar las tinieblas en las que hasta ese momento había vivido respecto a todo lo que me rodeaba: sociedad, religión, política, patria, cultura, etc. Y tuve un período de rendida admiración por don Nicolás, memoricé muchísimos de sus escolios y los citaba a cada momento, en conversaciones y escritos (llegué a crear una página de Internet para la difusión de sus escritos). Era autoridad para mí.

Con el paso del tiempo y gracias a muchas lecturas que fueron acumulándose, la admiración por don Nicolás permaneció inalterada, aunque ya la aceptación ciega de muchas de sus ideas había quedado atrás. Llegué a comprender cómo incluso un hombre de la estatura intelectual de don Nicolás era falible, no veía en todo con igual agudeza, su palabra no era irrebatible en todos los campos donde se aventuraba (y se aventuró en muchos), no podía ser tomado como maestro absoluto. De hecho haberlo hecho así hubiera supuesto una abierta traición al mismo Gómez Dávila, dado que nunca quiso ser maestro de nada, ni tener seguidores, ni hacer escuela, ni ser iniciador de ninguna corriente o sistema de pensamiento. Pocas ideas le hubieran repugnado tanto como la mera posibilidad de todo ello.

Con el tiempo don Nicolás ha permanecido a pesar de todo como una voz potente, un profeta que me recuerda de cuando en cuando la modorra que amenaza al que no se mueve, al que se permite el lujo de adormecerse en medio de las aparentes comodidades de la técnica lujuriosa del moderno, al que admite que pueblen su espíritu las ideas deletéreas de la modernidad cartesiana, al que, en fin, comete el peor suicidio de todos, que según don Nicolás, no es otro que pegarse un balazo en el alma.

La pasión por don Tomás de Aquino y su poderosa inteligencia ha venido a reemplazar cabalmente la que hace años experimenté por don Nicolás. En el monje italiano he encontrado un alimento que no se agota, una luz que no se apaga, un camino de comprensión que acoge al caminante con sencillez y lo conduce a cumbres insospechadas. Allí donde don Nicolás se detuvo encadenado por su escepticismo, Tomás avanzó adelante con paso firme.

Gratitud hacia don Nicolás, rendida veneración hacia el buey mudo.


Leonardo Rodríguez


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