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miércoles, 7 de noviembre de 2018

Un mal de la inteligencia

Hace varios años leí con mucho interés algunos de los escritos de monseñor Octavio Derisi, filósofo tomista argentino. Me llamó la atención desde un principio su insistencia, en casi todo lo que escribía, en que el mal esencial de la época moderna era ante todo un mal de la inteligencia. Afirmaba, en resumen, que el pensamiento moderno a partir del nominalismo ockhamista y más adelante a partir de Descartes, se había apartado de la postura realista, tanto en metafísica como en gnoseología, dirigiéndose cada vez más hacia sistemas filosóficos marcados por un creciente inmanentismo que encerraba a la persona humana en la cárcel de sus propias construcciones mentales, permaneciendo ajeno al contacto vivificador y plenificante con la realidad, con el ser.

Lo anterior, según Derisi, traía consecuencias tarde o temprano en el terreno de la moral, por cuanto, abandonado el realismo, no quedaba sino construir la moral sobre bases subjetivas, ya se tratara de un subjetivismo individual en que la fuente y norma de lo moral venía a ser cada sujeto humano; o un subjetivismo "historicista" o "epocal", en el que la moral dependía de fechas, lugares y culturas. 

De cualquier forma el resultado era el mismo, la destrucción de una moral con pretensiones de objetividad y universalidad. Era el inicio del dominio de la libertad humana "enloquecida".

Para Derisi todo ello se debía al abandono de una doctrina filosófica que para los medievales fue fundamental: la doctrina sobre la inteligencia humana. Dicha doctrina enseñaba, en resumen, que la inteligencia humana era una facultad de conocimiento distinta a los sentidos y que alcanzaba una penetración mayor en el entramado de lo real, hasta llegar a la naturaleza de las cosas, los aspectos esenciales de lo real, los valores inteligibles de todo ente real o posible. Por medio de esta mayor penetración en lo real, la inteligencia abría al hombre al conocimiento de las causas más altas y primeras de todo lo existente, hasta desembocar en la causa primera no causada, Dios. El esfuerzo filosófico culminaba de manera natural en la demostración de la existencia de Dios, piedra angular de todo esfuerzo especulativo humano y a la vez norma directriz y fundante del orden de la moralidad.

Pero todo ello se vino abajo con la transformación radical de la doctrina sobre la inteligencia humana llevada a cabo por los nuevos filósofos a partir de Guillermo de Ockham y de Descartes, un par de siglos después. La inteligencia fue perdiendo poco a poco sus prerrogativas hasta quedar convertida en poco más que una secretaria del conocimiento sensible, siempre material y finito. Se cerraban de esta manera las puertas para acceder al universo metafísico, al orden de las causas primeras de lo real, el camino a la existencia de Dios. En adelante el universo socio-cultural debía construirse de espaldas a lo trascendente y elevar todo sobre bases puramente humanas y terrenas. No había más cielo.

Así las cosas, Derisi repetía insistentemente en que la solución al lamentable estado de cosas que contemplaba a su alrededor, debía venir de un restablecimiento de la doctrina acerca de la inteligencia humana, un restablecimiento de los derechos de la inteligencia. De manera que, superadas las visiones reduccionistas acerca de la razón humana, se pudiera nuevamente reconstruir con ella el universo metafísico, gnoseológico y ético capaz de frenar la decadencia abrumadora que veía a su alrededor en los ámbitos de la cultura, de la política, de la sociedad, de los saberes, de la familia, etc.

Pues bien, con el paso de los años me he ido convenciendo más y más de lo acertado del diagnóstico hecho por el monseñor argentino. Destronada la inteligencia de su sitial de honor, han ocupado su lugar un enjambre de caprichos humanos, cada vez más bajos y ruines, que pugnan por destruir lo poco que queda de orden natural, para poder disfrutar a sus anchas de una sociedad hecha a la medida de los goces sensibles que compartimos con el reino animal. Es, como decía Alejandro Ordóñez en un interesante libro, el libre desarrollo de nuestra animalidad.

La ideología de género (IdG), por poner tan solo un ejemplo bastante actual y resonante, evidencia en forma brutal esta claudicación de la inteligencia y su total sustitución por el capricho subjetivo, por el querer de una libertad desquiciada, desligada de lo real. En la IdG la realidad desaparece para dar paso al desnudo querer humano, operándose una sustitución del orden de las cosas: ya no es el hombre el que acomoda su pensamiento y su acción a lo real, sino lo real lo que debe aguardar pasivamente a ser moldeado por el antojo de la acción humana enceguecida por la pasión. Es el reino del hombre sobre las ruinas de lo real...es un reino construido en el aire de la nada.

En efecto, la IdG pretende otorgar al individuo la suprema libertad de negar lo real para obedecer a su capricho, la realidad ha de doblegarse ante el capricho humano y ser lo que este quiere que sea. Es el imposible de una libertad humana convertida en creadora de lo real, es en el fondo la aparición del hombre "dios", creador de realidades, es la suprema rebeldía de la creatura contra su condición de tal, como diría el papa Benedicto XVI. Más allá de eso ya es imposible prever en dónde irá a parar esa embriaguez de "divinidad" que consume al hombre moderno, liberado de las ataduras de lo real. 

De manera que, al igual que el monseñor argentino, creemos también nosotros que la restauración del orden natural, si es que ha de suceder, solo sucederá previa restauración del orden de la inteligencia humana. Y creemos que solo en la doctrina de Tomás de Aquino podemos encontrar una doctrina de la inteligencia profunda, real y coherente, capaz de asumir y dar respuesta a los retos de la actual batalla cultural que se desarrolla ante nuestros ojos. 

Dios nos ayude en ese empeño y santo Tomás nos acompañe con un poco de su luz.



Leonardo Rodríguez V.



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