Un sujeto puede ser causa de algún
efecto de dos modos. Primero, actuando directamente sobre el efecto. Y, en este
sentido, los perseguidores de Cristo le mataron, porque le aplicaron la causa
suficiente para morir, con intención de matarle, y con el efecto consiguiente,
esto es, porque de aquella causa se siguió la muerte.
Segundo, actuando indirectamente, es decir, porque no impide, pudiendo hacerlo, como si dijésemos que uno moja a otro porque no cierra la ventana, a través de la cual entra la lluvia. Y, en este sentido, Cristo fue causa de su pasión y muerte, porque pudo impedirlas. En primer lugar, conteniendo a sus enemigos, de modo que o no quisiesen o no pudiesen matarle. En segundo lugar, porque su espíritu tenía poder para conservar la naturaleza de su cuerpo, de suerte que no recibiera ningún daño. Tal poder lo tuvo el alma de Cristo porque estaba unida al Verbo de Dios en unidad de persona, como dice Agustín en IV De Trin.. Por consiguiente, al no rechazar el alma de Cristo ningún daño inferido a su cuerpo, sino queriendo que su naturaleza corporal sucumbiese a tal daño, se dice que entregó su espíritu o que murió voluntariamente.
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Nos dice allí el santo que Cristo hubiera podido impedir su muerte si así lo hubiera querido. Tanto deteniendo a sus agresores, como preservando su naturaleza corporal del daño en virtud de la facultad del Verbo unido en la persona a la naturaleza humana.
En palabras sencillas lo anterior quiere decir que Cristo, como Verbo de Dios, hijo del padre y segunda persona de la Santísima Trinidad, en unión hipostática con la naturaleza humana, tenía virtud suficiente para impedir el daño físico causado a su naturaleza corporal. Pero no lo hizo así, aun pudiendo, por donde concluye santo Tomás que murió voluntariamente, es decir, permitió voluntariamente que su naturaleza corporal padeciera un daño capaz de causarle la muerte.
Y es interesante la respuesta que más adelante da santo Tomás, en la contestación a la objeción segunda. Dice allí:
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Cristo, para demostrar que la pasión
que le fue impuesta por la violencia no le quitaba la vida, conservó la
naturaleza corporal en todo su vigor, de modo que, llegado el último momento,
diese un gran grito. Esto se cataloga entre los otros milagros de su muerte.
Por lo cual se dice en Mc 15,39: Al ver el centurión, que estaba frente a él,
que había expirado gritando de ese modo, dijo: Verdaderamente este hombre era
Hijo de Dios.
Fue también admirable en la muerte de
Cristo la rapidez con que murió en comparación con lo que acaece con los otros
crucificados. Por esto se dice en Jn 19,32-33 que quebraron las piernas de los
que estaban junto a Cristo, a fin de que muriesen pronto; pero, al llegar a
Jesús, le hallaron muerto, por lo que no le quebraron las piernas. Y en Mc
15,44 se narra que Pilato se admiró de que ya estuviera muerto. Como por su
voluntad la naturaleza corporal se conservó en su vigor hasta el final, así
también, cuando quiso, cedió presto al daño inferido.
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O sea que Cristo dando un gran grito al momento de morir (cosa imposible para toda persona que estaba crucificada y padeciendo semejante suplicio), mostró que hasta último momento poseía fuerzas suficientes y si entregó su espíritu fue voluntariamente.
En palabras sencillas: Cristo sufrió voluntariamente, padeció voluntariamente y murió en el momento en que así lo decidió. Literalmente se entregó queriendo.
La tradición ha querido conservar la imagen del cordero llevado mansamente al matadero para referirse al modo de la muerte de Cristo. Y con la guía de santo Tomás comprendemos un poco mejor el sentido de esa expresión piadosa del cordero manso llevado a morir sin oponer resistencia.
Cristo murió de forma absolutamente voluntaria, murió queriendo, murió conscientemente de lo que le estaba ocurriendo.
No hay amor más grande que ese.
En este viernes santo recordemos el amor tan grande que tuvo Cristo en su corazón por todos nosotros, al punto de no dudar en entregarse a la muerte por nuestra salud.
Laus Deo.
Leonardo Rodríguez Velasco
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