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jueves, 10 de octubre de 2013

Parte 5: Catecismo de la encíclica "immortale Dei" del Papa León XIII




FILÓSOFO.—Queda establecido en nuestra conferencia anterior que todo hombre público debe ser profunda y prácticamente religioso y probo; y que por lo mismo los ateos, incrédulos, impíos, enemigos de la Iglesia, inmorales, viciosos, corrompidos y escandalosos no pueden, en ningún caso, merecer la confianza de sus conciudadanos para el desempeño de los cargos públicos. Quisiera ahora saber, de un modo más concreto, en qué consiste esa moralidad y probidad que deben exigir los pueblos de sus legisladores, magistrados y jefes.

ECUATORIANO.—Para hablar sin rodeos y en compendio, digo que la moralidad de un hombre público consiste en las cuatro conocidas virtudes cardinales que deben adornarle: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. En este punto, como en todos los demás, la razón despreocupada está muy de acuerdo con la doctrina católica. Muy republicano era Cicerón, enemigo fue de César, y de Marco Antonio, y del Imperio; y a pesar de eso, habréis sin duda observado que este orador y filósofo, en su precioso libro De Officiis, señala estas virtudes como prendas inequívocas de la probidad de un hombre público.

F.—Así es, en efecto, y nada más natural. Los hombres públicos y de gobierno han de ser prudentísimos. Porque si la sola dirección de la conciencia individual es tan difícil que no han dudado afirmar grandes pensadores que el régimen de las almas es el arte de las artes, ars artium regimen animarum, y eso que allí se cuenta con la sincera docilidad del creyente y con los auxilios de una gracia sobrenatural; ¿cuánto más arduo no será esto de gobernar ciudades, provincias, estados compuestos de hombres llenos de pasiones, donde se cruzan tantos intereses contrarios, se propagan tantos errores monstruosos, se defienden tantas preocupaciones incorregibles? ¡Qué sensatez, qué cordura, qué discreción, qué consejo, previsión, solercia, trato de gentes y conocimiento práctico de los hombres y de las cosas no se requieren para el manejo atinado y concienzudo de los negocios públicos! Hay prudencia personal y prudencia gubernativa; ésta es de tres especies: económica, política y militar. Con la personal se gobierna bien el hombre á sí mismo; con la económica gobierna bien su familia; con la política gobierna bien las ciudades, provincias y Estados; con la militar gobierna bien los ejércitos. Un hombre que ni sabe, ni puede gobernarse á sí mismo, menos podrá y sabrá gobernar su casa; y un hombre nulo en el hogar doméstico, será menos que nada á la cabeza dé los pueblos y de los guerreros. ¿Qué será, pues, de un pueblo cuyas cámaras y gabinetes estén entregados al desgobierno lastimoso de la temeridad, inconsideración, ligereza, inconstancia y negligencia? Infiérese de esto que en un gobierno republicano la primera obligación de los pueblos es fijarse bien en la prudencia y sabiduría de los que elige para legisladores, magistrados y presidentes; teniendo sobre todo en cuenta que esta sabiduría y prudencia ha de ser práctica, no especulativa, no ideal, no utópica; ha de estar fundada en la experiencia y en el conocimiento del mundo y madurada con las lecciones severas del desengaño. La falta de mundo pierde á muchos hombres y pueblos; y no sé por qué las leyes no señalan como condición indispensable para ser legislador ó presidente el haber viajado un poco y conocido el mundo con algún provecho. Personas de talento, ilustradas y de recta intención suelen dar inconscientemente en muchos errores prácticos y mezquindades lugareñas por no haber salvado las fronteras de la patria, ni respirado el aire libre de los mares.

E.—Muy bien, amigo mío, muy bien; estamos conformes. Solamente me permitiréis añadir que la prudencia virtud no se ha de confundir con la astucia, ni con aquella otra prudencia de la carne tantas veces reprobada por Dios en las divinas letras. La prudencia verdadera tiene su fundamento verdadero, el cual consiste en la recta disposición de la voluntad humana en orden al fin último: porque así como en el conocimiento especulativo los axiomas son principio y base de la ciencia, así en toda la vida práctica de los hombres, la recta intención del fin último es el principio universal de los actos humanos. Y así como vacilan y caen todas las consecuencias que se apoyan en un principio falso, así se adulteran y corrompen todas las acciones que emanan de una intención torcida.

Los hombres y pueblos que desconocen el verdadero fin de la sociedad, corren derecho al abismo de su perdición y ruina, como lo está demostrando una dolorosa experiencia. Por esto los gobernantes y legisladores sensatos y prudentes nunca deben perder de vista el verdadero fin de la sociedad civil y política, el cual, conforme á la doctrina del Ángel de las escuelas, no puede ser sino el bien honesto: si ya no se quiere admitir el absurdo monstruoso de que el Autor de la naturaleza nos ha llamado á la vida social para extraviar nuestra razón con el error, y para corromper nuestra voluntad con el vicio y las pasiones. Mejor sería en tal caso romper todos los lazos que nos ligan con nuestros semejantes y sepultarnos en los bosques.

F.—Comprendo muy bien que el fin de los cuerpos políticos debe ser un bien honesto: mas quisiera que le determinaseis de algún modo, pues no ignoráis cuántos y cuán diversos pareceres han dividido á los filósofos antiguos y modernos acerca del verdadero fin de la sociedad.

Unos dicen que dicho fin es la salud pública; otros que la felicidad común; éstos que la tutela de los derechos ó la seguridad interna ó externa; aquéllos que la promoción del progreso humano o la abundancia de bienes externos. Manuel Kant, patriarca de los modernos racionalistas, enseña que dicho fin no consiste sino en la mutua restricción y armonía de la libertad individual. ¿Qué decís de estas opiniones?

E.—Digo que todas ellas son ambiguas, ó inciertas, ó demasiado vagas, ó por lo menos muy expuestas á interpretaciones peligrosas.
Muy lejos me llevaría la demostración de este mi aserto. Así es que me contento con la simple indicación de la doctrina de los católicos diciendo que el verdadero fin de la sociedad política es el orden exterior, ordenado á la prosperidad común de los asociados, é informado por el orden interno de la moralidad.: “El fin inmediato, dice Taparelli,  que procura directamente la sociedad es el bien común externo, ordenado al bien individual interno de todos los asociados y subordinado al fin último del hombre."

F.—Sabiamente dicho. Porque debiendo el fin de una cosa corresponder á la naturaleza de aquello que la constituye; claro es que no se puede prescindir de la relación que tiene, á su propio fin aquello por lo cual y para lo cual se ha instituido la cosa misma, toda cuanta es.

Ahora bien, la sociedad civil, toda cuanta es, se ha instituido para el bien de los ciudadanos que la forman. Por consiguiente el fin de la sociedad civil no puede prescindir del fin de los mismos ciudadanos, ya próximo, ya último. Esto significa en buenos términos que la sociedad civil no se ha instituido para labrar la desgracia de los hombres en el tiempo, ni menos para convertirse en lazo de perdición eterna para las almas. De modo que Orden público, informado del orden interno de moralidad, para la prosperidad común de los asociados, subordinada á su fin último .... he aquí la base eterna, inconmovible de la recta constitución de los estados; he aquí el verdadero fin propuesto por la naturaleza racional á toda sociedad civil y política; he aquí el objeto de las legítimas aspiraciones de gobernantes y gobernados.

E.—Esto es evidente: y para mí una de las causas funestísimas de los males que hoy en día afligen á los pueblos es la ignorancia, olvido ó menosprecio de verdades tan sencillas como suelen serlo en las ciencias los primeros principios ó axiomas. Sí, amigo mío, desconocen estos primeros principios esos espíritus inquietos, audaces, turbulentos, conspiradores de por vida, perturbadores eternos del orden y reposo públicos, que han jurado odio á muerte á toda autoridad legítima, á todo gobierno constituido, á todos sus semejantes; si ya no son aquellos desheredados que en el furor de pasiones indómitas los celebran y aplauden como á sus tribunos y cabecillas. Estos hombres desdichados no teniendo en qué ocuparse, siguen, como ellos dicen, la carrera política, que en su triste concepto y depravado instinto no se reduce sino á agitar la tea de la discordia y á envolver á los pueblos en todos los horrores de la guerra intestina. Hombres crueles, verdaderos azotes de la sociedad que no se hartan con la sangre del pobre esposo, del pobre hijo, ni con las lágrimas del huérfano y la viuda.... Desconocen estos principios esos hombres poseídos del moderno espíritu pagano, para quienes toda la prosperidad y progreso de los pueblos consiste en la abundancia de bienes puramente materiales y de medios para satisfacer el hambre y sed insaciables de goces y placeres corpóreos, con prescindencia y aun exclusión del elemento de moralidad pública que contenga dentro de justos límites los instintos ciegos de las concupiscencias de la carne. Influencia, discursos, ejemplos perniciosos, todo lo ponen en juego para fomentar el libertinaje, desacreditar la severidad evangélica, corromper á los pueblos y afeminar y enervar á las generaciones que se levantan, para arrastrarlas por el cieno inmundo de vicios y escándalos que preparan sin duda la decadencia y ruina de las naciones. Desconocen estos principios esos espíritus débiles y fanáticos que en medio de una sociedad unánimemente católica alardean de cierta superioridad sobre todos sus conciudadanos, fundada en la ignorancia del símbolo religioso y en la mala fe con que de intento han extraviado su mente y corazón entregándose sin discernimiento, sin criterio, á las lecturas perniciosas que han sorprendido sus inteligencias vírgenes, y las han sumido en el caos horroroso de un escepticismo inconsciente y de una impiedad é incredulidad inmotivadas. Estos hombres, de muy cortos alcances, no pudiendo singularizarse ni sobresalir de otro modo, las dan de incrédulos é impíos, y de enemigos de Cristo y de su Iglesia. Piensan, como si vivieran en Belén, que los hombres de talento deben ser incrédulos, y los sabios, impíos; y sin más ni más se arrojan al precipicio de infame apostasía práctica, combaten á la Iglesia, infringen sus preceptos, atropellan sus fueros, desoyen su voz, odian á sus prelados, ministros y órdenes religiosas y abdican el derecho que como bautizados tenían á la herencia del reino de los cielos. Pregúntoos, amigo mío, ¿qué puede esperar un país de conspiradores de profesión, de paganos é inmorales, de incrédulos é impíos?

Su ruina, y nada más que su ruina. De consiguiente un pueblo pacífico, moral y religioso no debe perder de vista á esos ciudadanos funestos; debe señalarlos con el dedo, como á elefancíacos, para apartar á los sencillos de su comunicación y trato; en una palabra, la conciencia pública debe condenar á esas criaturas desgraciadas á una privación completa de voz activa y pasiva en todos las deliberaciones y elecciones populares. La mayor humillación y el más alarmante síntoma de depresión del sentido moral de un pueblo, es el verse reducido el mismo pueblo á conceder en política los honores de beligerantes á reos de lesa civilización, de lesa patria y de lesa Majestad divina y humana.

F.—Alguien ha dicho de la jurisprudencia romana que era la misma Razón hablada. Creo que también yo pudiera decir lo mismo de vuestras contestaciones y discursos: tan justos son ellos y tan dignos de la atención pública. Pasemos, si os place, á otra cosa. ¿Cuál es la segunda virtud que se requiere en los gobernantes?

E.—La Justicia. Dice un oráculo divino que la justicia engrandece y levanta á una nación; que la justicia de los gobernantes es la salvación y verdadera libertad de los pueblos: "Sin rectitud en los jueces no hay justicia, y sin justicia la sociedad es imposible." Sabiamente dicho: porque si la sociedad civil y Política es en el sentir del orador romano la reunión de los hombres ligados entre sí con el vínculo de derechos comunes, es claro que la tutela y defensa de estos mismos derechos es condición esencial de la existencia misma de la sociedad.

Mas ¿quién protege estos derechos y los defiende de las agresiones de los forajidos? La justicia. Si los hombres en la tierra fuésemos ángeles confirmados en gracia, la virtud social por excelencia sería la caridad: pero mientras seamos lo que somos, esto es, inclinados al mal desde nuestra adolescencia, rebeldes á la luz, contumaces en el pecado, soberbios, egoístas, invasores de ajenos derechos, enemigos del bien común no hay remedio, la virtud social por excelencia es la Justicia. Decía Tertuliano que Dios de suyo era bueno, óptimo; pero que por nosotros era justo: Deus de suo optimus; de nostro autem justus. Por esta razón Dios, que como Autor de la naturaleza nos llamó á la vida civil y política, dio á las humanas sociedades por base la Justicia: la Justicia con la rectitud de sus fallos, la Justicia con su severidad inflexible, la Justicia con sus rigores santos. ¡Ay, ay de los pueblos que proscriben de su seno la Justicia! Apagado el sol que nos alumbra, la tierra queda sepultada en lobreguez profunda: desterrada la Justicia, la sociedad toda se envuelve en tinieblas del infierno, á favor de las cuales las pasiones homicidas sacrificarán sin piedad á los buenos.

F.—Así lo han reconocido en todo tiempo los filósofos y legisladores de los pueblos. Esa virgen severa de ojos vendados, con una balanza en la siniestra y una espada en la diestra, era una deidad tutelar á quien los paganos rendían adoración y culto. Diosa era de la Ley y de la Paz, y representaba á la Justicia. Era virgen, porque la Justicia debe ser incorrupta é incorruptible; tenía venda en los ojos, porque la Justicia no comporta acepción de personas; llevaba en la siniestra una balanza fiel, para poner en debido equilibrio el elemento ideal y el elemento real que supone la Justicia, esto es, la ley y los derechos concretos y subjetivos de los hombres; armada estaba, en fin, de una espada, no de puñal alevoso, para indicar que corre á cargo de la autoridad legítima la aplicación de las sanciones que contienen á los ciudadanos dentro del deber y los estimulan al cumplimiento y observancia de la ley. "No puede ser bueno lo que no es justo," decía sabiamente el orador romano: porque la justicia de una acción no es otra cosa que su conformidad con aquel derecho sagrado que existe y existía antes de todas las leyes de las naciones, como los manantiales de las aguas antes que los arroyos. Platón hablando de la justicia distributiva y vindicativa en su Diálogo Político enseña que el buen orden de un Estado pide que haya recompensas para los buenos y castitigo para los malos. Inspirando este sabio instituto horror al delito, anima al mérito. Asimismo preguntaron un día á Solón qué era lo que más podía contribuir á la salud de la República; y respondió, que convidar á los buenos con la recompensa para continuar haciendo bien, y reprimir á los malos con el temor de los castigos. De acuerdo con estos filósofos y legisladores dice Publio Mimo: "Condescender con los malos, dejar sin castigo sus excesos es ofender á los buenos y dar ocasión á nuevos desórdenes. La obligación del Jefe del Estado es hacer manifiesta, en caso necesario, toda la severidad de las leyes." Lo cual confirma Tucídides en el discurso que pone en boca de los corintios á los atenienses, donde se lee esta sentencia: "Nadie debe impedir al Jefe de un Estado el justo castigo dé los malhechores; y el que á esto se atreve, entienda que establece contra sí la ley funesta de la impunidad en favor de sus propios súbditos rebeldes."

E.—De todo esto deduzco que la necesidad más urgente é imperiosa de los pueblos es la de restablecer en su seno el imperio de la justicia. Si los gobiernos populares, si las repúblicas democráticas, si los pueblos anárquicos no vuelven sobre sí y rectifican sus ideas y juicios en orden á la Justicia; si no dominan con la razón los afectos mujeriles de un sentimentalismo novelesco que aun en los buenos nutre y fomenta el odio y el temor á esta virtud; si tímidas condescendencias y falsas conmiseraciones corrompen el criterio de la moralidad hasta el punto de otorgar á los malhechores derechos cuyo título no es sino su audacia, obstinación é impudencia .... Esos pueblos, repúblicas y gobiernos se pierden sin remedio, ahogados en los férreos brazos de la revolución contemporánea.

F. — ¡Dios os favorezca, amigo mío! Porque los que os escuchen, van á poner el grito en las estrellas, y decir de vos que sois un sanguinario, un inquisidor, un resto maldecido ó un retoño monstruoso de la tiranía de la edad media.

E.—Permitidme os lo diga con franqueza: sois muy diplomático. Vos mismo me encendéis y me tentáis con vuestra brillante erudición, y luego cargáis sobre mí solo toda la responsabilidad de cuanto ambos pensamos y decimos en nombre de la fe y de la razón. Pero nó: vuestra sonrisa me está dando á entender que no hacéis esto sino para satirizar muy finamente á esos pobres hombres débiles de carácter que estando, allá para sus adentros, perfectamente persuadidos y penetrados de la verdad, hacen coro con sus enemigos para desollar vivos á quienes con generoso aliento la proclaman. En cuanto á mí, poco me importa el qué dirán.... Fiat justitia, et pereat mundus. Con todo, quiero declararos á vos el fondo de mi pensamiento. Digo, pues, que si la sociedad contemporánea, volviendo las espaldas á Dios, retrocede al paganismo, como de hecho está retrocediendo; entonces el único factor ó elemento de conservación de la misma sociedad tiene de ser la Justicia de los paganos, con todo el rigor de las leyes, con toda la severidad de sus sanciones: mas si en un pueblo católico todos los revoltosos y delincuentes se convierten de veras á Cristo y dan cumplida satisfacción á sus conciudadanos, entonces seré yo el primero en echar al cuello de esos venturosos penitentes la cadena de oro del Amor y de la Caridad. Yo estoy con Dios, y repito con Tertuliano: Deus de suo optimus, de nostro autem justus.

F.—Efectivamente, nunca podrán los pueblos ni los gobiernos conjurar la tormenta revolucionaria, si no devuelven á la justicia todo su prestigio y esplendor. Tres son las pasiones ó vicios capitales de que están enseñoreados los perturbadores del orden público y enemigos de la sociedad: el egoísmo, el espíritu de partido y la impunidad. Los revolucionarios no toman para nada en cuenta el bien común, sino sus intereses particulares; á nadie aman sino á los cómplices de sus delitos y rebeliones; y se esfuerzan en despojar á la ley de todas sus sanciones y establecer la impunidad más escandalosa de los más atroces crímenes. En tal caso ¿cómo podrá la sociedad defenderse de sus constantes agresiones, si no oponiéndoles toda la severidad y rectitud de la justicia legal, distributiva y punitiva? O la sociedad, ó ellos; no hay remedio, ni transacción posible: pero es preciso que la sociedad triunfe; luego es necesario que vibre sobre ellos su espada la Justicia.

Deben, pues, los gobernantes y los pueblos ser justos.

E.—Son ya las once de la noche, y debemos madrugar.


F.—Exactamente. Tan sabrosa es nuestra plática, que se me pasan las horas sin sentirlo. Mas ya que es preciso pagar este tributo á la naturaleza, retirémonos á descansar.

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