FILÓSOFO.—Queda establecido en
nuestra conferencia anterior que todo hombre público debe ser profunda y
prácticamente religioso y probo; y que por lo mismo los ateos, incrédulos,
impíos, enemigos de la Iglesia, inmorales, viciosos, corrompidos y escandalosos
no pueden, en ningún caso, merecer la confianza de sus conciudadanos para el
desempeño de los cargos públicos. Quisiera ahora saber, de un modo más concreto,
en qué consiste esa moralidad y probidad que deben exigir los pueblos de sus legisladores,
magistrados y jefes.
ECUATORIANO.—Para hablar sin
rodeos y en compendio, digo que la moralidad de un hombre público consiste en
las cuatro conocidas virtudes cardinales que deben adornarle: prudencia,
justicia, fortaleza y templanza. En este punto, como en todos los demás, la
razón despreocupada está muy de acuerdo con la doctrina católica. Muy
republicano era Cicerón, enemigo fue de César, y de Marco Antonio, y del Imperio;
y a pesar de eso, habréis sin duda observado que este orador y filósofo, en su
precioso libro De Officiis, señala estas virtudes como prendas inequívocas de
la probidad de un hombre público.
F.—Así es, en efecto, y nada más
natural. Los hombres públicos y de gobierno han de ser prudentísimos. Porque si
la sola dirección de la conciencia individual es tan difícil que no han dudado
afirmar grandes pensadores que el régimen de las almas es el arte de las artes,
ars artium regimen animarum, y eso que allí se cuenta con la sincera docilidad
del creyente y con los auxilios de una gracia sobrenatural; ¿cuánto más arduo
no será esto de gobernar ciudades, provincias, estados compuestos de hombres
llenos de pasiones, donde se cruzan tantos intereses contrarios, se propagan
tantos errores monstruosos, se defienden tantas preocupaciones incorregibles?
¡Qué sensatez, qué cordura, qué discreción, qué consejo, previsión, solercia,
trato de gentes y conocimiento práctico de los hombres y de las cosas no se
requieren para el manejo atinado y concienzudo de los negocios públicos! Hay
prudencia personal y prudencia gubernativa; ésta es de tres especies: económica,
política y militar. Con la personal se gobierna bien el hombre á sí mismo; con
la económica gobierna bien su familia; con la política gobierna bien las
ciudades, provincias y Estados; con la militar gobierna bien los ejércitos. Un
hombre que ni sabe, ni puede gobernarse á sí mismo, menos podrá y sabrá gobernar
su casa; y un hombre nulo en el hogar doméstico, será menos que nada á la
cabeza dé los pueblos y de los guerreros. ¿Qué será, pues, de un pueblo cuyas
cámaras y gabinetes estén entregados al desgobierno lastimoso de la temeridad,
inconsideración, ligereza, inconstancia y negligencia? Infiérese de esto que en
un gobierno republicano la primera obligación de los pueblos es fijarse bien en
la prudencia y sabiduría de los que elige para legisladores, magistrados y presidentes;
teniendo sobre todo en cuenta que esta sabiduría y prudencia ha de ser práctica,
no especulativa, no ideal, no utópica; ha de estar fundada en la experiencia y
en el conocimiento del mundo y madurada con las lecciones severas del
desengaño. La falta de mundo pierde á muchos hombres y pueblos; y no sé por qué
las leyes no señalan como condición indispensable para ser legislador ó presidente
el haber viajado un poco y conocido el mundo con algún provecho. Personas de talento,
ilustradas y de recta intención suelen dar inconscientemente en muchos errores
prácticos y mezquindades lugareñas por no haber salvado las fronteras de la
patria, ni respirado el aire libre de los mares.
E.—Muy bien, amigo mío, muy bien;
estamos conformes. Solamente me permitiréis añadir que la prudencia virtud no
se ha de confundir con la astucia, ni con aquella otra prudencia de la carne
tantas veces reprobada por Dios en las divinas letras. La prudencia verdadera
tiene su fundamento verdadero, el cual consiste en la recta disposición de la
voluntad humana en orden al fin último: porque así como en el conocimiento especulativo
los axiomas son principio y base de la ciencia, así en toda la vida práctica de
los hombres, la recta intención del fin último es el principio universal de los
actos humanos. Y así como vacilan y caen todas las consecuencias que se apoyan
en un principio falso, así se adulteran y corrompen todas las acciones que
emanan de una intención torcida.
Los hombres y pueblos que
desconocen el verdadero fin de la sociedad, corren derecho al abismo de su perdición
y ruina, como lo está demostrando una dolorosa experiencia. Por esto los
gobernantes y legisladores sensatos y prudentes nunca deben perder de vista el
verdadero fin de la sociedad civil y política, el cual, conforme á la doctrina
del Ángel de las escuelas, no puede ser sino el bien honesto: si ya no se quiere
admitir el absurdo monstruoso de que el Autor de la naturaleza nos ha llamado á
la vida social para extraviar nuestra razón con el error, y para corromper
nuestra voluntad con el vicio y las pasiones. Mejor sería en tal caso romper todos
los lazos que nos ligan con nuestros semejantes y sepultarnos en los bosques.
F.—Comprendo muy bien que el fin
de los cuerpos políticos debe ser un bien honesto: mas quisiera que le
determinaseis de algún modo, pues no ignoráis cuántos y cuán diversos pareceres
han dividido á los filósofos antiguos y modernos acerca del verdadero fin de la
sociedad.
Unos dicen que dicho fin es la
salud pública; otros que la felicidad común; éstos que la tutela de los
derechos ó la seguridad interna ó externa; aquéllos que la promoción del
progreso humano o la abundancia de bienes externos. Manuel Kant, patriarca de
los modernos racionalistas, enseña que dicho fin no consiste sino en la mutua
restricción y armonía de la libertad individual. ¿Qué decís de estas opiniones?
E.—Digo que todas ellas son
ambiguas, ó inciertas, ó demasiado vagas, ó por lo menos muy expuestas á
interpretaciones peligrosas.
Muy lejos me llevaría la
demostración de este mi aserto. Así es que me contento con la simple indicación
de la doctrina de los católicos diciendo que el verdadero fin de la sociedad
política es el orden exterior, ordenado á la prosperidad común de los
asociados, é informado por el orden interno de la moralidad.: “El fin inmediato,
dice Taparelli, que procura directamente
la sociedad es el bien común externo, ordenado al bien individual interno de
todos los asociados y subordinado al fin último del hombre."
F.—Sabiamente dicho. Porque
debiendo el fin de una cosa corresponder á la naturaleza de aquello que la
constituye; claro es que no se puede prescindir de la relación que tiene, á su propio
fin aquello por lo cual y para lo cual se ha instituido la cosa misma, toda
cuanta es.
Ahora bien, la sociedad civil,
toda cuanta es, se ha instituido para el bien de los ciudadanos que la forman.
Por consiguiente el fin de la sociedad civil no puede prescindir del fin de los
mismos ciudadanos, ya próximo, ya último. Esto significa en buenos términos que
la sociedad civil no se ha instituido para labrar la desgracia de los hombres
en el tiempo, ni menos para convertirse en lazo de perdición eterna para las almas.
De modo que Orden público, informado del orden interno de moralidad, para la
prosperidad común de los asociados, subordinada á su fin último .... he aquí la
base eterna, inconmovible de la recta constitución de los estados; he aquí el
verdadero fin propuesto por la naturaleza racional á toda sociedad civil y
política; he aquí el objeto de las legítimas aspiraciones de gobernantes y
gobernados.
E.—Esto es evidente: y para mí
una de las causas funestísimas de los males que hoy en día afligen á los
pueblos es la ignorancia, olvido ó menosprecio de verdades tan sencillas como suelen
serlo en las ciencias los primeros principios ó axiomas. Sí, amigo mío,
desconocen estos primeros principios esos espíritus inquietos, audaces,
turbulentos, conspiradores de por vida, perturbadores eternos del orden y
reposo públicos, que han jurado odio á muerte á toda autoridad legítima, á todo
gobierno constituido, á todos sus semejantes; si ya no son aquellos
desheredados que en el furor de pasiones indómitas los celebran y aplauden como
á sus tribunos y cabecillas. Estos hombres desdichados no teniendo en qué ocuparse,
siguen, como ellos dicen, la carrera política, que en su triste concepto y
depravado instinto no se reduce sino á agitar la tea de la discordia y á envolver
á los pueblos en todos los horrores de la guerra intestina. Hombres crueles,
verdaderos azotes de la sociedad que no se hartan con la sangre del pobre
esposo, del pobre hijo, ni con las lágrimas del huérfano y la viuda.... Desconocen
estos principios esos hombres poseídos del moderno espíritu pagano, para
quienes toda la prosperidad y progreso de los pueblos consiste en la abundancia
de bienes puramente materiales y de medios para satisfacer el hambre y sed
insaciables de goces y placeres corpóreos, con prescindencia y aun exclusión
del elemento de moralidad pública que contenga dentro de justos límites los
instintos ciegos de las concupiscencias de la carne. Influencia, discursos, ejemplos
perniciosos, todo lo ponen en juego para fomentar el libertinaje, desacreditar
la severidad evangélica, corromper á los pueblos y afeminar y enervar á las
generaciones que se levantan, para arrastrarlas por el cieno inmundo de vicios
y escándalos que preparan sin duda la decadencia y ruina de las naciones.
Desconocen estos principios esos espíritus débiles y fanáticos que en medio de
una sociedad unánimemente católica alardean de cierta superioridad sobre todos
sus conciudadanos, fundada en la ignorancia del símbolo religioso y en la mala
fe con que de intento han extraviado su mente y corazón entregándose sin discernimiento,
sin criterio, á las lecturas perniciosas que han sorprendido sus inteligencias
vírgenes, y las han sumido en el caos horroroso de un escepticismo inconsciente
y de una impiedad é incredulidad inmotivadas. Estos hombres, de muy cortos
alcances, no pudiendo singularizarse ni sobresalir de otro modo, las dan de
incrédulos é impíos, y de enemigos de Cristo y de su Iglesia. Piensan, como si
vivieran en Belén, que los hombres de talento deben ser incrédulos, y los
sabios, impíos; y sin más ni más se arrojan al precipicio de infame apostasía
práctica, combaten á la Iglesia, infringen sus preceptos, atropellan sus
fueros, desoyen su voz, odian á sus prelados, ministros y órdenes religiosas y
abdican el derecho que como bautizados tenían á la herencia del reino de los
cielos. Pregúntoos, amigo mío, ¿qué puede esperar un país de conspiradores de
profesión, de paganos é inmorales, de incrédulos é impíos?
Su ruina, y nada más que su
ruina. De consiguiente un pueblo pacífico, moral y religioso no debe perder de
vista á esos ciudadanos funestos; debe señalarlos con el dedo, como á elefancíacos,
para apartar á los sencillos de su comunicación y trato; en una palabra, la
conciencia pública debe condenar á esas criaturas desgraciadas á una privación
completa de voz activa y pasiva en todos las deliberaciones y elecciones
populares. La mayor humillación y el más alarmante síntoma de depresión del
sentido moral de un pueblo, es el verse reducido el mismo pueblo á conceder en
política los honores de beligerantes á reos de lesa civilización, de lesa
patria y de lesa Majestad divina y humana.
F.—Alguien ha dicho de la jurisprudencia
romana que era la misma Razón hablada. Creo que también yo pudiera decir lo
mismo de vuestras contestaciones y discursos: tan justos son ellos y tan dignos
de la atención pública. Pasemos, si os place, á otra cosa. ¿Cuál es la segunda
virtud que se requiere en los gobernantes?
E.—La Justicia. Dice un oráculo
divino que la justicia engrandece y levanta á una nación; que la justicia de
los gobernantes es la salvación y verdadera libertad de los pueblos: "Sin
rectitud en los jueces no hay justicia, y sin justicia la sociedad es
imposible." Sabiamente dicho: porque si la sociedad civil y Política es en
el sentir del orador romano la reunión de los hombres ligados entre sí con el
vínculo de derechos comunes, es claro que la tutela y defensa de estos mismos
derechos es condición esencial de la existencia misma de la sociedad.
Mas ¿quién protege estos derechos
y los defiende de las agresiones de los forajidos? La justicia. Si los hombres
en la tierra fuésemos ángeles confirmados en gracia, la virtud social por excelencia
sería la caridad: pero mientras seamos lo que somos, esto es, inclinados al mal
desde nuestra adolescencia, rebeldes á la luz, contumaces en el pecado,
soberbios, egoístas, invasores de ajenos derechos, enemigos del bien común no
hay remedio, la virtud social por excelencia es la Justicia. Decía Tertuliano
que Dios de suyo era bueno, óptimo; pero que por nosotros era justo: Deus de
suo optimus; de nostro autem justus. Por esta razón Dios, que como Autor de la
naturaleza nos llamó á la vida civil y política, dio á las humanas sociedades
por base la Justicia: la Justicia con la rectitud de sus fallos, la Justicia
con su severidad inflexible, la Justicia con sus rigores santos. ¡Ay, ay de los
pueblos que proscriben de su seno la Justicia! Apagado el sol que nos alumbra,
la tierra queda sepultada en lobreguez profunda: desterrada la Justicia, la sociedad
toda se envuelve en tinieblas del infierno, á favor de las cuales las pasiones
homicidas sacrificarán sin piedad á los buenos.
F.—Así lo han reconocido en todo
tiempo los filósofos y legisladores de los pueblos. Esa virgen severa de ojos
vendados, con una balanza en la siniestra y una espada en la diestra, era una
deidad tutelar á quien los paganos rendían adoración y culto. Diosa era de la
Ley y de la Paz, y representaba á la Justicia. Era virgen, porque la Justicia
debe ser incorrupta é incorruptible; tenía venda en los ojos, porque la Justicia
no comporta acepción de personas; llevaba en la siniestra una balanza fiel,
para poner en debido equilibrio el elemento ideal y el elemento real que supone
la Justicia, esto es, la ley y los derechos concretos y subjetivos de los
hombres; armada estaba, en fin, de una espada, no de puñal alevoso, para
indicar que corre á cargo de la autoridad legítima la aplicación de las sanciones
que contienen á los ciudadanos dentro del deber y los estimulan al cumplimiento
y observancia de la ley. "No puede ser bueno lo que no es justo,"
decía sabiamente el orador romano: porque la justicia de una acción no es otra
cosa que su conformidad con aquel derecho sagrado que existe y existía antes de
todas las leyes de las naciones, como los manantiales de las aguas antes que los
arroyos. Platón hablando de la justicia distributiva y vindicativa en su
Diálogo Político enseña que el buen orden de un Estado pide que haya recompensas
para los buenos y castitigo para los malos. Inspirando este sabio instituto
horror al delito, anima al mérito. Asimismo preguntaron un día á Solón qué era
lo que más podía contribuir á la salud de la República; y respondió, que
convidar á los buenos con la recompensa para continuar haciendo bien, y
reprimir á los malos con el temor de los castigos. De acuerdo con estos filósofos
y legisladores dice Publio Mimo: "Condescender con los malos, dejar sin
castigo sus excesos es ofender á los buenos y dar ocasión á nuevos desórdenes.
La obligación del Jefe del Estado es hacer manifiesta, en caso necesario, toda
la severidad de las leyes." Lo cual confirma Tucídides en el discurso que
pone en boca de los corintios á los atenienses, donde se lee esta sentencia:
"Nadie debe impedir al Jefe de un Estado el justo castigo dé los
malhechores; y el que á esto se atreve, entienda que establece contra sí la ley
funesta de la impunidad en favor de sus propios súbditos rebeldes."
E.—De todo esto deduzco que la
necesidad más urgente é imperiosa de los pueblos es la de restablecer en su
seno el imperio de la justicia. Si los gobiernos populares, si las repúblicas
democráticas, si los pueblos anárquicos no vuelven sobre sí y rectifican sus
ideas y juicios en orden á la Justicia; si no dominan con la razón los afectos
mujeriles de un sentimentalismo novelesco que aun en los buenos nutre y fomenta
el odio y el temor á esta virtud; si tímidas condescendencias y falsas
conmiseraciones corrompen el criterio de la moralidad hasta el punto de otorgar
á los malhechores derechos cuyo título no es sino su audacia, obstinación é impudencia
.... Esos pueblos, repúblicas y gobiernos se pierden sin remedio, ahogados en
los férreos brazos de la revolución contemporánea.
F. — ¡Dios os favorezca, amigo
mío! Porque los que os escuchen, van á poner el grito en las estrellas, y decir
de vos que sois un sanguinario, un inquisidor, un resto maldecido ó un retoño
monstruoso de la tiranía de la edad media.
E.—Permitidme os lo diga con
franqueza: sois muy diplomático. Vos mismo me encendéis y me tentáis con
vuestra brillante erudición, y luego cargáis sobre mí solo toda la responsabilidad
de cuanto ambos pensamos y decimos en nombre de la fe y de la razón. Pero nó:
vuestra sonrisa me está dando á entender que no hacéis esto sino para satirizar
muy finamente á esos pobres hombres débiles de carácter que estando, allá para
sus adentros, perfectamente persuadidos y penetrados de la verdad, hacen coro
con sus enemigos para desollar vivos á quienes con generoso aliento la
proclaman. En cuanto á mí, poco me importa el qué dirán.... Fiat justitia, et
pereat mundus. Con todo, quiero declararos á vos el fondo de mi pensamiento.
Digo, pues, que si la sociedad contemporánea, volviendo las espaldas á Dios,
retrocede al paganismo, como de hecho está retrocediendo; entonces el único
factor ó elemento de conservación de la misma sociedad tiene de ser la Justicia
de los paganos, con todo el rigor de las leyes, con toda la severidad de sus
sanciones: mas si en un pueblo católico todos los revoltosos y delincuentes se
convierten de veras á Cristo y dan cumplida satisfacción á sus conciudadanos,
entonces seré yo el primero en echar al cuello de esos venturosos penitentes la
cadena de oro del Amor y de la Caridad. Yo estoy con Dios, y repito con
Tertuliano: Deus de suo optimus, de nostro autem justus.
F.—Efectivamente, nunca podrán
los pueblos ni los gobiernos conjurar la tormenta revolucionaria, si no
devuelven á la justicia todo su prestigio y esplendor. Tres son las pasiones ó
vicios capitales de que están enseñoreados los perturbadores del orden público
y enemigos de la sociedad: el egoísmo, el espíritu de partido y la impunidad.
Los revolucionarios no toman para nada en cuenta el bien común, sino sus
intereses particulares; á nadie aman sino á los cómplices de sus delitos y
rebeliones; y se esfuerzan en despojar á la ley de todas sus sanciones y establecer
la impunidad más escandalosa de los más atroces crímenes. En tal caso ¿cómo
podrá la sociedad defenderse de sus constantes agresiones, si no oponiéndoles
toda la severidad y rectitud de la justicia legal, distributiva y punitiva? O
la sociedad, ó ellos; no hay remedio, ni transacción posible: pero es preciso
que la sociedad triunfe; luego es necesario que vibre sobre ellos su espada la
Justicia.
Deben, pues, los gobernantes y
los pueblos ser justos.
E.—Son ya las once de la noche, y
debemos madrugar.
F.—Exactamente. Tan sabrosa es
nuestra plática, que se me pasan las horas sin sentirlo. Mas ya que es preciso
pagar este tributo á la naturaleza, retirémonos á descansar.
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