Para que el hombre cumpla sus deberes
tiene que considerar ante todo el fin para que fue creado, y que sólo en la
consecución de este fin podrá hallar su felicidad completa.
Ahora bien, el fin último del hombre
es amar y servir a Dios en esta vida y gozar de Él eternamente en la otra. Es
decir que, Dios nos ha puesto en este mundo, no para tener riquezas, ni
honores, ni placeres, sino para obedecer sus Mandamientos y alcanzar así la
eterna bienaventuranza del cielo.
Ya que el primer hombre, Adán, lo creó
Dios con este fin y le dio por mujer a Eva, con la que propagase el género
humano. Los creó en estado de gracia y los puso en el paraíso terrenal,
indicándole que desde allí serían luego trasladados al cielo a gozar
eternamente de una dicha cumplida.
Mientras vivieran en la tierra podrían
comer de los frutos de todos los árboles de aquel delicioso jardín, excepto de
uno que Dios le señaló a fin de probar su fidelidad.
Pero Adán y Eva, desobedeciendo al
Señor, comieron del fruto prohibido, y por este pecado se vieron privados de la
gracia divina, arrojados del paraíso terrenal y, como rebeldes a la majestad de
Dios, condenados con todo el género humano a muerte temporal, quedando así
cerrado para ellos y todos sus descendientes el paraíso celestial.
Ese fue el pecado original, con el
cual todos nosotros, hijos de padre rebelde, nacemos hijos de ira y enemigos de
Dios. Cuando un vasallo se levanta contra su rey, caen en su desgracia no sólo
el rebelde, más también sus hijos.
Para nosotros, por tanto, el pecado
original es una privación de la gracia de Dios, causada por la desobediencia de
Adán.
Sólo María Santísima tuvo el
privilegio de verse inmune de la culpa original. Ella es Inmaculada.
La Concepción Inmaculada de María es
un dogma de fe definido por el Magisterio de la Iglesia. El Papa Pío IX, el 8
de diciembre de 1854, por la Bula Ineffabilis Deus, definió que la Virgen María
había sido concebida sin mancha de pecado original, en atención a los futuros
méritos en su Hijo.
La iglesia nos invita en su Liturgia a
cantar en honor suyo:
¡Toda hermosa eres María, y no hay en
ti mancha original!
Conviene anotar que la redención de
María no fue liberativa del pecado original contraído, sino preservativo que le
impidió caer en él.
Este dogma se fundamentó en la
Escritura (Gen. 3,15; Le. 1,28) y en el dogma de la Maternidad divina.
Todos los hombres nacemos infectados
del pecado de Adán; y en castigo del mismo hállase nuestra inteligencia
oscurecida para comprender las eternas verdades e inclinada al pecado nuestra
voluntad.
Pero con el santo Bautismo, en virtud
de los méritos de Jesucristo, recobramos la divina gracia y se remedia todo
nuestro mal. Por aquí llegamos a ser hijos adoptivos de Dios y herederos del
cielo, pero a condición de que sepamos conservar hasta la muerte la gracia
recibida en el Bautismo; porque, si por el pecado mortal la perdiéremos,
venimos a ser reos del infierno, y únicamente por el Sacramento de la
Penitencia podemos, entonces, alcanzar el perdón de los pecados cometidos
después del Bautismo.
Entre los pecados actuales que el
hombre comete, unos son mortales y otros veniales.
Hablando primeramente del pecado
mortal, conviene saber que así como el alma da vida al cuerpo, así la gracia de
Dios da vida al alma; por consiguiente, así como el cuerpo cuando se priva del
alma, muere y su destino es el sepulcro, así el alma, cuando peca, muere a la
vida de la gracia, y su paradero es el sepulcro del infierno. De ahí que el
pecado grave lo llamemos mortal, pues mata el alma del que lo hace: El alma que
pecare, morirá (Ez. 18,20).
He dicho que su paradero es el
sepulcro del infierno. ¿Y qué es el infierno?
Un lugar donde los que mueren en
pecado padecen eternamente: Estos irán al fuego eterno (Mt. 24,46).
¿Y qué tormentos hay en él?
Respondo: todo género de males; allí
estará el condenado penando en un mar de llamas, presa de todo género de
dolores, desesperado y abandonado de todos por eternidades sin fin.
Pero ¿cómo es posible que por un solo
pecado mortal haya de padecer el alma eternamente?
Quien así pensara demostraría no
entender lo que quiere decir pecado mortal. Es el pecado mortal, según
definición de Santo Tomás, un apartamiento del bien inconmutable. Por eso dice
Dios al pecador: Tú me abandonaste y me volviste las espaldas (Jer. 15,6). Es
un desprecio que a Dios se le hace: He criado hijos y los he engrandecido, y
ellos me han menospreciado. (Is. 1,2). Es mancillar la honra de la divina
Majestad: Con tu prevaricación de la Ley deshonras a Dios (Rom. 2,23). Es como
decirle al Señor: «me voy de tu servicio»: Quebraste mi yugo, rompiste mis
coyundas y me dijiste; «no quiero servir». (Jer. 2,20).
He ahí lo que significa el pecado
mortal. Por donde se comprenderá ser poca cosa un infierno, cuando ni cien mil
bastarían a castigarlo. Quien sin motivo injuria a un esclavo merece
ciertamente castigo; pero más si el ofendido es un señor, un príncipe, un rey.
Ahora bien, ¿qué son todos los reyes de la tierra y los bienanveturados todos
del cielo en comparación de Dios? Son como nada: Todas las naciones en
presencia suya como si no fueran (Is. 40,17). Pues ¿qué castigo no merecerá una
ofensa hecha a Dios y, lo que es más, a un Dios que ha muerto por nuestro amor?
Pero aquí hay que notar que para que
exista pecado requiérense tres cosas: advertencia plena, consentimiento
perfecto y gravedad de materia. Faltando una sola de estas condiciones, no hay
pecado, o, si lo hay, será venial nada más.
El pecado venial no inflige al alma la
muerte, pero sí una herida. No disgusta a Dios gravemente, pero le disgusta. No
es un mal tan grande como el pecado mortal, pero sobrepasa todos los males que pueden
afligir a las criaturas. Mayor mal es una mentira, una ligera imprecación, que
si todos los hombres y todos los santos y todos los ángeles fuesen lanzados al
infierno.
De los pecados mortales, unos son
deliberados, otros indeliberados.
Los indeliberados, es decir, que se
hacen sin plena advertencia o sin consentimiento perfecto, tienen menos
culpabilidad, y en ellos todos los hombres caen. Sólo María Santísima, según
dijimos, tuvo en esto privilegio de exención.
Más culpabilidad encierran los
veniales deliberados, cometidos a plena voluntad y a sabiendas; y más todavía
si hay en el corazón apego a los mismos, como en ciertos sentimientos de
rencor, en ciertos deseos ambiciosos, en ciertos afectos ya arraigados y en
cosas semejantes. Decía San Basilio: ¿Quién se atreverá a llamar pequeño ningún
pecado? Basta saber que es ofensa de Dios para que tratemos de evitarlo sobre
cualquier otro mal.
Santa Catalina de Génova, habiendo
contemplado en visión la fealdad de un pecado venial, maravillábase de no haber
muerto de horror. Y téngase entendido que quien no hace cuenta de los pecados
veniales corre peligro, si no se enmienda, de caer en algún pecado mortal. A
medida que en el alma se multiplican los pecados veniales, ésta se debilita,
cobra fuerzas el demonio y disminuyen las gracias de Dios. Por eso, el que desprecia
las cosas pequeñas, poco a poco caerá (Eclo. 19,1).
Atendamos, pues, a evitar el pecado,
ya que de él únicamente podemos esperar desdichas en esta vida y en la otra.
Demos gracias a la misericordia del Señor, que no ha querido castigar nuestras
culpas enviándonos al infierno, y de hoy en adelante cuidemos con esmero la
salvación de nuestra alma, convencidos de que siempre será poco cuanto
hiciéremos por salvarla.
Cuenta a este propósito San Agustín
que, hallándose el emperador Graciano en la ciudad de Trévesis, dos oficiales
de su corte paseando por las afueras de la ciudad vinieron a dar en una cabana
en que habitaban ciertos monjes, siervos de Dios. Allí hallaron un códice con
la vida de San Antonio Abad. Se puso a leer en ella uno de los cortesanos, el
cual, lleno repentinamente del espíritu de Dios, dijo a su compañero: «Amigo,
después de pasar nosotros tantos trabajos y fatigas, ¿a qué podemos aspirar en
este mundo? Cuando más, a conseguir la privanza del emperador. Y supuesto que
logremos tenerla, ¿cuándo llegará ese día? En cambio la amistad de Dios ahora
mismo, si queremos, la podemos alcanzar.» Y dicho esto, continuó su lectura
hasta que movido más poderosamente por Dios, el cual en aquel instante le hizo
comprender la vanidad del mundo, exclamó: «Está Bien; quiero abandonarlo todo y
salvar mi alma; desde ahora mismo resuelvo quedarme en este monasterio para
pensar únicamente en servir a Dios. Si tú amigo mío, no quieres seguirme, ruégote
que por lo menos no te opongas a mi determinación.» El compañero respondió que
también él se quedaba, y así lo hicieron.
Dos jóvenes doncellas prometidas a los
dos en matrimonio, no bien supieron el cambio obrado en ellos, dejaron
igualmente el mundo y consagraron al Señor su virginidad.
Pero para salvarse no basta con haber
comenzado, es preciso perseverar. Y para perseverar debemos permanecer en
humildad desconfiando siempre de nuestras propias fuerzas, confiando sólo en Dios
y pidiéndole constantemente la gracia de la perseverancia.
¡Pobre del que confía en sí mismo
engreído con sus propios méritos!
Refiere Paladio de un solitario que en
el desierto se pasaba los días y las noches en oración y hacía vida tan
penitente que se atrajo la admiración de las gentes. Pero el infeliz puso los
ojos en sí mismo y, mirando a sus virtudes, daba ya por segura su perseverancia
en el bien y la salvación de su alma. Más he aquí que, apareciéndosele el
demonio en forma de mujer y habiéndole tentado a pecar, no supo el desgraciado
resistir, y pecó. Apenas realizado el pecado, huía de allí el demonio soltando
una estrepitosa carcajada. El solitario abandonó el desierto, y tornó al siglo
y se entregó en cuerpo y alma a todos los vicios, enseñándonos por aquí cuan
temerario sea confiar en nuestras propias fuerzas.
(Texto tomado de la introducción a "Los diez mandamientos", de san Alfonso María de Ligorio)
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