Desgraciado de mí, que tanto he pecado
en mi vida.
(De Las Confesiones de San Agustín,
lib. II, c. 10)
Tal era el lenguaje de San Agustín
cuando discurría sobre los años de su vida en los que, con tanto ardor, se
había entregado al infame vicio de la impureza. « ¡Ah! ¡Desgraciado de mí, pues
tanto he pecado en los días de mi vida!» Y cuantas veces le acudía tal
pensamiento, sentía su corazón devorado y desgarrado por el dolor. «¡Oh, Dios
mío! –exclamaba-, ¡una vida pasada sin amaros! ¡Oh, Dios mío, cuántos años perdidos!
¡Ah! Señor, ¡ruégoos que os dignéis no acordaros más de mis culpas pasadas!»
¡Ah! lágrimas preciosas, ¡ah! dolores saludables que de un gran pecador
hicieron un gran santo. ¡Oh !¡ cuán pronto un corazón quebrantado de dolor
recupera la amistad de su Dios! ¡Ah! pluguiese a Dios que, cuantas veces
ponemos nuestros pecados ante nuestros ojos, pudiésemos exclamar con tanta pena
como San Agustín: ¡Ah! ¡Desgraciado de mí, pues tanto pequé en los años de mi vida!
¡Dios mío, tened misericordia de mí! ¡Oh! ¡Cuán fácilmente correrían nuestras
lágrimas, y nuestra vida no parecería la misma! Sí, convengamos todos, con
tanto dolor como sinceridad, en que somos unos criminales dignos de atraer toda
la cólera de Dios justamente irritado por nuestros pecados, tal vez más
numerosos que los cabellos de nuestra cabeza. Más ¡bendigamos para siempre la
misericordia de Dios que con sus tesoros nos proporciona tan eficaz recurso
contra nuestra desdicha! Sí, por grandes que hayan sido nuestros pecados, por
desordenada que haya sido nuestra conducta, tenemos la seguridad de ser
perdonados, si, a semejanza del hijo pródigo, nos arrojamos con un corazón contrito
a los pies del mejor de todos los padres.
(Tomado de un sermón del santo Cura de Ars)
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