En la historia
de la filosofía clásica es famoso el choque de teorías entre Parménides de Elea
y Heráclito de Éfeso, acerca del tema de la estabilidad o mutabilidad de lo
real.
Según Parménides,
lo realmente existente, el fundamento de todo, era el ser inmóvil. De tal
manera que solo existía el ser, y no había ninguna manera de que existiera algo
distinto al puro ser. Eso obviamente hacía que dos fenómenos que observamos a
diario quedaran sin explicación: el fenómeno del cambio y el fenómeno de la
diversidad y multiplicidad de las cosas de este mundo. Ya que si solo existe el
ser, el cambio es imposible, es solo una ilusión, porque todo cambio
significaría que algo que no es pasa a ser, y eso para Parménides es imposible
puesto que el “no ser”, no existe, solo existe el ser, lo que es. Y también es
imposible la multiplicidad y la diversidad de las cosas que atestigua nuestra
experiencia, ya que no serían posible las diferencias entre unos seres y otros,
puesto que si existieran diferencias sería porque algo es en un ser, pero no es
en otro ser, y eso significaría que el “no ser”, de alguna manera existe y
afecta a las cosas de este mundo. Pero eso es imposible porque el “no ser” no
existe, solo existe el ser. Entonces Parménides concluía triunfante que todas
las cosas eran en el fondo una sola y misma realidad. No había entonces ni
cambio, ni multiplicidad, ni pluralidad, solo un eterno ser inmóvil y siempre
el mismo y siempre igual.
Años después
vino Heráclito. Sus opiniones fueron contrarias a las de Parménides. Para
Heráclito lo que no existía era la estabilidad en lo real, la permanencia era
solo un ilusión ya que todo en este mundo, absolutamente todo, está siempre en
un estado de constante flujo, cambio, transformación (hoy diríamos evolución). Es
famosa la comparación que usaba para explicar su teoría, él decía que no es
posible bañarse dos veces en el mismo río, ya que como la corriente del río es
permanente y jamás se detiene, cuando nos metemos la segunda vez ya las aguas
han cambiado y no es exactamente el mismo río que antes.
Los libros de
filosofía, sobre todo los de historia, se entretienen en detallar este
enfrentamiento de teorías, enfrentamiento no en el sentido literal ya que los
dos filósofos vivieron en siglos distintos. Y nos presentan estas teorías
opuestas como uno de los grandes hitos del pensamiento griego. De hecho muchos
estudiosos consideran que esas dos posturas constituyen como dos paradigmas que
luego se han ido repitiendo a lo largo de la historia del pensamiento
filosófico, de tal manera que sería posible ubicar a todos los filósofos que
existieron, existen y existirán, en uno de esos dos bandos, o discípulos de Parménides
o seguidores de Heráclito. Algo de cierto hay en eso. Pero lo que muchos
manuales olvidan mencionar, esperamos que no de forma malintencionada, es que
luego de Parménides y Heráclito, sobre el siglo IV, vino a la escena filosófica
el gran Aristóteles y dio la solución al problema que había desvelado a todos
antes que él. En efecto, con su doctrina sobre el acto y la potencia
Aristóteles logró reconciliar las dos visiones que parecían opuestas y dejó en
claro lo que había de verdad en cada una de ellas: estuvo de acuerdo con
Parménides en que la íntima realidad de todo era el ser, lo permanente. Y estuvo
de acuerdo con Heráclito en que el cambio era algo indudable e imposible de
negar. Y, repetimos, haciendo uso de su doctrina del acto y la potencia,
explicó cómo era posible que se diera el cambio, la multiplicidad, la
diversidad, aún en medio de un mundo caracterizado en lo profundo por la
permanencia y la estabilidad de las esencias de las cosas.
Pero no vamos a
hacer aquí una exposición detallada de las teorías aristotélicas sobre el acto
y la potencia, ya lo hicimos en otro lugar y no quisiéramos recargar al lector
con repeticiones innecesarias. Nuestro propósito al traer aquí este asunto es
más bien el de abordar un aspecto de la realidad contemporánea que nos llama
poderosamente la atención: la fascinación de los modernos por el cambio, y el
correspondiente rechazo hacia lo permanente. Veamos.
Si hablamos con
alguien hoy día, sin importar si es adolescente, joven o si ya está en la
mediana edad (30-40), es muy probable que dentro de su discurso alabe con más o
menos entusiasmo el progreso de los últimos decenios. Y no solo el progreso a
nivel tecnológico, sino que su alabanza abarcará sin duda también al progreso
en sentido ‘moral’, es decir, ese proceso de transformaciones socio-culturales
que ha venido ocurriendo desde hace un par de siglos (aprox.), y que se caracteriza
por el rechazo, cada vez más agresivo, de la herencia cristiana occidental en
materia de moralidad; con el fin de reemplazarla por un ‘sistema’ social
supuestamente construido sobre la base de una ‘libertad humana’ ilimitada, sin
restricciones más allá de los ‘derechos’ del vecino. Y digo ‘supuestamente’,
porque son muchos los analistas que detrás de este sistema de endiosamiento de
la libertad humana que hoy se está construyendo con aspiraciones de hegemonía,
alcanzan a vislumbrar la antesala de una gigantesca tiranía sin precedentes.
¿Cómo puede ser eso posible? ¿Cómo puede edificarse la tiranía sobre un sistema
que endiosa la libertad? Sencillo, y esto es lo asombroso, por medio del
aniquilamiento de los frenos naturales de la libertad humana, individual y
colectiva (en los gobernantes). Porque en la herencia cristiana no es solo el
individuo el que se encuentra limitado en el ejercicio de su libertad, sino
también el Estado, los gobernantes, las leyes, etc., se encuentran limitadas en
últimas por las leyes de Dios. En un sistema así, diga lo que se diga, el
Estado no encuentra asidero para justificar una pretendida dictadura para sí
mismo. Mientras que removidos los frenos cristianos al individuo y al Estado,
es decir, concebidos los individuos como pequeños dioses cada uno, el Estado
vendría a ser inevitablemente el gran árbitro llamado a establecer la concordia
entre las pequeñas ‘divinidades’, el
Estado sería la súper-divinidad, el Estado ocuparía el lugar de Dios. Y a un
Estado así ya nada lo limitaría más que su propio querer. La guerra por el
poder político sería despiadada porque sería nada más y nada menos que la
guerra por el poder absoluto.
De esta manera
una sociedad que se edifica sobre la adoración de la libertad individual, acaba
convirtiéndose en la antesala perfecta de la más perfecta tiranía. En un reino
de dioses solo una súper-divinidad podría controlarlo todo, y esa será el
Estado.
Todo esto es lo
que ignora el moderno venerador del cambio y del progreso. Y repetimos una vez
más, no hablamos aquí del progreso tecnológico, sino del ‘progreso’ en su
sentido ‘moral’, es decir, el cambio de modelo socio-político-cultural, desde
uno medido por la cosmovisión cristiana hacia uno medido por la desnuda y ‘omnipotente’
libertad humana.
Ojalá los
modernos aprendieran a distinguir entre el progreso tecnológico y el ‘moral’,
quizá teniendo a la vista las consecuencias del segundo se debilitaría en ellos
un poco el entusiasmo con el que alaban la modernidad, el cambio, el ‘progreso’,
serían en materia moral un poco menos seguidores de Heráclito, y pasarían a
engrosar las filas de los amigos de Parménides.
Leonardo
Rodríguez
?Adoración de la libertad individual?
ResponderBorrarSera la suya, que no la mía.
Nunca puede haber libertad cuando nos han educado a no pensar (invocando el libre pensamiento (?) y la razón (?)).
No puede haber libertad cuando se evita que el hombre tenga conciencia de sus actos y los compare con el bien y el mal.
No puede haber libertad cuando nos impiden que nos demos cuenta de cuales son nuestros legítimos intereses y los defendamos.
No puede haber libertad cuando la sociedad de consumo utiliza técnicas de psicología aplicada para que consumas sin pensar ni necesitar; con plata que no tienes.
No puede haber libertad cuando a cada paso, especialmente en la televisión, los anuncios y las películas utilizan el sexo y el lujo para manejarme sin yo darme cuenta utilizando mis pulsiones animales.
No puede haber libertad cuando se evita estar solo y pensar. Ahí esta la televisión, que encima hace que el cerebro emita ondas alfa, relajantes y que favorecen el hipnotismo.
Tampoco cuando andamos por la calle escuchando musica, alienados de todo lo que nos rodea (incluso se puede ver a un par de amigos caminando, cada uno ensimismado en su musica).
Y como no teníamos bastante, tienes la opción obligatoria de ir en el colectivo matando marcianitos en el celular... naturalmente sin pensar en nada.
Yo no veo la libertad por ninguna parte.
Y encima, las sociedades secretas manipulando a nuestros representantes políticos para obligarnos a hacer lo que no queremos hacer.
Parece una regresión de la civilización y un inhumanismo que va a acabar con todos nosotros, empezando por lo que mas queremos: nuestra familia.
No es de extrañar el aborto y la "política de genero"(?)
Lo dicho, yo no veo libertad por ninguna parte.
El hombre de Cromañon tenia mas libertad que la que tenemos todos nosotros juntos.