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miércoles, 14 de agosto de 2019

No somos tan importantes


Hace un par de días mi ciudad y sus alrededores recibieron una generosa lluvia, más bien aguacero acompañado de tormenta eléctrica, que nos puso a pensar un poco acerca de la fragilidad humana y los aires de superioridad con los que a veces vivimos nuestro día a día.
Resulta que de los siete pecados capitales (soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza), es la soberbia como la madre y raíz de los demás, de modo que todos de una forma u otra se pueden reconducir a ella como a fuente primera de las conductas autodestructivas del ser humano. Nos dice el viejo catecismo que la soberbia es “el amor desordenado de la propia excelencia”, lo que en palabras sencillas significa un apego desordenado a nosotros mismos, a nuestras reales, o la mayoría de las veces, ficticias cualidades; apego a nuestra propia opinión no tanto porque quizá pueda ser correcta sino porque es la nuestra; apego a nosotros mismos y nuestro propio beneficio y bienestar, pasando si es necesario por encima de los demás y olvidando los deberes de caridad y amor fraterno que nos deben unir con nuestro prójimo. La soberbia es, en resumen, una egolatría que nos enceguece y nos hace ubicarnos, como si dijéramos, en el centro del universo con todo lo demás girando a nuestro alrededor para nuestro servicio y utilidad. El soberbio es un ególatra.
Y resulta entonces que en ocasiones la naturaleza se agita un poco, tan solo un poco, nos deja entrever una milésima parte de su poder, de su fuerza, de su furia si se quiere, y es allí donde comprendemos muy a pesar nuestro que en realidad no somos tan importantes. Somos débiles criaturas henchidas de aire, confiados ciegamente en nuestra propia “excelencia”, soberbios, vanidosos y las más de las veces presas de un tremendo complejo de superioridad que se manifiesta en mil detalles cotidianos: incapacidad de aceptar una crítica, dificultad a veces grande para pedir perdón, imposibilidad de reconocer errores, falta de humildad y sencillez, etc.
Gracias a Dios la naturaleza de cuando en cuando nos recuerda lo pequeños que realmente somos y nos despierta de la borrachera de vanidad en la que vivimos sumergidos.

¡Bienvenidas las tormentas!

Leonardo Rodríguez Velasco



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