Hace un par de
días mi ciudad y sus alrededores recibieron una generosa lluvia, más bien
aguacero acompañado de tormenta eléctrica, que nos puso a pensar un poco acerca
de la fragilidad humana y los aires de superioridad con los que a veces vivimos
nuestro día a día.
Resulta que de
los siete pecados capitales (soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y
pereza), es la soberbia como la madre y raíz de los demás, de modo que todos de
una forma u otra se pueden reconducir a ella como a fuente primera de las
conductas autodestructivas del ser humano. Nos dice el viejo catecismo que la
soberbia es “el amor desordenado de la propia excelencia”, lo que en palabras
sencillas significa un apego desordenado a nosotros mismos, a nuestras reales,
o la mayoría de las veces, ficticias cualidades; apego a nuestra propia opinión
no tanto porque quizá pueda ser correcta sino porque es la nuestra; apego a
nosotros mismos y nuestro propio beneficio y bienestar, pasando si es necesario
por encima de los demás y olvidando los deberes de caridad y amor fraterno que
nos deben unir con nuestro prójimo. La soberbia es, en resumen, una egolatría
que nos enceguece y nos hace ubicarnos, como si dijéramos, en el centro del
universo con todo lo demás girando a nuestro alrededor para nuestro servicio y
utilidad. El soberbio es un ególatra.
Y resulta
entonces que en ocasiones la naturaleza se agita un poco, tan solo un poco, nos
deja entrever una milésima parte de su poder, de su fuerza, de su furia si se
quiere, y es allí donde comprendemos muy a pesar nuestro que en realidad no
somos tan importantes. Somos débiles criaturas henchidas de aire, confiados
ciegamente en nuestra propia “excelencia”, soberbios, vanidosos y las más de
las veces presas de un tremendo complejo de superioridad que se manifiesta en
mil detalles cotidianos: incapacidad de aceptar una crítica, dificultad a veces
grande para pedir perdón, imposibilidad de reconocer errores, falta de humildad
y sencillez, etc.
Gracias a Dios
la naturaleza de cuando en cuando nos recuerda lo pequeños que realmente somos
y nos despierta de la borrachera de vanidad en la que vivimos sumergidos.
¡Bienvenidas
las tormentas!
Leonardo Rodríguez
Velasco
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