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sábado, 30 de agosto de 2014

Naturaleza de la sustancia y los accidentes

Primera descripción de estos dos modos de ser

Además de algunas mutaciones más profundas en las que una cosa deja de ser lo que era (cambios sustanciales, muerte de un viviente, transformación de una sustancia química en otra, etc.), tenemos una experiencia inmediata y constante de cambios accidentales, en los que una realidad varía sólo en sus aspectos secundarios, sin perder su naturaleza: por ejemplo, el agua al cambiar de temperatura no deja de ser agua, una persona sigue siendo la misma a pesar de la variación de estados de ánimo, de salud o enfermedad, etc. Las mutaciones accidentales manifiestan, pues, que en las cosas existe un sustrato permanente y estable, la sustancia, y unas perfecciones secundarias y mudables, que son los accidentes.

Otra característica que diferencia estos dos modos de ser es que en cada cosa hay un solo núcleo sustancial, pero afectado por como determinaciones derivadas y secundarias del núcleo central de una cosa. Lo que los caracteriza, pues, de modo radical, es su dependencia con respecto a la sustancia. De ahí la definición común a todos ellos: los accidentes son realidades a cuya esencia le conviene ser en otro como en su sujeto. Mientras lo más propio de la sustancia es subsistir, lo constitutivo de cualquier accidente es «ser en otro» (esse in o inesse).

Igual que la sustancia tiene una naturaleza a la que le conviene subsistir y que sitúa al sujeto en una especie, así cada accidente posee también una esencia propia, que distingue a unos accidentes de otros, y a la que le corresponde depender del ser de un sujeto. Por ejemplo, el color tiene una esencia diversa que la temperatura, aunque a ninguna de las dos le compete tener ser propio, sino que son en alguna sustancia.

Existe una gran variedad de accidentes, que podemos clasificar según distintos criterios. Para una primera visión de su diversidad, puede servir, por ejemplo, la siguiente clasificación de los accidentes según su origen:

a)    Accidentes propios de la especie: son aquéllos que surgen de los principios específicos de la esencia de una cosa y constituyen, por tanto, las propiedades comunes a todos los individuos de una misma especie; por ejemplo, la figura propia del caballo, o bien, en el hombre, su facultad de entender y querer, su sociabilidad, el reír y llorar.

b)    Accidentes inseparables de cada individuo: nacen del modo concreto como la especie se realiza en cada individuo; por ejemplo, ser alto o bajo, rubio o moreno, hombre o mujer, son características individuales que tienen una causa permanente en el sujeto.

c)    Accidentes separables, como estar sentado, caminar, estudiar, etc., que proceden de los principios internos del sujeto, pero le afectan sólo de modo transeúnte.

d)    Accidentes que proceden de un agente externo: algunos son violentos, como una quemadura, o la enfermedad provocada por un virus; otros, en cambio, perfeccionan a quien los recibe, como la ayuda de otra persona o la enseñanza.

El accidente metafísico y lógico

Desde el punto de vista metafísico, es decir, atendiendo al ser de las cosas, no hay término medio entre la sustancia y los accidentes: cualquier realidad, o es en sí o es en otro. Por eso no debe extrañar que propiedades tan importantes del hombre, como la inteligencia y la voluntad, deban incluirse entre los accidentes, pues no subsisten en sí mismas, sino en el sujeto. El distintivo de los accidentes no es ser algo poco importante, de lo que se puede prescindir, sino su ser en otro; y así, hay accidentes de gran trascendencia, como el querer, y otros de menor relieve, como estar sentado.

Sin embargo, en la lógica los accidentes propios de la especie, que se predican de modo necesario de todos sus individuos, reciben la denominación precisa de «propiedades» o «propios»; en cambio, el término «accidente» se reserva para las características que pueden darse o no en cada uno de sus individuos. Desde esta perspectiva lógica, las «propiedades» son, de alguna manera, un término medio entre la sustancia y los «accidentes».

En el lenguaje común, muchas veces la palabra accidente se entiende en un sentido distinto, como sinónimo de algo extrínseco, yuxtapuesto, de lo que se puede prescindir. En esta acepción del término se olvida que los accidentes, como veremos, guardan una estrecha relación con la sustancia. Así, por ejemplo, la vida de los hombres (sustancias) depende en gran medida de su educación, hábitos morales, etc. (accidentes).





domingo, 17 de agosto de 2014

Padre Norberto del Prado - sobre Santo Tomás de Aquino.


El Padre Norberto del Prado fue un tomista de mucho renombre el siglo pasado, autor de uno de los más brillantes libros que se han escrito sobre la filosofía tomista titulado "La verdad fundamental de la filosofía cristiana", que hemos compartido ya en este blog. El presente es un discurso sobre el santo, lleno de alusiones a su doctrina y a los males del tiempo actual. Muy recomendable.

El amor a Jesús crucificado - Meditación de San Alfonso María de Ligorio



¡Ah Jesús mío! ¿Qué mayor prueba podíais darme del amor que me tenéis que sacrificar vuestra vida en el infame patíbulo de la cruz, pagando la deuda de mis pecados, a fin de llevarme al cielo para estar con Vos?

Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil. 2, 8). El Hijo mismo de Dios, por amor de los hombres, se humilla hasta morir, y morir crucificado, obedeciendo al Padre eterno, que así lo quería, para nuestra salvación. ¿Y habrá todavía hombres que, creyéndolo, no amen a ese Dios?

¡Ah Jesús mío! ¡Cuánto os ha costado hacerme comprender lo mucho que me amabais, y yo os he pagado con ingratitudes! -Aceptadme ahora como amante vuestro, que ya no quiero abusar más de vuestro amor. 
Os amo, sumo bien mío, y quiero amaros siempre. Refrescad en mí el recuerdo de lo que habéis sufrido por mí, para que él me despierte el amor.

¡Dios mío!, los hay que hablan u oyen hablar de la Pasión de Jesucristo sin un movimiento, de gratitud, como si se tratara de un relato fantástico, o de alguna persona desconocida, que ninguna relación tuviera con ellos.

¡Oh hombres! ¿Por qué no amáis a Jesucristo? Decidme si podía haber hecho algo más este amante Redentor, para ganaros el amor, que morir en un mar de desprecios y de dolores.

Si el más vil de los hombres hubiera padecido por nosotros lo que padeció Jesucristo, ¿podríamos negarle nuestro afecto y nuestro reconocimiento?

Pero, Jesús mío, ¿para qué increpar a nadie, sino a mí mismo? ¿Qué gratitud os he demostrado hasta ahora? He sido tan vil, que vuestro amor lo he pagado con desprecio y ofensas.

¡Ah!, perdonadme, que de hoy en adelante yo quiero amaros, y amaros mucho; no habría nombre para mi ingratitud si, después de tantas finezas y misericordias vuestras, os amara poco.

Recordemos que ese Varón de dolores, clavado en una cruz infamante, es nuestro Dios verdadero, y que no está allí, sufriendo y muriendo, sino por nuestro amor.

Pues pensando que el Crucificado es nuestro Dios y que muere por nosotros, ¿podremos amar a nadie fuera de Él?

¡Oh hermosas llamas de amor, que consumisteis en el Calvario la vida de mi Salvador, consumid en mí todos los afectos de la tierra! Haced que arda yo de amor por ese Dios que, por amor mío, quiso morir en perfecto holocausto.

¡Qué espectáculo dio a los ángeles del cielo el Verbo divino, clavado en un madero y muriendo por la salvación de unas criaturas suyas miserables!

¡Ah Redentor mío! Vos no me negasteis la sangre y la vida, ¿y os negaré yo el amor? ¿Os negaré yo cualquier cosa que me pidáis? No; Vos os disteis todo a mí. Yo me doy completamente a Vos.

Mira, alma mía, en el Calvario a tu Dios, crucificado y moribundo; mira cuánto sufre, y dile: «Porque me amáis tanto, Jesús mío, estáis tan atormentado en esa cruz; si no me amarais, no hubierais sufrido tanto».

¡Oh amado Redentor mío! ¡Qué mar de dolores, de ignominias y de aflicciones os atormentan en la cruz!

Pende vuestro cuerpo sagrado de tres clavos, y todo su peso carga sobre las llagas; los que os rodea os abruman con burlas y blasfemias, y vuestra bellísima alma está todavía más dolorida que el cuerpo. ¿Por qué padecéis así? Y me respondéis: «Todo lo padezco por tu amor; no olvides mi amor, y ámame».

Sí, Jesús mío; os quiero amar. ¿Qué voy a querer amar si no amo a un Dios muerto por mí? En lo pasado os desprecié, amor mío; pero ahora no tengo más honda pena que el recuerdo de los disgustos que os he dado, y no deseo más que ser todo vuestro. ¡Ah Jesús mío! Perdonadme, y luego atraed mi corazón, estrechadlo con Vos, heridlo e inflamadlo en vuestro amor.

Pensemos en los amorosos sentimientos de Jesucristo cuando extendía sus pies y manos para ser clavados en la cruz, mientras ofrecía su vida al eterno Padre por nuestra salvación. Amado Salvador mío, cuando pienso en lo mucho que mi alma os costó, no puedo desesperar del perdón. Por muchos y horribles que sean mis pecados, no desesperaré de mi salvación, pues Vos habéis satisfecho sobradamente por mí. Jesús mío, esperanza mía, amor mío, quiero amaros cuanto os ofendí. Os ofendí mucho; pues también quiero amaros mucho. Vos, que me dais ese deseo, me tenéis que ayudar.

Padre eterno, mirad el rostro de vuestro Hijo (Sal. 83,10), de ese Hijo que muere en la cruz; mirad aquel semblante lívido, aquella cabellera coronada de espinas, aquellas manos traspasadas, aquellas carnes desgarradas; he ahí la Víctima sacrificada por mí; os la presento; apiadaos de mí.

Nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre (Ap. 1,5). ¿Cómo podemos temer que nuestros pecados nos impidan llegar a la santidad, si con su sangre nos preparó Jesús un baño para lavar las almas de todo pecado? Basta que nos arrepintamos y queramos la enmienda.

Jesucristo pensaba en nosotros mientras moría en la cruz, y nos preparaba desde allí todas las gracias y misericordias que nos había de dar con tanto amor, como si no tuviera que pensar más que en cada una de nuestras almas exclusivamente.

Desde la cruz contemplabais ya las ofensas con que os había de herir, y en vez de castigarme, preparabais luz, llamadas amorosas y perdón. ¡Oh Jesús mío! ¿Y podrá todavía suceder que de nuevo os ofenda y vuelva a separarme de Vos, después de tantas gracias vuestras?


¡Oh Señor mío! ¡No lo permitáis! Si no os he de amar, mandadme la muerte. Os diré con San Francisco de Sales: : «O morir, o amar; o amar, o morir».


viernes, 15 de agosto de 2014

El juicio - Meditación de San Alfonso María de Ligorio



Figuraos que estáis ya para morir, que os queda una hora de vida; figuraos que dentro de poco vais a tener que presentaros ante Jesucristo, juez supremo, para darle cuenta de toda vuestra vida. ¡Ah! Entonces no habrá cosa que más os espante que vuestra mala conciencia. Urge, pues, tener las cosas ajustadas antes que llegue el día de las cuentas.

La hora de la eternidad va a sonar. El remordimiento de los pecados cometidos, la desconfianza atizada por el demonio, la inquietud sobre la suerte próxima, levantan en el alma una tempestad de confusiones y temores. Estrechémonos desde ahora con Jesús y con María para que no nos abandonen en aquella hora.

¡Qué terror causará entonces el pensamiento de que tenemos que ser juzgados por Jesucristo! -Temblaba Santa María Magdalena de Pazzi en su enfermedad. -¿Por qué teme?- le preguntó el confesor. -¡Ah, padre!, que el comparecer ante el juez es un trance amargo...

¡Ea, Jesús mío! No os olvidéis que soy una de las ovejuelas que redimisteis con vuestra sangre: «Señor, te rogamos que socorras a los siervos que redimiste con tu sangre».

Es opinión comúnmente admitida que el alma será juzgada por Jesucristo en el mismo lugar y en el mismo momento de la muerte; en aquel mismo momento se instruye el proceso, se da la sentencia y se ejecuta.

¡Oh momento supremo, en el que se decide la suerte que ha de tener cada uno durante la eternidad!

El venerable padre Luis de la Puente temblaba de tal modo pensando en el juicio, que hacía temblar el aposento donde estaba.

¡Ay Jesús mío! Si ahora quisierais juzgarme, ¿qué sería de mí? Padre eterno, mirad a vuestro Cristo.

Yo me arrepiento: de cuanto os he ofendido; mirad la sangre y las llagas de vuestro Hijo, y tened piedad de mí.

Habiendo expirado ya el religioso, quizá los circunstantes todavía están deliberando si murió o no; pero él no espera, y entra en la eternidad. Certificada ya la muerte, el sacerdote rocía el cadáver con agua bendita, y llama luego a los ángeles y a los santos que vengan a socorrer al alma: «Asistidla, santos de Dios; salid a su encuentro, ángeles del Señor». Pero si el alma se condenó, de nada servirán los ángeles ni los santos. Vendrá Jesús a juzgarnos, presentándose con las mismas llagas que recibió en la Pasión. Esas llagas serán un consuelo para los penitentes que con verdadero dolor lloraron sus pecados durante la vida; pero serán el terror de los pecadores impenitentes.

¡Oh qué dolor sentirá el alma al ver por primera vez a Jesús indignado! Mayor que la pena de un infierno.

Verá el alma, la majestad del Juez; verá cuánto sufrió por su amor; cuántas, veces fue misericordioso con él; cuántos medios de salvación le suministró; verá la vanidad de los bienes mundanos y la grandeza de los bienes eternos; verá entonces la verdad de las cosas, pero sin provecho ya, porque el tiempo de reparar yerros pasó. Lo hecho, hecho está.

Amado Redentor mío, que os vea propicio cuando os reveléis a mí por primera vez; por eso, dadme ahora luz y fuerza para reformar mi vida. Yo quiero amaros siempre. Si en lo pasado desprecié vuestra gracia, ahora la aprecio más que todas las cosas del mundo.

¡Qué consuelo tendrá en la hora del juicio el que, por amor de Jesucristo, vivió desprendido de las cosas terrenas, y amó los desprecios, y mortificó la carne, y no amó más que a Dios!

¡Qué júbilo el suyo cuando oiga que le dice el Juez: Entra, siervo bueno, y fiel, en el gozo de tu Señor! Alégrate; ya estás salvo, y no hay ya peligro de perdición.

En cambio, cuando el alma sale de esta vida en pecado mortal, antes que pronuncie el Juez la sentencia, ella misma se la dirá y se declarará posesión del infierno.

¡Oh María, gran abogada mía, rogad a Jesús por mí! Ayudadme ahora que podéis; que entonces tendríais que ver que me condenaba sin poder socorrerme.

El hombre recogerá lo que haya sembrado. En el juicio se recoge lo que en la vida se sembró. Mirad lo que ahora sembráis, y haced lo entonces querríais haber hecho.

Si dentro de una hora debiéramos presentarnos a juicio, ¿cuánto no daríamos por un año de vida? Pues ¿en qué emplearemos los años que nos quedan de vida?

El abad Agatón, después de muchos años de penitencia, pensando en el juicio, decía: « ¿Qué será de mí cuando sea juzgado?» Y el Santo Job exclamaba: ¿Qué haré cuando Dios se levante a juzgarme? ¿Y qué responderé cuando comience el interrogatorio? (Job. 51,14). ¿Y qué responderemos nosotros cuando nos pida Jesucristo cuenta de las gracias que nos concedió y de nuestra correspondencia a ellas?

¡Ay Dios mío! No des a las bestias las almas que creen en Ti. Yo no, merezco perdón, pero Vos queréis que confíe en vuestra misericordia. Salvadme; Señor salvadme del fango de mis miserias. Quiero enmendarme; ayudadme.

La causa que en la hora de nuestra muerte se ventilará importará nada menos que nuestra suerte o nuestra desgracia eternas. Por consiguiente, todo el cuidado es poco para procurar el triunfo: «Así es», concluimos pensándolo bien. Pues si así es, ¿por qué no lo dejamos todo para darnos a Dios?

Buscad a Dios mientras lo podáis hallar. El que el día del juicio vea que ha perdido a Dios, ya no lo podrá encontrar. Durante la vida, todo el que lo busca lo encuentra.

Jesús mío, si en lo pasado desprecié vuestro amor, ahora no quiero más que amaros y ser amado por Vos: haced que os encuentre, ¡oh Dios del alma mía! ¡Oh insensatos mundanos! En el valle de Josafat os espero. Allá pensaréis de otro modo: entonces lloraréis vuestra locura, pero ya sin remedio.

Y vosotras, almas atribuladas, alegraos, alegraos. En aquel último día, todas vuestras penas se convertirán en alegría y en delicias del paraíso: Vuestra tristeza se convertirá en júbilo (Jn. 16,20).

Qué bello cuadro ofrecerán aquel día los santos, que fueron tan despreciados en este mundo! ¡Y qué triste espectáculo darán tantos príncipes y reyes condenados!

Jesús mío, crucificado y despreciado, yo me abrazo con vuestra cruz. ¡Ni mundo, ni placeres, ni honores! No quiero; Dios mío, más que a Vos.

¡Qué terror causará a los réprobos el verse rechazados por Jesucristo con aquella condenación pública: Apartaos de Mí, malditos (Mt. 25,41). Jesús mío, ésa es la sentencia que en otro tiempo merecí; pero confío que me habréis perdonado: «No permitáis que me separe de Vos». Os amo, y espero amaros eternamente.

En cambio, ¡qué alegría para los justos al oír que Jesús los invita a entrar en el cielo: ¡Venid, benditos! Amado Redentor mío; por vuestra sangre espero que podré aquel día contarme en el número de las almas afortunadas, que, abrazadas a vuestros pies, os amarán por toda la eternidad.

Reavivemos nuestra fe, y pensemos que un día nos hemos de ver en aquel valle, o a la derecha; con los justos, o a la izquierda, con los réprobos.


A los pies del crucifijo, echemos una mirada a nuestra alma, y si vemos que no está preparada para presentarse delante de Jesucristo, pongamos remedio ahora que hay tiempo. Desprendámonos de todo lo que no es Dios y unámonos con Jesucristo lo más íntimamente que podamos, por medio de las oraciones, las comuniones, la mortificación de los sentidos y la súplica continúa: El hecho de poner en práctica estos medios de salvación que Dios nos da, será una gran señal de predestinación. Jesús mío y Juez mío, no quiero perderos; quiero amaros siempre. Os amo, amor mío, os amo y espero que lo mismo podré decir cuando os vea por primera vez como mi Juez. 

«Señor -os diré-, si queréis castigarme como merezco, castigadme; pero no me privéis de vuestro amor; haced que os ame siempre, y amadme siempre Vos, y después haced de mí lo que os agrade».


jueves, 14 de agosto de 2014

La muerte de los justos - Meditación de San Alfonso María de Ligorio




Expone San Bernardo que la muerte de los justos se llama preciosa «porque es el fin del dolor y la puerta de la vida». La muerte para los Santos es un premio, porque acaba con sus sufrimientos, con sus pasiones, con sus luchas y con el temor de perder a Dios.

Aquel parte ya, que tanto atormenta a los mundanos, no atormenta a los Santos, porque para ellos no es ningún dolor tener que dejar los bienes de la tierra, puesto que Dios fue siempre su única riqueza; ni dejar los honores, que siempre despreciaron; ni despedirse de los parientes, porque los amaron en Dios; y así como en la vida decían: ¡Dios mío y todas mis cosas!, con mucha mayor alegría lo repetirán en la hora de la muerte.

No les afligen los dolores de la muerte; más bien les alegra el poder ofrecer a Dios aquellos últimos retazos de vida como prenda de amor, uniendo su sacrificio al sacrificio de sí mismo que hizo Jesús muriendo por su amor. ¡-Oh, qué alegría causa a los Santos el pensamiento de que se acaba el tiempo de poder pecar y perder a Dios! ¡Qué gozo poder decir, abrazando el crucifijo: En paz dormiré y descansaré en Él (Sal. 4,9).

Trabajará entonces el enemigo por perturbarlos con la vista de los pecados pasados; pero si los lloraron durante la vida y amaron ya desde entonces a Jesucristo, servirá todo para su consuelo. Más le apura a Dios nuestra salvación que al demonio nuestra ruina.

La muerte es puerta de la vida. Dios, que es fiel, sabe consolar en aquella hora a las almas que le han amado. En medio de los mismos dolores les hará pregustar delicias de cielo. Los actos de confianza y de amor de Dios, y los deseos de gozar de su visión, les darán ya a probar aquella paz de que gozarán por toda la eternidad. ¡Qué alegría dará, sobre todo, el santo viático a los que puedan exclamar entonces, como San Felipe Neri: «¡Aquí entra mi Amor; aquí entra mi Amor!».

Lo que debemos, pues, temer no es la muerte, sino el pecado, que hace la muerte terrible; según aquel gran siervo de Dios, el santo La Colombiére, «es moralmente imposible que muera mal el que durante su vida fue fiel a Dios.»

El que ama a Dios desea la muerte, que realiza la unión eterna del alma con Dios; es señal de poco amor a Dios no desear verle, pronto.

Aceptemos ya desde ahora la muerte con el expolio de todo lo terreno. Ahora, con mérito; entonces, a la fuerza y con peligro de perdernos. Vivamos como si cada día fuera el último de nuestra vida. ¡Qué santamente vive el que tiene siempre la muerte a la vista!

¡Oh Dios mío! ¿Cuándo llegará el día en que pueda amaros y veros cara a cara? Yo no lo merezco; pero vuestras llagas, Redentor mío, son mi esperanza. «Tus llagas son mis méritos», repetiré con San Bernardo, y por eso tengo la confianza de poderos decir con San Agustín: «Muera yo, Señor, para que pueda ir a verte», para que te pueda abrazar sin miedo de sepárame de Ti.


¡Oh María, Madre mía! En la sangre de Jesús y en vuestra intercesión se apoya la es esperanza de mi salvación y de mi entrada en el cielo para alabaros, daros gracias y amaros eternamente.

martes, 12 de agosto de 2014

La Muerte - Meditación de San Alfonso María de Ligorio



¡Hay que morir! Más pronto o más tarde, pero hay que morir. Cada siglo se llenan las casas y las ciudades de gente nueva; la antigua ha ido a encerrarse en los sepulcros.

Nacemos ya con la soga al cuello, o sea, condenados a muerte. Por muy larga que sea nuestra vida, vendrá un día y una hora que serán los últimos para nosotros, y esa hora ya está señalada.

Dios mío, os agradezco la paciencia con que me habéis soportado. ¡Ojalá hubiera muerto antes de ofenderos! Ya que me dais tiempo para remediar el mal, decidme lo que queréis de mí, que yo quiero obedeceros en todo.

Dentro de pocos años, ni yo, que esto escribo, ni vosotros, que lo leéis, viviremos en esta tierra. Como hemos oído doblar para unos, así otros oirán que las campanas tocan a muerto por nosotros. Como leemos los nombres de otros escritos en los registros de defunción, así otros leerán los nuestros. En resumen: que tenemos que morir sin remedio; y, lo que es más terrible, que hemos de morir una sola vez; si erramos esa vez, erramos para siempre. ¡Qué pavor sentiréis cuando os avisen que debéis recibir los Sacramentos y que no hay tiempo que perder! Veréis entonces salir de vuestro aposento los padres, los amigos, y quedaréis solos con el confesor y la enfermera para asistiros.

Jesús mío, no quiero esperar a la muerte para darme a Vos; habéis dicho que no sabéis rechazar al alma que os busca: Buscad, y hallaréis; pues ahora os busco yo; haceos encontrar por mí. Os amo, Bondad infinita; a Vos sólo quiero, y nada más.

Habrá Religioso que, en lo mejor de sus planes y preocupaciones mundanas, oirá que le dicen: «Hermano, está usted muy mal; prepárese a la muerte» Entonces querrá el enfermo arreglar bien las cuentas; pero, ¡ay!, que el horror y la confusión que se apoderarán de él lo trastornarán de tal modo, que no sabrá qué hacer.

Todo lo que ve y oye le causa pena y temblor; entonces todas las rosas del mundo se le convertirán en espinas; espinas serán los recuerdos de las diversiones pasadas; epinas las honras alcanzadas y la vanidad que ostentó; espinas los amigos que le apartaban de Dios; espinas los vanos lujos; y todo será espinas.

¡Qué terror le causará entonces el pensar: «Dentro de poco habré traspuesto la vida, y no sé cuál será mi eternidad, si la feliz o la desgraciada!» ¡Oh, las solas palabras de Juicio, Infierno, Eternidad, qué espanto causarán a los pobres moribundos!

Creo, Redentor mío, que habéis muerto por mí; por vuestra Sangre espero mi salvación. Os amo, Bondad infinita, y me arrepiento de haberos ofendido.

Jesús mío, esperanza mía, amor mío, tened piedad dé mí.

Figuraos un Religioso en su última enfermedad. Antes se le veía siempre por el monasterio bromeando o revolviéndolo todo; ahora está postrado, perturbado: no habla, no ve, no oye.

¡Ah! Ya no piensa el desdichado en sus planes, ni en sus vanidades; ante la vista tiene clavada la única idea de la cuenta que tiene que dar a Dios.

Los hermanos que lo rodean (de los cuales uno llora, otro suspira, otro está mudo), el confesor que lo asiste, los médicos reunidos en consulta, todo eso son señales fatales. Entonces el enfermo ya no ríe, no piensa en pasatiempos; no piensa más que en la noticia terrible de que su enfermedad es mortal.

Y no queda más remedio: tal como está, entre confusiones y tormentos de dolores, angustias y zozobras, tiene que salir del mundo.

Pero ¿cómo prepararse en tan breve tiempo, y estando la inteligencia tan oscurecida? Pues no hay remedio: hay que partir; lo hecho, hecho está.

¡Oh Dios mío! ¿Cuál será mi muerte? Yo quiero cambiar de vida; ayudadme, Jesús mío, que estoy resuelto a amaros de hoy en adelante con todo mi corazón. Estrechadme con Vos y no permitáis que de nuevo os abandone.

Si tuvieras que morir esta noche, ¡cuánto darías por un año o por un mes más de vida! Pues debes resolverte a hacer ahora lo que entonces no podrás hacer. ¿Quién sabe si este año, este mes, esta semana, o quizás este mismo día; serán los últimos para ti?

¿Quisierais morir en el estado en que os encontráis? ¿No? Pues ¿cómo os atrevéis a continuar en el mismo estado? Tenéis compasión de los que han muerto repentinamente, porque no tuvieron tiempo de prepararse. Y vosotros que tenéis tiempo, ¿no os preparáis?

¡Ah Dios mío! No quiero obligaron a relegarme al olvido. Os doy gracias por vuestra misericordia; ayudadme a cambiar de vida. Veo que me queréis salvar; yo quiero también salvarme para alabaros y amaros eternamente.

Llegada la hora de la muerte se os presentará el Crucifijo y os dirán que Jesucristo debe ser en aquella hora vuestro único refugio y vuestro único consuelo.

Pero para aquellos que amaron poco al Crucificado, no les servirá éste de consuelo, sino de espanto. En cambio, ¡qué gran consuelo será para el alma que lo dejó todo por su amor!

Amado Jesús mío, Vos seréis mi único amor en la vida y en la muerte. ¡Dios mío y todas mis cosas!

¡Oh que terror causa al moribundo pecador el sólo nombre de eternidad! Por eso no quiere: oír hablar más que de sus dolores, de los médicos y de las medicinas; si se le quiere hablar del alma, se cansa, cambia de conversación y dice: «Hágame el favor de dejarme descansar».

Clamará el infeliz: -«¡Oh, quién me diera tiempo para reformar mi vida!» Pero oirá que le responden: -«¡Sal de este mundo!» -«¡Que llamen más médicos -dirá-; prueben otras medicinas!...» -«¡Qué médicos ni qué medicinas!» Ya llegó la hora, y hay que marchar a la eternidad.

Aquel proficiscere, «parte ya», no aterra, sino que consuela al que ama a Dios pensando que sale ya del peligro de perder el bien que ama.

«Sea hoy la paz tu mansión y tu casa la celestial Sión». ¡Hermoso anuncio para el que muere con la segura esperanza de morir en gracia de Dios!

¡Ah Jesús mío! Por vuestra Sangre espero que me llevaréis al lugar de la paz, donde podré deciros: -«¡Oh, amor mío, ya no tendré el temor de perderte!» -«Compadécete, Señor, de sus gemidos y de sus lágrimas». No quiero, Dios mío, aguardar a la hora de la muerte para llorar las ofensas que os he hecho; las detesto ya desde ahora y las maldigo: me arrepiento de todo corazón y querría morir de dolor. Os amo, Bondad infinita. Así quiero vivir y morir: llorando y amando.

«Reconoce, Señor, a tu criatura, que no es hechura de otros dioses, sino creada por Ti, Dios vivo y verdadero». ¡Oh Dios mío, que me habéis creado, no me arrojéis lejos de Vos! Si un tiempo os desprecié, ahora os amo más que a mí mismo y no quiero amar más que a Vos.

Al presentarse Jesús por Viático, temblará el que le amó poco. En cambio, el que no amó más que a Jesucristo se sentirá inundado de confianza y de ternura, viendo que viene para acompañarle en el viaje a la eternidad.

Al recibir la Extremaunción, el demonio os traerá a la memoria los pecados cometidos con los sentidos. Procuremos llorarlos antes que llegue la muerte. Cuando el moribundo haya recibido los Sacramentos, se retirarán los parientes y los amigos, y quedará solo con el Crucifijo.

¡Ah Jesús mío! Entonces; cuando todos me hayan abandonado, no me abandonaréis: En Ti, Señor, esperé; no quedaré eternamente confundido.

Ya se presenta un sudor frío, se oscurece la vista, se paralizan las pulsaciones, se enfrían las manos y los pies, queda ya el enfermo como un cadáver y comienza la agonía. ¡ Ah! Ya comenzó el pobre su travesía...

Luego va faltando el aliento, se hace cada vez más rara la respiración: son los anuncios de la muerte. El confesor enciende una luz, que coloca en la mano del moribundo, y comienza a hacerle los actos para bien morir. ¡Oh, candela fúnebre! Ilumina ya nuestras almas, porque de poco servirá tu luz cuando ya no hay tiempo para reparar el mal.

¡Oh Dios mío! A la luz de esa lámpara siniestra, ¿qué aspecto tomarán las vanidades del mundo y las ofensas hechas al Señor?

Y por fin expira el moribundo: allá acabó para él el tiempo y comienza la eternidad. ¡Oh momento que decide una felicidad eterna o una desgracia eterna!

¡Jesús mío, misericordia! Perdonadme y ligadme con Vos tan fuertemente, que no me suelte en aquel trance.
Cuando ya el moribundo haya expirado, se volverá el sacerdote a los presentes, y dirá: - «Ya acabó. Les acompaño en el sentimiento.» - ¿Murió ya? -Sí; ya murió: descanse en paz - Descanse en paz, si murió en paz con Dios; pero si murió en su desgracia, no tendrá paz el infeliz mientras Dios sea Dios.

Luego que haya expirado, las campanas tocarán a muerto; al poco rato se habrá difundido la noticia. Unos dirán: «Era muy garboso, pero poco tenía de santo.» Otros dirán: « ¿Quién sabe si se habrá salvado?» Los parientes y los amigos, agobiados por la desgracia, no querrán ni oír hablar de él: «No nos lo recuerden por favor».

Si queréis verlo, abrid aquella fosa y miradlo: ya no impecable en su vestido, bien ceñido el busto, sino convertido en podredumbre de la que nacen los gusanos que le irán comiendo las carnes, hasta no dejar de aquel cuerpo más que un esqueleto fétido, que después se irá destrabando, separándose la cabeza del tronco y los huesos todos entre sí.

He aquí a qué quedará un día reducido este cuerpo, por el que tanto ofendemos a Dios.

¡Oh Santos! Vosotros lo comprendisteis, y por eso teníais siempre el cuerpo mortificado; y ahora vuestros huesos son venerados como reliquias en los altares y vuestras almas gozan de la vista de Dios, esperando el día último, en que vendrán vuestros cuerpos a haceros compañía en la gloria como os la hicieron en el dolor.
Si estuviera yo en la eternidad, ¿qué no desearía haber hecho por Dios? Se asomaba San Camilo de Lelis a las tumbas, y exclamaba: -¡Oh!, si los que aquí reposan vivieran, ¿qué no harían por la vida eterna? -Y yo, que vivo, ¿qué hago? Y nosotros, ¿qué hacemos?

Señor, no me rechaces por mí ingratitud. Los demás os ofenden sin luz; yo a plena luz. Tanto me habéis iluminado para que conociera el mal que hacía pecando, y, sin embargo, hollando vuestra gracia y vuestras luces, os he vuelto las espaldas. No seas terrible para mí; sé mi esperanza en el día del dolor.

domingo, 10 de agosto de 2014

Vida y obra de SantoTomás de Aquino


Pocos libros conozco tan hermosamente escritos sobre la figura del maestro Tomás. Clic en la imagen para descargar.

sábado, 9 de agosto de 2014

El pecado - meditación de San Alfonso María de Ligorio



¿Qué es el pecado mortal? Es «apartarse de Dios», como enseña Santo Tomás con San Agustín. Es el desprecio de su gracia y de su amor; es una insolencia en su cara, pues es como decirle: «No quiero serviros, hago lo que más me agrada, y no me importa que os dis­gustéis y me retiréis vuestra amistad».

Para comprender toda la malicia del peca­do mortal habría que comprender quién es Dios, y quién es el hombre que le desprecia con el pecado. Ante Dios, todos los Ángeles y Santos son nada. ¡Y un gusano de la tierra tiene el atrevimiento de despreciarle!

Más todavía: no sólo desprecia el pecador a un Dios de infinita majestad, sino a un Dios tan amante, que llegó a dar la vida por él. No bastaría, pues, toda la eternidad para llorar un solo pecado.

¿Y qué más? El pecado deshonra a Dios, posponiéndolo a un poco de humo, a un desahogo de irá, a un placer miserable ¡siendo un Dios tan inmenso y un Dios tan bueno!

¡Oh Señor! Si no, os viera muerto por mí en la Cruz, perdería toda esperanza de perdón; pero vuestra muerte me da esperanza. En vuestras manos encomiendo mi alma, esa alma por la cual disteis la sangre y la vida; haced que no os pierda más y que siempre os ame. Os amo, Jesús mío, amor mío y esperanza mía. ¿Y cómo me atreveré a separarme más de Vos, único Bien mío, después de haberme demostrado cuánto me habéis amado?

¡Cómo sentimos la ofensa de aquel a quien hicimos bien!... Dios no puede sufrir; pero si pudiera, moriría de tristeza y de dolor al verse despreciado por una criatura por quien llegó hasta dar la vida.

¡Oh malditos pecados míos! Mil veces os detesto y os maldigo, pues me hicisteis disgustar a mi Redentor, que tanto me amó.

Por necesidad tiene que ser gran mal el pecado, puesto que Dios, siendo la misma Misericordia, se ve obligado a castigarlo con un infierno eterno.

¿Qué más? Por satisfacer a la Justicia divina ofendida, tuvo Dios que sacrificar su propia vida.

¡Oh Dios mío! ¿Sabemos lo tremendo del infierno, y no nos asusta el pecado, que puede arrojarnos en él? Sabemos que un Dios murió para podernos perdonar, ¿y volveremos al pecado?

Señor, os doy gracias, ya que me dais tiempo para llorar las ofensas que os he hecho. Jesús mío, las odio de corazón; aumentad en mí el dolor y el amor, para que las llore, no tanto por el castigo que me han merecido, cuanto por el disgusto que os he dado a Vos, Dios mío, amabilísimo.

¡Cómo tiembla y se turba el cortesano que sospecha haber disgustado a su Rey! Y nosotros, sabiendo ciertamente que disgustamos a Dios y perdimos un tiempo su gracia, ¿viviremos tranquilos, sin sentir un dolor continuo?

¡Con cuánto esmero nos apartamos del veneno que mata el cuerpo! ¡Y tanto nos descuidamos en huir del veneno del pecado que mata el alma y nos hace perder a Dios!

No nos dejemos coger por el demonio con el engaño corriente de que ya nos confesaremos. ¡A cuántos ha llevado al infierno el enemigo con esa confianza!

¡Ay, Dios mío! ¡Cuántos años hace que merecía yo estar en el infierno! Me habéis esperado para que bendiga vuestra Misericordia y os ame por toda la eternidad. Si, Jesús mío os bendigo y os amo, y por vuestros méritos espero no separarme más de vuestro amor. Pero si, después de tantas gracias, volviera yo a ofenderos, ¿cómo podría esperar que no me abandonarais y que me perdonarais de nuevo?

Dios es misericordioso con quien le teme, pero no con quien le desprecia. Ofender a Dios porque nos perdona, es burlarse de Dios; pero... de Dios no se burla nadie.

El demonio os dirá: «A pesar de este pecado, puedes todavía salvarte.» Pero yo os digo: si pecáis, comenzáis por condenaros a vosotros mismos al infierno «Puede ser que me salve»; también puede ser que te condenes, y es lo más fácil. ¿Y es cosa de dejar la salvación pendiente de un «puede ser»? Mientras tanto, te expones a perderte; ¿y qué será si entonces viene la muerte, y Dios te abandona?

No, Dios mío, no quiero ofenderos más; bastante os he ofendido. ¡Cuántos están en el infierno por menos pecados que yo! Ya no quiero ser mío, sino vuestro; y todo vuestro; os consagro mi voluntad y mi libertad: Tuyo soy, sálvame. Salvadme del infierno, y antes, del pecado. Os amo, Jesús mío; no quiero perderos de nuevo.

Enseñan los Santos Padres que Dios tiene determinado el número de pecados que quiere perdonar a cada uno. Pero ya que no sabemos qué número sea el nuestro, debemos temer el abandono de Dios a cada nuevo pecado; ese pensamiento, « ¿quién sabe si Dios no me perdonará más pecados?», debe ser un gran freno para no ofenderle más; será un pensamiento salvador.

Y cuanto más favorecido haya sido uno por Dios con gracias y luces, más debe temer ser abandonado.

Un Religioso que cae en pecado mortal se pone en gran peligro de ser abandonado por Dios, ya que su pecado es pecado de malicia, cometido a plena luz de predicaciones, meditaciones, comuniones, avisos de los Superiores y buenos ejemplos de los hermanos.

Nota el Angélico que el pecado crece en malicia cuanto crece la ingratitud.

Desgraciado, pues el Religioso, que ofende a Dios mortalmente, habiendo sido tan enriquecido de gracias por El. El que cae de lo alto, no se dice que cae, sino que se precipita y perece.

¡Ah Jesús mío! He estado con Vos en una porfía: Vos, teniendo misericordia; yo, haciéndoos injurias; Vos, dándome gracias; yo, despreciándolas. Pero ahora os amo de todo corazón y quiero que mi amor compense todas las ofensas pasadas. Dadme luz y fuerza.

Decía Sor María Strozzi: «El pecado de un Religioso, horroriza al cielo; y hace que Dios le vuelva la espalda».

El que no tiene gran temor del pecado no está lejos de él; para eso es preciso huir cuanto se pueda de las malas ocasiones.

También hay que evitar los pecados veniales deliberados, advertía el P. Álvarez de Paz: «Las faltas leves, pero voluntarias, no matan el alma; pero la dejan de tal modo debilitada, que con cualquier tentación fuerte caerá, sin poder resistir». Y Santa Teresa escribió: «Mas pecado muy de advertencia, por chico que sea, Dios nos libre de él». Porque, añadía: «Nos puede venir mayor daño de un pecado venial que de todo el infierno junto».

No, Jesús mío; no quiero disgustaros más, ni poco ni mucho; demasiado me habéis obligado a amaros.

Resuélvome a morir antes que daros el más mínimo disgusto, porque no es eso lo que merecéis, sino que os dé todo mi amor; pues yo quiero amaros con todas mis fuerzas. Dadme vuestra gracia.

No puede llamarse al pecado venial mal ligero. ¿Cómo puede ser ligero el mal que disgusta a Dios?

«Me basta con salvarme», dicen con frecuencia los que cometen pecados veniales sin duelo. Pues yo no sé si os salvaréis viviendo así porque asegura San Gregorio que el alma no queda donde cae, sino que va siempre más abajo. Y San Isidoro escribió que el que no hace caso de los pecados veniales, cae en los mortales por permisión de Dios, en castigo del poco amor que le profesa; el Señor mismo reveló al B. Enrique Susón que las almas que no reparan en los veniales están en más peligro de lo que se figuran, porque con tal vida es sumamente difícil que perseveren en su gracia.

Enseña el Concilio Tridentino que no podemos perseverar en la gracia sin especial ayuda de Dios, que seguramente no merecerá el que le ofende con pecados veniales sin pensamiento de enmienda.

Ah Señor! No me castiguéis como lo merezco, olvidaos de mis muchos pecados y no me privéis de vuestra luz ni de vuestra gracia. Yo quiero enmendarme y ser todo vuestro ¡Oh Dios omnipotente!, aceptadme y transformadme. Yo así lo espero.

Dijo el Señor a Santa Angela de Foligno: «Los que yo quiero llevar por la senda de la perfección, y entorpeciendo el alma quieren caminar por la senda ordinaria, se verán abandonados y maldecidos por Mí».

El que está sirviendo a Dios y no teme disgustarlo por satisfacerse a sí mismo, da a entender que Dios no merece servicio más esmerado, y que no merece tanto amor que le obligue a preferir su gusto a sus propias satisfacciones.

Los pecados habituales, en sentir de San Agustín, son una especie de lepra; con la cual queda el alma tan repugnante, que le niega Dios sus abrazos.

Ya veo, Señor, que no me habéis abandonado como yo lo merecía; dadme, pues, fuerza para salir de mi tibieza. Yo no quiero ofenderos deliberadamente; quiero amaros con todo el corazón; ayudadme, Jesús mío; en Vos confío.

Escribe San Francisco de Sales que una de las tácticas del demonio es comenzar a atar las almas con un cabello, y luego con una cadena; haciéndolas así esclavas suyas. Guardémonos, pues, de dejarnos atar por cualquiera pasión, porque un alma así atada está perdida o muy cerca de perderse.

Decía la M. María Victoria Strada: «Cuando el demonio no puede conseguir mucho, se contenta con poco; pero, con ese poco, va después consiguiendo lo mucho».

Asegura el Señor que los tibios serán vomitados de su boca: Porque eres tibio comenzaré a vomitarte (Ap. 3,15). Por el vómito se entiende el, abandono de Dios, porque lo que se vomita da asco volverlo a tomar.

La tibieza es una fiebre ética que no se siente, pero que lleva sin remedio a la muerte; así, la tibieza hace al alma insensible a los remordimientos de la conciencia.

Jesús mío, por piedad, no me vomitéis, como lo tengo merecido; no miréis a mi ingratitud, sino a los dolores que sufristeis por mí. Me arrepiento de todos los disgustos que os he dado. Os amo, Dios mío, y en adelante quiero hacer cuanto pueda por complaceros. ¡Oh amor de mi alma, cuanto ahora os he ofendido haced que os ame en lo que me queda de vida!


¡Oh María, esperanza mía!, socorredme con vuestra intercesión.

viernes, 8 de agosto de 2014

El viaje a la eternidad - Meditación de San Alfonso María de Ligorio



No tenemos aquí abajo ciudad permanente, sino que vamos en busca de la futura, de paso para la eternidad: Irá el hombre a la casa de su eternidad.

No tardaremos en desalojar; el cuerpo será llevado a una fosa y el alma a la eternidad.

¿No sería un loco el caminante que arrojara todo su capital en la construcción de una casa, en un sitio, del que luego tiene que marchar?

Dios mío, mi alma es eterna; tiene, pues, que poseeros o perderos eternamente.

Hay dos moradas en la eternidad: una con todas las delicias; otra con todos los tormentos; y todo ello -las delicias y los tormentos- eternos; si cae el leño al austro o al aquilón, como caiga, así, quedará. Si el alma se salva, será siempre feliz; si se condena, llorará su tormento mientras Dios sea Dios.

No hay término medio: o reina del cielo por siempre, o esclava de Lucifer por siempre; o bienaventurada siempre en el cielo, o desesperada siempre en el infierno.

¿Cuál de las dos moradas nos tocará? La que cada cual se escoja: irá el hombre. El que va al infierno, va por sus propios pies; el que se condena, se condena porque quiere condenarse.

¡Oh Jesús Mío! ¡Ojalá siempre os hubiera amado! Tarde os he conocido; pero más vale tarde que nunca. 

Dios de mi corazón y mi herencia por toda la eternidad.

Todo cristiano, pero sobre todo el Religioso, para vivir santamente, debe tener la eternidad delante de los ojos.

¡Cuán ordenada es la vida del que siempre está de cara a la eternidad!

Aun cuando el cielo, el infierno y la eternidad fueran cosa dudosa, deberíamos hacer lo posible por no ponernos en riesgo de condenación eterna. Pero no son cosas dudosas; son verdades de fe.

¿En qué vienen a parar todas las cosas de este mundo? En un funeral y en la marcha hacia la fosa. ¡Dichoso el qué consigue la vida eterna!

Jesús mío, Vos sois mi vida, mi riqueza, mi amor. Infundidme un gran deseo de daros gusto en lo restante de mi vida, y dadme fuerza para llevarlo a la práctica.

Un pensamiento sobre la eternidad basta para hacer un Santo.

San Agustín llamaba al pensamiento de la eternidad «pensamiento grande». Él es el que pobló de jóvenes los claustros, de Anacoretas los desiertos, e hizo legiones de Mártires.

El Santo P. Ávila convirtió a una señora mundana con estas palabras: «Señora, pensad: ¡Siempre! ¡Jamás!» Un monje se sepultó en una fosa, y allá repetía llorando: « ¡Oh Eternidad! ¡Oh Eternidad!»

¡Qué inmenso es el peso del último momento de nuestra vida!

De la última boqueada depende una eternidad feliz o desgraciada; vale una vida siempre dichosa, o siempre atormentada. Jesús murió en la Cruz para que consigamos morir en su gracia.

Amado Redentor mío, si Vos no hubierais muerto por mí, estaría yo perdido para siempre. Os doy gracias, Amor mío; en Vos confío; yo os amo.

O creemos, o no creemos. Si no creemos, hacemos demasiado por lo que no tiene más que un valor de fábula. Pero si creemos, es muy poco lo que hacemos por ganar una eternidad feliz y evitar una eternidad desgraciada.

Decía el P. Vicente Carafa que si los hombres comprendieran las verdades eternas y pusieran en parangón los bienes y males presentes con los bienes y males eternos, la tierra se convertiría en un desierto, porque nadie querría preocuparse de los negocios terrenos.

¡Oh! Al ver próxima la última hora, qué espanto nos causará pensar: ¡De este momento depende mi suerte o mi ruina eterna: el ser o eternamente feliz o eternamente desgraciado!

¡Oh Dios mío! Pasan los meses, pasan los años, nos aproximamos a la eternidad, y no nos preocupamos. ¿Y quién sabe si este año o este mes serán los últimos para mí? ¿Quién sabe si es éste el último aviso que Dios me da?

Dios mío, no quiero abusar más de vuestra gracia; aquí me tenéis; hacedme saber lo que queréis de mí, que yo quiero obedeceros en todo.

¿A qué esperamos ya, después de tantas luces y tantas voces de Dios?

¿A tener que gritar, en compañía de los condenados, se acabó el tiempo y no nos hemos salvado? Ahora hay todavía tiempo de remediarlo; después de la muerte ya no lo habrá.

Razón tenía el Santo P. Maestro Ávila para afirmar que los cristianos que, creyendo en la eternidad, viven lejos de Dios, Merecerían ser encerrados en un manicomio.

Es todo un negocio el negocio de la eternidad. No se trata de tener una casa más cómoda o mejor orientada, sino de ir, o bien al palacio de todas las delicias, o bien a la mazmorra de todos los tormentos. Se trata de ser bienaventurado con los Ángeles y los Santos, o de vivir desesperado con la turba de los enemigos de Dios. ¿Y durante cuántos años o cuántos siglos? ¿Cien? ¿Mil? -No; por siempre, por siempre; mientras Dios sea Dios.

Si yo, pues, ¡oh Dios mío!, hubiese muerto en desgracia vuestra, estaría perdido para siempre. Perdonadme, Señor, si no me habéis perdonado todavía.

Yo os amo con toda mi alma, y sobre todo mal me pesa de haberos ofendido; no quiero perderos de nuevo. Os amo con todo mi corazón; y siempre os quiero amar; tened compasión de mí.

Los hay que no se impresionan al oír nombrar el Juicio, el Infierno, la Eternidad. Pero a la hora de la muerte, ¡qué terror les causarán estas verdades! Pero ya inútilmente, porque no servirán sino para aumentar más los remordimientos y la turbación.

Solía repetir Santa Teresa a sus Monjas: «Hijas, ¡un alma, una eternidad!». ¡Un alma! Perdida ella, todo está perdido. ¡Una eternidad! Perdida una vez, está perdida para siempre.

Señor, dadme tiempo todavía para llorar mis pecados. Ya es bastante el tiempo que he perdido; lo que me queda os lo quiero dar todo a Vos. Admitidme en vuestro servicio; no me rechacéis.

Sí; el Señor nos espera; pero sepamos apreciar ese tiempo que nos da por su gran misericordia; no tengamos que echarlo de menos cuando para nosotros ya se haya terminado.

¡Cuánto daría un moribundo, Dios mío, no digo por un día, sino por una hora de vida! Un día o una hora con la cabeza despejada, porque el tiempo de aquel trance se presta muy poco para arreglar cuentas de conciencia. Los desvanecimientos, los dolores, la fatiga de la respiración; tienen el espíritu incapacitado para un acto bueno. El alma, como si estuviera enterrada en una fosa, ya no ve más que la ruina que le viene encima y que es incapaz de remediar; querría tiempo, pero comprende que ya no hay más tiempo. En la hora menos pensada vendrá el hijo del hombre. Nos oculta Dios la hora suprema, para que estemos siempre preparados. La hora de la muerte no es hora de prepararse a rendir cuentas, sino de estar preparado.

«Para morir bien -dice San Bernardo- se requiere estar siempre preparado para morir».

Basta ya, Jesús mío, de ofensas. Ya es hora de prepararme a la muerte. No quiero abusar más de vuestra paciencia. Quiero amaros cuanto pueda. Os he ofendido mucho, y quiero ahora amaros mucho. ¡Qué dolor, tener que arrepentirse de su negligencia cuando ya no hay tiempo de reparar lo perdido!

Dice San Lorenzo Justiniano que los mundanos darían con gusto en la hora de la muerte todas sus riquezas, para conseguir aunque no fuera más que una hora de vida. Pero se les dirá entonces: Ya no hay tiempo. Y se les intimará la orden de partir sin tardanza: Sal de este mundo, alma cristiana.

Cuenta San Gregorio que un hombre llamado Crisancio, estando para morir, suplicaba a los demonios: «Dadme tiempo hasta mañana». Pero le respondieron: « ¡Insensato! Ya lo has tenido. ¿Para qué lo perdiste? Ahora ya no hay tiempo». ¡Ay Dios mío! ¡Cuántos años he perdido! La vida que me queda no ha de ser mía, sino toda vuestra. Haced que en mí, donde abundó el pecado, abunde ahora el amor.

Según San Bernardino de Sena, un momento de tiempo vale tanto como Dios, porque se puede hacer en él un acto de amor o de contrición, y adquirir nuevos grados de gloria.

Y San Bernardo advierte que el tiempo es un tesoro, que no se encuentra más que en esta vida. En el infierno, el grito desesperado de los condenados es: ¡Oh, quién nos diera una hora! ¡Una hora para remediar nuestra ruina! En el cielo ya no se llora; pero si pudieran llorar los Santos, llorarían únicamente por el tiempo que perdieron, en que podían haber ganado tanta gloria.

Amado Redentor mío, yo no merezco perdón; pero vuestra Pasión es mi esperanza. Quiero amaros mucho en esta vida, para amaros mucho en la otra. Ayudadme; dad la mano a una pecadora miserable que ahora quiere ser toda vuestra.

¿Y quién sabe si nos cogerá la muerte de improviso, privándonos del tiempo necesario para ajustar las cuentas? Ninguno de los que murieron de repente esperaban morir así; y si estaban en pecado, ¿qué será de ellos por toda la eternidad?

Los Santos todo el tiempo de su vida lo creyeron poco para asegurar su fin. Cuando al Santo P. Maestro Ávila le dieron la nueva de su próxima muerte, suspiró: «Quisiera tener más tiempo para aparejarme mejor para la partida».

Pues ¿a qué esperamos nosotros? ¿Queremos tener una muerte inquieta y desdichada, para dar a los demás un ejemplo de la Justicia divina?

No, Jesús mío; no quiero obligaros a abandonarme. Decidme lo que queréis de mí, que yo quiero ejecutarlo. Haced que os ame, y nada más os pido.

Llamará al tiempo contra mí. Temblemos, y no hagamos que tenga un día que llamar Dios, para que nos acuse, al tiempo que nos dio por su misericordia, que hará entonces de acusador de nuestra ingratitud. Caminad mientras tenéis luz, avisa el Señor, porque en la hora de la muerte se echa encima la noche, en la que no se puede trabajar porque falta la luz.

San Andrés Avelino temblaba pensando: ¿Me salvaré o me condenaré? Pero eso le hacía unirse más a Dios. Pero nosotros, ¿qué hacemos? ¿Cómo es posible creer en la muerte y en la eternidad, y no darse del todo a Dios?

Amado Redentor mío, Amor mío crucificado, no quiero aguardar para abrazarme con Vos a que me seáis traído en la hora de la muerte; desde ahora os abrazo, os estrecho contra mi corazón, y lo dejó todo para no amar cosa alguna fuera de Vos, único Bien mío.

¡Oh María, Madre mía, unidme a Jesús, y haced que no me separe más de su amor!