Páginas

miércoles, 31 de agosto de 2016

Ética filosófica o ¿son relativos el bien y el mal? - responde Robert Spaemann


Resultado de imagen para robert spaemann pdf

La pregunta por la significación de los términos bien y mal, bueno y malo, pertenece a las cuestiones más antiguas de la filosofía. Pero, ¿no pertenece también a otras disciplinas? ¿No se va al médico para preguntarle si se puede fumar? ¿No hay psicólogos que aconsejan en la elección de profesión? ¿Y no le dice a uno el experto en finanzas: es bueno que cierre Ud. un contrato de ahorro para la construcción; el próximo año estará peor el asunto de las primas, y será más largo el período de espera? ¿Dónde surge exactamente lo ético, lo filosófico?

Prestemos atención al modo cómo se emplea la palabra bueno en el contexto citado. El médico dice: "es bueno que Ud. se quede un día más en la cama". Estrictamente, al usar la palabra bueno debería añadir dos cosas; debería decir: "es bueno para Ud. y añadir: "es bueno para Ud. en el caso de que lo que quiera ante todo sea ponerse bueno". Estas añadiduras son importantes, pues en el caso de que alguien planee, por ejemplo, un robo con homicidio para un determinado día, entonces, consideradas todas las cosas, resulta sin duda mejor, si "pesca" una pulmonía que le impide acometer su empresa. Pero puede ocurrir que, por tener que llevar a cabo un día algo importante e inaplazable, no hagamos caso al médico que nos manda hacer reposo en cama, y aceptemos el riesgo de una recaída en la gripe. A la pregunta de si es bueno actuar así, el médico, como tal, no puede pronunciarse en absoluto. "Bueno" significa para él, según su modo de hablar, que es bueno si de lo que se trata ante todo es de su salud. Decir eso es de su competencia. Como persona, pero ya no en su calidad de médico, puede decir que, en mi caso, debo tener en cuenta ante todo la salud.

Y si yo quiero despilfarrar el dinero, o dárselo a un amigo que lo necesita de modo apremiante, en lugar de colocarlo en un contrato de ahorro para la construcción, el experto financiero no puede decir nada al respecto. Si él dijera "bueno", entonces estaría pensando: bueno para Ud. si es que se trata ante todo de agrandar su peculio a plazo más largo.

lunes, 29 de agosto de 2016

¿Los deleites carnales son el fin del hombre?

En días pasados hemos subido al blog en publicaciones sucesivas una serie de escritos de Tomás de Aquino que se encuentran en su obra “Suma contra los gentiles” (una de sus dos grandes “Sumas”; la otra es la Suma teológica). En dichos escritos el santo examina uno por uno los distintos ‘bienes’ en que la inmensa mayoría de los hombres suele poner el fin último de sus vidas: placeres carnales, honores, buena reputación, riquezas, poder, bienes del cuerpo y bienes sensibles.

Haciendo gala de una envidiable penetración psicológica el santo de Aquino va exponiendo con profundidad y sencillez las razones por las cuales NINGUNO de los anteriores ‘bienes’ puede ser considerado el bien último del ser humano, es decir, el bien supremo de su existencia hacia el cual debe ordenar sus afanes.

De esta manera elabora el santo una especie de acusación contra el modo moderno de vivir, según el cual, precisamente, los hombres y mujeres de nuestro tiempo se han dedicado a buscar solo uno o unos de los susodichos ‘bienes’, con menosprecio de los verdaderos bienes, que en la visión del santo de Aquino no son otros que los bienes del alma, y más precisamente el gozo de la posesión de Dios, suprema verdad y supremo bien.

Vamos a decir ahora algunas palabras sobre cada uno de los ‘bienes’ que el santo de Aquino analiza, comenzando por lo que él denomina deleites carnales.

El título del capítulo 27 del tercer libro de la Suma contra los gentiles es claro:

Felicitas humana non consistit in delectationibus carnalibus

La ‘felicitas’ humana es el fin último del hombre, en esto santo Tomás sigue las enseñanzas de Aristóteles quien decía que aquél bien supremo al cual el hombre aspira, según el cual ordena su vida y sus actos, es la felicidad, la ‘eudaimonia’, ‘εὐδαιμονία’; dicha felicidad o estado de plenitud, se convierte así en el norte de la vida del hombre, de tal manera que siempre, al indagar por las razones de su actuar, tarde o temprano se encuentra el hombre con esta respuesta: ¡para ser feliz!¡para alcanzar la felicidad!

¿Por qué estudias? Para trabajar; ¿por qué trabajas? Para lograr una posición social e ingresos económicos; ¿y eso para qué? Para llegar a estar tranquilo, sin preocupaciones, para atender a mis necesidades y las de mis seres queridos; ¿y para qué? Para que estemos felices, para que seamos felices.

Siempre tarde o temprano se tiene que llegar a esa respuesta, sin importar por cual actividad inicie la actividad interrogativa, siempre como fundamento último de todo su obrar se encontrará el logro de la felicidad como razón final que da razón, justifica, explica y fundamenta todo lo que los hombres hacemos. Es el objetivo final.

Pero una cosa es la felicidad considerada en abstracto, es decir, una cosa es afirmar que la felicidad es aquello que fundamenta toda mi conducta y da razón de todos mis actos. Y otra bien distinta es especificar concretamente en qué consiste dicha felicidad.

Y ahí es donde se diferencian los mortales. Pues aunque todos están de acuerdo en que la felicidad es lo que todos desean, no todos están de acuerdo en aquello en lo que dicha felicidad consiste, pues mientras que unos ponen dicha felicidad en la amistad con Dios, otros la ponen en el poder, en los honores o en los placeres. De manera que existe diversidad en el objeto que constituye la felicidad. Y haciendo un análisis de las diversas posibilidades es que Tomás de Aquino elabora su listado, iniciando por los deleites carnales.

El texto de Tomás es una cascada de motivos para rechazar la opinión de quienes ponen en los placeres carnales el fin supremo de su vida. Veamos algunos:

En primer recurre el santo a un principio que toma de Aristóteles y es el siguiente: a toda operación natural le corresponde un placer en su ejecución. Dicho placer es resultado de la operación, es un aliciente. Y por ello, entre más necesaria sea una operación, mayor es el placer que la acompaña, para que el ser humano no abandone dichas operaciones. Pues bien, las operaciones más necesarias para el individuo son las que contribuyen al sostenimiento mismo de su existencia, el comer y el beber  (podríamos añadir el dormir y el descanso), y por eso a dichas operaciones va añadido un placer que funciona como aliciente, en resumen: comer es placentero, y si no que lo digan quienes han tenido el privilegio de probar los espaguetis con pollo que prepara mi madre.

Lo mismo pasa con las operaciones necesarias para la supervivencia de la especie, es decir las relativas a la reproducción. También estas son necesarias para evitar la extinción de la especie, razón por la cual la sabia naturaleza, o más bien su sapientísimo hacedor, ha unido un placer a la ejecución de dichas operaciones.

Pero como resulta de lo dicho, dichos placeres son PARA las operaciones que acompañan; y dichas operaciones son PARA la supervivencia del individuo (en el caso de la comida y la bebida) y PARA la supervivencia de la especie (en el caso de las relaciones sexuales).Y esto, en términos filosóficos significa que NO pueden dichos placeres ser fin último del ser humano, pues el fin último no es PARA otra cosa, sino que como su nombre lo indica es ÚLTIMO, después de él no queda nada por desear ya que él es suficiente por sí solo para satisfacer completamente los deseos del individuo.

Por medio de este sencillo razonamiento el Aquinate demuestra que los deleites carnales NO pueden ser puestos como fin último de la vida humana. Pues no son fines, sino a lo sumo medios para algo más allá de ellos mismos. Y en cuanto medios, son por ello mismo inferiores a aquello PARA lo cual son o existen.

Más adelante pone Tomás otro argumento: los deleites carnales NO son el fin último de la vida, puesto que son algo que tenemos en común con los animales.

La razón de esto es que si el fin último y supremo de los seres humanos fuera el mismo que el de los demás animales, ello significaría que no existiría ninguna diferencia esencial entre el hombre y los animales, de tal manera que el hombre sería solo un animal más, sin ninguna característica diferencial que lo constituyera como un ser distinto a nivel de la esencia.

Esto evidentemente contradice el hecho de que el hombre posee inteligencia y voluntad, que son facultades espirituales cuya realidad permite comprender que la naturaleza humana es la de un ser compuesto de alma y cuerpo, y alma no sujeta a descomposición, como la de los animales brutos, sino alma capaz de suyo de existir más allá de la descomposición del cuerpo.

Pero si la naturaleza del hombre es sustancialmente diversa de la de los animales brutos, al punto de trascender por su espiritualidad el mundo de la materia, del espacio y del tiempo, es evidente que el fin último de su existencia, aquello hacia lo cual debe orientar sus acciones en último análisis, debe ser algo proporcionado a dicha naturaleza, ES DECIR ALGO TAMBIÉN ESPIRITUAL.

Otros argumentos pone en este texto Tomás. Nosotros nos detendremos aquí. Invitamos al lector interesado a revisar ese precioso escrito de Tomás.


Leonardo Rodríguez



domingo, 28 de agosto de 2016

La ceguera de la mente y el embotamiento de los sentidos, ¿tienen su origen en los pecados carnales? - responde Tomás de Aquino


Suma teológica - Parte II-IIae - Cuestión 15, a 3


Objeciones por las que parece que la ceguera de la mente y el embotamiento de los sentidos no tienen su origen en los pecados carnales:

1. Retractando San Agustín en el libro Retract. lo que había dicho en los soliloquios: ¡Oh Dios, que quisiste que sólo los limpios supieran la verdad!, afirma: Se puede responder que también otros muchos no limpios han sabido muchas cosas verdaderas. Ahora bien, los hombres se vuelven inmundos sobre todo por los vicios carnales. En consecuencia, la ceguera de la mente y el embotamiento del sentido no son causados por los vicios carnales.

2. La ceguera de la mente y el embotamiento del sentido son defectos que afectan a la parte intelectiva del alma; los vicios de la carne, en cambio, afectan a la corrupción de la carne. Pues bien, la carne no influye en el alma, sino más bien a la inversa. Luego los vicios de la carne no causan ni la ceguera de la mente ni el embotamiento del sentido.

3. Afecta más lo que está cerca que lo que está lejos. Pues bien, los vicios espirituales están más cerca de la mente que los carnales. Luego la ceguera de la mente y el embotamiento de los sentidos son productos más de los vicios espirituales que de los carnales.

Contra esto: está la autoridad de San Gregorio, que en XXXI Moral, dice que el embotamiento del sentido en la inteligencia tiene su origen en la gula; y la ceguera de la mente, en la lujuria.

Respondo: La perfección de la operación intelectual en el hombre consiste en la capacidad de abstracción de las imágenes sensibles. Por eso, cuanto más libre estuviere de esas imágenes el entendimiento humano, tanto mejor podría considerar lo inteligible y ordenar lo sensible. Como afirmó Anaxágoras, es preciso que el entendimiento esté separado y no mezclado para imperar en todo, y es asimismo conveniente que el agente domine la materia para poderla mover. Resulta, sin embargo, evidente que la satisfacción refuerza el interés hacia aquello que es gratificante, y por esa razón afirma el Filósofo en X Ethic. que cada uno hace muy bien aquello que le proporciona complacencia; lo enojoso, en cambio, o lo abandona o lo hace con deficiencia. 

Ahora bien, los vicios carnales, es decir, la gula y la lujuria, consisten en los placeres del tacto, o sea, el de la comida y el del deleite carnal, los más vehementes de los placeres corporales. De ahí que por estos vicios se decida el hombre con resolución en favor de lo corporal, y, en consecuencia, quede debilitada su operación en el plano intelectual. Este fenómeno se da más en la lujuria que en la gula, por ser más fuerte el placer venéreo que el del alimento. De ahí que de la lujuria se origine la ceguera de la mente, que excluye casi de manera total el conocimiento de los bienes espirituales; de la gula, en cambio, procede el embotamiento de los sentidos, que hace al hombre torpe para captar las cosas. A la inversa, las virtudes opuestas, es decir, la abstinencia y la castidad, disponen extraordinariamente al hombre para que la labor intelectual sea perfecta. Por eso se dice en la Escritura: A estos jóvenes —es decir, a los abstinentes y continentes— les dio Dios sabiduría y entendimiento en todas las letras y ciencias (Dan 1,17).

A las objeciones:

1. Aunque hay quien, sometido a los vicios carnales, pueda a veces tratar sutilmente cosas espirituales por la bondad de su ingenio natural o de un hábito sobreañadido, sin embargo, las más de las veces, su intención se aleja necesariamente de esa sutil contemplación por los placeres del cuerpo. Y así, los impuros pueden saber algunas verdades; pero su impureza constituye para ellos un serio obstáculo.

2. La carne no influye en la parte intelectiva alterándola, sino impidiendo su operación en la forma explicada.


3. Los vicios carnales, cuanto más lejos están del espíritu, tanto más desvían su atención hacia cosas ajenas; por eso impiden más la contemplación del alma.


sábado, 27 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXXVIII: La felicidad suprema del hombre consiste en la contemplación de Dios (Suma contra los gentiles)




Si, pues, la felicidad suprema del hombre no está en los bienes exteriores, llamados de fortuna, ni en los bienes del cuerpo, ni en los del alma respecto a la parte sensitiva, ni tampoco en los de la parte intelectiva respecto a los actos de las virtudes morales, ni en las intelectuales que se refieren a la acción, como son el arte y la prudencia, resultará que la suprema felicidad del hombre consistirá en la contemplación de la verdad.

Pues esta operación es propia exclusivamente del hombre, no habiendo otro animal que en modo alguno la posea.

Es más, tampoco se ordena a cosa alguna como a fin, puesto que la contemplación de la verdad se busca por olla misma.

Incluso por esta operación se une el hombre a los seres superiores, asemejándoseles, porque ésta es, entre las operaciones humanas, la única que se encuentra en Dios y en las substancias separadas.

Además, con esta operación se aproxima a los seres superiores al conocerlos de algún modo.

Por otra parte, el hombre se basta a sí mismo para esta operación, ya que para realizarla apenas precisa la ayuda de las cosas externas. Y, por último, todas las otras operaciones parecen estar ordenadas a ésta como a su fin. Pues para una perfecta contemplación se requiere la integridad corporal, que es fin de todas las cosas artificiales necesarias para la vida. Requiérese también el sosiego de las perturbaciones pasionales, que se alcanza mediante las virtudes morales y la prudencia; y también el de las perturbaciones externas, que es lo que persigue en general el régimen de vida social. De modo que, bien atendidas las cosas, todos los oficios humanos parecen ordenarse a favor de quienes contemplan la verdad.

No es posible, sin embargo, que la suprema felicidad humana consista en la contemplación ordenada a la comprensión de los principios, la cual es imperfectísima en razón de su máxima universalidad y tiene un conocimiento meramente potencial de las cosas; además, es principio que nace de nuestra propia naturaleza, y no fin del estudio humano acerca de la verdad. Tampoco lo es la contemplación perteneciente a las ciencias cuyos objetos son las cosas inferiores, ya que la felicidad se ha de dar en la operación del entendimiento, que versa sobre las cosas más nobles. Resulta, pues, que la suprema felicidad humana consiste en la contemplación sapiencial de las cosas divinas.


Así, vemos, por vía de inducción, lo que anteriormente (c. 25) probamos por deducción, o sea, que la suprema felicidad humana sólo consiste en la contemplación de Dios.

viernes, 26 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXXIII: La felicidad humana no está en la parte sensitiva (Suma contra los gentiles)




Lo mismo sirve para demostrar que el sumo bien del hombre tampoco está en los bienes de la parte sensitiva, ya que dichos bienes son comunes a hombres y animales.

El entendimiento es mejor que el sentido, y, por eso, el bien del entendimiento es mejor que el del sentido. Por lo tanto, el sumo bien del hombre no está en la parte sensitiva.

Si el sumo bien estuviera en los sentidos, consistiría en el comer y en los actos venéreos, que son las máximas delectaciones sensitivas. Pero, como no está en ello, síguese que el sumo bien del hombre no está en la parte sensitiva.


Apreciamos los sentidos por la utilidad y conocimiento que reportan. Sin embargo, su utilidad está ordenada a bienes corporales; mientras que el conocimiento sensitivo se ordena a la parte intelectiva; por eso los animales privados de entendimiento no se deleitan al sentir sino porque está ordenado a la utilidad propia del cuerpo, ya que por los sentidos conocen la comida y el placer venéreo. Luego el sumo bien del hombre, que es la felicidad, no está en la parte sensitiva.

jueves, 25 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXXII: La felicidad no consiste en los bienes corporales (Suma contra los gentiles)



Por razones similares se ve claramente que la felicidad humana no está en los bienes del cuerpo, tales como la salud, la hermosura y la fortaleza. Pues todas estas cosas son comunes a los buenos y a los malos; además, son inestables y no caen bajo el imperio de la voluntad.

Por otra parte, el alma es mejor que el cuerpo, porque éste no vive ni goza de dichos bienes si no es por el alma. Por lo tanto, los bienes del alma, como entender y semejantes, son mejores que los del cuerpo. En consecuencia, los bienes del cuerpo no constituyen el sumo bien del hombre.

Los bienes del cuerpo son comunes a hombres y animales. Mas la felicidad es un bien propio del hombre. Luego la felicidad humana no puede consistir en dichos bienes.


Hay animales que están mejor dotados que el hombre en bienes corporales, pues unos son más veloces que el hombre, otros más robustos, etcétera. Por lo tanto, si el sumo bien del hombre consistiera en estas cualidades, el hombre no sería el animal mejor; lo cual es falso. Luego la felicidad humana no consiste en los bienes corporales.

miércoles, 24 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXXI: La felicidad no está en el poder mundano (Suma contra los gentiles)

Es asimismo imposible que el sumo bien del hombre esté en el poder mundano, ya que en su obtención interviene en gran manera el azar; además, es mudable y no depende de la voluntad humana, y con frecuencia está en manos de los malos. Todo lo cual, como consta por lo dicho (capítulo 28 ss.), se opone al concepto de sumo bien.
Llamamos principalmente bueno al hombre que ha alcanzado el sumo bien. Mas por el hecho de ser poderoso no se le considera ni bueno ni malo, ya que ni es bueno quien puede hacer el bien ni malo quien puede hacer el mal. Luego el sumo bien del hombre no consiste en ser poderoso.
Toda potencia dice relación a otra cosa. Pero el sumo bien no importa relación alguna. Por lo tanto, la potencia no es el sumo bien del hombre.
No puede ser el sumo bien aquello de que podemos usar bien y mal, pues es mejor lo que no podemos usar para mal. Sin embargo del poder podemos usar bien y mal, puesto que “las potencias racionales están ordenadas a lo opuesto”. Luego el poder humano no es el sumo bien del hombre.
Si algún poder fuera el sumo bien, debería ser perfectísimo. Sin embargo, el poder humano es imperfectísimo, puesto que se funda en la voluntad y opinión de los hombres, que son sumamente inconstantes. Además, cuanto mayor se considera un poder, tanto de más cosas depende; y esto es un signo de su propia flaqueza, porque lo que depende de muchos puede deshacerse de muchas maneras. Por lo tanto, el sumo bien del hombre no está en el poder mundano.
Así, pues, la felicidad humana no está en ningún bien exterior, porque los bienes exteriores, que se llaman “bienes de fortuna” están supeditados a los expuestos en el capítulo 28 y siguientes.

martes, 23 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXX: La felicidad humana no está en las riquezas (Suma contra los gentiles)



De esto se desprende que tampoco las riquezas son el sumo bien del hombre.

Si apetecemos las riquezas, es en atención a otra cosa, pues por sí mismas no producen bien alguno, sino sólo cuando nos servimos de ellas para la sustentación del cuerpo o para cosas semejantes. Sin embargo lo que es sumo bien se desea por él mismo y no en atención a otro. Así, pues, las riquezas no son el sumo bien del hombre.

El sumo bien del hombre no puede consistir en la posesión o conservación de aquellas cosas que mayor provecho le dan cuando se desprende de ellas. Las riquezas rinden el mayor provecho cuando se las gasta pues para eso sirven. Según esto, la posesión de las riquezas no puede ser el sumo bien del hombre.

El acto virtuoso es laudable porque nos aproxima a la felicidad. Ahora bien, más laudable es el acto de liberalidad y de magnificencia. -virtudes que respectan a la riquezaB por el que nos desprendemos de la riqueza, que el acto de conservarlas; de esto reciben el nombre dichas virtudes. Luego la felicidad humana no puede consistir en la posesión de las riquezas.

Aquello en cuya consecución está el sumo bien del hombre ha de ser lo mejor para él. Pero el hombre es mejor que las riquezas, pues éstas son ciertas cosas ordenadas a su servicio. El sumo bien del hombro no está, pues, en las riquezas.

El sumo bien del hombre no puede estar sometido al azar, porque lo fortuito acontece sin que la razón lo inquiera, y es, preciso que el hombre alcance su último fin racionalmente. Ahora bien, en la consecución de las riquezas ocupa un lugar preminente el azar. Luego la felicidad humana no consiste en las riquezas.


Además, lo veremos claramente si consideramos que las riquezas se pierden involuntariamente, que pueden sir a poder de los malos quienes necesariamente han de carecer del sumo bien y que son inestables, y otras cosas parecidas, que fácilmente pueden deducirse de las razones expuestas (c. 28 ss.)

lunes, 22 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXIX: La felicidad humana no consiste en la buena reputación (Suma contra los gentiles)


 

Por lo dicho vemos también que el sumo bien del hombre no consiste en la reputación que se tiene por la nombradía.

La reputación buena es, según Cicerón, “una laudable opinión habitual”; y, según San Ambrosio, “un conocimiento cierto y laudatorio”. Ahora bien, el objeto que los hombres persiguen al darse a conocer con cierta alabanza y notoriedad es recibir honor de quienes los conocen. Luego la reputación se busca por el honor. En consecuencia, si el honor no es el sumo bien, menos lo será la reputación.

Son bienes laudables los que manifiestan que alguien está, ordenado al fin. Pero quien se ordena al fin, todavía no ha alcanzado el fin último. Según esto, a quien consiguió el último fin no se le tributa alabanza sino más bien honor, como dice el Filósofo en el I de los “Éticos”. Por lo tanto, como la reputación consiste principalmente en la alabanza, no puede ser el sumo bien.

Es más noble conocer que ser conocido pues el conocer es privativo de las criaturas superiores, mientras que el ser conocidas compete a las inferiores. Así, pues, el sumo bien del hombre no puede ser la reputación, que consiste en que alguien sea conocido.

Todo hombre desea ser conocido en sus buenas obras y busca pasar inadvertido en las malas. Luego ser conocido es bueno y deseable por los bienes que en uno se conocen. Por lo tanto, los bienes son mejores que el ser conocido. Por consiguiente, la reputación, que consiste en que uno sea conocido, no puede ser el sumo bien del hombre.

El bien sumo debe ser perfecto, puesto que aquieta el apetito. Mas la publicidad de la fama, en que consiste la gloria humana, es imperfecta, porque encierra mucho de incertidumbre y de error. Luego tal gloria no puede ser el sumo bien del hombre.


Lo que se considera como sumo bien del hombre ha de gozar de la máxima estabilidad entre las cosas humanas, puesto que naturalmente deseamos una prolongada permanencia en el bien. Sin embargo, la reputación que se tiene por la fama es sumamente variable, porque nada cambia tanto como la opinión y la alabanza humanas. Luego tal reputación no puede ser el sumo bien del hombre.

domingo, 21 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXVIII: La felicidad no consiste en los honores (Suma contra los gentiles)



Lo dicho demuestra también que en los honores tampoco está el sumo bien del hombre que es la felicidad.

El fin último del hombre y su felicidad consisten en una perfectísima operación propia, como consta por lo dicho (c. 25). Mas el honor del hombre no consiste en una operación propia, sino en la de aquel que se lo tributa. Luego la felicidad humana no debe ponerse en los honores.

Lo que es bueno y deseable en atención a otro no es el último fin. Y tal es el honor, pues nadie recibe honor rectamente si no es en atención a algún bien que posee. Porque los hombres buscan recibir honores como si quisieran tener un testimonio de algún bien que en ellos existe; de ahí que su mayor gozo sea el recibir honor de los grandes y de los sabios. Luego la felicidad del hombre no debe ponerse en los honores.

A la felicidad se llega por medio de la virtud. Pero las operaciones virtuosas son voluntarias, pues de lo contrario no serían laudables. Según esto, la felicidad debe ser algún bien al que el hombre llegue voluntariamente. Sin embargo, el tributo del honor está más bien en poder de quien honra y no en poder de quien es honrado. No debe, pues, establecerse la felicidad humana en los honores.

Solamente los buenos son dignos de honor. Sin embargo, los malos pueden recibirlo también. Luego es mejor hacerse digno de él que recibirlo. Por lo tanto, el honor no es el sumo bien del hombre.


El sumo bien es un bien perfecto, y el bien perfecto no soporta anal alguno. Pero quien en sí no tiene mal alguno es imposible que sea malo. No es posible, pues, que sea malo quien tiene el sumo bien. Sin embargo, un hombre malo puede recibir honor. Luego el honor no puede ser el sumo bien del hombre.

sábado, 20 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXVII: La felicidad humana no consiste en los deleites carnales (Suma contra los gentiles)



Lo dicho manifiesta la imposibilidad de que la felicidad humana consista en los deleites carnales, de los cuales son los principales la comida y el placer sexual.

Se ha demostrado (c. prec.) que, según el orden natural, la delectación es para la operación, y no lo contrario. Luego, si las operaciones no fueren el último fin, tampoco las delectaciones que las siguen serán el último fin o algo concomitante. Ahora bien, nos consta que las operaciones a que siguen dichas delectaciones no son el último fin, porque están ordenadas a otros fines manifiestos; por ejemplo, la comida a la conservación del individuo, y el coito a la generación de la prole. Luego dichas delectaciones no pueden ser el último fin ni algo concomitante. Por lo tanto, no se ha de poner en ellas la felicidad.

La voluntad es superior al apetito sensitivo, puesto que lo mueve, según dijimos antes (c. 25). Si la felicidad no consiste, como se demostró (c. prec.), en el acto de la voluntad mucho menos consistirá en las delectaciones mencionadas, que radican en el apetito sensitivo.

La felicidad es cierto bien propio del hombre; porque a los brutos no podemos llamarlos felices con propiedad, sino abusivamente. Si dichas delectaciones son comunes a los hombres y a los brutos, no habrá de ponerse en ellas la felicidad.

El último fin es lo más excelente de cuanto pertenece a una cosa, porque tiene razón de óptimo. Pero estas delectaciones no le convienen al hombre en atención a lo que hay de más noble en él, que es el entendimiento sino en atención al sentido. Luego no puede ponerse en tales delectaciones la felicidad.

La perfección suma del hombre no puede consistir en su unión con las cosas más bajas que él, sino en su unión con alguna más alta, porque el fin siempre es mejor que lo ordenado al fin. Como tales delectaciones consisten en que el hombre se une mediante el sentirlo con las cosas más bajas que él, es decir, con ciertos objetos sensibles, síguese que la felicidad no puede establecerse en ellas.

Lo que sólo es bueno cuando está moderado, no es bueno de por sí, puesto que recibe la bondad de quien lo modera. Ahora bien, el uso de tales delectaciones sólo es bueno para el hombre cuando está moderado; de no ser así, unas a otras se estorbarían. No son, pues, de por sí un bien para el hombre. Sin embargo, lo que es sumo bien es de por sí bueno, porque lo que es de por sí es mejor que aquello que es por otro. Luego tales delectaciones no son el sumo bien del hombre, que es la felicidad.

En todo lo que es de por sí, a lo más sigue lo más, si a lo esencial sigue lo esencial; por ejemplo: si lo cálido calienta, lo más cálido calienta más, y lo sumamente cálido calentará sumamente. Si, pues dichas delectaciones fueran buenas de por sí sería preciso que el mayor uso de las mismas fuera lo mejor. Y esto es evidentemente falso, pues el uso excesivo de ellas se considera como vicio, y es incluso nocivo al cuerpo, y amortigua su propio deleite. Por lo tanto, no son de por sí un bien del hombre. Luego en ellas no consiste la felicidad.

Los actos de las virtudes son laudables por el hecho de estar ordenados a la felicidad. Si la felicidad humana consistiera en dichas delectaciones, sería más laudable el acto virtuoso de entregarse a ellas que el de abstenerse. Y esto es claramente falso, pues la principal alabanza del acto de la templanza es por la abstención de las delectaciones; y en esto se basa su definición. Luego la felicidad humana no está en dichas delectaciones.

El fin último de todas las cosas es Dios, según consta por lo dicho (capítulo 17). Así, pues, el último fin del hombre deberá establecerse en lo que más le aproxime a Dios. Ahora bien, por estas delectaciones es impedido el hombre de la máxima aproximación a Dios, que se logra por la contemplación, que ellas estorban grandemente, puesto que principalmente arrastran al hombre hacia las cosas sensibles y, en consecuencia, le apartan de las inteligibles. Por lo tanto, la felicidad humana no puede establecerse en las delectaciones corporales.

Con esto se rechaza el error de los epicúreos, quienes ponían la felicidad en esos deleites; en nombre de los cuales dice Salomón en el Eclesiastés: “He aquí lo que yo he hallado de bueno: que es bueno comer, beber y disfrutar con alegría en medio de tanto afán…, y ésta es la parte del hombre”. Y en la Sabiduría: “Quede por doquier rastro de nuestras liviandades, que ésta es nuestra porción y nuestra suerte”.

Y también se rechaza el error de los cerintianos, quienes, en la última felicidad, “después de la resurrección imaginaron que vivirían mil arios en el reino de Cristo gozando de las bajas delicias carnales; por eso fueron llamados “kiliastas”, equivalente a “milenarios”.


Y se rechazan también las fábulas de judíos y sarracenos, que ponen en dichos deleites la recompensa de los justos, puesto que la felicidad es el premio de la virtud.

viernes, 19 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXV: El fin de toda substancia intelectual es el entender a Dios (Suma contra los gentiles)



Como todas las criaturas, incluso las que carecen de entendimiento, estén ordenadas a Dios como a su último fin, y cada una de ellas lo alcance en la medida en que participa de la semejanza divina, las criaturas intelectuales lo alcanzan de un modo especial, es decir, entendiendo con su propia operación a Dios. Por ello es preciso que esto sea el fin de la criatura intelectual, o sea, entender a Dios.

Según se demostró (c. 17), el fin último de todas las cosas es Dios, pues cada una intenta unirse a Dios, como último fin, todo cuanto puede. Ahora bien, una cosa se une más íntimamente a Dios si es capaz de alcanzar de alguna manera su substancia, lo cual se realiza cuando uno puede conocer algo de la substancia divina, consiguiendo una determinada semejanza de la misma. Según esto, la substancia intelectual tiende al conocimiento de Dios como a su último fin.

El fin es la operación propia de cada ser, pues es su segunda perfección; por eso, lo que está bien dispuesto para su propia operación se llama virtuoso y bueno. Mas la operación propia de la substancia intelectual es el entender. Luego el entender es su fin. Por lo tanto, lo que sea perfectísimo en esta operación, eso será el último fin, sobre todo en aquellas operaciones que no están ordenadas a cosas externas como son el entender y el sentir. Y como dichas operaciones reciben la especie de los objetos y mediante ella los conocen, es preciso que una cualquiera de ellas sea tanto más perfecta cuanto más perfecto sea su objeto. Y así, entender el inteligible perfectísimo, que es Dios, será lo perfectísimo en este género de operación, que es l entender. Por lo tanto conocer a Dios, entendiéndolo, es el fin último de toda criatura intelectual.

Sin embargo, alguien puede decir que el fin último de la substancia intelectual consiste ciertamente en entender un máximo inteligible; pero el máximo inteligible de esta o de aquella substancia intelectual no es el máximo inteligible absoluto, porque cuanto más alta es una substancia, tanto más noble y excelente yes su inteligible máximo. Por esto, la suprema substancia intelectual creada tiene posiblemente por máximo inteligible lo que es máximo en absoluto; y por ello su felicidad consistirá en entender a Dios; sin embargo, otra substancia intelectual inferior tendrá que entender un inteligible inferior, que es, no obstante lo máximo de cuanto ella entiende. Y sobre todo, parece que el entendimiento humano dada su debilidad, no ha de poder entender lo máximo inteligible absoluto; porque, en relación con lo máximo inteligible, es “como el ojo de la lechuza respecto al sol”.

No obstante, se ve claramente que el fin de cualquier substancia intelectual, por ínfima que sea, es el entender a Dios. Hemos demostrado antes (c. 17) que l fin último a que tienden todos los seres es Dios. El entendimiento humano, aunque en el orden de las substancias intelectuales es el más bajo, no obstante es superior a todos los seres que carecen de entendimiento. Si pues, una substancia más noble no puede tener un fin menos noble, el fin del entendimiento humano será el mismo Dios. Pero todo ser inteligente alcanza su último fin por el hecho de entenderlo, según vimos. Luego el entendimiento humano, entendiendo, llega a Dios como último fin.

Así como las cosas que carecen de entendimiento tienden hacia Dios como fin por vía de semejanza, así las substancias intelectuales tienden hacia Él por vía de conocimiento, según consta por lo dicho. Pero, aunque las cosas que carecen de entendimiento tiendan a asemejarse a sus próximos agentes, no obstante su tendencia natural no descansa ahí pues tiene por fin el asemejarse al sumo bien, como vimos (c. 19), aunque dicha semejanza la alcancen de modo imperfectísimo. Así, pues, lo poco que el entendimiento humano pueda percibir del conocimiento divino, eso será para él su último fin, más bien que cualquier conocimiento perfecto de los inteligibles inferiores.

Lo que principalmente desea cada cual es su último fin. El entendimiento humano desea y ama y sobremanera se deleita en el conocimiento de lo divino, por menguado que sea, mucho más que con el conocimiento perfecto que tiene de las cosas inferiores. Luego el último fin del hombre es el entender de alguna manera a Dios.

Cada cual tiende a la semejanza divina como a su propio fin. Luego aquello que más le asemeje a Dios será su último fin. La criatura intelectual se asemeja principalmente a Dios por el hecho de ser inteligente, pues tiene sobre todas las criaturas, esta semejanza que incluye todas las otras. Ahora bien, en este género de semejanza más se asemeja a Dios cuando entiende en acto que cuando entiende habitualmente o en potencia; porque Dios está siempre entendiendo en acto, según se probó en el libro primero (c. 56). Y, entendiendo en acto se asemeja todavía más a Dios, puesto que lo entiende; pues Él, al entenderse a sí mismo, entiende todo lo demás, según se probó en el libro primero (c. 49). Por lo tanto, el fin último de la criatura intelectual es el entender a Dios,

Lo que sólo es amable por su ordenación a otro, lo es con relación a aquello que es exclusivamente amable de por sí; y no cabe suponer un proceso infinito en el apetito natural, porque el deseo natural se frustraría al no poderse rebasar el infinito. Ahora bien, todas las ciencias, artes y potencias prácticas, son únicamente amables en orden a otra cosa, porque su fin no es el saber, sino el obrar. Sin embargo, las ciencias especulativas son amables en sí mismas, porque su fin es el saber mismo. Es más, fuera de la consideración especulativa, cualquier acción humana tiene un fin distinto de sí. Pues incluso la acción de jugar, que al parecer, no tiene finalidad alguna, tiende a un fin debido por ejemplo, el de aliviar de algún modo la mente, para que después podamos realizar mejor las operaciones más pesadas; de lo contrario, si el juego se buscara de por sí, deberíamos jugar siempre; y esto es incongruente. Luego las artes prácticas están ordenadas a las especulativas, e, igualmente, toda operación humana se ordena a la especulación intelectual como a su fin. Pero el fin último de todas las ciencias y artes es propio al parecer, de aquella a que se ordenan, la cual es como directora y normativa de las demás; así, el arte de navegar, al cual se ordena el fin de la nave, que es su propio uso, da normas y dirige al arte de construir naves. -En esta situación se encuentra la filosofía “prima” con relación a las demás ciencias especulativas, pues todas dependen de ella en cuanto que de ella reciben sus principios y las normas contra quienes niegan los principios; y esta filosofía “prima” se ordena de por sí al conocimiento de Dios como a su último fin, y por eso se llama “ciencia divina”. Luego el conocimiento de Dios es el fin último del conocimiento y de la operación del hombre.

Es preciso que en todos los agentes y motores ordenados, el fin del primer agente y motor sea el ultimo de todos, como el fin del jefe del ejército es el último de quienes combaten a sus órdenes. Ahora bien, entre todas las partes del hombre, el entendimiento es el motor superior, pues el entendimiento mueve al apetito proponiéndole su objeto; el apetito intelectivo, que es la voluntad, mueve a los apetitos sensitivos, que son el irascible y el concupiscible (por eso no obedecemos a la concupiscencia sin mandato expreso de la voluntad); y el apetito sensitivo una vez consiente la voluntad, mueve al cuerpo. Así, pues, el fin del entendimiento es a la vez el fin de todas las acciones humanas. “Mas el fin y el bien del entendimiento es la verdad”. En consecuencia, el último fin es la primera verdad. Luego el fin último y total del hombre, incluidas sus operaciones y deseos, es el conocer la verdad primera que es Dios.

En todos los hombres hay un deseo natural de conocer las causas de todo cuanto ven; por eso, al principio admirados los hombres de lo que veían y no conociendo sus causas comenzaron a filosofar; y, al encontrarlas, se aquietaban. Mas es de advertir que la inquisición no cesa mientras no se llega a la causa primera; “pues cuando conocemos la causa primera, entonces juzgamos que sabemos de verdad”. Luego el hombre desea naturalmente conocer como último fin la causa primera. Y esta causa primera de todo es Dios. Según esto, el último fin del hombre es el conocer a Dios.

El hombre desea naturalmente conocer la causa de cualquier efecto conocido. Ahora bien, el entendimiento humano conoce el ente universal. Desea, pues, conocer su propia causa, que es solamente Dios, según probamos en el libro segundo (c. 15). Pero nadie alcanza su último fin mientras no se aquieta su deseo. Por lo tanto, a la felicidad humana, que es su último fin, no le basta cualquier conocimiento intelectual, si no cuenta con el conocimiento de Dios, que pone término, como último fin, al deseo natural. Luego el fin último del hombre es conocer a Dios.

El cuerpo, que con apetito natural tiende a su propio lugar, tanto más impetuosa velozmente se mueve cuanto más se acerca al fin; por eso prueba Aristóteles, en el I “Del cielo”, que el movimiento natural rectilíneo no tiende hacia el infinito, ya que después no se movería más que antes. Según esto, lo que, tendiendo hacia algo, se mueve con más vehemencia después que antes en dirección a lo que tiende, no se mueve hacia el infinito, sino hacia algo determinado. Y tenemos un ejemplo en el deseo de saber; pues cuanto más cosas sabe uno, tanto más le afecta el deseo de saber. Por lo tanto, en el hombre, el deseo natural de saber tiende hacia un fin determinado. Y éste no puede ser otro que un objeto nobilísimo de conocimiento, es decir Dios. Luego el conocer a Dios es el fin último del hombre.

El fin último del hombre y de toda substancia intelectual se llama “felicidad” o “bienaventuranza”; pues esto es lo que desea como fin último toda substancia intelectual, y lo desea de por sí. En consecuencia, la bienaventuranza y felicidad última de cualquier substancia intelectual es el conocer a Dios.

Por este motivo dice San Mateo: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Y San Juan: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, verdadero Dios”.


La opinión de Aristóteles está de acuerdo con esta sentencia, pues en el último de los “Éticos” dice que la felicidad última del hombre es “especulativa, en cuanto a la especulación del objeto nobilísimo de conocimiento”.

jueves, 18 de agosto de 2016

¿El pecado es un dicho, hecho o deseo contra la ley eterna? - responde Tomás de Aquino (Suma teológica - Parte I-IIae - Cuestión 71. a 6)


Objeciones por las que parece que no se define adecuadamente el pecado cuando se dice que el pecado es un dicho, hecho o deseo contra la ley eterna.

1. El dicho, hecho o deseo implica algún acto. Pero no todo pecado implica algún acto, como se ha dicho (a.5). Luego esta definición no incluye todo pecado.

2. Además, dice Agustín, en el libro De duabus animab., que el pecado es la voluntad de retener o conseguir lo que prohibe la justicia. Pero la voluntad está incluida bajo la concupiscencia, en cuanto que la concupiscencia en un sentido amplio equivale a todo apetito. Luego bastaría haber dicho: pecado es el deseo contra la ley eterna; y no debió añadirse dicho o hecho.

3. El pecado parece consistir propiamente en apartarse del fin, pues el bien y el mal se consideran principalmente por orden al fin, como consta por lo dicho anteriormente (q.18 a.6). De ahí que también Agustín, en el libro I De lib. arb., defina el pecado por relación al fin, diciendo que pecar no es otra cosa que, despreciadas las cosas eternas, seguir las temporales; y en el libro Octoginta trium quaestion. dice que toda perversidad humana está en usar de las cosas que han de gozarse y gozar de las que han de usarse. Mas en la definición propuesta no se hace mención ninguna de la aversión al fin debido. Luego define insuficientemente el pecado.

4. Se dice que una cosa está prohibida por ser contraria a la ley. Pero no todos los pecados son malos por estar prohibidos, sino que algunos están prohibidos porque son malos. No se debió, pues, poner en la definición común del pecado que sea contra la ley de Dios.

5. Pecado significa un acto malo del hombre, como consta por lo dicho (a.1; q.21 a.1). Mas el mal del hombre es ser contra la razón, como dice Dionisio en el capítulo 4 De div. nom. Luego se debió decir que el pecado es contra la razón, más bien que contra la ley de Dios.

Contra esto: basta la autoridad de Agustín.

Respondo: Como es claro por lo dicho (a.1), el pecado no es otra cosa que un acto humano malo. Mas que un acto sea humano, le viene por ser voluntario, según consta por lo dicho anteriormente (q.1 a.1): ya sea voluntario, como elícito de la voluntad; ya (lo sea) como imperado por la misma, cual los actos exteriores, bien del hablar, o del obrar. Y al acto humano le viene el ser malo por carecer de la debida medida. Ahora bien; toda medida de cualquier cosa se toma por referencia a una regla, de la cual, si se separa, se dice desarreglado. Mas la regla de la voluntad humana es doble: una próxima y homogénea, esto es, la misma razón humana; y otra, la regla primera, esto es, la ley eterna, que es como la razón de Dios. Y por eso Agustín, en la definición del pecado, puso dos cosas: una que pertenece a la sustancia del acto humano, lo cual es como material en el pecado: cuando dijo dicho, hecho o deseo; y otra que pertenece a la razón de mal, lo cual es como formal en el pecado: cuando dijo contra la ley eterna.

A las objeciones:

1. La afirmación y la negación se reducen al mismo género: como en las (procesiones) divinas engendrado y no engendrado, al (género) de la relación, según dice Agustín en el libro V De Trinit. Por eso hay que tomar por lo mismo dicho y no dicho, hecho y no hecho.

2. La primera causa del pecado está en la voluntad, la cual impera todos los actos voluntarios, en los cuales solamente se da el pecado; y por eso Agustín, a veces, define el pecado sólo por la voluntad. Mas, como los mismos actos externos pertenecen a la sustancia del pecado, siendo malos en sí, como se ha dicho (q.18 a.6), fue necesario poner también en la definición de pecado algo correspondiente a los actos exteriores.

3. La ley eterna primero y principalmente ordena al fin, mas consiguientemente hace que esté se haya bien respecto de los medios. Y por eso al decir contra la ley eterna toca la aversión del fin y todos los otros desórdenes.

4. Cuando se afirma que no todo pecado es malo por estar prohibido, se entiende de la prohibición hecha por el derecho positivo. Mas, si se refiere al derecho natural, que está contenido primariamente en la ley eterna y sólo secundariamente en la facultad de juicio de la razón humana, entonces todo pecado es malo porque está prohibido: repugna al derecho natural por el hecho mismo de ser desordenado.


5. Los teólogos consideran el pecado principalmente en cuanto es una ofensa contra Dios; mas el filósofo moral lo considera en cuanto contraría a la razón. Por ello Agustín define el pecado por el hecho de que es contra la ley eterna más convenientemente que porque lo sea contra la razón: sobre todo ya que por la ley eterna nos regimos en muchas cosas que exceden a la razón humana, como (sucede) en las cosas de la fe.

lunes, 15 de agosto de 2016

¡Fuera moralismos! ¡Bienvenido el neo-moralismo!


 
En los debates que en los últimos años se vienen presentando sobre temas como el aborto, la eutanasia, el mal llamado matrimonio homosexual, la adopción por parte de parejas homosexuales, implantación de ideología de género, etc., se suelen escuchar con bastante frecuencia acusaciones como las siguientes contra quienes se pronuncian en contra de dichas transformaciones sociales:

¡No debes imponer tus moralismos!
¡Lo tuyo es solo una postura moralista!
¡Ya la época de los moralismos fue superada!
¡Basta de moralismos!

Lo que de inmediato llama la atención es la expresión ¡moralismos!, esa parece ser la palabra clave. Y lo que estas acusaciones vendrían a significar sería que hoy, 2016, los “moralismos” ya no están vigentes y por tanto apelar a ellos estaría equivocado, porque han sido ‘superados’.

Pues bien, ¿Qué son los moralismos?  ¿Qué es una actitud moralista?

Para empezar preguntemos al Diccionario de la Real Academia Española. En efecto, luego de una sencilla búsqueda en la Internet se encuentra el siguiente resultado:

Moralismo
1. m. Exaltación y defensa de los valores morales.

¡Exaltación y defensa de los valores morales! Entonces uno se pregunta, ¿Dónde está lo malo de ello? ¿Es que definitivamente hemos renunciado a los valores morales? Porque si ese es el caso se comprende entonces que el “moralismo” se rechace como algo superado por la modernidad. Pero si ha sido superado, ¿Qué es lo que ha ocupado su lugar? ¿Qué es lo que ha venido a reemplazarlo?

Pero no nos apresuremos. La verdad es que cuando las acusaciones que estamos comentando son lanzadas contra alguien, lo que se quiere significar con ello es más bien algo como lo siguiente:

Tú pretendes imponer tus posturas “morales” a todos. Tú andas juzgando sobre el bien y el mal. Tú señalas a los demás con tu dedo acusador y determinas qué es lo bueno y qué es lo malo. Tú estás hablando siempre de lo que es correcto o incorrecto, pero eso no es verdad absoluta sino solo tu postura individual.

Más o menos eso es lo que el acusador significa cuando acusa de “moralistas” a quienes se oponen a los temas que mencionamos más arriba.

También, cuando se acusa a alguien de ser ‘moralista’ o de recurrir a ‘moralismos’, en ocasiones se está queriendo decir sencillamente que hoy, por alguna extraña razón, ya no se debe hablar de moral, puesto que la divinización de la libertad humana que ha venido ocurriendo paulatinamente en los últimos dos o tres siglos, ha hecho que sea inútil e incluso dañino hablar de moral, puesto que cada individuo por medio del ejercicio efectivo de su ‘divina’ libertad crea su propio sistema ‘moral’, sistema que es tan respetable, válido y ‘cierto’, como el de cualquier otro individuo o grupo de individuos (iglesias, religiones, etc.).

Pero este segundo sentido, por ser un poco más técnico, es menos común. Por lo tanto, el sentido que más frecuentemente tiene la acusación de moralismos es el de recurrir ‘indebidamente’ a hablar de lo correcto y lo incorrecto. En otras palabras, al parecer hoy ya no es posible hablar de conductas correctas o incorrectas, buenas o malas, positivas o negativas, etc., puesto que eso sería querer imponer una ‘moral’, que no tiene por qué ser aceptada por todos.

¿Qué tan correctas son estas acusaciones?

Respecto de esto habría mucho por decir. Por ejemplo se podría comenzar señalando que todo este enredo tiene su origen en una errónea tesis filosófica que se relaciona con la naturaleza y el alcance de la inteligencia humana, puesto que la edad moderna, a partir de Descartes, decidió ignorar la preciosa herencia medieval en temas metafísicos y psicológicos, y terminó por distorsionar las ideas que se tenían acerca de la inteligencia humana, hasta el punto de que primero se le igualó con los sentidos (como hicieron los empiristas), para luego, como sucede hoy, negar sencillamente que exista algo llamado inteligencia humana, puesto que lo que realmente existe es el cerebro y sus millones de neuronas y sinapsis neuronales, que lo explican todo.

Pero ese camino, aunque interesante, excede los límites de un artículo de “blog” y requeriría un estudio extenso y detallado, que por el momento no acometeremos.

Preferimos responder a la anterior pregunta afirmando categóricamente que QUIENES ACUSAN DE MORALISTAS A LOS QUE NOS OPONEMOS A LA IMPLANTACIÓN GLOBAL DEL ABORTO, EL “MATRIMONIO” GAY, LA EUTANASIA, LA IDEOLOGÍA DE GÉNERO, ETC., COMETEN UNA EVIDENTE CONTRADICCIÓN.

¿Cuál es la contradicción que cometen?

La contradicción consiste en lo siguiente: pretenden decir que recurrir a “moralismos”, es decir, llamar buenas o malas a determinadas conductas, no se debe hacer puesto que ES ALGO MALO.

¿Se comprende la contradicción? Es como cuando el relativista afirma que la verdad no existe, salvo esa verdad de que la verdad no existe.

De igual forma el enemigo del ‘moralista’ cae precisamente en el ‘moralismo’ que supuestamente denuncia, al afirmar que SER MORALISTA ES MALO. Es como si dijera ES MALO DECIR QUE ALGO ES MALO. Obviamente no lo dice de esa forma tan abierta y clara, sino que recurre a frases como las que mencionamos al inicio, frases que ‘suenan’ lógicas, pero ocultan esa profunda contradicción.

De manera que la próxima vez que nos llamen moralistas, limitémonos a preguntar a quien nos acusa: ¿Entonces me estás diciendo que hablar de lo bueno y lo malo, es algo malo? Amigo, te contradices a ti mismo.

Ese es el neo-moralismo que se nos quiere imponer, un moralismo contradictorio que busca eliminar la moral, apelando para ello a… otra moral, una que se pretende sea superación de la antigua moral de matriz cristiana. ¡No más moral!, nos dicen, ¿¡bienvenida la nueva moral!? Postura contradictoria que, sin embargo, muchos desinformados consideran la expresión más elevada de la ‘inteligencia’ moderna.

Leonardo Rodríguez


viernes, 12 de agosto de 2016

¿Puede ser lícito airarse? - responde Tomás de Aquino (Parte II-IIae - Cuestión 158, a 1)



Objeciones por las que parece que no puede ser lícito airarse.

1. Al comentar el pasaje de Mt 5,22, el que se irrita contra el hermano..., escribe San Jerónimo: En algunos códices se añade «sin motivo»; pero en los mejores se quita esa cláusula y queda sola la ira. Luego nunca está permitido airarse.

2. Escribe San Dionisio en IV De Div. Nominibus: El mal del alma consiste en obrar sin razón. Ahora bien: la ira siempre obra sin razón, ya que, según dice el Filósofo en VII Ethic., la ira no oye debidamente a la razón. Y San Gregorio dice en V Moral.: Cuando la ira perturba la tranquilidad de la mente, en cierto modo la corta y la desgarra. Casiano, por su parte, dice en De Institutis Coenobiorum: Cualquiera que sea la causa que lo produce, el movimiento vehemente de la ira ciega los ojos de la inteligencia. Luego el airarse es siempre malo.

3. La ira es el apetito de vengarse, según la Glosa a Lev 19,17, no odiarás a tu hermano en tu corazón. Ahora bien: el desear la venganza no parece ser lícito, ya que debe reservarse a Dios, conforme a Dt 32,35: Mía es la venganza. Por tanto, parece que el airarse es siempre malo.

4. Más todavía: es malo todo aquello que nos aparta de la semejanza con Dios. Pero el airarse nos aparta siempre de esa semejanza con Dios, el cual juzga con tranquilidad, según se dice en Sab 12,18. Luego el airarse es siempre malo.

Contra esto: está el testimonio de San Juan Crisóstomo en el comentario a Mt: El que se enfada sin motivo será reo, pero el que lo hace con motivo no lo será. Porque si no existiera la ira, ni la doctrina aprovecharía, ni subsistirían los tribunales, ni los crímenes serían reprimidos. Luego el airarse no siempre es malo.

Respondo: La ira, propiamente hablando, es una pasión del apetito sensitivo, la cual se llama facultad irascible, según dijimos antes (1-2 q.25 a.3 ad 1; q.46 a.1). Sobre las pasiones del alma hay que tener en cuenta que puede hallarse en ellas el mal bajo dos aspectos. En primer lugar, por parte de la esencia misma de la pasión, la cual se considera con respecto al objeto de dicha pasión. Por ejemplo, es esencial a la envidia un mal, por ser tristeza del bien de los demás, el cual se opone esencialmente a la razón. Por eso la envidia, en cuanto se nombra, nos recuerda algo malo, como dice el Filósofo en II Ethic.. Esto, sin embargo, no puede decirse de la ira, la cual es el deseo de venganza, puesto que apetecer la venganza puede ser bueno o malo.

En segundo lugar, el mal puede hallarse en una pasión por razón de la cantidad, es decir, por exceso o por defecto de la misma. De este modo puede hallarse el mal en la ira: airándose por exceso o por defecto contra la recta razón. Pero el airarse conforme a la recta razón es laudable.

A las objeciones:

1. Los estoicos llamaban a la ira, como a todas las demás pasiones, afectos que no siguen el orden de la razón, y bajo este aspecto decían que tanto la ira como las demás pasiones eran malas, como dijimos antes (1-2 q.24 a.2) cuando hablamos de las pasiones. En este sentido toma la ira San Jerónimo, puesto que habla de la ira que nos hace enfadarnos contra el prójimo como buscando su mal. Pero según los peripatéticos, con cuya opinión está más de acuerdo San Agustín en IX De Civ. Dei, la ira y las demás pasiones del alma son movimientos del apetito sensitivo, sean o no moderados por la razón. Así considerada, la ira no es siempre mala.

2. La ira puede relacionarse de dos modos con la razón. Primeramente, como algo anterior. Bajo este aspecto, aparta de su rectitud a la razón y es un mal. En segundo lugar, como algo posterior en cuanto que el apetito sensible se mueve en contra de los vicios opuestos a la razón. Esta ira es buena y es la que se conoce como ira producida por el celo. De ella dice San Gregorio en V Moral.: Debe procurarse a toda costa que la ira, que es considerada como instrumento de la virtud, no prevalezca sobre la inteligencia y vaya delante como una señora, sino que, como una esclava dispuesta a obedecer, nunca deje de ir detrás de la razón. Esta ira no suprime la rectitud de la razón, aunque supone un pequeño impedimento para el juicio de la misma. Por eso dice San Gregorio, en el mismo pasaje, que la ira por celo crea desorden en la visión de la razón, pero la ira por vicio la ciega. Sin embargo, no va contra la razón de virtud el que se suspenda momentáneamente la deliberación de la razón en la ejecución de lo que la razón había decidido, porque también el arte se vería impedido en su ejecución si, cuando debe obrar, se pusiera a deliberar sobre lo que debe hacerse.

3. Apetecer la venganza buscando el mal del que debe ser castigado es ilícito. Pero es laudable el apetecerla para que se corrijan los vicios y se conserve el bien de la justicia, y hacia eso puede tender el apetito sensitivo en cuanto movido por la razón. Ahora bien: el practicar la venganza siguiendo el orden del juicio es obra de Dios, cuyo ministro es la autoridad que castiga, como se dice en Rom 13,4.


4. Debemos asemejarnos a Dios en cuanto al deseo del bien. Pero no podemos hacerlo en el modo de desearlo, ya que en Dios no hay, como en nosotros, apetito sensitivo, cuyo movimiento debe obedecer a la razón. Por eso dice San Gregorio, en V Moral., que la razón se hace más fuerte contra el vicio cuando la ira está al servicio de la razón.