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miércoles, 30 de enero de 2019

(2) La personalidad voluntarista


“Intellectualism” in the sense in question is, of course, not claiming that all human beings are or ought to be intellectually inclined in the sense of having an interest in philosophy, science, art, or other intellectual pursuits.

Para evitar equívocos hay que aclarar desde el principio algunas ideas erradas acerca del intelectualismo, que es la postura opuesta al voluntarismo.

Cuando se habla de intelectualismo no se está diciendo que todas las personas deben ser “intelectuales”, en el sentido de ratones de biblioteca estudiosos de cuestiones abstractas de filosofía. No. El intelectualismo no tiene ese sentido. Se trata más bien de una tesis antropológica, es decir, de una postura acerca de la naturaleza del ser humano, en la que se afirma que la inteligencia tiene una cierta primacía sobre la voluntad en el sentido de ser la encargada de iluminar el camino que recorremos.

Lo anterior implica naturalmente postular la primacía de la verdad. La verdad es el objeto propio de la inteligencia, su alimento como si dijéramos. La verdad es la realidad en cuanto conocida por la inteligencia, y es evidente que el actuar del ser humano ha de amoldarse a la realidad: a la realidad acerca de sí mismo, pero también a la realidad del universo y de todo lo existente, Dios incluido. Es a partir del contacto con lo real como podemos direccionar acertadamente nuestra vida y todas nuestras acciones. Lo demás es edificar en el aire o, peor aún, edificar sobre caprichos ilusorios.

Again, the intellectualist is also not denying that the will can affect the intellect.

Evidentemente la postura intelectualista no pretende negar la influencia que la voluntad, y en general la vida emocional y afectiva, tienen sobre la vida humana y sobre la toma de decisiones. No. Se reconoce la fuerza que posee la esfera apetitiva, pero se insiste en la necesidad de otorgar primacía a la captación de la verdad, tarea de la inteligencia, en orden a dirigir la conducta y la moralidad en general de nuestras acciones.

Es sabido el desorden que se introduce en el psiquismo humano cuando quien toma el mando es la voluntad por sobre la inteligencia. El voluntarista se convierte en una persona que gira en torno a sí misma, a su visión de las cosas, sin necesidad de abrirse a lo real puesto que ha comenzado por creer que lo real es lo que él crea a su antojo.

Though his will is attached to the idea, it will not remain so if his intellect is made to see the evidence against it, and so he tries to avoid seeing it.

Ahora bien, ¿qué pasa cuando un voluntarista, como por accidente, comprende que su postura en algún asunto o su postura global ante la vida están erradas? Es decir, ¿qué pasa cuando en el psiquismo del voluntarista su inteligencia logra colar alguna razón en contra de su estilo de vida? Lo dice nuestro autor: tratará de evitar poner atención a la evidencia presentada por su inteligencia. Se hará voluntariamente ciego y reprimirá la voz de la realidad hasta ahogarla en el mar de su capricho subjetivo. Lo real podrá gritar con fuerza, pero el orgullo de una voluntad ‘deificada’ hará lo posible por tapar sus oídos y seguir adelante, impertérrito.

Es la tragedia del obstinado. Cuando alguien se ha habituado a seguir en todo y para todo únicamente su idea o visión de las cosas, de espaldas a lo real, puede suceder que cuando lo real, la dura realidad, toque a su puerta, sea incapaz de abrir y permanezca encerrado en sí mismo, ensimismado en su capricho.


Continuará…


Leonardo Rodríguez V.


https://edwardfeser.blogspot.com/2018/10/the-voluntarist-personality.html

martes, 29 de enero de 2019

La personalidad voluntarista

Ya en anteriores ocasiones hemos recomendado aquí los escritos del filósofo norteamericano Edward Feser. Nos parece un autor que se destaca en el panorama actual entre quienes defienden sin complejos las principales tesis del pensamiento aristotélico-tomista.

Esta vez quisiéramos hacer referencia a uno de sus artículos titulado "the voluntarist personality", que tiene por fecha el doce de octubre del año inmediatamente anterior (al final de esta entrada está el link al artículo en cuestión). Citaremos al autor en sus propias palabras y nos limitaremos a hacer breves comentarios.

“A voluntarist conception of persons takes the will to be primary and the intellect to be secondary”.

He ahí la raíz teórica del voluntarismo como tal, del cual veremos desprenderse como consecuencia la personalidad voluntarista. Para el voluntarismo la persona es ante todo y sobre todo voluntad, fuerza creadora, ímpetu de realización, incluso autorrealización. El intelecto pasa a un segundo plano y queda reducido a ser ayudante de la voluntad en el cumplimiento de sus decretos.

“That is to say, for voluntarism, at the end of the day what we think reflects what we will”.

Dicen por ahí que si no vivimos como pensamos, terminaremos pensando como vivimos. Con lo anterior se alude a esa estrecha relación que existe entre la conducta y la percepción de la realidad. Ambas esferas de la experiencia humana se condicionan de tal forma que la manera de vivir condiciona la visión que tenemos de la realidad, y la visión que tenemos de la realidad condiciona la manera de vivir. Normalmente debería darse una apropiación de ciertos principios morales de comportamiento y luego su puesta en práctica a la hora de actuar. De ahí que se critique a una persona cuando ésta no es “coherente” con lo que dice, cuando vemos que dice una cosa y hace otra. Esa incoherencia tarde o temprano hará que lo que vive gane la partida sobre lo que piensa, y entonces se verá cómo comienza a defender de palabra su estilo de vida. Por eso reviste la mayor importancia ser coherentes y esforzarnos cada día por vivir de tal forma que haya una plena continuidad entre aquellos principios que decimos defender y la forma en que vivimos. El voluntarista es aquél en quien ha triunfado el estilo de vida, la manera de vivir, por sobre el pensamiento. Y éste ha venido a ser solo una fuerza justificadora del cómo se vive. En el voluntarista lo importante es la manera en que decide hacer las cosas y vivir, el pensamiento viene después a justificarlo todo “teóricamente”. Y en verdad vemos a diario a muchas personas tratando de justificar lo injustificable.

“An intellectualist conception of persons takes the intellect to be primary and the will to be secondary.  For intellectualism, at the end of the day, what we will reflects what we think”.

Al otro lado del tablero está la postura intelectualista o intelectualismo. Según esta postura, que estimamos la acertada, la persona se define ante todo por la razón, por la inteligencia, que en cuanto facultad de conocimiento, le permite acceder a lo real, a la realidad, conocerla, escudriñarla, incluyendo la realidad del propio sujeto, y a partir de ahí actuar en consecuencia. Pues así como para caminar necesitamos ver el camino, así para actuar necesitamos primero tener claridad sobre la naturaleza de la acción a realizar, sus circunstancias, motivos, consecuencias y calificativo moral. No vamos por la vida como pollos sin cabeza deseosos de correr sin mirar hacia dónde, cómo y por qué. La tarea de la inteligencia es, al develarnos el conocimiento de lo real, indicarnos hacia dónde, cómo y por qué, precisamente. Es la luz con que iluminamos el camino.

La postura intelectualista parte del reconocimiento de la existencia de una realidad independiente del sujeto cognoscente. Una realidad que aunque independiente del sujeto es cognoscible por este y condiciona el actuar del sujeto. La postura voluntarista parte de una disminución ontológica de lo real, por decirlo de alguna manera. En cuanto que el voluntarista se concibe a sí mismo más que como observador de lo real, como creador de lo real, en particular de su realidad como individuo. El voluntarista es el que se concibe a sí mismo como una masa informe destinada a ser infinitamente moldeable según la voluntad de cada uno. El voluntarista  en cierta forma de deifica a sí mismo por medio de la absolutización de su voluntad. En el pasado el gnosticismo fue la apoteosis de una concepción voluntarista del hombre. En la actualidad la ideología de género recorre el mismo camino: el sujeto se auto-crea a capricho.

Una imagen vale más que mil palabras: el intelectualista es como ese conductor que en medio de la noche enciende las luces de su vehículo para saber bien por dónde ir y por dónde no. El voluntarista es como ese conductor que no enciende las luces, no le interesa ver el camino, confía plenamente en que con la sola fuerza de su potente motor puede avanzar de frente sin temor a un accidente mortal.

“In making of us fundamentally willful animals rather than rational ones, it simply gets human nature wrong”.

Ese es el problema principal, dicho así, en términos contundentes: al hacer del hombre fundamentalmente un animal voluntarioso, por encima de la racionalidad, se equivoca en la idea que se forma de la naturaleza humana.

Son impresionantes las consecuencias que se desprenden del hecho de equivocarse en la idea que se tiene sobre la naturaleza humana, sobre lo que el ser humano es. Pues no se crea ni por un segundo que se trata de disputas entre académicos abstractos, alejados de las complicaciones reales de la vida diaria. No. Nada más equivocado que eso. Ya lo decía el escritor Richard Weaver allá por 1948 en su libro “Ideas have consequences”, las ideas tienen consecuencias y el modo de ver las cosas, las ideas que asumimos, la cosmovisión que nos sirve de plataforma de vida, condiciona lo demás.

Hay aún más tela por cortar en el artículo de Feser, pero para no hacer este escrito demasiado largo vamos a dedicarle algunas entradas más en los próximos días. Daremos así una mirada a la personalidad voluntarista.



Leonardo Rodríguez V. 




http://edwardfeser.blogspot.com/2018/10/the-voluntarist-personality.html



lunes, 21 de enero de 2019

La medida del amor

Amor es un concepto demasiado manoseado actualmente, para desgracia de la humanidad misma pues no hay concepto más hermoso. Decían los romanos que "corruptio optimi pessima", con lo cual querían decir que cuando algo muy bueno se corrompe es un gran mal. En este caso hablamos del amor, que es a todas luces un concepto tan hermoso y tan trascendental que las mismas Sagradas Escrituras identifican el amor con el mismo Dios, es célebre el pasaje de la primera carta del apóstol san Juan, capítulo 4, versículo 8: "Deus caritas est", Dios es amor. La corrupción del amor será entonces el mal más grande, el mayor mal porque es la corrupción del mayor bien.

¿Y cómo se corrompe el amor actualmente? De mil formas, ante todo llamando amor a lo que no lo es. Cuando los padres de familia descuidan la crianza correcta de sus hijos y abandonan el ejercicio de su autoridad para corregir y formar, dedicándose únicamente a cumplir todo deseo de sus hijos, y dicen que lo hacen 'por amor'. Cuando la madre permite el abuso de su pareja hacia sus hijos, porque lo "ama" mucho y no desea perderlo. Cuando la adolescente accede a los caprichos instintivos de su novio, por 'amor'. Cuando las parejas "hacen el amor", sin compromiso a futuro dentro del matrimonio bajo la bendición de Dios, sino solo por satisfacer el impulso de atracción biológico. Y un largo etcétera de ejemplos de pésimo uso de la palabra amor.

Igualmente se corrompe el amor cuando se ataca el lugar propio del amor, la escuela del amor que es la familia. Todo ataque dirigido contra la familia es en el fondo un ataque dirigido, se quiera o no, contra el amor, contra la fuente del amor, contra el lugar natural en el que el individuo vive el amor desinteresado, lo experimenta, lo recibe y aprende a entregarlo. En buena medida se puede afirmar que la ausencia de verdadero amor que caracteriza nuestros tiempos es producto del debilitamiento de la institución familiar, de la familia.  

¿Cómo se ha pasado en nuestra época de un concepto del amor que lo identificaba con Dios mismo, a un concepto flexible hasta el infinito y que ha vaciado de todo sentido el vocablo 'amor'? El proceso ha sido lento, lo suficientemente lento como para que no fuera percibido por la inmensa mayoría de las personas, demasiado ocupadas con sus obligaciones cotidianas como para atender a los grandes procesos sociológicos que pueden ocurrir a lo largo de toda una generación. De escalón en escalón hemos descendido del "Deus caritas est", hasta la situación actual en la cual muchos hablan de la era del "post-amor", pues así como se ha hablado ya de la era de la post-verdad en la cual parece que la verdad no interesa y ha sido sustituida por la mera propaganda ideológica interesada; así mismo se dice que estamos en medio de un proceso de desaparición de lo que nuestros mayores llamaban amor para ser reemplazado por un nuevo paradigma utilitarista y hedonista en las relaciones humanas: te "quiero" en la medida en que aportes a mi felicidad personal.

Frente a la aparición de dicho paradigma utilitarista y hedonista que adultera por completo el sentido de la palabra amor, y con ello el resorte más profundo de la experiencia humana conviene recordar mil veces si fuere necesario la concepción del amor que brota de la tradición cristiana occidental (o más bien judeo-greco-romano-católica): 

-  Amar es querer y buscar el bien del amado.
-  La medida del amor es amar sin medida.

La primera cita pertenece al gran Aristóteles, los medievales traducían del griego así: amare est velle bonum alicui.

La segunda cita, aunque comúnmente atribuida a san Agustín, es en realidad de san Bernardo de Claraval y está al inicio de su obra "De diligendo Deo", y dice así: mensura amoris sine mensura amare est.

La primera frase nos habla del amor en cuanto entrega al otro. En efecto, amar es querer y buscar aquello que es bueno para el ser amado. Entiéndase por ser amado no solo la esposa, el esposo, el novio o la novia, sino todo ser que pueda ser objeto de amor: familiares, amigos, conocidos, etc., incluso nuestras mascotas. Respetando siempre el hecho de que dependiendo de la dignidad del ser de que se trate, así mismo será la escala del amor hacia él. No es evidentemente el mismo amor aquél con que amamos a nuestros padres que aquél que profesamos a nuestra mascota, por mucho que nos bata la cola cuando llegamos a casa.

Así las cosas amamos cada vez que buscamos hacer el bien a alguien. Cuando vemos una necesidad, material o moral, y nos movemos a solucionarla o al menos a aportar en la solución. Cuando el solo hecho de percibir una carencia nos impulsa a buscar ayudar. En todos estos casos se dice que amamos, que nos mueve el amor.

La segunda frase agrega a la primera el concepto de medida. Amar es algo que debe hacerse sin medida, es decir, sin cálculos de costo-beneficio, sin esperar reciprocidad, sin aguardar a recibir algo a cambio. Amar es entregar y sobre todo entregarnos, sin esperar la paga, el beneficio, el interés, la ganancia. Amar es imitar en lo posible a Dios, que nos amó y se entregó por todos, aún cuando es evidente que no podemos darle de parte nuestra absolutamente nada que añada algo a su infinita gloria, perfección y felicidad. El amor ha de ser gratuito o automáticamente deja de ser amor.

Amar es decirle al ser amado es bueno que existas y haré todo lo posible porque estés bien, incluso si de parte tuya no recibo nada. Aún más, amar es sobre todo amar cuando no se recibe nada, amar en silencio, amar anónimamente, o como dijo Cristo en el Evangelio, entregar con tal delicadeza "que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda".

Amar viene a ser un sorbo de eternidad, pues precisamente la eternidad consistirá para los bienaventurados en un ininterrumpido ejercicio de amor a Dios, de quien hemos recibido gratuitamente todo.

Dios nos ama aún cuando sabe que nada tenemos para ofrecerle. Y hemos sido llamados a amar como ama Él.


Leonardo Rodríguez V.


viernes, 18 de enero de 2019

Creo en “dios” a mi manera


Con demasiada frecuencia oímos frases como la que encabeza el presente escrito. La mayoría de quienes aseguran creer en “dios” pero a su manera en realidad no creen en nada, su pretendida “fe” es solo una vaga y confusa “espiritualidad” que se reduce a “no hacerle daño a los demás” y “meditar” (¿en qué?) de vez en cuando, incluso agregando algún intento de oración (¿a quién?).

Otro grupo de entre los que afirman creer a su manera está conformado por personas un poco más formadas, un poco más conscientes, que están motivadas por el hecho de que, según ellos, ninguna de las religiones existentes los satisface plenamente y por lo tanto consideran que deben hallar personalmente una forma de relacionarse con "dios” pues lo consideran algo relevante, incluso puede que fundamental.

Sea como sea lo cierto es que tanto unos como otros terminan creando un “dios” a su imagen y semejanza, invirtiendo así el pasaje bíblico que afirma que Dios nos ha creado a SU imagen y semejanza; ahora son ellos los que crean un “dios” según su gusto, a su medida, un “dios” cuyas características los satisface.

¿Qué características suele tener ese “dios” que el hombre moderno crea para su regocijo?

Ante todo es un “dios” que no condena a nadie, es tan amoroso que a fin de cuentas a todos enviará al cielo en algún momento y por supuesto el infierno no existe. Es un “dios” bonachón, tipo papá Noel, ciego a los defectos de sus “hijos” y generoso con todos. Se trata de un “dios” que no prefiere una religión sobre ninguna otra, todas las religiones son en el fondo iguales a pesar de sus aparentes diferencias. Da igual ser judío, musulmán, protestante, católico, etc., incluso el mismísimo ateísmo es aceptado por ese “dios” puesto que a fin de cuentas todos son sus hijos y él es un padre amoroso.

También es un “dios” que no interfiere mucho en la vida de sus “hijos”, es decir, pueden vivir como cada uno lo prefiera puesto que de todos modos el cielo está abierto para todos y el infierno no existe; siendo esto así entonces da igual ser un santo o un criminal, son solo diferentes “estilos de vida” que en el más allá no harán diferencia, todos seremos hermanitos en el cielo jugando delante de la mirada del padre “dios”.

Por lo tanto se trata de un “dios” que no castiga jamás, solo bondad, solo paciencia, infinita tolerancia hacia todos y hacia todo.

Ese es a grandes rasgos el “dios” que el hombre moderno fabrica a su conveniencia. Es fácil ver en la descripción que acabamos de hacer que es un “dios” cómodo para el hombre, no exige prácticamente nada, no castiga, premia a todos y da el cielo a todos. ¡Qué “dios” tan perfecto para el hombre moderno!

Por otro lado están los que dicen que no se afilian a ningún credo porque consideran que Dios es más grande que cualquier idea particular que los hombres puedan hacerse de Él, y por tanto lo más cuerdo es no aceptar dogmáticamente ninguna religión porque en todas ellas se pretende encerrar a Dios en concepciones mezquinas sobre lo que Él es, concepciones que siempre se quedarán pequeñas en comparación con lo que Él en realidad es.

Y aquí comienzan las curiosidades. Es curioso que afirmen eso cuando lo cierto es que prácticamente todas las religiones y cultos existentes, siendo que están separados en tantas cosas, están de acuerdo en afirmar que la grandeza de Dios no se puede expresar en palabras humanas y que las ideas del hombre se quedan a años luz a la hora de tan siquiera poder aproximarse remotamente a describir a Dios. De manera particular la teología católica es sumamente explícita al respecto y sus más grandes teólogos, místicos y santos han afirmado hasta el cansancio que la mente del hombre no puede abarcar la realidad Divina en toda su magnífica extensión y profundidad. No se entiende por lo tanto la afirmación de aquellos que rechazan afiliarse a un credo porque “a Dios ningún credo lo abarca totalmente”, puesto que todos los credos afirman exactamente eso, casi con las mismas palabras.

La afiliación a un credo es resultado no de que abarque con sus enseñanzas todo lo que Dios es, sino más bien porque se ha comprendido que existen razonablemente motivos suficientes para creer que en dicho credo Dios se ha manifestado con verdad, a diferencia de los demás credos en donde se mezclan verdades con absurdos garrafales.

La teología católica es particularmente rica en la profundización de la realidad Divina, y no obstante se trata de una teología más negativa que positiva, es decir, enseña que de Dios sabemos más lo que no es que lo que es. Negando en Dios todas las imperfecciones que se ven en las criaturas nos hacemos una idea clara de lo que Dios definitivamente no es, sin por ello poder afirmar aún algo acerca de lo que Él es, más allá de su existencia misma y su revelación en el tiempo en la persona de Cristo, cosa comprobable por medio de las profecías que en Él se cumplieron y por los milagros que hizo, así como de manera particular por el hecho grandioso de su resurrección. Todos esos elementos convenientemente estudiados, sumados al hecho histórico de la milagrosa expansión del catolicismo a pesar de todas las dificultades que encontró a su paso y de un ambiente que le era radicalmente hostil, forman un conjunto poderoso de motivos de credibilidad que llevan al católico a afirmar con toda seguridad que Dios existe, nos ha hablado y vive en la Iglesia Católica, en su enseñanza y en sus sacramentos.  

Teniendo en cuenta todo lo anterior no se entiende en lo más mínimo la postura de los que afirman ingenuamente que creen en “dios” a su manera, puesto que dicha “manera” viene reduciéndose entonces a simple pereza mental para estudiar el asunto con detenimiento, o incluso en muchos a malicia por no querer asumir los compromisos vitales que se desprenden de una vida de fe junto a Dios.

No diremos nada de los que dicen ser “creyentes” pero contrarios a la religión a causa del mal ejemplo de los sacerdotes que manchan su ministerio con crímenes como la pederastia u otras formas de corrupción humana. De todos los argumentos en contra de la religión este es sin duda el más débil puesto que individuos indignos de la posición que ocupan existen en todas las instituciones humanas y ello no desvirtúa de por sí a la institución de que se esté hablando. Por lo general a partir de casos individuales se procede a generalizaciones infundadas e injustas, que por ello mismo invalidan el razonamiento que se pretendía hacer contra la institución a la que el individuo pertenece.

De manera que estimados amigos del “yo-creo-en-dios-a-mi-manera”, los invitamos amablemente a profundizar en las cuestiones teológicas y filosóficas necesarias para aclarar con juicio el panorama en un tema tan trascendental como el presente, dejemos la pereza y volvamos al sano hábito de formar la opinión antes de emitirla.



Leonardo Rodríguez V.


domingo, 6 de enero de 2019

Hablar de lo que no se conoce

En un artículo anterior enumerábamos algunas normas básicas a tener en cuenta a la hora de querer exponer o defender nuestras ideas u opiniones. Releyéndolas caímos en cuenta de que habíamos olvidado una que quizá debiera haber ido en primer lugar:


NO HABLAR DE LO QUE NO SE CONOCE, Y MENOS EN TONO DOCTORAL.

Y es una pena que se deba insistir en algo que debería ser obvio, pero es que lamentablemente no lo es tanto por estos días. Yo no se si siempre ha sido así, lo cierto es que últimamente (y de nuevo las redes sociales tienen también aquí su cuota de responsabilidad) es ha multiplicado exponencialmente el número de personas que hablan, opinan y pontifican acerca de absolutamente todo. Atrás quedó la época en la que lo anterior solo ocurría en el terreno futbolístico, donde antes, durante y después de un partido, todos sentíamos el impulso morboso de comentar hasta el más mínimo detalle del encuentro, criticar todas las decisiones del técnico y crucificar a algunos jugadores por su mal desempeño. Todos nos creíamos expertos en el deporte rey.

Pero de eso hace ya bastante tiempo. Hoy dicha actitud no solo no ha desaparecido sino que se ha trasladado a prácticamente todas las áreas de la vida humana, desde las más intrascendentes (como el fútbol), hasta las más esenciales relacionadas con la política, la cultura, la ética, la filosofía y hasta la religión y el universo de la teología. Todos (o casi todos) hoy se creen expertos politólogos, moralistas, filósofos y teólogos.

Y ojalá lo anterior fuera el resultado de un aumento del interés por el estudio juicioso de todas esas temáticas, a partir del cual las personas con juicio bien formado intervienen con sus aportes y puntos de vista. Pero no, lo trágico es que con cero estudios juiciosos sobre tales materias, de por sí tan arduas, se lanzan a emitir todo tipo de juicios categóricos sobre los temas más fundamentales de la vida humana. Hablan desde la ignorancia, satisfechos de su ignorancia y convencidos de que su ignorancia es en realidad ciencia.

Considero que el culpable de ese fenómeno tan lamentable es el relativismo en el cual estamos sumergidos actualmente. En la modernidad muchos sectores de la filosofía han proclamado la muerte de la verdad y la entronización, en su lugar, de la opinión personal. A partir de allí muchos han terminado por considerar que no es en verdad necesario estudiar un tema, basta con abrir la boca y emitir lo que sea que te salga del caletre.

Esa actitud mental nacida en la filosofía moderna, fue adoptada por el ciudadano de a pie por un proceso de 'contagio ambiental' y es la responsable de que hoy todos pretendan (incluso sin admitirlo o saberlo explícitamente) ser filósofos, teólogos, politólogos, etc.

Dejemos hasta ahí. Creo que es claro lo que intento decir.

¿Cuál es la consecuencia de todo esto?

Pues que cuando todos hablan de cosas que en realidad no han estudiado, difícilmente se puede esperar que el nivel argumentativo sea alto. ¿Por qué? Porque para argumentar un tema hay que manejarlo, saberlo, haberlo estudiado; y partimos del hecho de que precisamente eso es lo que le hace falta al que habla de todo sin ton ni son.

Consejos:

-   Antes de emitir un concepto o una opinión sobre un tema, revisar primero si en verdad hemos estudiado el tema. Si no lo más honesto es emitir nuestro punto de vista aclarando que no conocemos bien el asunto.

-   Cuidarnos mucho de entrar en una discusión sobre algo que no conocemos, llevados únicamente por el deseo de no aparecer como ignorantes. Es mil veces mejor aclarar con sencillez que no conocemos un tema que abrir la boca aparentando ciencia y quedar en ridículo. Además pretender hablar de todo es señal de inmadurez. La persona madura y segura de sí misma acepta con tranquilidad que hay una infinidad de temas sobre los cuales no sabe casi nada o nada.

-   Si un tema nos interesa y queremos entrar en debate sobre ello, debemos antes ponernos a estudiar. La paciencia hará que luego al entrar en el debate podamos hacerlo con cierto conocimiento de causa.

-   No perder el tiempo con personas que siempre están queriendo polemizar sobre cosas que evidentemente no han estudiado en profundidad. Hay que ser firmes en esto y con amabilidad pero con seguridad hacerles saber que no están en condiciones de tocar ese tema y que si en realidad lo desean deben estudiarlo primero. Se les hará un bien procediendo así con ellos.


Dejemos hasta aquí.



Leonardo Rodríguez Velasco. 



sábado, 5 de enero de 2019

Curso de latín de Cambridge

Para los interesados en el latín les traemos algunos volúmenes del famoso curso de latín de Cambridge.











LOS SEIS VOLÚMENES SE ENCUENTRAN EN LA SIGUIENTE CARPETA:


https://mega.nz/#F!GMZDxKaa!gihP3UPW6ggHZ7WsohSlwQ





Leonardo Rodríguez V.




viernes, 4 de enero de 2019

A tener en cuenta...

En un artículo anterior deplorábamos la nula capacidad para argumentar que se exhibe en la sociedad actual, maximizada por el vacío de contenidos de las redes sociales. En esta ocasión quisiéramos indicar un par de normas que pudieran ser un buen inicio para quienes estén interesados en ir corrigiendo su manera de expresar sus opiniones o ideas. Con el tiempo iremos, con el favor de Dios, añadiendo otras.

-   Lo primero es estar dispuesto a escuchar. Nada más molesto que aquella persona que al expresar sus ideas u opiniones no para de hablar, no deja hablar al otro, no escucha, solo se escucha a sí mismo. Incluso eleva el tono de la voz para imponer silencio a los demás.

-   Lo segundo es ser claro. En ocasiones vemos a personas que enredan lo más posible su discurso con el fin de apabullar al otro, por medio del uso de palabras excesivamente técnicas o rebuscadas. Puede ser señal de desconfianza en su argumento o de soberbia. Por el contrario, lo conveniente es expresarnos siempre de la forma más sencilla posible de tal manera que se nos entienda cabalmente.

Lo tercero es tratar de entender. Muchas personas se apresuran a contestar al otro incluso antes de haber entendido bien lo que el otro está tratando de decir. Esto causa que la respuesta en realidad no refute lo que el otro dice, ya que ni siquiera se entendió lo que trataba de decir. Por lo tanto es necesario asegurarse muy bien de haber entendido lo mejor posible la idea que el otro está defendiendo.

-   Lo cuarto es responder a lo que el otro expresó y solo a lo que el otro expresó. Sucede muy a menudo que se tocan muchos temas al mismo tiempo. Con eso se genera confusión. Lo conveniente es hablar de una sola cosa a la vez y no pasar a otro tema antes de haber cerrado el anterior. 

-   Lo quinto es no generalizar. Es un error muy común. Conviene evitar a toda costa las generalizaciones. Por ejemplo afirmaciones como "todo abogado es corrupto", "todo policía soborna", "todo sacerdote es pedófilo", etc., son afirmaciones falsas ya que con solo un ejemplo en contra se invalidan. Y es evidente que no hay solo un abogado honesto, ni solo un policía correcto, ni solo un sacerdote devoto. Las generalizaciones no deben ser usadas en una argumentación porque restan credibilidad.

-   Lo sexto es argumentar contra la idea y no contra la persona. En los estudios de lógica a eso se le llama argumento "ad hominem", es decir, argumento dirigido al hombre y no a la idea. Consiste en atacar a la persona que afirma algo y no a lo que la persona está afirmando. Se busca ridiculizar al oponente para derrotar así sus tesis o ideas. Es una forma deshonesta de competir. Lo ideal siempre es argumentar sobre la idea en cuestión y no sobre la persona.

Lo séptimo es evitar el lucimiento personal. Muchas veces se ve en los intercambios de ideas un afán por pasar por encima del otro apareciendo como más inteligente o más informado, y no tanto un interés por llegar al fondo del asunto y conocer la verdad. Hay que huir de ese tipo de situaciones porque son señal de una personalidad inmadura y suelen ser una completa pérdida de tiempo.



Dejemos hasta ahí por hoy. Este sería un buen comienzo. Son normas elementales pero caídas hoy en desuso lamentablemente. Por supuesto que el arte de la argumentación supone muchas más cosas, pero la idea es ir poco a poco.


Leonardo Rodríguez V.



jueves, 3 de enero de 2019

LIBRO: La revolución sexual global.

Compartimos el siguiente libro que consideramos de obligada lectura en los tiempos actuales. En este libro su autora, Gabriele Kuby,  realiza un recorrido histórico-doctrinal por los fundamentos de la llamada ideología o perspectiva de género, la cual, al decir del papa emérito Benedicto XVI es la última rebelión de la criatura contra su condición de tal.

La obra lleva por subtítulo "la destrucción de la libertad en nombre de la libertad", el cual resume bastante bien el objetivo perseguido por las élites que buscan la imposición de dicha ideología: prometer libertad absoluta al tiempo que limitan la libertad real de los seres humanos, es decir, la libertad que surge del reconocimiento de su carácter creatural con horizonte trascendente.

Recomendamos su lectura.


LINK EN LA IMAGEN





Leonardo Rodríguez V.



martes, 1 de enero de 2019

La Ciudad del Hombre.


En la obra “Las dos ciudades”, san Agustín de Hipona decía que:

“Dos amores fundaron dos ciudades, a saber: la ciudad terrena el amor de sí hasta el desprecio de Dios, y la ciudad celeste el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo”.

En el día de hoy vivimos inmersos en la Ciudad del Hombre que ha llegado hasta el desprecio de Dios, y con soberbia ha construido esas grandes catedrales de hierro y cemento nombradas orgullosamente “rascacielos”. Gigantes secuoyas de angulosas formas, cubiertas de acero y vidrio, grises, fríos, que en su interior contiene miles de personas trabajando como hormigas afanosamente en los negocios de la ambición humana. Esta Ciudad del hombre, con esfuerzo casi sobrehumnano, ha querido tapar la Creación de Dios. En toda ella se respira esa ambición, en toda ella se ha impreso la mano del hombre. En toda ella se imprime, sobre su acero y sobre su granito, la impronta del hombre voluntarista, del superhombre nitzcheano, y bajo esa figura, el poder de la manipulación de la materia, con el cual ha llegado a dominar la técnica.

El estruendoso rugir de los motores y el chillido de las bocinas, nos llevan a desconocer el silencio. Los gritos de hombres descontentos, distorsionados por la desgastada arenga de los amplificadores eléctricos que se entremezclan con los golpes de tambores, como danza tribal y desentonada, de los constantes insatisfechos manifestantes que se movilizan con el lento paso del ganado bovino sobre una ancha avenida.

Y en las noches, la estertórea música que resuena repetitivamente en los parlantes de una cultura descartable, en los boliches, en los antros y bares de vida nocturna, emite  aquellos sonidos que producen un encantamiento en los bajos instintos, esa hipnótica transformación de las mentes juveniles que caen desprevenidamente en las actitudes más torpes a la vez que intentan homologar lo que sus “próceres” de la subcultura imponen con la suyas. El bien no hace ruido y el ruido no hace bien, decía un santo. Y los ruidos nos alejan del silencio tan necesitado para el hombre que hoy y siempre ha buscado la Verdad.

Ya no contenta esta ciudad humana con sus estridencias sonoras, recurre a las miles de luces y grandes pantallas mostrando todas sus ofertas. Las luces de colores y los carteles cada vez más vistosos, son aquellos ruidos que a la vista nos distrae. Las grandes cadenas cada vez más monopolizadas del cine, con sus películas cada vez más vacías de contenido pero a la vez más vistosas, repletas hasta el hartazgo de efectos especiales, recordándome cada vez más a las elucubraciones culturales en la distópica ¿o utópica? novela de Aldous Huxley “Un mundo feliz” con el “cine sensible”. El concupiscente embelesamiento que nos pone enfrente para vendernos el modo de vida que debemos aceptar, o sus muchas manufacturas de las grandes fábricas o, cuando nos encontramos en épocas electorales, nos distrae con el variopinto abanico multicolor del “márketing” político. Ruido para la vista y para un verdadero pensamiento sobre qué necesita realmente la polis de hoy.
Hasta la escasa vegetación que podemos encontrar en el centro de la urbe, parece subyugarse sumisamente a un patrón humano que la ordena en la ciudad y la dispone como piezas de ajedrez, manipulandola y la recortandola como papirola según su beneplácito. Todo ha sido manejado, construido, plantado milimétricamente por la mano del hombre, a tal grado que no podemos ver otra mano en lo que nos rodea, que la del hombre.

La Ciudad del Hombre, “la Ciudad Terrena” que llamaba san Agustín, se yergue soberbia, omnipotente, omnipresente, omnifuncional, como una aceitada maquinaria dispuesta a seguir creciendo indeterminadamente frente al hombre que vive inmerso en ella, absorbido por ella, impidiéndole por todos los medios posibles poder contemplar más allá de sus paredes de cemento. La mano humana la ha construido toda ladrillo por ladrillo, la Babilonia prostituta, la torre de Babel, cuyo príncipe es el Príncipe de este Mundo, vuelve a erguirse para decirle al hombre contemplador: “tú no podrás”.

La Ciudad Terrena busca siempre que los hombres estén inmersos en sus ocupaciones, en sus diversiones, en lo posible, toda la vida, y así olvidar lo profundo, lo importante y trascendental. Su aplanadora sensorial busca achatar las perspectivas de la vida, mostrando que solo hay un horizonte: el terreno, y así ocultar con sus variadas artimañas, que también hay un horizonte vertical, si se me permite la paradoja.

Pero aún, al contemplador, al hombre que ama y que busca al Amor, que desea vivir en la Ciudad Celeste, la Patria Celestial, cuando se le presenta el combate frente la Ciudad Terrena, puede encontrar la gracia de cobijarse en el candor de un sencillo San Ireneo de Arnoise interior, le queda ese vestigio que todavía el conglomerado de cemento no le puede quitar. Aunque la urbe, con sus fulgurantes luces ha podido tapar gran parte de las estrellas, aún quedan los cielos para poder escalar al cenit y divisar el vestigio de Dios.

Y luego de estas reflexiones, a modo retórico, podría hacerme unas preguntas, ¿serán estas cosas por las cuales las grandes ciudades se han transformando en la acumulación legalista y legislativa de vicios y desórdenes inimaginables antaño? ¿El alejamiento del hombre de Dios nos ha llevado a la construcción de estas grandes ciudades o fueron las grandes ciudades que alejaron también al hombre de la mirada trascendente?

Tal es el encierro del hombre entre las paredes de la gran ciudad, que ha prodigado una considerable cantidad de lunáticos, esos lunáticos que G. K. Chesterton describía como aquél que se había encerrado entre las cuatro paredes de la caja de cartón de su pequeño universo, pintando  el cielo y las estrellas en el techo.

Y recuerdo que, con ciertos dejos de melancolía, recordaba el Papa León XIII en “Inmortale Dei” que “hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad.”

Dentro de los defectos humanos, en aquellos tiempos, reinaba la armonía que produce la vida de una profunda cosmovisión cristiana. La época dónde la verdad era la Verdad, dónde el sentido común y la cordura reinaba en las leyes. El contraste entre las dos ciudades es contundente. No pueden convivir juntas, son inconciliables y siempre estarán en constante pugna.


AUTOR:  Mariano Gabriel Pérez-Tinnirello



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