Si existe un término en la lengua
política de nuestra civilización que ha pasado a convertirse en un santo y seña
ideológica, es el de democracia. Era imposible que un Pontífice pudiera usarlo
en una acepción más o menos tradicional sin provocar numerosos malentendidos o
una universal agresión publicitaria. Pío XII lo pronunció en algunas ocasiones
y trató de colocarlo, de la mejor manera que pudo, en el elenco de las nociones
políticas que tienen un sentido preciso. Es mi modesta opinión que perdió
lamentablemente el tiempo, porque el término democracia está inevitablemente
impregnado de ideologismo y su significación es tan variable y antojadiza como
la propaganda de la cual depende de un modo fundamental y necesario.
Convengo en que la política es
una realidad fluida y accidental, y aunque se pueden encontrar en ella
principios prácticos universales, la adecuación a las muy diferentes
situaciones provistas por la historia hace que las formas de la politicidad
concreta no respondan nunca a las exigencias de un modelo determinado con
anticipación. Uno de esos principios fundamentales hace que no se puede actuar
en política sin conseguir, en alguna medida y de alguna manera, el apoyo del
pueblo a la gestión de sus gobernantes.
Es indudable que para tener una
clara comprensión de este hecho hay que distinguir con claridad entre lo que
sucede con un pueblo y aquello que puede acontecer en una sociedad de masas. Un
pueblo histórico, en la medida que despliega su dinamismo social conforme a un
ritmo de crecimiento natural y espontáneo, se reconoce siempre en las clases
dirigentes conque lo provee la historia. La sociedad de masas es hija de la
publicidad e incumbe a ésta convencerla de que efectivamente participa en el gobierno
porque se la convoca, de vez en cuando, a elegir los representantes
seleccionados por la propia propaganda.
El mismo Papa quizá cedió un poco
a la solicitud del reclamo publicitario cuando afirmaba que los pueblos
“aleccionados por una amarga experiencia, se oponen con mayor energía al
monopolio de un poder dictatorial incontrolable y exigen un sistema de gobierno
que sea más compatible con la dignidad y la libertad de los ciudadanos”.
El mismo Papa había visto nacer
el fascismo como un movimiento de signo autoritario, exigido, reclamado y
proclamado en cuanta oportunidad se tuvo, por la inmensa mayoría de los
italianos. Había asistido también como Nuncio Apostólico al nacimiento de la
Social Democracia Alemana y no había dejado de percibir la enorme cantidad de
votantes que consolidó el poder de Hitler. Sabía mejor que nadie cuál fue la
actitud del democratísimo Frente Popular español frente a la Iglesia Católica y
por supuesto había coincidido con las medidas de su antecesor Pío XI en apoyar
con toda su energía la cruzada del Generalísimo Franco. El Frente Popular
francés, dirigido por el judío León Blum, no fue mejor para el cristianismo que
el español y si se buscan las responsabilidades sobre el carácter internacional
que tomó la guerra civil española quizá
sea el Frente Popular galo el primero que se movió en apoyo de la República
Española y la proveyó con los elementos de guerra que precisaba para hacer
frente al levantamiento del ejército.
Tampoco ignoraba el Santo Padre
que el comunismo se reclamaba de la voluntad del pueblo soberano y se anunciaba
desde el Este de Europa como el verdadero rostro de la democracia. Todas estas
ambigüedades y contrastes en el uso del término, no le impidieron intentar una
aclaración semántica y dar su definición de eso que él entendía por democracia,
sin que su intento haya sido más feliz que otros para señalar una realidad que
gusta desafiar todas las definiciones.
De acuerdo con el espíritu de la
filosofía práctica tradicional, distinguía entre pueblo y masa y asignaba al
pueblo el hecho de ser una realidad histórica con vida y modalidad peculiares.
Un pueblo poseía una estratificación social que era el resultado de un orden
secular de convivencia en un territorio determinado. Tanto sus individuos como
sus clases habían alcanzado diversas situaciones en una relación viviente con
sus méritos, sus trabajos, sus ambiciones o sus abandonos. Todas las desigualdades prohijadas por el
temperamento, la inteligencia, la laboriosidad, la simpatía, la astucia, el
dolo o la honestidad tienden a fijarse y a mantenerse en los niveles logrados
gracias a los usos, las costumbres o los prejuicios que favorecen la
conservación familiar de las fortunas y los méritos. Los ideales educativos aparecen
para que tales desigualdades prohijen obligaciones, deberes y actitudes en
consonancia con la posición alcanzada en la sociedad.
Una comunidad humana se convierte
en masa cuando desaparecen las jerarquías impuestas por la historia y, bajo el
pretexto de una igualación de oportunidades, se destruyen los esfuerzos
familiares y nacen en las tinieblas los
poderes ocultos del dinero o los más ostensibles del mérito subversivo. En este
clima surge la democracia moderna, es decir, las masas convocadas por los
poderes anónimos para enmascarar su propio dominio.
El Papa no quería defender algo
tan contrario al espíritu del Evangelio pero, al usar el término democracia y
tratar de aclararlo en un contexto plagado de ambigüedades, no hizo más que
sumar un elemento de confusión a los muchos que ya existían en el complicado panorama
de la época. En un discurso pronunciado en 1946 hacía una seria advertencia a
las clases dirigentes de la sociedad señalando las exigencias que les imponía
la promoción del bien común y el cuidado de todos aquellos puestos bajo su
dirección. No había en sus palabras la menor concesión al espíritu demagógico
que imponía siempre el halago a la muchedumbre. Por el contrario, suponía que
“la multitud innumerable, anónima, es presa fácil de la agitación desordenada,
se abandona a ciegas, pasivamente al torrente que la arrastra o al capricho de
las corrientes que la dividen y extravían. Una vez convertida en juguete de las
pasiones o los intereses de sus agitadores, no menos que de sus propias
ilusiones, la muchedumbre no sabe ya asentar firmemente su pie sobre la roca y
consolidarse así para formar un verdadero pueblo, es decir un cuerpo viviente
con sus miembros y sus órganos diferenciados según sus formas y funciones
respectivas, pero concurriendo todos juntos a su actividad autónoma en el orden
y la unidad”.
En ocasión de este discurso
aparece nuevamente en boca del Papa la noción de democracia, pero ahora como un
claro sinónimo de “res publica” en el sentido preciso y tradicional del
término. De otro modo no se podría entender por qué razón alude a la necesidad
de que en los pueblos civilizados exista el influjo de “instituciones
eminentemente aristocráticas en el sentido más elevado de la palabra como son algunas
academias de extenso y bien merecido renombre”.
“También la nobleza —añadía el
Papa— pertenece a este número: sin pretender privilegio o monopolio alguno, la
nobleza es, o debería ser una de esas instituciones tradicionales fundadas
sobre la continuidad de una antigua educación”.
Advertía la dificultad de que una
democracia moderna, teniendo en cuenta lo mucho que la revolución había dañado
el crecimiento natural de los pueblos, aceptara la existencia de una nobleza
condicionada por el nacimiento y la formación espiritual en el seno de una
familia.
Exhortaba a los nobles que
todavía quedaban en Italia a que merecieran su posición mediante el esfuerzo y
el trabajo sobre sí mismos.
“Tenéis detrás de vosotros —les
decía— un pasado de tradiciones seculares que representaban valores
fundamentales para la vida sana de un pueblo. Entre esas tradiciones de las que
os sentís justamente orgullosos, contáis en primer lugar con la religión, la fe
católica, viva y operante”.
Al final de su alocución a la
nobleza tocaba la nota paternalista, que tanto ofende al espíritu democrático
de nuestra época y que coloca su prédica en la justa línea donde estuvieron
todos sus predecesores frente a la demolición revolucionaria. Dios es padre y
la paternidad es la forma justa en que se desarrolla y se expresa la madurez del
hombre. La única protección que pueden tener los débiles en el seno de una sociedad
tiene que nacer del espíritu paternal de los fuertes. Ya no se cree en el
espíritu ni en los buenos hábitos formados a la luz de la doctrina cristiana.
Los que gobiernan consideran más ventajosos los expedientes hipócritas por los
que se hace creer a las masas que gobiernan ellas. Se las halaga y se las nutre
espiritualmente con utopías, para explotarlas mejor y envilecerlas sin
remordimientos.
(escrito de don Rubén Calderón Bouchet)