Considera que ha de acabarse esta vida: la sentencia
es irrevocable: has de morir. Cierta es la muerte; pero no se sabe cuándo
llegará. ¿Qué se necesita para morir? Un ataque apoplético, una vena que se
rompa en el pecho, una sofocación de catarro, un vómito de sangre, un
animalillo venenoso que te pique, un dolor de costado, una llaga, una
inundación, un terremoto, un rayo, bastan para quitarte la vida. Vendrá la
muerte a acometerte cuando menos pensares en morir. ¡Cuántos se acostaron sanos
y amanecieron difuntos! ¡Y qué! ¿No podrá sucederte a ti lo mismo? ¡Tantos que
no pensaban en morir han muerto repentinamente! Y si se hallaban en pecado,
¿dónde estarán por toda la eternidad? Mas sea lo que quiera, es cierto que llegará
un tiempo en que para ti ha de anochecer y no amanecer, o amanecer y no
anochecer. - "Vendré a escondidas, como el ladrón", dice Jesucristo.
Te lo avisa con tiempo este Señor, porque desea tu salvación. Corresponde pues,
a tu Dios; aprovéchate del aviso, disponte a bien morir antes que llegue la
muerte, porque aquél no es tiempo de preparación. Es cierto que has de morir;
ha de concluirse para ti la escena de este mundo, y no sabes cuándo. ¿Quién
sabe si será dentro de este año o dentro de un mes, o si mañana estarás vivo?
Perdóname ¡oh Jesús mío!
Considera cómo tú, en la hora de la muerte te hallarás
tendido sobre una cama asistido por un sacerdote, rodeado de parientes que
llorarán, con el Crucifijo cerca de ti, con la candela bendita en la mano, ya
próximo a pasar a la eternidad. Tendrás la cabeza dolorida, los ojos
oscurecidos, árida la lengua, cerradas las fauces, el pecho oprimido, la sangre
helada, el corazón afligido. Dejarás al morir todos tus haberes, y pobre y
desnudo te echarán a podrir en la sepultura; allí los gusanos roerán tus
carnes, y no quedará de ti más que los huesos descarnados, y un poco de polvo
hediondo y asqueroso. Abre una sepultura y mira a qué se ha reducido aquel
rico, aquel avariento, aquella mujer vana. Así se acaba la vida. En la hora de
la muerte te verás rodeado de demonios que te mostrarán todos los pecados
cometidos desde la niñez. Ahora el demonio para inducirte a pecar, te encubre o
disminuye la culpa, haciéndote creer que no es un gran mal aquella vanidad,
aquel placer, aquella relación, aquel odio, y que no hay mal fin en aquella
conversación; pero la muerte descubrirá la gravedad de tu pecado, y a la luz de
la eternidad conocerás cuan grave mal ha sido el haber ofendido a un Dios
infinito. Remédialo, pues, ahora que puedes hacerlo, porque entonces no habrá
tiempo oportuno. Dios mío, iluminadme.
Considera cómo la muerte es un momento del que pende
la eternidad: el hombre que se acerca al término de su mortal carrera está asimismo
cerca de una de las dos eternidades y su suerte se decide al exhalar su último
suspiro, pues inmediatamente después de ella se halla el alma, o salva o
condenada para siempre. ¡Oh momento! ¡Oh eternidad! Una eternidad, de gloria o
de penas; una eternidad siempre feliz o siempre desdichada; de todo bien o de
todo mal; de la bienaventuranza o del infierno. Es decir, que si en aquel
momento te salvas, no tendrás más desdicha y si te condenas, estarás para
siempre afligido y desesperado. En la muerte conocerás lo que quiere decir
gloria, infierno, pecado mortal; Dios ofendido, ley de Dios despreciada, culpas
calladas en la confesión, restitución omitida. ¡Ay de mí! dirá el moribundo; de
aquí a pocos momentos me he de presentar a mi Dios, ¿y quién sabe la sentencia
que me ha de tocar? ¿A dónde iré? ¿Al cielo, o al infierno? ¿A gozar con los
ángeles, o a arder con los condenados? ¿Seré hijo de Dios o esclavo de los
demonios? ¡Ay de mí! Dentro de poco lo sabré. ¡Quiera Dios que el saberlo no me
cause un eterno duelo! ¡Ay! Dentro de pocas horas, de pocos momentos, ¿qué será
de mí? ¿Qué será de mí si no llego a reparar aquel escándalo, a restituir
aquellos intereses o aquella fama, a perdonar de corazón a mi enemigo, a
confesarme bien? Entonces detestarás mil veces el día en que pecaste, la
venganza que tomaste, el deleite de que disfrutaste, pero demasiado tarde y sin
fruto, porque lo harás más bien por temor del castigo que por amor de Dios.
¡Ah Señor, he aquí que desde este momento me convierto
a Vos! no quiero esperar a que llegue la muerte; desde ahora os amo y os
abrazo, y quiero morir abrazado con Vos. Madre mía María, concededme morir bajo
vuestro amparo y ayudadme en aquel momento.
(Tomado de "Verdades eternas")
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