Había llegado la hora en que Jesucristo nuestro Señor, sumo y eterno sacerdote según el orden de Melquisedec, tenía que ofrecer su Cuerpo y Sangre en un verdadero sacrificio. Con él iba a reconciliar a todo el mundo con Dios. Ese mismo Cuerpo y Sangre, que sería sacrificado en la cruz, quedó perpetuamente entre nosotros, bajo la apariencia de pan y de vino, para que fuese nuestro sacrificio limpio y agradable que ofrecer a Dios, bajo la nueva ley de la gracia.
Jesucristo está realmente presente en ese Sacramento, y
nos da su Cuerpo como verdadera comida, y su Sangre como verdadera bebida en
prueba de su amor, para fortalecer nuestra esperanza, para despertar nuestro
recuerdo, para acompañar nuestra soledad, para socorrer nuestras necesidades, y
como testimonio de nuestra salvación y de las promesas contenidas en el Nuevo
Testamento.
Amorosamente preocupado por el futuro de su Iglesia, y
ya a las puertas de su Pasión y de su Muerte, no hacía otra cosa sino encomendar
y ordenar las cosas de modo que no faltase nunca ese Pan hasta el fin del mundo.
Estaban los apóstoles atentos y en tensión para ver lo
que iba a ocurrir con aquella nueva ceremonia. El Salvador “se vistió la túnica
que se había quitado, se sentó otra vez a la mesa” y, como si fuese a empezar
otra nueva cena, mandó a sus apóstoles que se reclinaran como Él. Todos
expectantes, les dijo: “Habéis visto lo que he hecho con vosotros. Me llamáis
Maestro, y Señor, y es verdad, porque lo soy; pues si Yo, que soy vuestro
Maestro y vuestro Señor, os he lavado los pies, quedáis obligados a hacer
vosotros lo mismo” con caridad y humildad, por dificultoso que os parezca y
aunque os desprecien. “Porque Yo os he dado el ejemplo, así que, como lo he
hecho Yo, de la misma manera lo tenéis que hacer vosotros; porque el siervo no
es más que su señor ni el enviado es más que el que le envía. Si entendéis bien
estas cosas, seréis felices cuando las hagáis”. Es maravilloso advertir cómo el
Salvador no perdía ocasión para demostrar a Judas la tristeza que le causaba su
traición, y quería hacer ver que no iba engañado a la muerte, sino porque
quería; por eso añadió: “Os he dicho que seréis felices, pero no lo digo por
todos, porque sé bien a quiénes escogí. De todos modos se ha de cumplir la
Escritura: El que come a mi mesa me ha de traicionar. Digo esto ahora y con
tiempo, antes de que se haga, para que cuando lo veáis cumplido creáis lo que
os he dicho que soy”.
Todos le miraban sobrecogidos, advirtiendo en su cara
y en su postura que trataba de hacer algo grande y desacostumbrado. El Señor
tomó un pan ácimo y sin levadura, de aquellos que sobraron de la primera cena,
y levantó los ojos al cielo, hacia su Eterno Padre, para que vieran que de Él
venía el poder de realizar una obra tan grande. Dio las gracias por todos los
beneficios que había recibido y, especialmente, por el que en aquel momento le
era dado hacer a todo el mundo.
Bendijo el pan con unas palabras nuevas a fin de
preparar un poco a los apóstoles a aquella grandiosa novedad que quería hacer.
Partió el pan de modo que todos pudieran comer de él, y lo consagró con sus
palabras: el pan se convirtió en su Cuerpo, y parecía pan, y, a la vez, su
mismo Cuerpo estaba presente y también visible a los ojos de los apóstoles. Las
palabras con las que consagró el pan daban a entender claramente cuál era la
comida que les daba: “Tomad, comed, esto que os doy es mi Cuerpo, el mismo que
ha de ser entregado en la cruz por vosotros y por la salvación de todo el
mundo”.
Dio a cada uno de aquel pan consagrado, y todos lo
tomaron y comieron, y sabían lo que era aquello, porque el Salvador se lo dijo
con palabras bien claras.
Había también sobre la mesa, entre otras, una copa de vino
mezclado con un poco de agua; tomó el Señor la copa o cáliz en sus manos, dio
gracias al Padre Eterno, lo bendijo también con una bendición nueva, lo
consagró con sus palabras y aquel vino se convirtió en su Sangre. Aquella misma
Sangre que corría por sus venas estaba realmente presente también en aquella
copa, y parecía vino. Las palabras con las que había consagrado el vino fueron
tan claras que los apóstoles entendieron bien lo que les daba a beber: “Bebed todos
de este cáliz, porque ésta es mi Sangre con la que confirmo el Nuevo Testamento;
la misma Sangre que derramaré por vosotros en la cruz para que se os perdonen
los pecados.”
El Salvador había venido al mundo para hacer una humanidad
nueva, y para establecer con ella una nueva Alianza y un Testamento mucho mejor
que el Viejo Testamento que había establecido antes con los antiguos judíos.
Los mandatos de este Testamento Nuevo son más suaves y más perfectos; y las
promesas que se hacen, más grandes, porque ya no se refieren a bienes
temporales sino eternos. Y este Nuevo Testamento se confirmó no con sangre de
animales, como el Viejo, sino con la Sangre del Cordero sin mancha, que es
Cristo. La sangre que Jesucristo derramó en la cruz tuvo la eficacia de quitar
todos los pecados del mundo. Este fue el Testamento que instauró el Señor en su
última cena, y estaban presentes los doce apóstoles representando a la futura Iglesia.
Para dar mayor firmeza a lo que ordenaba, el Señor dio a beber su Sangre con
estas palabras: “Esta es mi Sangre con la que confirmo el Nuevo Testamento; la
misma Sangre que derramaré por vosotros en la cruz para que os perdonen los
pecados”.
El Señor pretendía que este Sacrificio y Sacramento
durase en su Iglesia hasta el fin del mundo, por eso, no sólo consagró Él mismo
el pan y el vino sino que dio ese poder a los apóstoles, para que ellos también
consagraran y transmitieran ese poder “hasta que Él viniese” a juzgar el mundo.
Les mandó expresamente que cuantas veces celebrasen este sacrificio lo hicieran acordándose de Él, y del amor con que moría por los hombres. Por eso se quedaba entre los hombres y les dejaba un legado tan rico como es su Cuerpo y su Sangre, y todos los tesoros de gracia que mereció con su Pasión; así nunca podrían olvidarse de Él: “Siempre que hagáis esto, hacedlo acordándoos de Mí.”
Este Pan está destinado al sustento de los hombres que van como peregrinos por el mundo. Es tan grande y fuerte el fuego de su amor, que hace a los hombres santos, los transforma con el amor de quien les tiene tanto amor. Estas divinas palabras deben ser recibidas con fe y todo agradecimiento. Aquel Señor que no engaña dijo: “Tomad y comed, que esto es Mi Cuerpo. Bebed todos de este cáliz, que es Mi Sangre.” Es grande su generosidad, sólo digna de Dios.
¿Qué podré yo darte, Señor, por este beneficio? Diré
con todo el afecto de mi corazón: Mira, Señor, este es mi cuerpo; te lo ofrezco
en el dolor, en la enfermedad, en el cansancio y la fatiga, en la penitencia;
esta es mi sangre, te la ofrezco si Tú quieres que tenga que derramarla por tu
gloria; esta es mi alma, que quiere obedecer en todo Tu voluntad.
(Tomado de "Historia de la pasión del Señor Jesucristo")
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