FILÓSOFO.—Aquí me tenéis, como
siempre, á vuestra disposición. Si mal no recuerdo, quisisteis que hablásemos
sobre elecciones de diputados y Presidente de la República. Espinosa es la
materia, pero esto no me arredra, si me quitáis un escrupulillo de conciencia;
que yo, aunque filósofo, no dejo de tener los míos. El único objeto de nuestras
conferencias es explicar la doctrina de la Encíclica Immortale Dei. Decid,
pues, ¿qué relación hay entre dicha doctrina pontificia y las elecciones?
ECUATORIANO.—Estrechísima,
querido amigo; porque si un pueblo puede escoger y tomar cualquiera forma
política de gobierno, no debe nunca desentenderse de las condiciones naturales
con que la Iglesia limita esta libertad, cuales son la legitimidad del título y
la aptitud de la forma adoptada para obrar eficazmente el provecho común de
todos. Ahora bien, ¿concebís que en un país católico y republicano puedan salvarse
las condiciones dichas con una elección desatinada, apasionada y violenta de
diputados, senadores y presidentes? Os suplico que fijéis la atención en todo
el alcance de esta pregunta.
Si sólo la ignorancia, la pasión
y la violencia presiden al ejercicio del derecho de sufragio, imposible es que
las leyes y gobiernos que de tal sufragio resulten posean la aptitud necesaria
para obrar eficazmente el provecho común de todos.
Por consiguiente un pueblo que
acepta las doctrinas pontificias como norma práctica de su conducta pública y
privada, debe por el mismo hecho instruirse bien en todo aquello que las mismas
doctrinas suponen.
F.—Nada tengo que oponer á tan
juicioso razonamiento. Hablemos, pues, de elecciones: y para proceder con algún
orden, suplícoos me digáis: ¿qué enseñan los teólogos y moralistas acerca de la
obligación de conciencia que tienen los ciudadanos de una república de dar su
voto en las elecciones de diputados, senadores y presidentes?
E.—Para satisfacer con acierto á
esta pregunta, cedo la palabra á un hábil teólogo español cuyas doctrinas
fueron invocadas por los Prelados del Ecuador en la conocida Pastoral colectiva
sobre el liberalismo. Por regla general, dice este teólogo, en un gobierno
legítimo los ciudadanos están obligados, por caridad y justicia legal, al
ejercicio del derecho de sufragio, siempre que sin daño propio pueden con su voto
impedir la elección de una persona indigna, y no interviene causa alguna que
legitime su abstención. Esta obligación es grave por su naturaleza, pues lo es
la materia sobre que versa; porque nadie ignora cuantos males pueden y suelen
seguirse de una mala elección. Esta es la sentencia común de los moralistas.
F.—Paréceme ella muy razonable:
pero en su aplicación entreveo alguna dificultad.
E.—La hay en efecto. Los
principios universales en su aplicación al orden concreto siempre tropiezan en
dificultades que los modifican más o menos. Acaece esto aun en las fórmulas de
física matemática. Para aplicar, pues, debidamente la regla antedicha debemos
considerar dividido un pueblo en tres grupos de ciudadanos: Hombres de grande
influencia; hombres de alguna influencia; hombres de escasa ó ninguna influencia.
Corresponden al primero los hombres públicos, los de elevada posición social,
los que han figurado mucho en la escena política, los jefes de partido y sus
principales agentes, los que gozan de muy alta estimación y aprecio en la
sociedad, los que son muy conocidos por su pericia y versación en los negocios públicos.
Sin duda estas personas tienen grande influencia. Corresponden al segundo grupo
todos los nobles, los propietarios, la gente ilustrada, las personas que ocupan
en la sociedad, si no los primeros puestos, á lo menos los secundarios. Todas
estas personas tienen alguna influencia. Corresponden al tercer grupo los artesanos,
labradores del campo y la gente humilde y no ilustrada.
F.—Me agrada esta enumeración:
sois muy ingenioso; pero no alcanzo adonde vais á parar con ella.
E.—Voy derecho á resolver la dificultad
que acabáis de proponerme. Los hombres del primer grupo, por lo mismo que
tienen grande influencia, por lo mismo que de ellos depende el éxito de las
elecciones populares y la suerte de la patria, están más estrechamente
obligados bajo pena de pecado mortal y de condenación eterna á impedir, no sólo
con su voto, sino con los de todos los ciudadanos sobre quienes tienen dicha
influencia, la elección de una persona indigna. Sólo cuando el éxito fuese
imposible, ó amenazasen gravísimos perjuicios y vejámenes á quienes
interviniesen en las elecciones, sería excusable la abstención. Dígase otro
tanto de los hombres del segundo y tercer grupo; con la única diferencia de que
para excusar de pecado su no intervención en el sufragio, bastan razones proporcionadas
á su condición respectiva. Esta es la regla general de los moralistas.
F.—Muy justa me parece esta regla
general de los moralistas: pero ¿quiénes son las personas indignas cuya
elección debe evitarse é impedirse á todo trance? Hoc opus, hic labor est. En
mi sentir apenas hay problema social de más difícil y delicada solución que
éste, en que se debe determinar la dignidad ó indignidad de las personas que se
proponen á la elección del pueblo.
E.—Ciertamente el negocio es tan
arduo y complicado, que yo desistiría de tratarlo, si un deber imperioso de
conciencia no me obligase á responderos en nombre de la razón y de los eternos
principios de justicia. Calor de las pasiones, intereses de partido, errores
talvez involuntarios, olvido de lo pasado, falta de previsión ... . y qué sé yo
cuántas otras causas extravían el juicio del entendimiento y predisponen la
voluntad de todo el pueblo contra los más seguros dictámenes de la moral y de
la conciencia; y, cosa por cierto muy triste, si todos conocen
especulativamente muchos principios y dictámenes razonables, si todos alientan
en el pecho aspiraciones nobles á labrar la ventura de la patria; acaece en la
práctica que cada una de las facciones opuestas piensa que ella está en lo justo
y debe triunfar á todo trance.
F.—¿ Y cómo os parece que podrían
evitarse estas inconsecuencias?
E.—No hallo otro remedio que
enseñar al pueblo é inculcar de mil modos las normas directivas de su conducta
en las elecciones; hasta obtener de él que ni sea sorprendido por el engaño, ni
extraviado por el interés y las pasiones de una política turbulenta. Y para
hablar en concreto, nadie me negará que en un pueblo unánimemente católico y
sensato, cuatro deben ser las condiciones ó prendas de que ha de estar adornada
una persona verdaderamente digna de la confianza general para ocupar una curul
en las cámaras ó para regir los destinos del país: religión; moralidad;
aptitud; verdadero desinterés y patriotismo.
F.—Muy bien merece vuestra
respuesta que nos detengamos en su declaración. Decidme, pues, ¿por qué han de
ser hombres de fe el legislador y el Presidente de una República ?
E.—Porque la religión es la base
y fundamento de las sociedades humanas, como han reconocido los mismos filósofos del
paganismo de acuerdo con el instinto universal de todas las naciones. Y como la
Religión Católica es la única verdadera, sigúese que ella es también la única
verdadera base y fundamento de las mismas sociedades. Por tanto un hombre sin
fe especulativa ni práctica, un hombre hostil a la Iglesia, á su jerarquía, á
sus instituciones, prelados y ministros; un hombre que hace alarde de profesar
doctrinas reprobadas por la Santa Sede, como la libertad de pensamiento, de
conciencia, de la prensa; un hombre afiliado en sociedades secretas,
indiferente en materia de religión, que no da culto alguno á Dios y traspasa habitualmente
los mandamientos del Señor y de la Iglesia, un hombre que escandaliza á sus semejantes
con palabras y acciones que combaten abiertamente el dogma y moral evangélicos,
es sin duda indigno de la confianza de sus conciudadanos, quienes en ningún
caso debieran consentir en ser por él representados en las cámaras, mucho menos
gobernados.
F.—Tenéis mucha razón. Un
gobierno, un pueblo debe mirar á los impíos como á sus mayores enemigos. He
leído los sabios de la antigüedad, y he llegado á persuadirme de que cuando la
Iglesia inculca á los pueblos y á los gobiernos la necesidad de la religión, no
aboga tanto en favor de sus propios intereses, como en pro de la conservación,
prosperidad e incremento de los mismos pueblos. Pagano era Platón, y sin
embargo en su libro "De legibus" decía: "El desconocimiento del
verdadero Dios es la peste más peligrosa de todas las repúblicas....
Quitar la religión es destruir en
sus fundamentos toda sociedad humana El temor de Dios es el apoyo de la
equidad, de donde dependen las buenas leyes: así pensaban de la Religión los
hombres grandes de la antigüedad, los cuales la consideraban como base y
fundamento del cuerpo político." Pagano era Cicerón, y sin embargo en una
de sus oraciones contra Verres decía: "La Religión todo lo pone en
movimiento. Es como alma del cuerpo político; es un freno que contiene al
pueblo, y modera la autoridad del Soberano." Y el mismo orador y filósofo
atribuía los felices sucesos de las armas romanas más á su piedad que á su
valor. "Nosotros, decía, hemos vencido y sujetado las naciones más bien
por la piedad y religión, que por el valor y la política." Paganos eran
Valerio Máximo y Floro, y sin embargo ellos nos enseñan que una de las máximas
de los romanos era que la Religión debía de ser preferida á todas las cosas, y
que aun en las mayores urgencias debía tener la preferencia sobre lo más estimado....
Y Plinio el joven en su brillante panegírico de Trajano afirma que los hombres
nada emprenden con sabiduría y prudencia sin las luces y auxilios de un Dios
inmortal, que por eso la oración debe preceder á todas nuestras acciones.
¿Qué más, amigo mío? Horacio, el
epicúreo Horacio, poseído del mismo espíritu, atribuía todas las infelicidades
que afligían en su tiempo el imperio romano, al desprecio que se hacía de la
Religión. Escuchad dos estrofas de una de sus odas:
Romanos, las maldades
De padres expiaréis endurecidos,
Mientras de las deidades
No reparéis los templos
derruidos,
Y de Júpiter sumo
Los simulacros que ennegrece el
humo.
Si dueños sois del mundo,
Es porque á Jove veneráis por
dueño,
El principio fecundo
El de todo es y el fin: su justo
ceño
Sobre la triste Hesperia
Qué no envió de llanto y de
miseria!....
Tal es el lenguaje de filósofos,
oradores y poetas gentiles; así se expresa la razón humana cuando no está
obscurecida por el humo denso de las pasiones. Pero hoy se piensa, y se habla, y
se escribe, y se hace de otro modo; y pueblos y gobiernos, en medio y á pesar
de los resplandores de la divina revelación, rebeldes á la luz, pretenden
vanamente sacudir el yugo que les impuso Dios, y corren ciegos á perderse en la
profunda sima que ha abierto á sus pies la apostasía y el ateísmo. Observad,
amigo mío, la condición tristísima de tantos pueblos, en otro tiempo grandes y poderosos,
porque fueron católicos. Temerosa maldición pesa sobre su política hostil á la
Iglesia: perdido han los pueblos el secreto de la paz, el prestigio de la autoridad,
el respeto de las leyes, el criterio de la conciencia, el estímulo de la virtud
y el freno de las pasiones. ¡Dichosos la nación y el gobierno que se conservan
fieles á Dios, porque descenderán sobre ellos las bendiciones que otros pueblos
y gobiernos con impía y negra ingratitud rechazan!
E.—Os estrecho la diestra, amigo
mió, porque corroboráis con tanta erudición y elocuencia las salvadoras
doctrinas de la Iglesia.
F.—No hago sino lo que debo:
porque la razón y la verdadera filosofía no pueden, sin desmentirse y suicidarse,
combatir las luces superiores de la fe y de la revelación divina. Mas, volviendo
á nuestro asunto, ¿cuál es, después de la religión, la segunda prenda de que
deben estar adornados los legisladores y gobernantes de una república?
E.—La moralidad. Evidentemente en
la vida social y política el decoro público, la dignidad de una legislatura y
del gobierno, la majestad de las leyes, la severidad de la justicia, el vigor
de la autoridad, el voto unánime y la aspiración común de un pueblo religioso y
culto, no consienten ni pueden consentir en verse representados por hombres
notoriamente viciosos y corrompidos. La mayor calamidad y desdicha de una
nación es tener sobre sí triunfante el vicio, y postrados á sus pies la virtud
y verdadero mérito: y la prevaricación más lamentable de un pueblo es ser él mismo
autor y causa de tal calamidad y desdicha.
F.—Tan cierto es lo que decís,
que me he llegado á persuadir, ha mucho tiempo, que ese malestar de muchas
repúblicas, ese estado normal y permanente de guerra civil que las va debilitando
y extenuando hasta matarlas y aniquilarlas, no es, bajo el gobierno oculto de
la divina Providencia, sino la acción y reacción violenta de los vicios de los
gobernados contra los vicios de los gobernantes. Dios castiga el pecado con el pecado.
E.—-Muy de acuerdo esta lo que
decís con nuestro gran Libro de las divinas revelaciones. Formidables son por
todo extremo las amenazas que hace Dios á las ciudades y repúblicas prevaricadoras,
representadas por la infortunada Jerusalén y por Judá. En el capítulo tercero
de la profecía de Isaías, leemos las palabras siguientes que deberían grabarse
con caracteres indelebles en la mente y corazón de los pueblos católicos y
explicarse con mucha puntualidad y celo en las asambleas de los fieles.
"Hé aquí, dice el Profeta, que el Soberano Señor de los ejércitos privará
á Jerusalén y á Judá, (es decir á las ciudades y pueblos corrompidos), de todos
los varones robustos y fuertes, de todo sustento de pan y de todo sustento de
agua; del hombre esforzado y guerrero, del juez y del profeta, y del anciano;
del capitán de cincuenta hombres, y del varón de aspecto venerable, y del
consejero y del artífice sabio, y del hombre prudente en el lenguaje místico. Y
les dará por príncipes muchachos, (no por la edad, sino por falta de juicio,
como los escribas y príncipes de los sacerdotes en los últimos tiempos de la
república hebrea), y serán dominados por hombres afeminados. Y el pueblo se
arrojará con violencia hombre contra hombre, y cada uno contra su prójimo. Se
alzará el joven contra el anciano, y el plebeyo contra el noble. Sucederá que
uno asirá por el brazo á su hermano, criado en la familia de su padre,
diciéndole: Oyes , tú estás bien vestido, sé nuestro príncipe, ampáranos en
nuestra ruina. Él entonces le responderá: Yo no soy médico; y en mi casa no hay
qué comer ni con qué vestir: no queráis hacerme príncipe del pueblo. Pues se va
arruinando Jerusalén y se pierde Judá: por cuanto su lengua y sus designios son
contra el Señor, hasta irritar los ojos de su majestad. El semblante descarado
que presentan da testimonio contra ellos: pues como los de Pentápolis, hacen
alarde de sus pecados, ni los encubren: ¡Ay de su alma de ellos! porque se les
dará el castigo merecido.
F.—Esto es asombroso, esto es
divino, esto tiene todo el carácter de una inspiración verdadera, Non mihi si
linguae centum sint, oraque centum; si yo tuviese cien lenguas y cien bocas, no
bastarían ellas para ponderar debidamente toda la significación y alcance de
las palabras que acabo de escuchar. ¿Qué haríamos, amigo mío, para que los
hombres se dignasen fijar en ellas su atención? Si no me equivoco, esto
escribió Isaías 30 años antes de la fundación del imperio romano, 800 años
antes de Jesucristo, y muy cerca de 27 siglos antes de nosotros; y no obstante,
hoy, las palabras del profeta ofrecen á la consideración del filósofo el cuadro
más fiel y exacto de la situación de la sociedad contemporánea. Falta de
hombres, miseria pública, comunismo, socialismo, guerra civil y discordia profunda,
horrorosa de los hombres entre sí... . Tales son las dolencias peligrosas que
en la vida práctica aquejan á los pueblos modernos, encubiertas más ó menos con
el nombre especioso de civilización y progreso.
Dinastías moribundas, monarquías
decrépitas, repúblicas enteramente niñas, incapaces de constituirse
definitivamente, pueblos ingobernables, bandos y facciones, inquietas y turbulentas...
todos, todos claman en el día del peligro con el paralítico del Evangelio junto
á la piscina: hominem non habeo:
"¡No tenemos hombres! "—Y lo peor del caso es que esta falta
de hombres pretenden llenarla todas las ambiciones, porque en faltando un
hombre, todos quisieran mandar y ninguno obedecer. De un lado auméntanse sin
medida las necesidades ficticias, y de otro disminúyense á porfía los medios de
satisfacerlas; crecen las codicias, y mueren la actividad y el trabajo en el
seno de la disolución y de la inercia; y la tierra, justamente avara, esconde
en sus entrañas el ídolo del siglo: ¡el oro! De aquí la pobreza y miseria
públicas que en tantos pueblos lánzanse desesperadas á todos los horrores del
comunismo, socialismo y nihilismo, enemigos formidables de la sociedad, que
agitan sin cesar la tea infernal de la discordia, y arrastran el carro sangriento
de una guerra sin tregua sobre las ruinas y escombros de pueblos entregados al
frenesí de pasiones nunca satisfechas. Pregúntoos, amigo mío, ¿no es esto lo
que quiso decirnos Isaías en las palabras que acabáis de citar, de su maravillosa
profecía?
E—Ni más, ni menos: vuestra
interpretación es fidelísima, y ella nos manifiesta que la supresión de la
conciencia humana en la vida civil y política de los hombres es la ruina de los
pueblos. El hombre es naturalmente religioso y moral: de donde resulta que la
impiedad y corrupción le colocan necesariamente en condiciones opuestas á la
naturaleza, y por lo mismo mal seguras y violentas. Y en prueba de ello ¿dónde
campean más descaradas la impiedad y corrupción de los hombres? Allá en las
regiones de la vida pública y política. ¿Y dónde están hombres y pueblos más
expuestos á horrorosas incertidumbres y violencias? Allí mismo, allí en las
regiones de la vida pública y política.
F.—No hay remedio: allí donde se
conserva el elemento moral y religioso, allí alumbra risueño el astro de la
esperanza: y donde se ha proscrito la conciencia, se extienden pavorosas las
sombras de la muerte. Me parece, pues, necesario hablar en otra conferencia del
elemento moral de la vida civil y política, para obtener el fin que nos hemos
propuesto.
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