sábado, 30 de marzo de 2013

El liberalismo, por Jean Madiran


Los dos significados de la palabra “liberal”

Liberal, de la palabra latina liberalis, se dice de aquel que es generoso (capaz de “liberalidades”) y, más generalmente, de todo lo que es digno de una persona de condición libre, en oposición a la condición de esclavo. Liberales artes o doctrinae, las “artes liberales”, es la erudición. Este primer significado sobrevive más o menos en la expresión: las “profesiones liberales” (abogado, médico, arquitecto, escribano, etc.), es decir las que se ejercen más libremente que las profesiones asalariadas. La liberalidad es ya sea tener la disposición a dar generosamente, ya sea el don mismo hecho con generosidad. Ser liberal, en el sentido que emplean esta palabra Bossuet, Moliere y La Fontaine, es lo contrario de ser mezquino o avaro.

Este primer significado no hace ninguna referencia a una doctrina política o moral particular.

El segundo significado es ideológico. El liberal es entonces un partidario del liberalismo, doctrina a la vez económica, moral, política, religiosa, que hace de la libertad el principio director (supremo o inclusive único) de la vida individual o colectiva.

Ideología a la vez filosófica y religiosa, política y moral, económica y social, el liberalismo encuentra resumida su expresión más definitiva en el himno que una jerarquía masónica hacía cantar en 1984 a las organizaciones católicas en el momento de las manifestaciones por la libertad escolar: “Libertad, creo que tú eres la única verdad.”

El primer error del liberalismo

Haciendo de la libertad el principio supremo o único de la organización política y social, el liberalismo comete el error de no reconocer su justo lugar a otros principios, iguales o superiores: entre otros el principio nacional, enaltecido por el nacionalismo, ya que ubica el bien común nacional por encima de los intereses particulares.

El segundo error del liberalismo

Pero, además, la libertad de la cual el liberalismo hace su principio supremo no es cualquier libertad abstracta o concreta. Es una cierta libertad: la entendida en un sentido muy determinado, aquel de la “declaración de los derechos del hombre” de 1789.

Los derechos del hombre

Los sostenedores del liberalismo unánimes reconocen que “los derechos del hombre son el problema fundamental del mundo de hoy”. Ellos dejan 1793 para la “izquierda marxista” y reclaman la de 1789 como si fuera “la propiedad de los liberales” y su “herencia”.

No digo que apruebe que los liberales invoquen continuamente los “derechos del hombre” en general, más que hablar a unos y a otros de sus deberes recíprocos, pero puedo comprenderlo de parte de los parlamentarios que imaginan dirigirse a sus futuros electores.

Sin embargo, existen otras “declaraciones de derechos” que aquélla de 1789. Existe la “declaración universal de los derechos del hombre” hecha por la ONU en 1948. Por su origen y por su destino es mucho más “universal” precisamente y, en cierta manera, más oficial que la de 1789. Por otra parte y algo diferente mencionamos los derechos de la familia, que con frecuencia los católicos invocan cuando desean mostrar que también ellos pueden hablar de los “derechos del hombre”, señalando, en la necesidad, que es menos criticable. Y primeramente estaba la declaración americana de 1776, que en varios de sus artículos no era mucho mejor que la francesa de 1789, pero tenía al menos sobre ella la ventaja de invocar a Dios y de fundar los derechos del hombre sobre la voluntad divina mas bien que sobre el arbitrio humano.

Teóricamente existe pues un cierto margen de elección. Entre estas diversas declaraciones de los derechos los liberales tienen la costumbre de apoyarse en la que es más discutible y, en todo caso ciertamente, la más masónica: la de 1789.

El plan masónico

La “declaración de los derechos del hombre” y la “del ciudadano” del 26 de agosto de 1789 figura en el preámbulo de la primera constitución francesa, que fue la del 3 de setiembre de 1791.

La constitución de 1791 no es, en resumen, más que la primera constitución política de Francia. Otra constitución la precedió, consecuencia aún más directa, más próxima, a la declaración de los derechos de 1789, fue una constitución religiosa: la “constitución civil del clero” del 12 de julio de 1790.

Pues si la masónica declaración de los derechos de 1789 era dirigida contra el “Antiguo Régimen” en general, estaba más dirigida contra el Antiguo Régimen religioso que contra el Antiguo Régimen politico; más contra la Iglesia que contra la monarquía, y es por eso que la constitución política de 1791 define entonces a Francia como un “reino”, declara que el “gobierno es monárquico” y que es ejercido por “el rey”; y que el “trono se delega hereditariamente al linaje reinante de varón a varón, por orden de primogenitura”. Pero más de un año antes, la constitución religiosa de 1790 había jurídicamente desintegrado la Iglesia católica de Francia.

Este plan masónico contra la Iglesia fue de tal manera prioritario que fue puesto en práctica por la Asamblea constituyente desde el 20 de agosto de 1789, es decir antes mismo que fuera terminada la declaración de los derechos del hombre. Era la primera urgencia. Así, la cronologia muestra ya que el “liberalismo” de 1789, del cual hacen referencia nuestros liberales, era esencialmente anticatólico.

La declaración de los derechos de 1789 contenía sin duda la condenación de un cierto número de abusos efectivamente condenables y unánimemente reprobados. Pero contiene también la formación doctrinal del plan anticatólico de la francmasonería, por una nueva definición de lo que debe ser la libertad y de lo que es necesario rechazar como arbitrario; en adelante toda autoridad que no proceda expresamente de la voluntad general manifestada por el sufragio universal debe ser considerada como una autoridad arbitraría, siendo un intolerable ataque a la libertad. Es lo resultante de los artículos 3 y 6 y que, por otra parte, confirmaría la declaración universal de la ONU de 1948.

Proclamando que las únicas autoridades legítimas son aquellas que emanan expresamente de la voluntad general, los redactores de la declaración de 1789 pueden no haberse dado cuenta de que abolían así la autoridad del hombre sobre la mujer en el matrimonio, la de los padres sobre los hijos, la del maestro sobre los alumnos y así sucesivamente. Esto vendrá; la lógica del demonio seguirá su curso anárquico en el siglo XIX y sobre todo en el siglo XX. Pero la francmasonería, inspiradora y promotora de la declaración, sabía bien que así ponía fuera de la ley, como contrarios a los derechos del hombre, toda idea de una ley divina superior a la conciencia humana y toda autoridad espirítua1 de la Iglesia Católica. En consecuencia, desde 1790 fue decretado que los obispos, en adelante, serían elegidos por el colegio deparmental de los electores ordinarios, incluidos los electores no católicos o incrédulos.

La declaración masónica de 1789 estaba, pues, dirigida contra la religión católica. Michelet tuvo toda la razón al designar1a como “el credo de la nueva edad”: es decir, destinada a tomar el lugar de Yo creo en Dios. La libertad de 1789 es la de “ni Dios, ni señor”. En adelante, la única moral, la única religión eventualmente admisible es aquella de la cual cada conciencia, en su creatividad soberana, se forja una idea subjetiva, válida solamente para ella misma. Se le designa también a esto “antidogmatismo”.

Un ideal característico

La pregunta que se plantea a propósito de los liberales no es la de su dependencia, de alguna manera administrativa, a una obediencia masónica. No es que esta pregunta no tenga importancia, mas, ¿cómo saberlo? La dependencia puede ser secreta y públicamente negada. Es la diferencia con una dependencia religiosa. Un católico no está de ningún modo obligado por su religión a manifestar que es miembro del Touring Club de Francia o de la Asociación Guillaume Budé, que aprueba a los amigos de Robert Brasillach, o al Socorro de Francia: pero jamás tiene el derecho, aunque debiese dar su vida, de disimular que es católico. Al contrario, parece que la ética masónica reconoce el derecho, eventualmente el deber de los francmasones, de disimular que lo son. Por otra parte, hay personas que se vuelven francmasones para tener mayor éxito en su carrera financiera, administrativa o política, sin comprometer sus convicciones. Sin duda ellos subestiman el hecho de que la solidaridad masónica pueda llevarlos mucho más lejos de lo que piensan.

Que tal o cual liberal sea miembro de una logia y que lo sea con una intención más que con otra no lo sé y no tengo ningún modo de saberlo con certeza. Pero los liberales son los predicadores y los apóstoles del liberalismo masónico de 1789, cuyo segundo centenario se aprestan fervorosamente a celebrar. Por su ideal de referencia y por su doctrina así invocada son francmasones.

Una reivindicación limitada

¿Se necesita precisarlo? Analizando la naturaleza masónica del liberalismo francés no persigo de ninguna manera el plan inquisitorial, y que sería utópico en la V República tal como está constituida, de prohibir a los francmasones participar en la vida pública. Mi plan es mucho más modesto; mucho más limitado; pero es “democráticamente” legítimo: es que pudiéramos ser representados, nosotros que no tenemos relación con la francmasonería, por personas que no sean francmasones de hecho o de corazón. Los liberales no son forzosamente francmasones de hecho; son francmasones de corazón y por eso su corazón nos es exactamente revelado por los discursos sobre la declaración de los derechos de 1789. A medida que se aprende a conocer un poco mejor lo medular de los partidos políticos, de la representación parlamentaria, de la prensa, se advierte que los francmasones han sabido perfectamente establecerse en las formaciones y en los diarios con vocación de servirles. Pero también en los otros. En todos los otros o en casi todos.

Mi plan, a este respecto, modesto y limitado, siempre fue crear, favorecer, ampliar un espacio de libertad social y política donde los franceses de tradición nacional y católica pudiesen reconocerse, informarse, instruirse, concertarse, sin ser acompañados e influenciados por aquellos, concientes o no, más o menos afiliados secretamente a la francmasonería o intelectualmente anexados a su ideal antidogmático.

JEAN MADIRAN


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