domingo, 31 de julio de 2016

El terror a no ser considerado moderno



Explica Tomás de Aquino que el miedo es una pasión causada por la perspectiva de un mal venidero que se concibe como difícil de evitar, en sus palabras: "obiectum timoris est malum futurum difficile cui resisti non potest".

De forma tal que el miedo, y su estado extremo que es el horror, es propiamente un estado psicológico causado por la perspectiva de un mal, real o solo aparente, de manera que el mal que ocasiona la reacción de miedo en el sujeto puede ser un mal real, o solo algo que el sujeto concibe erradamente como un mal. Fruto de una percepción equivocada. Como el que se asusta ante una sombra amenazadora, que resulta ser un árbol batido por el viento.

Pues bien, veo en mis contemporáneos un verdadero miedo, en algunos casi terror, a ser excluidos del grupo de los modernos. Para comprender mejor lo que queremos decir conviene que dejemos primero claramente establecido lo que entendemos por ser moderno.

No entendemos por ser moderno una denominación meramente cronológica, pues es evidente que todos nos encontramos en la actualidad situados temporalmente en el año 2016, y salvo algún tipo de desorden mental, es imposible que estemos o pretendamos estar en el año 1250. De manera que no entendemos el ser moderno en dicho sentido cronológico. Más bien usamos la palabra 'moderno' para referirnos al conjunto de ideas y postulados de carácter socio-político y moral, que desde hace un par de siglos viene configurando las mentalidades, y que se han presentado desde su origen como contrarias a la tradición cristiana que se mantuvo (y en algunos aspectos aún se mantiene) vigente hasta hace poco, pero que cada vez es más olvidada, atacada y excluida del ordenamiento social.

Aclarado lo que queremos decir con la palabra moderno, se comprende mejor el título que hemos dado a este pequeño escrito: el terror de no ser moderno.

Las ideas, valores y principios que un día fueron la estructura íntima que sostenía la entera civilización occidental, han sufrido desde hace un par de siglos una serie de embates perfectamente calculados y bien dirigidos, que han terminado por debilitarlos, no en lo que tienen de coherencia interna y de intrínseca verdad y validez, sino en la percepción que de ellos tienen los individuos; y hecho esto, ha sido sencillo para los demoledores de turno edificar poco a poco un estado social favorable a sus designios y agresivo contra todo lo que en alguna forma se oponga al curso que han determinado para la historia: el abandono del criterio moral cristiano en la edificación del tejido social.

Y una de las estrategias que más les ha funcionado a los demoledores ha sido la de difundir por todas partes la creencia de que "se debe estar con los tiempos", "se debe avanzar con el progreso", "somos de hoy, no de ayer", "no hay que ser enemigo del progreso", etc. Frases todas estas con una evidente carga emocional, suficiente para arrastrar el convencimiento del gran número, poco dado a la reflexión juiciosa.

¡Y es que esas frases contienen una gran dosis de verdad! no es posible pensar en una frase que sea 100% falsa, pues aunque la adjudicación de tal predicado a tal sujeto puede ser equivocada, no por ello deja de existir (como actuales o posibles) lo mentado por el predicado mismo y por el sujeto, tomados como unidades de sentido. Quizá la única frase completamente falsa sería una como la siguiente:

"fr thryu ljhugi edorgtuh ed oiujhtgu"

Y aún así seguiría siendo cierto que dichos signos forman realmente parte del alfabeto. De manera que una frase 100% falsa, 100% vacía de toda referencia de sentido, es imposible; sería el silencio...y hay silencios cargados de sentido.

Entonces esas frases laudatorias del progreso y de los tiempos presentes tienen su parte de verdad, su parte de validez. El truco consiste en fundir en uno solo, dos sentidos que deben ser escrupulosamente distinguidos: el sentido moral y ese otro sentido que llamaremos técnico.

El sentido 'técnico' de esas frases consiste en que se refieren a los adelantos tecnológicos, técnicos, industriales, etc., que han tenido lugar sobre todo en los últimos decenios del siglo XX y lo que va del XXI. Incluso quien esto escribe, lo hace haciendo uso de un computador personal, una verdadera maravilla tecnológica imposible hace un par de siglos, y posible hoy día gracias a los asombrosos avances en el conocimiento científico. 

¿Y cómo se entera el autor de este texto de los recientes movimientos de 'opinión' que motivan buena parte de sus escritos? pues a través de su cuenta en 'Twitter', o de su perfil en 'Facebook', los dos ejemplos más característicos de eso que hoy se llaman 'redes sociales', y que son también, junto al mar de Internet al que pertenecen, dos muestras de las conquistas técnicas completamente impresionantes que el hombre ha alcanzado en los tiempos recientes. Incluso, como decíamos hace poco en una carta que dirigimos a un 'moderno' profesor de 'filosofía', usamos jeans rotos y zapatos de tela, pues somos de nuestro tiempo, sin sentir por ello ninguna necesidad de caer cegados por esa otra esfera de significado que mencionábamos arriba: la esfera moral.

El sentido 'moral' de las frases laudatorias del progreso que mencionábamos antes es bien distinto del sentido 'técnico', se refiere más bien a la aceptación de los postulados morales o axiológicos (para usar una expresión muy corriente hoy día), que se han ido imponiendo en la época reciente.

En este sentido, ser moderno viene a significar la aceptación, por 'x' o por 'y', de los postulados morales, o más generalmente, de la cosmovisión (otra palabra muy usada hoy) mayoritariamente anticristiana, que han venido imponiendo los adversarios de la herencia cristiana occidental. Aceptación que no necesariamente debe realizarse en términos conscientes de lo que ella significa, pues basta con ir con la corriente para hacerle el juego a los que, conscientemente, influyen a gran escala en los acontecimientos. 

De manera que cuando se dice que "se debe estar con los tiempos", "se debe avanzar con el progreso", "somos de hoy, no de ayer", "no hay que ser enemigo del progreso", etc. Dichas expresiones pueden ser interpretadas en por lo menos dos sentidos, el técnico y el moral. Y ni son lo mismo, ni se implican mutuamente de forma que no se pueda dar el uno sin el otro: se pueden usar jeans rotos y zapatos de tela, y al mismo tiempo estar en contra del crimen del aborto. Nada lo impide, absolutamente nada, son dos esferas perfectamente diversas.

A pesar de las anteriores consideraciones, los demoledores han logrado fundir los dos sentidos en uno solo, hacerlos inseparables, hasta el punto de que quienes rechazan los postulados socio-políticos y morales que ha traído la edad 'moderna', son vistos como bichos raros, pues realmente no se comprende cómo alguien pueda 'pensar' así, siendo que la modernidad (cronológica) ha traído tantos adelantos de los que todos nos beneficiamos casi sin excepción. En las líneas que anteceden se percibe esa argumentación confusa que mezcla dos niveles de análisis distintos, y que concluye, por tanto, de manera ilegítima una condena a los opositores de la modernidad moral.

Todo esto ha hecho surgir en el ambiente social un verdadero miedo a no ser considerados modernos, quizá es esto comparable al miedo que alguna vez se sintió por la enfermedad de la lepra. Así como hubo un tiempo en que todos huían del leproso, pues ser contagiado era algo terrible, de la misma manera hoy se huye del que sostiene postulados contrarios a los 'políticamente correctos'. Nadie quiere ser un leproso, todos aspiran a ser modernos.

Volviendo a las palabras de Tomás mencionadas arriba, se trata de un miedo, de un terror a un mal solo aparente. Ya nos decía Tomás que el miedo podía ser causado por un mal real o por uno aparente, es decir, uno que solo es un mal en la errada percepción del sujeto. Y ese es el caso en lo que respecta al miedo a no ser considerado moderno. 

¿Por qué? porque no ser moderno en el sentido que hemos llamado 'moral' de esa expresión, lejos de ser un mal, es el supremo bien personal y social al que podemos aspirar. Decía don Nicolás Gómez Dávila:

"Nadar contra la corriente no es necedad si las aguas corren hacia cataratas" 

Nadamos actualmente contra la corriente porque estamos convencidos de que dicha corriente actual se dirige hacia unas profundas cataratas que conducen al individuo, a las familias y a la sociedad, hacia una decadencia de la cual nadie saldrá beneficiado, nadie, excepto tal vez aquél que desde el inicio ha sido enemigo del género humano.

Seguiremos levantando la voz contra la modernidad 'moral', vistiendo jeans rotos y zapatos de tela.


Leonardo Rodríguez


viernes, 29 de julio de 2016

Discursos falaces - caso Ángela Hernández



Por estos días es noticia, o más bien "escándalo" mediático, una diputada de la Asamblea de Santander (Colombia), Ángela Hernández, por sus afirmaciones a propósito de una iniciativa liderada por el Ministerio de Educación de Colombia, según la cual se estaría presionando a los colegios, tanto públicos como privados, para que en una evidente violación a los derechos de los padres de familia a educar a sus hijos, se incluyan en los manuales de convivencia de los colegios, una serie de disposiciones y 'principios', supuestamente encaminados a la inclusión de la población lgbt, así como a la protección de sus 'derechos', frente a posibles vulneraciones de los mismos en los planteles educativos. Todo lo cual suena muy seductor al oído, si no fuera porque detrás de ello se oculta la voluntad de adoctrinar en la anti-científica ideología de género a los miembros más vulnerables de la sociedad y menos capaces de juicio crítico: los niños.

¡Siempre es lo mismo!, la excusa de los 'derechos' se ha convertido en el estribillo preferido de aquellos que buscan llevar adelante lo que se ha denominado 'reingeniería social', es decir, un amplio movimiento de transformación social, que busca deshacerse en todos los ámbitos de la vida social, de la influencia de la moral cristiana, que ha sido el fermento social de 'occidente' durante los últimos 2 milenios, más o menos, con sus idas y venidas, con sus logros y sus fracasos.

De tal manera que el discurso de los derechos ha sido secuestrado en la práctica actual de los discursos sociales, para servir en adelante no tanto a la efectiva defensa de los mismos, sino a la imposición de ideologías espurias que de otra manera no podrían aspirar a la hegemonía cultural que están alcanzando en la actualidad. Adornarse con frases grandilocuentes sobre los derechos humanos, le otorga a nivel oratorio entre la masa, una legitimidad que no tienen por derecho propio, una legitimidad prefabricada y falaz.

El hecho es que la diputada ha alzado valientemente su voz, y como ella misma afirma, ha decidido hablar en nombre del derecho vulnerado de los padres de familia y también en nombre de los mismos niños, que no tienen ni voz ni voto en estos asuntos, y son convertidos por la ideología en conejillos de indias de sus experimentos sociales, cuando no de sus caprichos inconfesables.

En las redes sociales, que hoy son una especie de tribunal en donde o te convierten en un 'dios' o en un indeseable, no ha pasado inadvertido el hecho y desde hace ya varios días la diputada ha debido soportar una avalancha de improperios, amenazas y todo tipo de mensajes insultantes y soeces. Todo, como ella misma afirma, por atreverse a pensar distinto a lo mandado por los paradójicos pregoneros de la 'libertad de expresión'.

Pero resulta que a quienes hemos seguido el hecho desde el inicio, nos parece que, dejando de lado obviamente las vulgaridades que no vienen al caso a la hora de argumentar en contra o a favor de una tesis, los contradictores de la diputada cometen todas o al menos una de las siguientes falacias:

1) La falacia "ad hominem"
2) La falacia "ad baculum" y
3) La falacia "ad populum".

Veamos.

Una falacia, como es sabido, es un modo incorrecto de argumentar que, sin embargo, tiene apariencia de correcto y posee, por ello, fuerza suficiente para convencer. Cuando dicho error en el razonamiento es introducido de forma consciente por quien lo usa, se habla ya no de falacia, sino más bien de argumento sofístico, y a quien de él se vale para establecer sus ideas se le llama sofista.

1) La falacia "ad hominem" es un error argumentativo que consiste básicamente en que se deja de lado lo que la persona afirma, para atacar más bien a la persona misma, buscando desacreditarla y con ello desacreditar sus afirmaciones.

Este modo errado de argumentar lo hemos visto hasta el cansancio por estos días en contra de la diputada. En las redes sociales sus contradictores afirman que por ser cristiana, sus afirmaciones no tienen validez. De manera que se pretenden descalificar sus afirmaciones, con el "argumento" de que como es cristiana, seguramente está equivocada o ni siquiera debería pronunciarse sobre el tema. 

Esta es una forma equivocada de argumentar, por la sencilla razón de que las cualidades personales de alguien no ponen nada, ni a favor ni en contra, de la validez de sus ideas. Éstas deben ser analizadas rigurosamente en su contenido conceptual, siendo esa la única manera de poder emitir un verdadero juicio sobre su valor.

Quienes atacan a la diputada de esta forma, solo muestran que carecen de argumentos sólidos y se ven obligados a recurrir a estas estratagemas para desviar la atención del público sobre lo que constituye el verdadero núcleo del asunto que está puesto en debate.

2) La falacia "ad baculum" es un error argumentativo que consiste básicamente en recurrir a la amenaza, la fuerza o la intimidación, en vez de analizar con rigor conceptual el contenido de las tesis que se quiere refutar.

Tan usado ha sido este falso argumento contra la diputada, que se ha visto ella en la necesidad incluso de recurrir a la Policía Nacional, en busca de protección para su integridad física y la de su familia, pues le han llovido amenazas de todo tipo.

Es quizá esta la peor forma de "argumentar", o más bien de no argumentar, pues consiste precisamente en una renuncia al argumento, en un rechazo evidente de las vías racionales en favor de la fuerza bruta. 

Y no solo caben en esta categoría las amenazas directas de las que la diputada ha sido objeto, buscando presionar su silencio; sino que también es necesario ubicar aquí los ataques que le han dirigido calificándola como homofóbica, intolerante, fanática, etc. ¿Y por qué debemos ubicar en esta categoría dichos calificativos verbales? porque hoy se ha hecho común usar la fuerza emotiva que arrastran esas palabras, para con ellas desacreditar ipso-facto a todo aquél que se oponga a la reingeniería social que mencionamos al inicio. Y son palabras de tal fuerza y poder emocional, que aquél contra quien son usadas se siente realmente abrumado por el peso de la condena social que ellas imponen, a tal punto de que muchos prefieren el silencio, a afrontar el hecho de ser señalados con dichos adjetivos, con las consecuencias que ello supone en términos de ostracismo social y esas verdaderas crucifixiones mediáticas que deben soportar quienes son tildados homofóbico, intolerantes, fanáticos, etc.

Sin embargo no ha sido el caso de la diputada, quien ha decidido plantar cara al tsunami condenatorio que han lanzado contra ella, y ha decidido permanecer incólume en sus convicciones, convencida de que es su elevado deber obrar de esa manera, en beneficio de los niños y las familias.


3) La falacia "ad populum" es un error argumentativo que consiste básicamente en buscar inducir en el pueblo, es decir, en los oyentes, en el público en general, determinadas respuestas emocionales que favorezcan la aceptación de mis ideas. Es el "argumento" favorito de los demagogos de todos los tiempos.

En el caso de la diputada esta forma errada de argumentar se ha visto por montones. Haciendo uso del discurso de los 'derechos', la 'igualdad', el respeto por las 'diferencias', etc. Se ha buscado suscitar en el público el rechazo de las posturas defendidas por Ángela Hernández, haciendo ver como si dichas posturas fueran contrarias a todas aquellas bonitas palabras. Esto ha permitido a sus contradictores ganar terreno sin tener que argumentar realmente, pues la carga emocional de dichas palabras mágicas ha sido más que suficiente para levantar entre la masa una ola de indignación contra la diputada. La masa entiende poco de argumentos y es fácilmente guiada por la exaltación de la emotividad, esto lo saben bien los psicólogos sociales.


Pues bien, la unión de los tres anteriores modos falaces de 'argumentar', ha sido el combustible del movimiento que en pocos días ha logrado poner a la diputada en la picota pública, evitando al mismo tiempo, en una hábil maniobra sofística, abordar con tranquilidad el verdadero asunto que está en cuestión: la moralidad de la sociedad y el derecho inalienable de los padres a determinar la educación de sus hijos.

Con ese hábil movimiento del discurso, se ha pretendido anular a la diputada, crucificarla socialmente, levantar contra ella el rechazo y la condena pública; y todo ello sin necesidad de argumentar realmente contra sus posturas, que por el contrario han sido claras y directas. Verdaderamente es mucho más fácil hacer las cosas mal que bien, más fácil destruir que construir.

¡Vaya nuestro apoyo para la diputada!, que el coraje del que ha hecho gala hasta ahora la siga acompañando y que sus intervenciones lleven siempre el sello de la racionalidad y la altura, que eso la distinguirá de sus contradictores, quienes seguirán usando y abusando de todo tipo de triquiñuelas y subterfugios con tal de evadir la límpida exposición de las ideas, sabedores de que en dicho escenario sus posturas serían vencidas fácilmente a la luz de la realidad de las cosas y de la objetividad el razonamiento.



Leonardo Rodríguez

jueves, 14 de julio de 2016

Sobre el mal amor

Edward Feser es un muy interesante escritor y filósofo estadounidense,  sus escritos van en la línea aristotélico-tomista. Es autor de varios libros de diversos temas, en particular ha escrito una introducción a la filosofía de la mente, una introducción a Tomás de Aquino y un ensayo de refutación del nuevo ateísmo (nuevo porque busca apoyarse supuestamente en los más recientes avances de las ciencias). Tiene un estilo bastante sencillo y posee una notoria habilidad para hacerse entender, incluso cuando está hablando de temas que de suyo con complicados y difíciles de explicar.

Sigo su obra desde hace ya algunos años y en particular visito frecuentemente su blog - http://edwardfeser.blogspot.com.co/ - el cual recomiendo mucho a quien desee profundizar en estos temas y se le facilite leer textos en inglés.

Lo menciono aquí porque me ha llamado la atención el más reciente escrito que ha subido a su blog, lo ha titulado "bad lovin'", algo así como 'mal amor', o amar mal. Y en palabras sencillas resume las equivocaciones del modo moderno de entender el amor, en comparación con la concepción clásica que se tenía acerca del amor. Intentaré resumir aquí sus ideas.

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Lo primero que hace Feser es presentar lo que es el amor en la concepción clásica, es decir, la definición del amor. Dice, en efecto, que amar es querer el bien o lo bueno para el amado, querer el bien para quien se ama. Esta es una idea que la toma Feser directamente de un escrito de Aristóteles, idea que fue retomada del todo por los autores medievales como Tomás de Aquino.

En seguida señala que hay que considerar dos cosas: lo que se ama PARA el amado, y el amado mismo. Es decir, como el amor es querer el bien para el amado, o para lo que amamos, entonces hay ahí dos cosas: lo que amamos, y aquello que queremos o buscamos para el amado. Y Feser señala que en la concepción clásica esto da origen a dos amores diversos, porque lo que queremos PARA el amado lo amamos con un amor llamado amor de concupiscencia. Mientras que al amado mismo lo amamos con un amor llamado amor de amistad. Y este es el verdadero amor. Porque al amado lo amamos como fin en sí mismo valioso y amable, mientras que a lo que amamos PARA el amado, lo amamos solo como un medio. Y es más excelente lo que es fin, que lo que es solo un medio PARA un fin.

Luego de las anteriores consideraciones extrae Feser 4 conclusiones:

1) El amor es primariamente algo relativo al querer de la voluntad, más que algo relativo a los sentimientos, las emociones, las pasiones, etc.

Obviamente es agradable y placentero estar con alguien que se ama, por ejemplo. Pero ese sentimiento por sí solo es más bien un resultado del amor, no el amor mismo. Puesto que éste es aquella decisión o inclinación de la voluntad de querer y buscar el bien para el amado. De hecho es posible que se den al mismo tiempo el amor y sentimientos de suyo desagradables. Como cuando nos sometemos a una cirugía o a tomar alguna medicina amarga con el fin de buscar nuestra salud. Y también es posible que se den sentimientos o emociones de suyo agradables, en el mismo momento de estar cometiendo algo que en sí mismo es dañino para mí como persona, y por tanto es algo que va contra el verdadero amor que debería tenerme; como en el caso de una infidelidad al cónyuge.

De manera que los sentimientos o emociones agradables no significan de suyo que se esté experimentando el amor. Y experimentar sentimientos o emociones desagradables no significa tampoco de suyo que se esté lejos del amor. De hecho, por poner un ejemplo cristiano, Cristo en la cruz sufrió todos los dolores posibles e imaginables, y no obstante ese fue su máximo momento de amor hacia el hombre.

2) La segunda consecuencia se deriva de la anterior: las emociones agradables, los sentimientos positivos, las pasiones deleitables, etc., NO SON LA ESENCIA DEL AMOR. Pueden quizá darse JUNTO con el amor, como una redundancia suya, o como una consecuencia suya, PERO no son la esencia del amor. La esencia del amor es SER UNA DETERMINACIÓN DE LA VOLUNTAD DE BUSCAR Y QUERER EL BIEN PARA EL AMADO.

El placer, el gozo, el deleite, etc., que se pueden experimentar junto con o gracias al amado, son consecuencias del amor. Incluso consecuencias que a veces faltan o no se dan, y no por eso significa que se haya acabado el amor. Como cuando una madre debe corregir a su hijo y hablarle fuerte y firme contradiciendo quizá los caprichos de éste. Lo más seguro es que en ese momento la madre no esté en un estado placentero o grato, pero seguramente sí está amando a su hijo. O poniendo un ejemplo un poco extremo: cuando un hombre se une a una mala mujer. Biológicamente hablando tendrá la sensación de placer que buscaba, pero no por eso diremos que la amó o que "hicieron el amor".

3) Insiste Feser en la definición del amor, pero resaltando un matiz: amar es querer LO QUE ES BUENO para el amado. De manera que no busca el que ama cualquier bien para el amado, sino aquél bien que es tal PARA el amado. Seguramente algo que es bueno para una persona no lo será para otra, todo dependerá de las circunstancias y condiciones de cada quién. Incluso las madres tratan de manera diversa a sus hijos, pues comprenden con esa sabiduría superior que las adorna, que no todos sus hijos necesitan lo mismo, sino que cada uno va teniendo a lo largo de su desarrollo distintas necesidades. 

Y, lo cual es obvio, el amor busca LO  BUENO, no LO MALO.

4) Finalmente afirma Feser que amar a alguien por sí mismo, es superior a amarlo solo por algún beneficio que de él obtenemos. En el primer caso lo amamos como a fin en sí mismo, en el segundo lo amamos solo como a medio PARA nuestro beneficio.


Luego de haber caracterizado a grandes rasgos la idea clásica sobre el amor, pasa Feser a señalar los errores en que el hombre moderno ha caído respecto del amor.

En primer lugar señala Feser que quizá el error principal en este tema ha sido confundir el amor con el sentimiento, es decir, creer que el amor es ese conjunto de sentimientos placenteros o agradables que se experimentan de vez en cuando junto a alguien o a algo que "amamos". De manera que si experimentamos o sentimos cosas agradables, seguramente es amor. Y si no experimentamos dichos sentimientos placenteros, es porque seguramente el amor ya se acabó.

Y no se crea que estamos aquí hablando en contra de experimentar tales sentimientos o emociones. No. De hecho lo más normal es que ellos se den JUNTO al amor, como sus colaboradores cercanos, para decirlo de alguna manera. De forma tal que si en una relación, por ejemplo, tales sentimientos se enfrían o tienden a desaparecer, es señal de que algo quizá está andando mal. PERO lo que rechazamos es el reducir el amor a dichos sentimientos placenteros, al punto de olvidar que lo esencial del amor es la búsqueda del bien del amado.

De hecho Feser afirma allí que un "amor" reducido a sentimentalismo es un amor infantil, porque precisamente los niños se guían más por sus emociones que por el pensamiento racional y maduro.

Otro error moderno respecto del amor que señala Feser, es que a causa de haber olvidado el amor de amistad, es decir, el amor que consiste en buscar el bien para el amado, a causa del valor del amado mismo y no por beneficio propio. Se ha tendido a privilegiar exclusivamente el otro tipo de amor del que hablaban los medievales, el amor de concupiscencia. Y este amor es un amor que busca el beneficio propio sobre todo por medio de la búsqueda de lo placentero PARA MÍ, de mi placer, de mi gusto, de mi satisfacción.

De tal manera que mi relación con los demás dependerá siempre de qué tanto placer o beneficio sacaré de ellos.

Toda mi vida de relación estará guiada por el egoísmo, primero yo, segundo yo, tercero yo. Las personas a mi alrededor deberán aportarme algo, algún beneficio, algún placer. O no merecerán estar en mi vida, pertenecer a mi grupo de amigos, ni mucho menos ser mi cónyuge.

Ya al final de su análisis llega Feser al corazón de lo que quería exponer. Decía al inicio que amar era buscar el BIEN para el amado. Pero resulta que una de las características de la sociedad actual es un relativismo y un subjetivismo total. Nada es bueno, ni malo. Todo es según la opinión, el deseo o el querer de cada uno. Y esa es la estocada final que la sociedad moderna le da a la idea del amor: ya no hay un BIEN objetivo que se deba buscar para el amado. Todo se reduce a lo que cada uno considere. De hecho hay violadores en serie que han mantenido a su víctima secuestrada por años en oscuros sótanos, sujeta a múltiples abusos, subjetivamente CONVENCIDOS de que eso era lo mejor para ellas. Es un ejemplo extremo, pero sirve para ver la diferencia entre lo que es bueno para alguien, objetivamente hablando, y lo que es "bueno" en la perspectiva enferma de alguien que ha perdido el contacto con la realidad.

Entonces, el hombre moderno en lugar del querer de la voluntad, pone los sentimientos y emociones. Y en lugar del bien, pone la libre decisión de cada uno acerca de lo que es bueno o conveniente. Con esas dos transformaciones queda completamente desfigurado el amor, ya no es QUERER el BIEN para el AMADO, sino más bien buscar EXPERIMENTAR la mayor cantidad posible de SENSACIONES placenteras en mis relaciones con los demás, que serán así simples medios de mi propio egoísmo.

Si a lo anterior sumamos la tendencia actual de igualar todo tipo de amor, como si todo capricho humano valiera lo mismo. Tenemos ya los ingredientes suficientes para el desastre actual que son las familias jóvenes y los adolescentes desorientados en busca de nada.

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Urge, como un imperativo individual, familiar y social, recuperar el verdadero rostro del amor. Pues solo cuando, lejos del egoísmo relativista y hedonista, comprendamos que el amor se construye en la búsqueda desinteresada del bien de aquellos a quienes amamos, podremos aspirar a la construcción de familias sólidas y de una patria que camine con paso seguro hacia la construcción de una verdadera paz, la cual solo es tal si nace de los corazones como fruto del amor, del verdadero amor.


Leonardo Rodríguez


lunes, 4 de julio de 2016

Defensa de la inteligencia - Osvaldo Lira

Uno de los fenómenos que han venido manteniéndose en vigor con más continuada persistencia dentro de la psicología individual y colectiva de los tiempos espiritualmente modernos es la desconfianza instintiva, elemental, que desde hace cuatro siglos viene sintiendo el espíritu humano hacia la más noble de sus propias facultades, como es la inteligencia. Se trata de una desconfianza no cualquiera, sino radical, que se manifiesta hasta en los más pequeños detalles de la vida, y que va desde el racionalismo exasperado de Descartes hasta las filosofías de tipo vitalista o existencialista de Kierkegaard. Nietzsche y Schopenhauer, o bien desde sectores inequívocamente heterodoxos hasta mentalidades como Blondel o Papini, centradas en la más pura, rigurosa y sincera sumisión a la doctrina católica. Sin pretender levantar ahora todo un aparato crítico para demostrar nuestra aseveración, queremos nada más señalar algunas de las causas que han permitido la vigencia de esta desgraciada actitud en ambientes católicos intelectuales, que son los que más nos interesan, y esto, por un doble motivo: primero, porque no siendo posible defender con eficacia los fueros de la inteligencia sino dentro del catolicismo no podemos extrañarnos de que un acatólico, o más bien un no católico, sea antiintelectualista, y luego, porque cuando a la circunstancia de vivirse con dignidad la verdadera Iglesia se suma la de hallarse bien dotado desde el punto de vista del entendimiento y de la discreción, es posible esperar los máximos frutos para la causa de la verdad, porque es entonces cuando la virtualidad de la gracia ha de manifestarse ante las miradas atónitas de los hombres con todo el realce de su brillo divino. Porque aun cuando se da con relativa frecuencia el caso de santos que, no obstante hallarse mal provistos de dones naturales, han ejercido influjo avasallador en su época y ambiente, como un Juan Bautista Vianney, por ejemplo, lo normal es que tal misión corresponda a los espíritus naturalmente elevados, obedeciendo el fenómeno ahora mismo señalado a la falta de correspondencia a la gracia tan frecuente por parte de dichos espíritus, o bien a que Dios quiere manifestar con meridiana claridad la trascendencia de su poderío respecto de sus criaturas.

Una de las causas apuntadas consiste evidentemente en la falta de libertad de la mayor parte de los católicos de hoy día, de lo cual hemos hablado ya en el prólogo a nuestra traducción castellana de Le procès de l’Art, de Stanislas Fumet. Recelosos ante las numerosas herejías y errores de tipo intelectivo natural que deben su origen a espíritus indudablemente flexibles, penetrantes y bien cultivados, sienten horror ante una facultad que es capaz de permitir semejantes excesos, renunciando, en un arranque de ascesis que ellos creen heroico y que no es sino pusilánime, a las ventajas, insustituibles para el hombre, de hallarse dirigidos, normalizados, por la razón. En su ignorancia absoluta de la estructura psicológica del hombre, desconocen que muchísimos de los errores que han perturbado la vida de la Humanidad han tenido su raíz en desviaciones no del entendimiento, sino de la voluntad, porque, como ya apuntó Santo Tomás, con su sagacidad soberana, el juicio práctico, para ser recto, o, lo que es igual en este caso, para ser verdadero, supone la rectificación del apetito, uno de cuyos sectores es esa misma voluntad. De aquí proviene, de esa ignorancia a que aludimos, que esos católicos corran afanosos en pos de diferentes ersatz o sustitutos de la inteligencia, tales como el sentido práctico, la prudencia o el buen criterio (vocablos todos que vienen a padecer en sus labios cierta violenta capitis diminutio), como si fuese posible aniquilar o siquiera alterar en lo mínimo el plan de Dios, aquel plan que reserva a nuestra facultad captadora y catadora de esencias la misión de regir en último término todas las acciones humanas del hombre. Y los resultados están a la vista. La vida habitual y ordinaria de ese tipo de católicos termina siempre por resolverse en un tejido de contradicciones, cuya característica más alarmante es la de ser inconscientes. Así es también como, sin sospecharlo y con la mejor intención del mundo –se dice que el infierno está cuajado de buenas intenciones–, se erigen real y verdaderamente en auxiliares, preciosos por lo insospechados, de todos los enemigos del cristianismo. Es el eterno error de renunciar a los beneficios que brotan de una perfección determinada por los peligros que ella entraña; el error, en una palabra, de los cobardes, de los que no se han parado jamás a pensar que cuando un don de Dios produce en nosotros frutos de perdición, no se debe a su origen divino, sino al pésimo manejo que de él hacemos los hombres.

Porque el catolicismo implica inevitablemente un concepto totalitario de la vida, en el sentido de que no hay, no puede haber, faceta alguna de nuestra actividad especulativa o práctica que logre sustraerse a su influjo. Desde el momento que poseemos la gracia santificante –o, lo que es igual, el germen de vida divina– per modum naturae, no podemos contraponerla a los principios próximos de nuestras acciones. Lejos de eso, nos encontramos en presencia de ella ante un principio remoto, susceptible, por lo mismo y al igual de la naturaleza considerada como fuente de acciones, de resolverse en un sinnúmero de planos activos, provistos todos ellos, por cierto, de su objetivo determinado. Los que recelan de la inteligencia desconocen ese carácter vital de la gracia, cayendo en un pecado que podríamos llamar de ritualismo –dándole a la partícula ismo el sentido peyorativo que por lo general, no siempre, tienen los ismos–, porque no se dan cuenta de que el árbol de la naturaleza sobreelevada por gracia, árbol bueno si los hay en este mundo, no puede dejar nunca de producir frutos de bendición.

Otra de las causas, que, por lo demás, no atañe tanto a los católicos en cuanto tales como a aquellos de entre los espíritus naturalmente exquisitos que derivan hacia las diferentes facetas de la actividad creadora, reside en confundir inmovilidad con inactividad. En este error incurren entendimientos ideológicamente tan dispares entre si como Unamuno, Blondel y Papini. El recio bilbaíno se complace a menudo en oponer el frío helado de la inteligencia al calor de la imaginación, mientras que el escritor italiano se expresa siempre en los términos más despectivos de los filósofos escolásticos, a los cuales tilda de racionalistas insoportables; en cuanto a Blondel, toda su doctrina se encamina precisamente a la finalidad y muy concreta de emancipar la vida respecto de la regulación intelectual. Ignoran todos ellos que existe un doble tipo de inmovilidad, o más bien, para hablar exactamente, un doble tipo de reposo: el de la inercia y el de la actividad infinita, y que, de los dos, es este último y no aquél el que se identifica con la repugnancia congénita e invencible a todo movimiento, de suerte que puede establecerse como doctrina segura –como la única segura– que a menor movilidad corresponde mayor actividad, y viceversa. Es ese reposo de la perfección el que, considerado superficialmente y sin atender a su auténtica razón de ser, hace que se identifique a la inteligencia con la frialdad, como en el caso de Unamuno, o que se la oponga a la vida, como en el de Blondel u Ortega, como si el inteligir no fuese en el hombre la forma más alta de vida natural, y aun sobrenatural, desde el momento que la propia experiencia mística se resuelve, considerada desde su aspecto operativo, en la actividad supremamente intelectual del don de sabiduría.

Papini merece mención aparte. Su error principal, muy corriente, por lo demás, en los ambientes católicos intelectuales –de los otros, los no católicos y los no intelectuales, no hablamos, por el momento–, consiste en identificar intelección con razonamiento o raciocinio, dejando así reducida la actividad peculiar de la inteligencia a la sola función discursiva. Error gravísimo, si se piensa que de los seres espirituales o inteligentes (lo mismo, da) el único que discurre es el hombre. O sea, que la función típica de la inteligencia es la intuición, y que en el caso de la del hombre intuye porque es inteligencia y discurre única y exclusivamente porque es humana. Así es como queda restaurada la más noble de nuestras facultades en el lugar eminente que de derecho le corresponde y en la posibilidad de que le sean atribuidas, también en virtud de derecho indiscutible, ciertas proyecciones externas de la personalidad que generalmente se le suelen regatear, tales como la actividad creadora o poética considerada incluso en su fase preliminar de inspiración, aún no puesta en juego ni diferenciada en consecuencia por los instrumentos materiales que han de plasmar simultánea o sucesivamente la creatura poética. Considerada la inteligencia en la plenitud de su trascendencia, desaparecen como por ensalmo todos los recelos y desconfianzas que suelen alimentarse en contra de ella, o a lo menos deben desaparecer, porque ofrece entonces tal riqueza de caracteres, tal amplitud de proyecciones, que para quien sepa captarlos sólo puede provocar la más profunda admiración.

Tal debe ser la actitud del cristiano. Para él, la única manera aceptable y acertada de mirar o contemplar la inteligencia humana es la de considerarla como reflejo propio –no adecuado, ciertamente, pero sí propio– de la inteligencia divina. Pero la inteligencia divina, por la emisión o dicción del Verbo –emisión o dicción que ella realiza en cuanto poseída por el Padre– sirve de cuasi norma ontológica a la procesión del Espíritu Santo, término infinitamente subsistente del amor entre el Padre y el Verbo, por cuya razón no podemos ni debemos pretender jamás, si queremos mantenernos dentro de los límites de la vida cristiana verdaderamente ejercida, hacer brotar en nuestro yo personal o en sociedad afectos, inclinaciones o tendencias que arranquen de estados anímicos emancipados de toda normalización racional. Debemos, en cambio, todos los hombres, pero de especialísimo modo los cristianos, llegar al convencimiento estable y eficaz de que la actividad intelectiva y, por consiguiente, la propia inteligencia no hacen nada menos que procurarnos la posesión anticipada, bajo forma intencional, de la realidad misma cuyo dominio físico perseguimos, y que como es del todo imposible que lleguemos al término de un proceso, cualquiera que fuere, prescindiendo del punto de partida, tampoco lograremos jamás ejercer la vida humana que nos corresponde sin someternos humildemente, ahincadamente, íntegramente, a las exigencias específicas de nuestro intelecto. Esto no es racionalismo, sino humanismo: esto no es refrenar ni menos aún agostar impulsos vitales, sino tan sólo encauzarlos, a fin de aumentar su penetración y eficacia. Con la corroboración inefable y sublime que nos ofrece la vida de la bienaventuranza, en la cual la visión beatífica, lograda por el hombre, de la esencia divina ha de realizarse no en virtud de determinaciones intrínsecas representativas, sino directamente de aquella misma esencia infinita que ha de servir también de término inmediato a la intelección. La visión de Dios en la gloria viene a restaurar a la inteligencia del hombre en el sitio de excepción que le corresponde y del cual se veía apartada en este mundo por la oscuridad inevitable de la fe. Si en este mundo la caridad, virtud cimera del plano de lo voluntario, es superior a la fe, virtud directamente sobrenaturalizadora de la inteligencia, en el otro, el de la gloria eterna, la caridad habrá de fructificar en visión intelectual, en visión, por lo demás, que habrá de estar dotada de las características más plena y específicamente entrañadas del conocimiento por connaturalidad; en visión –para decirlo de una vez– que los místicos llaman sabrosa, con lo cual quedará asegurada la primacía de la inteligencia. Nada hay más peligroso que desquiciar las verdades, y más aún si éstas pertenecen al número de las relacionadas directamente con nuestro porvenir eterno. El hecho de que en este mundo la prelación corresponde, en lo relativo a nuestro fin último, a la voluntad, no se debe sino a la circunstancia de que la vida sobrenatural no ha logrado aún, porque no puede lograrlo aquí abajo, su pleno y perfecto desarrollo.


No desquiciemos, pues, el ejercicio de nuestro propio ser, de nuestra propia condición humana, en nombre de activismos incontrolados, cuya única calificación acertada es la de fanáticos. El Doctor Angélico nos afirma categóricamente que el primer principio de los actos humanos es la razón. En virtud de este aserto, abandonemos todo recelo contra la más noble de nuestras facultades, contemplémosla en toda la amplitud de su trascendencia magnífica y dejémonos guiar por su magisterio, pues es en ella misma o, a lo menos, por su necesario intermedio, donde brotan las sugerencias salvadoras con que el Espíritu divino quiere conducirnos suave y eficazmente al lugar de nuestra eterna felicidad.



tomado de http://www.filosofia.org/hem/194/alf/ez0706.htm