sábado, 28 de enero de 2012

Serie : Deconstruyendo la sociedad moderna (2)


Habíamos prometido ocuparnos  de la cuestión de la libertad individual, la cual es el fundamento último sobre el que se ha buscado construir la sociedad actual, su sistema legislativo, educativo, cultural, religioso, etc.

Para tratar este asunto se nos presentan en principio dos caminos, uno más sencillo y otro un poco más complejo. El sencillo consiste en hacer una breve y somera descripción de los 3 modos de libertad que usualmente se encuentran en los manuales que se ocupan de estos temas, a saber, libertad psicológica, libertad moral y libertad física, y a partir de ello extraer algunas reflexiones útiles para nuestro propósito. El camino complejo consiste en la exposición de la doctrina clásica acerca de la voluntad humana y el libre arbitrio, usando para ello como guía las cuestiones 82 y 83 de la primera parte de la Suma Teológica de santo Tomás.

miércoles, 25 de enero de 2012

Serie : Deconstruyendo la sociedad moderna (1)


Desde hace ya algún tiempo me preocupan, y más que preocuparme, me angustian los pasos agigantados con que el hombre moderno está corriendo afanosamente hacia la construcción de una sociedad edificada totalmente sobre la adoración de la libertad individual.

Es un espectáculo terrible el que presenciamos cada día a nuestro alrededor, espectáculo que los medios de comunicación se encargan de difundir por todos los rincones del orbe, para gozo de muchos y escándalo de algunos.

domingo, 22 de enero de 2012

La Libertad


(LA REVOLUCIÓN - Monseñor De Segur)


XVII


Esta es otra máscara que debemos arrancar a la Revolución; esta es otra palabra grande y santa del idioma cristiano, del que abusa a cada paso el genio del mal.

La libertad es, para cada uno de nosotros, el poder hacer lo que debemos, esto es, lo que Dios quiere, o lo que es lo mismo, hacer el bien. La libertad absoluta y perfecta no es de este mundo, ésta solo la tenemos en el cielo. En la tierra siempre es imperfecta la libertad y la facultad de hacer el bien.

Soy libre cuando nada me impide cumplir mi deber, todo mi deber, y soy tanto más libre cuando todo lo que me rodea concurre a hacerme cumplir mi deber, a hacerme praticar el bien, a cumplir en todo la santa voluntad de Dios. No soy libre cuando alguien o algún obstáculo me impide andar por esta vía.

sábado, 21 de enero de 2012

La ley

(LA REVOLUCIÓN - Monseñor De Segur)


XVI


La Revolución sabe muy bien que en fondo no es sino la anarquía y que ésta infunde terror a todos. Para disimular su principio y tomar las apariencias de orden, se adorna enfáticamente con lo que llama legalidad, diciendo que sólo obra en nombre de la ley. En 1789 minó el orden social, político y religioso en nombre de la ley; en nombre de la ley decretó en 1791 el cisma y la persecución, y en 1793, siempre en nombre de la ley, asesinó al Rey de Francia, estableció el Terror, y cometió los horribles atentados que todos saben. En nombre de la ley desde medio siglo hace la guerra a la Iglesia, al Poder y a la verdadera libertad. No será, pues, inútil recordar aquí brevemente la verdadera noción de la ley.

La ley es la expresión de la voluntad legítima del legítimo superior. Para que una ley nos obligue en conciencia, y para que sea verdaderamente una ley, son precisas esas dos condiciones esenciales: 1ª que emane de nuestro legítimo superior; 2ª que no sea un capricho, una voluntad mala y perversa de este mismo superior. Por eso dije antes una voluntad legítima.

La República


(LA REVOLUCIÓN - Monseñor De Segur)


XV

La Revolución se siente irresistiblemente atraída a esa forma de gobierno que llaman república, al propio tiempo que profesa invencible antipatía a las otras dos formas de gobierno: aristocracia y monarquía.

Y sin embargo, una república puede muy bien no ser revolucionaria, y una monarquía o una aristocracia pueden serlo completamente. No es la forma política de un gobierno lo que le hace pasar al campo de la Revolución, sino los principios que adopta y según los cuales se dirige. Todo gobierno que no respeta, en teoría y en práctica, en su legislación y en sus actos, los derechos imprescriptibles de Dios y de la Iglesia, es un gobierno revolucionario. Sea monarquía hereditaria, electiva o constitucional; sea aristocracia o Parlamento; sea república, confederación, etc., siempre será revolucionario si se subleva contra el orden divino; pero no cuando lo respeta.

viernes, 20 de enero de 2012

La soberanía del pueblo, o la democracia


(LA REVOLUCIÓN - Monseñor De Segur)


XIV


El principio de la soberanía del pueblo, tan explotado hace un siglo por los enemigos de la Iglesia, puede, sin embargo, entenderse en un sentido católico y muy verdadero.

Notemos ante todo que el pueblo no es esa turba de individuos brutales y perversos que hace las revoluciones, que de lo alto de las barricadas destruye los Gobiernos, y cuyas groseras pasiones explotan sus jefes de motín. El pueblo es la nación entera, que comprende todas las clases de ciudadanos, el labrador y el artesano, el comerciante y el industrial, el gran propietario y el rico señor, el militar el magistrado, el sacerdote, el obispo; es la nación con todas sus fuerzas vivas constituidas en una representación seria y capaz, por medio de sus verdaderos representantes, de expresar sus deseos y ejercer libremente sus derechos.

Una vez conocida esta noción antirrevolucionaria, del pueblo, diremos que la escuela católica ha enseñado siempre, aunque en un sentido enteramente opuesto, lo que los constituyentes de 1789 tomaron por un descubrimiento maravilloso. Santo Tomás y los más grandes Doctores de la Iglesia enseñan que nuestro Señor Jesucristo, Padre de los pueblos y Rey de los reyes, pone en la nación entera el principio de la soberanía, que el soberano (hereditario o electivo, no importa) a quien la nación confía el cargo del gobierno, sólo recibe de Dios este poder por el intermedio de la nación misma; en fin, que el soberano, que recibe el poder para el bien público y no a favor de sí mismo, si llega a faltar grave y evidentemente a su deber, puede ser depuesto legítimamente por aquellos mismos que le confiaron la soberanía. A fin de prevenir toda interpretación revolucionaria, me apresuro a añadir que sólo la Iglesia, único Juez competente e imparcial en estos casos de conciencia, puede legitimar, por una decisión solemne, un hecho tan grave, y esto después de haberse convencido de la gravedad del crimen.1

El poder civil difiere del poder paterno y del eclesiástico en que estos dos últimos son inamisibles, porque son de institución divina en su forma determinada, y sin ninguna delegación dada a los inferiores, y el poder civil, al contrario, no ha recibido de Dios forma alguna determinada, y por esto puede pasar de una forma de gobierno a otra; de la monarquía hereditaria, por ejemplo, a la electiva, de ésta a la aristocracia o a la democracia, y recíprocamente. Estos cambios, cuando se efectúan regular y legítimamente, en nada tocan al principio de la monarquía ni al de la soberanía.

“Más ¿cuándo serán regulares? Y ¿cuándo legítimos?”- Gran dificultad práctica que no pueden resolver ni el soberano ni el pueblo; porque siendo ambas partes interesadas en la contienda, no pueden ser jueces en causa propia. La Iglesia, representada por la Santa Sede, es el único tribunal competente para decidir tan grave cuestión; solamente este tribunal está revestido de un poder superior al temporal; sólo él es independiente y desinteresado; más que cualquiera otro, por su carácter religioso, ofrece las garantías de moralidad, justicia, sabiduría y ciencia necesarias para función tan augusta y delicada. Tal es, por otra parte, el orden divinamente establecido, no para el interés personal de la Iglesia, sino para el interés general de las sociedades, de los soberanos y de las naciones. El juicio en tan altas cuestiones de justicia social estriba, como en los casos particulares de conciencia en la palabra inmutable de Jesucristo al Jefe de su Iglesia: “Todo lo que ligares sobre la tierra será ligado en el cielo, y todo lo que desatares en la tierra será desatado en el cielo”. Esta es la teoría verdadera y católica respecto a la soberanía del pueblo y los cambios de gobierno.

Hay un abismo, téngase bien entendido, entre esta doctrina y la soberanía del pueblo tal como la entiende la Revolución y la entendieron los constituyentes de 1789. Según éstos, el pueblo tiene la soberanía por sí mismo, y no la recibe de Dios, nada quiere saber de Dios, y pretende separarse de Él. Además, y como consecuencia de este primer error, rechaza a la Iglesia, privándose de este modo del único poder moderador que Dios instituyó para protegerle contra el despotismo y la anarquía. Desde que reyes y pueblos han rechazado esta dirección maternal de la Iglesia, los vemos efectivamente obligados a decidir a cañonazos sus diferencias por el sangriento derecho del más fuerte, y las sociedades políticas, a pesar de sus pretensiones progresistas, marchan rápidamente a la decadencia pagana. En vez del orden, fruto de la obediencia, ya no hay en el mundo sino despotismo o anarquía, frutos de la rebelión la noción de la verdadera soberanía ya casi no existe en la tierra.

“todo esto puede ser muy cierto en teoría; pero ¿y en la práctica?” No es culpa de la teoría el que sea difícil de practicar; la culpa está en la debilidad y en la corrupción humana. Con este principio sucede como con todos los demás: la teoría, la regla es clara, verdadera y perfecta. Su aplicación perfecta es imposible, porque la perfección no es de este mundo, pero cuanto más se acerca la práctica a la teoría, tanto más cerca se está de la verdad, del orden y del bien.

Hace ya muchísimo tiempo que los Estados temporales desdeñan la teoría y se guían sólo por sus caprichos: olvidan y rechazan cada vez más la dirección divina de la Iglesia; y, como el hijo pródigo, se alejan de la casa paterna. Por esto también el mundo, extraviado, lejos de Dios, se encuentra en revolución permanente, a pesar de los esfuerzos prodigiosos que se hacen para establecer el orden y contener el mal. Si la sociedad quiere no perecer, tarde o temprano tendrá que volver al principio católico, al único verdadero principio de la soberanía. Leibinitz, protestante, pero hombre de genio, deseaba de todas veras la vuelta de las sociedades a la alta dirección moral de la Santa Sede y de la Iglesia. “Soy de parecer, escribía, que conviene establecer en Roma un tribunal para juzgar las diferencias entre los príncipes, y hacer al Papa su presidente”. (Op. t. V. p. 65.) Este tribunal existe, y de derecho divino e inmutable, aunque se le desconozca. Lo repito; no hay salvación sino por este medio. “La revolución no cesará, decía el Sr. De Bonald, hasta que los derechos de Dios reemplacen a los derechos del hombre”.

Deseamos, pues, con la mayor ansia, como católicos y como ciudadanos, la conformidad del práctica a la teoría, y entretanto, apliquemos la teoría del modo menos imperfecto que podamos.

“Pero ¿no abre este sistema la puerta a un sinnúmero de inconvenientes?” Es muy posible; pero entre dos males inevitables debemos escoger el menor.

En caso de conflicto entre el soberano y la nación, ¿qué sucede hoy día? ¿Por quién quedará la victoria? ¿Será acaso por el derecho , la justicia y la verdad? Sí, siempre que por azar cuente con la fuerza bruta; no, cuando, según sucede por lo común, ésta favorece el partido del mal. En ambos casos se erige en principio la guerra civil, sangrienta y feroz, en la que el éxito todo lo justifica, y que arruina y agota todas las fuerzas vivas del Estado.

Nada de esto sucedería en el sistema en el sistema católico, en el cual todo se arreglaría pacíficamente. Los dos partidos de la Santa Sede, y se someterían a su decisión. No habrá sangre derramada, ni guerra civil, ni Erario público arruinado, etc. ¿No es esto más digno y muy de desear?

Concedo que, atendida la corrupción humana, habría quizás algunas intrigas y lamentables miserias respecto a este tribunal sagrado; pero los inconvenientes de este sistema serían insignificantes en comparación de sus beneficios, y la alta influencia de la Religión sería por sí sola una garantía poderosa contra los abusos. “¿No tiene la Iglesia, dice Bossuet, todos los títulos por los que se puede esperar el triunfo de la justicia?” Por otra parte, este tribunal sólo decidiría según principios ciertos fundados en la fe, conocidos y respetados por todos. La revolución, al contrario, ninguna garantía ofrece; no conoce sino el derecho del más fuerte; no resuelve el problema social, y sólo consigue retardar su solución.

“¡Mas para aplicar este sistema, sería necesario que todo el mundo fuera católico!” Seguramente; y tanto es de desear que todo mundo sea católico, como el que se aplique a las sociedades civiles el sistema pacífico y religioso de que hemos hablado. Todo el mundo tiene obligación de ser católico, porque todo el mundo debe creer y practicar la verdadera Religión. Esta es la base de la felicidad pública e individual, porque Jesucristo es el principio de toda la vida para los Estados, así para las familias como para los individuos.

“Pero esta teoría nunca pudo ser aplicada, ni siquiera en los siglos de la fe”. Nunca lo fue completamente, porque siempre hubo pasiones populares y orgullo en los príncipes. Sin embargo, previno muchas guerras y contuvo muchos excesos, como lo atestiguan la subida pacífica de los Cartovingios al trono de Francia; la represión de la tiranía de los emperadores de Alemania, Enrique IV y Barbarroja, etc. En los siglos de fe había, como hoy, pasiones individuales perversas; pero el régimen social era bueno, y las tres sociedades, religiosa, civil y doméstica, reconocían su mutua subordinación, y , a pesar de desórdenes parciales, se apoyaban sobre la Rosa firme de la verdad, la Religión, el derecho y la justicia.

“¿Y no sería esto volver a la Edad media?” No; sino tomar de la Edad media lo que tenía de bueno para apropiárnoslo. Nosotros, los católicos, no queremos de modo alguno cambiar de siglo, ni privarnos de las conquistas del tiempo; lo que queremos es aprovechar la experiencia así del pasado como del presente; corregir el mal y reemplazarlo por el bien; dejar a un lado lo defectuoso, para conservar lo que es mejor. Si el obrar así es volver a la Edad media entonces volvamos a ella.1

Creo que esto ya bastará para ilustrar la conciencia de todo lector imparcial, y para demostrar el papel magnífico de la Iglesia en las cuestiones sociales y políticas.

Concluyamos. Hay democracia y democracia: una verdadera y legítima, profesada por la Iglesia en todo tiempo, respetando la soberanía que estriba en ella y en Dios; otra falsa y revolucionaria, de invención reciente, que desprecia el poder, insubordinada, facciosa, y que sólo produce desórdenes y ruinas. Esta es la democracia de 1789, la democracia moderna, que desconoce a la Iglesia, y que en el fondo no es otra cosa que la revolución social y la máscara de la anarquía.

Pregunto ahora ¿puede un cristiano se demócrata en este sentido?

jueves, 19 de enero de 2012

Separación de la Iglesia y del Estado


LA REVOLUCIÓN (Monseñor De Segur)


XIII


Los que la piden de buena fe confunden dos ideas: distinción y separación. La Iglesia es distinta del Estado, y éste distinto de aquélla; los dos deben unirse, sin confundirse. Tan absurdo es el querer separar el alma del cuerpo. La Iglesia es una sociedad que emana de Dios, así como el Estado es una sociedad querida por Dios; ambas sociedades deben entenderse entre sí para cumplir la voluntad divina, esto es, la felicidad temporal y eterna de los hombres. Su prosperidad y su fuerza dependen de esta unión, como la vida y la fuerza dependen de la unión de su alma con su cuerpo. Siempre ha de haber distinción, pero en la unión, nunca separación y tampoco confusión.

Los hombres somos a la vez miembros de tres sociedades distintas, y pertenecemos por entero a cada una de ellas; así lo dispone la divina Providencia. Estas tres sociedades son: la familia, el Estado y la Iglesia. Yo pertenezco enteramente a mi familia, soy al mismo tiempo ciudadano de mi patria, y a la vez soy cristiano por entero, y miembro de la Iglesia. Tengo deberes como hijo, deberes como ciudadano y deberes como católico. Estos deberes son distintos, pero están unidos entres sí, y subordinados  los unos a los otros: nunca pueden destruirse mutuamente, porque todos vienen de Dios, todos son para mí la expresión cierta de la voluntad de Dios; de Dios, que me manda igualmente obedecer a mi padre, en el orden de la familia; a mi soberano, en el orden civil y temporal; al Papa y a los pastores de la Iglesia, en la sociedad religiosa y sobrenatural.

martes, 17 de enero de 2012

(5) LA REVOLUCIÓN - Monseñor De Segur.


XII

Texto y discusión de estos principios desde el punto de vista religioso

Véanse los diez y siete artículos de esta declaración revolucionaria de los derechos del hombre.

Tras un preámbulo vago y hueco en el estilo enfático de Rousseau, declaran los constituyentes hablar en presencia y bajo los auspicios del Ser Supremo. El Ser Supremo de aquellos volterianos era la negación directa y personal del Dios vivo, del único Dios verdadero, del Dios de los cristianos, Nuestro Señor Jesucristo, que vive y reina en el mundo por medio de su Iglesia y del Papa su Vicario. Yo aseguro que no fue en presencia de Nuestro Señor, y mucho menos bajo sus auspicios, como elaboraron los constituyentes su famosa declaración.

Notaré con letra bastardilla los artículos peligrosos, las frases de doble sentido, los lazos que en ellas se encierran, reservándome el discutirlas lo más brevemente posible, para distinguir bien la zizaña del buen grano.

ART. 1º. Los hombres nacen y son libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden estar fundadas en la común utilidad.

ART. 2º. El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la seguridad y la resistencia a la opresión.

(4) LA REVOLUCIÓN - Monseñor De Segur.


IX

Cómo la Revolución para hacerse aceptar, se esconde bajo los nombres más sagrados.

Si la Revolución se mostrase tal cual es, espantaría a todas las gentes honradas; por esto se oculta bajo nombres respetables, como el lobo bajo la piel de oveja.

Aprovechando el religioso respeto que la Iglesia imprime hace diez y ocho siglos a las ideas de libertad, de progreso, de ley, de autoridad y civilización, la Revolución se adorna con todos estos nombres venerados, y así seduce a multitud de espíritus sinceros. Si hemos de darle crédito, no pretende sino la felicidad de los pueblos, la destrucción de los abusos, la abolición de la miseria; promete a todos el bienestar, la prosperidad, y no sé qué edad de oro desconocida hasta hoy.

No la creáis. Su padre, la antigua serpiente del paraíso terrenal, ya decía lo mismo a la infeliz Eva: “No temas; escuchádme, y seréis como dioses”. Ya sabéis en qué especie de dioses nos hemos transformado. Los pueblos que escuchan a la Revolución pronto son castigados por aquello mismo en que pecan; pues si las ciudades se embellecen y se multiplican los ferrocarriles (lo que no es, digámoslo muy alto, la obra de la Revolución, sino el simple resultado de un progreso natural), por otra parte la miseria pública aumenta por doquier, se pierde la dicha, todo se materializa, se aumentan los impuestos de un modo enorme, y las buenas libertades desaparecen; en nombre de la libertad, retrocédese poco a poco a la brutal esclavitud de los paganos; en nombre de la civilización piérdese todo el fruto de las conquistas del Cristianismo sobre la barbarie; en nombre de la ley, una autoridad sin freno y que nadie contiene nos impone todos sus caprichos: tal es el progreso.

Por lo demás, cómo podría salir el bien del mal? Y ¿cómo sería capaz de edificar cosa alguna el principio de destrucción?

(3) LA REVOLUCIÓN - Monseñor De Segur.


VIII

¿Es una quimera la conspiración anticristiana de la Revolución?

La Revolución, preparada por el paganismo del Renacimiento, por el protestantismo y volterianismo, hemos dicho que nació en Francia a fines del siglo diez y ocho. Las sociedades secretas, ya poderosas entonces, presidieron a su nacimiento. Mirabeau y casi todos los hombres de 1789; Danton, Robespierre y los demás malvados del 93, pertenecían a estas sociedades. Hace cuarenta años que el foco revolucionario se ha trasladado a Italia,1 y desde allí la Venta o Consejo Supremo dirige con prudencia de serpiente el gran movimiento, la gran rebelión en la Europa entera. Asesta sus tiros particularmente a Europa, por estar ésta a la cabeza del mundo.

La Providencia permitió que en estos últimos tiempos cayesen en manos de la policía romana algunos documentos auténticos de la conspiración revolucionaria. Fueron publicados, y damos de ellos algunos extractos. Habemus confitentem reum.

La misma Revolución nos dice, por medio de sus jefes reconocidos: “1º. Que tiene un plan de ataque general y organizado; 2º. Que para reinar corromper, y corromper sistemáticamente; 3º. Que aplica principalmente eta corrupción a la juventud y al clero; 4º. Que sus armas reconocidas son la calumnia y la mentira; 5º. Que la francmasonería es un noviciado preparatorio; 6º. Que procura atraerse a sus filas a los príncipes, al propio tiempo que se esfuerza por destruirlos, y 7º. Que el protestantismo es para ella un precioso auxiliar”.2

El plan general. Este plan es universal; la Revolución quiere minar en la Europa entera toda jerarquía religiosa y política: “Nosotros formamos una asociación de hermanos en todos los puntos de la tierra; tenemos deseos e intereses comunes; vamos a libertar a la humanidad, y queremos romper toda clase de yugo. Para nosotros mismos, veteranos de las asociaciones clandestinas, es un secreto la asociación”.3

“El éxito de nuestra empresa depende del más profundo misterio, y en las Ventas debemos encontrar al iniciado, como el cristiano de la Imitación, siempre pronto a permanecer desconocido y ser tenido en nada”.4.

“Para dar a nuestro plan toda la extensión que conviene, debemos obrar en silencio, a la sordina, ganar terreno poco a poco, y nunca retroceder”.1

No es esta una conspiración común, una revolución como otras tantas, no; es la Revolución, es decir, la desorganización fundamental, que sólo puede llevarse a cabo gradualmente y después de largos y continuos esfuerzos. “El trabajo que vamos a emprender no es obra de un día, ni de un mes, ni de un año. Puede durar muchos años, un siglo quizá; pero en nuestras filas  muere el soldado y la lucha sigue”.2


A Italia, para atacar en Roma directamente al papado, se dirige la conspiración sacrílega. “Desde que estamos organizados como cuerpo activo, y ha comenzado a reinar el orden, así en el seno de las Ventas más distantes como en el de las más próximas al centro, un pensamiento ha preocupado siempre a los hombres que aspiran a ala generación universal, y es el de la libertad de Italia, de la que debe resultar en su día la libertad del mundo entero. Nuestro objetivo final es el de Voltaire y el de la Revolución francesa: EL ANIQUILAMIENTO COMPLETO DEL CATOLICISMO Y AUN DE LA IDEA CRISTIANA,  que, a quedar en pie sobre las ruinas de Roma, vendría a perpetuar el Catolicismo más tarde”.3

“A esta victoria sólo se llega de combate en combate. Tened pues, siempre los ojos fijos sobre Roma. Emplead todos los medios para hacer impopular a la gente de sotana; haced en el centro del Catolicismo lo que nosotros todos, individualmente o en cuerpo, hacemos en los flancos. Agitad sin motivo o con motivo, poco importa, pero agitad.4 Estas palabras encierran todos los elementos de triunfo. La conspiración mejor tramada será aquella que más remueva y que comprometa a más gente. Tened mártires y víctimas; siempre encontraremos gente que sepa dar a esto los colores necesarios”.5

“No conspiremos más que contra Roma. Para esto aprovechemos todas las circunstancias; sirvámonos de todas las eventualidades. Desconfiemos principalmente de las exageraciones de celo. Un odio frío, bien calculado y profundo, vale más que todos los fuegos de artificio y todas las declamaciones de la tribuna. En París no quieren entender esto; pero en Londres, he conocido hombres que comprenden mejor nuestro plan y que se asocian a él con más fruto”.1

He aquí ahora el secreto revolucionario sobre los acontecimientos modernos: “La unidad política de Italia es una quimera; pero aun siendo más quimera que realidad, produce cierto efecto en las masas y en la ardiente juventud. Ya sabemos a qué atenernos sobre este principio. Es y quedará siempre vacío; sin embargo, es un medio de agitación. No debemos, pues, privarnos de él. Agitad poco a poco, trastornad la opinión, tened al comercio realizado, y sobre todo nunca os manifestéis. No hay medio mas eficaz para sembrar las sospechas contra el Gobierno pontificio”.2

“En Roma los progresos de la causa son visibles; hay indicios que no engañan a las personas perspicaces y ya de muy lejos se siente el movimiento que comienza.3 Por fortuna no tenemos la petulancia de los franceses. Queremos que madure el fruto antes de explotarlo, medio único de obrar con acierto y seguridad. Me habéis hablado algunas veces de que nos ayudaríais cuando la caja común quedase exhausta. Sabréis por experiencia que el dinero es en partes, y principalmente aquí, el nervio de la guerra. Poned a nuestra disposición muchos, muchos thalers. Es la mejor artillería para batir en brecha la Sede de Pedro”.4

“En Londres se me han hecho ofertas de consideración. Dentro de poco tendremos en Malta una imprenta, y con impunidad, de un modo seguro y bajo la protección del pabellón inglés, podremos esparcir de una parte a otra de Italia los libros, folletos, etc., uq la Venta Suprema juzgue convenientemente poner en circulación. Nuestras imprentas en Suiza producen ya libros tales como deseamos”.5

Al cabo de veinticinco o treinta años, la conspiración reconoce sus progresos. Cuenta con Francia para obra, reservando siempre a Italia la dirección suprema. Desconfía de los otros pueblos: los franceses son demasiado fanfarrones; los ingleses, sobrado tristes; los alemanes, excesivamente nebulosos. A sus ojos, solamente el italiano reúne las cualidades de rencor, cálculo, malicia, diserción, paciencia, sangre fría y crueldad necesarias para obtener el triunfo. “En pocos años hemos levantado considerablemente los negocios. Por todas partes, así en el Norte como en el Mediodía, reina la desorganización social. Todo se ha puesto bajo el nivel a que queremos rebajar al género humano. Nos ha sido muy fácil pervertir. En Suiza como en Austria, en Prusia como en Italia, nuestros sicarios sólo aguardan una señal para destrozar el molde antiguo. La Suiza quiere darla; pero estos suizos radicales no tienen fuerza suficiente para conducir a las sociedades secretas al asalto de la Europa. Preciso es que Francia ponga su sello a esta orgía universal, y estad persuadidos que París no faltará a su misión”.1

“Por toda Europa he encontrado los espíritus muy propensos a la exaltación. Todo  el mundo confiesa que el mundo antiguo cruje, y que ya pasó la época de los reyes. He recogido abundante cosecha; ya no me cabe la menor duda de que caerán los tronos, después que he estudiado el trabajo de nuestras sociedades en Francia, Suiza, Alemania y aún en Rusia. El asalto que se dará a los príncipes de la tierra antes de pocos años, los sepultará a todos bajo los restos de su ejércitos impotentes y de sus monarquías caducas. Mas no es esta la victoria para cuyo éxito hacemos tantos sacrificios. No ambicionamos una revolución en uno u otro punto, cosa que se obtiene, siempre que se quiere, sino que para matar con toda seguridad al mundo viejo, creemos preciso ahogar el germen católico y cristiano”.2

“El sueño de las sociedades secretas se realizará por la sencillísima razón de estar fundado sobre las pasiones del hombre. No nos desanimemos, pues, por derrota más o menos; preparemos nuestras armas en el silencio de las Ventas; levantemos nuestras baterías, halaguemos todas las pasiones, tanto las más perversas como las más generosas, y todo nos induce a creer que nuestro plan tendrá un éxito mucho más feliz de lo que nos atrevemos a esperar”.3

Tal es el plan: pasemos a los medios.

La Corrupción. Oigamos ahora cosas más horrorosas todavía.

“Estamos harto adelantados para que nos contentemos con el asesinato. ¿De qué sirve un hombre asesinado? No individualicemos el crimen: a fin de darle las proporciones correspondientes al patriotismo y al odio contra la Iglesia, debemos generalizarlo. El Catolicismo y las monarquías, no temen el puñal bien afilado; pero estas dos bases del orden social pueden derrumbarse por la corrupción; así, nunca nos cansemos de corromper. Está decidido en nuestros consejos que no ha de haber ya más cristianos; popularicemos pues, el vicio en las masas; que lo respiren por todos los cinco sentidos; que lo beban, que se saturen de él. Formad corazones viciosos, y ya no tendréis más católicos”.1 ¡Qué elogio para la Iglesia!

“Conservemos los cuerpos, pero matemos el espíritu. Lo que importa es destruir la moral, y para esto es preciso corromper el corazón. Creo de mi deber proponer este medio por principio de humanidad política”.2

Con motivo de la muerte, públicamente impenitente de dos de sus afiliados, ejecutados en Roma, el jefe de la Venta Suprema añade: “Su muerte de réprobos ha producido un efecto mágico en las masas. Es la primera proclamación de las sociedades secretas, y una toma de posesión de las almas. Morir en la plaza del Pueblo en Roma, en la ciudad madre del Catolicismo, y morir francmasón e impenitente, es cosa admirable”.

Otro de estos demonios encarnados dice: “Infiltrad el veneno en los corazones escogidos; infiltrando en pequeñas dosis y como por casualidad, y os admiraréis vosotros mismos de vuestro buen éxito. Lo esencial es aislar al hombre de la familia, haciéndole perder los usos y costumbres de su casa. Por inclinación está bastante dispuesto a huir de los cuidados de ella, y a correr tras placeres fáciles y prohibidos. Le gustan las largas conversaciones del café y la ociosidad de los teatros. Arrastradlo, atraedle allí sin que se dé cuenta; dadle alguna importancia, sea la que fuere; enseñadle discretamente a fastidiarse de sus trabajos cotidianos. Con esta mañas, después de separarlo de su mujer y de sus hijos, y de enseñarle cuán penosos son los deberes, inculcadle el deseo de una existencia más holgada. El hombre nace rebelde: atizad este deseo de rebelión hasta el incendio; pero que el incendio no estalle. Esto será una buena preparación para la grande obra que debéis principiar”.3

“Para esta grande obra, nos dice el abogado lógico de la causa revolucionaria, se necesita ancha conciencia, que no se arredre cuando llegue la ocasión, ni ante una alianza adúltera, ni ante la fe pública violada, ni ante las leyes de la humanidad pisoteadas”.2

La Venta Suprema resume en las siguientes palabras esta infernal conjuración: “Lo que hemos emprendido es la corrupción en grande escala; la corrupción del pueblo por el clero y del clero por nosotros; corrupción que nos permitirá un día llevar a la Iglesia al sepulcro. Nos dicen que para dar en tierra con el Catolicismo sería preciso antes suprimir a la mujer. Sea así; pero no pudiendo suprimirla, corrompámosla, a la vez que a la Iglesia. Corruptio optimi pessima. El fin es bastante hermoso para tentar a hombres como nosotros. El mejor puñal para herir a la Iglesia es la corrupción. ¡Adelante, pues, hasta el fin!”

La corrupción de la juventud y del clero. Los corazones escogidos que la Revolución busca con preferencia, son  los de los jóvenes y los sacerdotes, y aun querría formar un Papa.

“Debemos dirigirnos a la juventud, seducirla y alistarla, sin que se dé cuenta bajo nuestras banderas. Que nadie penetre vuestros designios; no os ocupéis de la vejez ni de la edad madura; dirigíos a la juventud y si es posible a la infancia. Nunca uséis con ella  palabras impías o licenciosas: guardaos bien de esto por interés mismo de la causa. Conservad todas las apariencias de hombre grave y moral. Una vez adquirida reputación en los colegios, universidades y seminarios, cuando contéis con la confianza de profesores y estudiantes, acercaos principalmente a aquellos que se afilian en la milicia clerical. Excitad, exaltad estas naturalezas tan llenas de ardor y de orgullo patrio. Ofrecedles al principio, pero siempre en secreto, libros inofensivos, y así llevaréis poco a poco vuestros discípulos al grado de  madurez indispensable. Cuando este trabajo cotidiano haya esparcido nuestras ideas como la luz por todas partes, entonces podréis apreciar la sabiduría de esta dirección.

“Conquistaos reputación de buen católico y de patriota puro, esta reputación facilitará la propaganda de nuestras doctrinas, así entre el clero joven como en los conventos. Dentro de algunos años, este clero joven llegará a ocupar todos los puestos por la fuerza de las cosas. El gobernará, administrará, juzgará, formará el Consejo del soberano, y será llamado a elegir al Pontífice, quien a su vez, como la mayor parte de sus contemporáneos, estará necesariamente más o menos imbuido en los principios italianos y humanitarios que vamos a propagar. Para obtener este fin, despleguemos al viento todas nuestras velas”.1

“Debemos hacer inmoral la educación de la Iglesia, y llegar por pequeños medios, bien graduados, aunque bastante mal definidos, al triunfo de la idea revolucionaria por un Papa. Este proyecto me ha parecido siempre una habilidad más que humana”.2  Sobrehumana, en efecto, porque viene en línea recta de Satanás. El personaje que se oculta bajo el nombre de Nubius describe luego este Papa revolucionario que él se atreve a esperar: un Papa débil y crédulo, sin penetración, hombre de bien y respetado, e imbuido en los principios liberales. “Un Papa de estas condiciones necesitaríamos, si fuese posible: entonces marcharíamos al asalto de la Iglesia, más seguros que con los folletos de nuestros hermanos de Francia o el oro de Inglaterra. Para quebrantar la roca sobre la que construyó Dios su Iglesia, tendríamos el dedo del Sucesor de Pedro metido en la trama, y este dedo valdría para esta cruzada tanto como los Urbanos II y San Bernarndos de la cristiandad”.3

“¿Queréis revolucionar a Italia?, añaden estos emisarios del infierno: pues buscad al Papa cuyo retrato acabamos de dar. Marche el clero bajo nuestra bandera, creyendo marchar constantemente bajo la dirección de las Llaves apostólicas. ¿Queréis que desaparezca hasta el último vestigio de tiranos y opresores? Tended vuestras redes en las sacristías, seminarios y conventos; y si no os precipitáis, os prometemos una pesca milagrosa; pescaréis una Revolución revestida de tiara y manteo que marchará con cruz y estandarte, una Revolución que por poco que se la estimule hará arder las cuatro partes del mundo”.4 ¡Cómo comprenden instintivamente que todo descansa en el Papa!

Lo que consuela es verlos confesar con despecho que no han podido hincar el diente en el Sagrado Colegio, ni en la Compañía de Jesús. “Todos los Cardenales han escapado de nuestras redes, de nada han servido contra ellos las adulaciones mejor combinadas: ni un solo miembro del Sagrado Colegio ha caído en el lazo”.

“Con los Jesuitas se han malogrado también nuestros planes. Desde que conspiramos, ha sido imposible atraernos un Ignaciano, y convendría saber la causa de esta obstinación tan unánime; ¿por qué no hemos podido nunca encontrar en ninguno de ellos las aberturas de su coraza”. Añaden piadosamente. “ No tenemos Jesuitas con nosotros, pero nos es fácil decir y hacer decir que contamos con algunos, y esto producirá el mismo efecto”.

La mentira y la calumnia.- Satanás es el padre de la mentira, pater mendacii. La primera revolución se hizo por una mentira. Eritis sicut dii. Como hijas de aquella, todas las demás se forjan por el mismo procedimiento; cuanto más graves son, más mienten. Y es cosa averiguada que en nuestros días las mentiras, las hipocresías, los sofismas tejidos contra la Iglesia con arte infernal, corren entre nosotros en mayor número que los átomos en el aire. ¿De dónde proceden? Escuchad a la Revolución:

“Los sacerdotes son gentes de buena fe; mostradlos como pérfidos y desconfiados. Las masas siempre han sido propensas a creer todos los errores y necedades. Engañadlas¸ les gusta ser engañadas”. 1

“Poco nos queda qué hacer con los Cardenales viejos y los Prelados de carácter decidido. Saquemos de nuestros depósitos de popularidad o impopularidad las armas que han de inutilizar o hacer ridículo su poder. Un mote que se inventa con habilidad, y que con maña se esparece entre ciertas familias honradas, para que de ahí baje a los cafés, y de los cafés a las calles; una palabra basta a veces para matar a un hombre. Si donde estuvieseis llegase un Prelado para ejercer alguna función pública. Tratad de conocer desde luego su carácter, sus antecedentes, sus cualidades, y sobre todo sus defectos. Rodeadle de cuantos lazos podáis tenderle, creadle una de aquellas reputaciones que espantan a los niños y a las viejas; pintadlo cruel y sanguinario; referid algunos rasgos de tiranía que fácilmente queden grabados en la memoria del pueblo. Cuando los periódicos extranjeros recojan por nuestro medio estas relaciones, que embellecerán a su vez, indispensablemente por respeto a la verdad, enseñad, o mejor dicho, haced ver por medio de algún imbécil respetable (aviso a los pregoneros de escándalos religiosos), mostrad esos periódicos en que se refieren  los hombres y los excesos supuestos  de estos personajes. Del mismo modo que Francia e Inglaterra, no dejará Italia de tener plumas bien cortadas para las mentiras útiles a la buena causa (¡aviso a los periodistas!). Con un periódico en la mano, el pueblo no necesita otras pruebas. Se encuentra en la infancia del liberalismo, y cree en los liberales”.1 El viejo Voltaire queda ya atrás en este punto.

La Francmasonería.- La traición siempre viene de la propia casa. 

La francmasonería se despepita para hacernos creer que es la sociedad filantrópica más inocente y sencilla de cuantas existen. Pues ahí tenéis la Revolución que con harta ligereza nos revela su verdadero carácter.

“Cuando hayáis imbuido en algunas almas la aversión a la familia y a la religión (y lo uno sigue siempre muy de cerca  a lo otro), decid como al descuido algunas palabras que hagan nacer el deseo de ser afiliado a la logia masónica más cercana. Esta vanidad del ciudadano y del burgués en afiliarse a la francmasonería, es tan común y universal, que me admira la estupidez humana. El ser miembro de una logia y sentirse llamado a guardar un secreto que nunca se le confía, lejos de su mujer e hijos, es una delicia y una ambición para ciertos hombres. Las logias son un lugar de depósito, una especie de vivero, un centro que es preciso atravesar antes de llegar a nosotros. La falsa filantropía es bucólica y gastronómica; pero esto tiene un objeto, que es preciso impulsar sin descanso. Vaso en mano es muy fácil hacerse dueño de la voluntad, de la inteligencia y aun de la libertad de un hombre. Entonces se dispone de él, se le mueve a voluntad, se le estudia, se adivinan sus inclinaciones y sus tendencias, y cuando llega a la madurez que necesitamos, se le dirige hacia la sociedad secreta, de la que la francmasonería sólo es la antesala y aun mal alumbrada”.

“Con las logias contamos en gran parte para engrosar nuestras filas, pues ellas forman, sin sospecharlo, NUESTRO NOVICIADO PREPARATORIO. Hablan sin cesar acerca de los peligros del fanatismo, acerca de la dicha de la igualdad social, y sobre los grandes principios de la libertad religiosa. Lanzan, entre orgías, tremendos anatemas contra la intolerancia y la persecución.

Es más de lo que necesitamos para formarnos adeptos. Un hombre lleno de estas ideas no está lejos de nosotros. En esto estriba toda la ley del progreso social; no os canséis en buscar en otra parte. Pero no os quitéis nunca la máscara; dad vuelta alrededor del rebaño católico, y, como buenos lobos, coged al paso el primer cordero que se os presente con las condiciones requeridas”.1

Las mismas logias masónicas se encargan de confirmar estas apreciaciones, y nos hacen tocar con el dedo la perversidad de esta poderosa institución que se dice tan inofensiva. “Si la masonería, decía muy recientemente uno de su principales venerables, debiera encerrarse en el estrecho círculo que se le quiere trazar, ¿de qué serviría organización vasta y el inmenso desarrollo que se la ha dado?... La hora del peligro ha llegado, es inmenso; preciso es obrar... Por todas partes se organiza el enemigo... La hidra monacal (la jerarquía católica), tantas veces horribles cabezas. En vano, con el siglo XVIII, nos lisonjeamos de haber vencido al infame; el Infame renace más rapaz y hambriento que nunca. Es preciso levantar allar contra allar, en enseñanza contra enseñanza”. En fin, los caballeros masones hacen el juramento “de reconocer y mirar siempre con horror a los reyes ya los fanáticos religiosos, como azotes de los desgraciados y del mundo”. Todo lo dicho está sacado de discursos oficiales, pronunciados en estos últimos años por los grandes maestros y venerables en reuniones numerosas, “en las que se tranquilizaron las conciencias, y se dijo muy alto lo que se pensaba interiormente”.

¿Compréndese ahora por qué la Santa Sede condena la francmasonería, y por qué está prohibido el afiliarse a ella bajo pena de excomunión?

Explotación de los príncipes.- La Revolución trata de atraerse a los príncipes para poder minar más eficazmente con su concurso la monarquía y la Iglesia. La misma Venta suprema se lo dice a ellos y a nosotros.

“La clase media nos conviene, pero el príncipe mucho más aún. La Venta suprema desea que bajo cualquier pretexto se introduzca en las logias masónicas el mayor número posible de príncipes y ricos. Los príncipes de casas reinantes que no tienen esperanza de ser reyes por la gracia de dios, quieren serlo por la gracia de una revolución. Tanto en Italia como en otras partes, hay muchos de éstos que desean ser admitidos a los modestos honores de mandil y paleta simbólica. Otros están desheredados y proscriptos. Adulad a esos ambiciosos de popularidad, ganadlos para la francmasonería. La Venta suprema verá más adelante el uso que puede hacer de ellos para la causa del progreso. Un príncipe que no espera reinar, es una gran conquista para nosotros, y de éstos hay muchos. Hacedlos francmasones, y servirán de reclamo a los necios, a los intrigantes, a los ciudadanos y a los necesitados. Estos príncipes harán nuestro negocio, creyendo trabajar en el suyo. Es un aliciente magnífico, y siempre se encuentran necios dispuestos a comprometerse por servir en una conspiración, cuyo sostén parece ser un príncipe cualquiera”1

El protestantismo.- He aquí otro poderoso auxiliar, cuyo concurso fraternal es ensalzado por los jefes de la Revolución. 

¿Qué es en efecto, el protestantismo, sino el principio práctico de rebeldía contra la autoridad de la Iglesia y de Jesucristo? En nombre de un falso principio religioso se socava un verdadero principio religioso, el único verdadero Cristianismo, la única verdadera Iglesia, y fomenta el orgullo y la desobediencia, el desorden y la anarquía. ¿Qué más necesita la Revolución, la grande rebelión universal, para armar y favorecer la propaganda protestante?

“El mejor medio de descristianizar la Europa, escribía Eugenio Sué, es protestantizarla”.

“La sectas protestantes son las mil puertas abiertas para salir del Cristianismo”, añade Edgard Quinet.

Y después de indicar la necesidad de acabar con toda religión se expresó así:

“Para llegar a este fin, dos caminos tenéis abiertos delante de vosotros. Podéis atacar, al mismo tiempo que al catolicismo, a todas las religiones del mundo, y principalmente a las sectas cristianas; pero en este caso, tendréis contra vosotros al universo entero. Por el contrario, si os armáis con todo lo que es opuesto al Catolicismo, principalmente con todas la sectas cristianas que le mueven guerra, añadiendo la fuerza impulsiva de la Revolución francesa, pondréis al Catolicismo en el peligro más grande que haya corrido jamás.

“Por esto me dirijo a todas las creencias, a todas las religiones que han luchado contra Roma; todas ellas quieran o no, están en nuestras filas, puesto que en el fondo su existencia es tan inconciliable como la nuestra con la dominación de Roma.

“No sólo Rosseau, Voltaire, Kant, están con nosotros, contra la opresión eterna, sino también Lutero, Zwinglio, Calvino, etc., toda la legión de espíritus, que combaten con su tiempo, con sus pueblos, contra el mismo enemigo  que nos cierra el paso.

“¿Qué más lógico en el mundo que reunir en un solo haz y para una misma lucha las revoluciones que han aparecido en el mundo de tres siglos acá; para consumar la victoria sobre la Religión de la edad media?

“Si el siglo XVI arrancó la mitad de Europa a las cadenas del Papado, ¿es acaso exigir demasiado del siglo XIX que acabe la obra medio consumada?”

Destruir el Cristianismo, “superstición caduca y perniciosa”, tal es el fin reconocido de la liga infernal en que, quieran o no, están envueltos los protestantes, por la sola razón de serlo. Destruir el cristianismo, tal es la táctica que adopta la Revolución con esperanza de buen éxito.

¿Qué os parece, lectores míos? ¿Es la Revolución una casa grande y noble? ¿Merece nuestras simpatías? ¿Puede conciliarse su obra con la fe del cristianismo? ¿Es acaso calumniarla si se la anatematiza como detestable y satánica?

Tertuliano decía ya del Cristianismo: “Lo único que teme es no ser conocido”. La Revolución dice lo contrario: “Lo que temo es la luz”. Esta le arrebata, no solo a todos los hombres religiosos, sino también a los que presumen de honrados.

(2) LA REVOLUCIÓN - Monseñor De Segur.


IV

Quién es el verdadero padre de la Revolución y cuándo nació ésta.

Hay en la Revolución un misterio, misterio de iniquidad que los revolucionarios no pueden comprender, porque sólo la fe puede explicarlo, y a ellos les falta fe.

Para comprender la Revolución, es preciso remontarse hasta el padre de toda rebeldía, el primero que se atrevió a decir y tendrá la osadía, de repetir hasta la consumación de los siglos: Non serviam: “No obedeceré”.

Sí; el padre de la Revolución es Satanás. Es obra suya, comenzada en el cielo, y que viene perpetuándose entre los hombres de siglo en siglo. El pecado original, por el cual nuestro padre Adán se rebeló asimismo contra Dios, introdujo en el mundo, no precisamente la Revolución, pero sí el espíritu de orgullo y de rebeldía, que es su principio: y desde entonces el mal fue aumentando de día en día hasta la aparición del Cristianismo, que lo combatió y obligó a retroceder.

El Renacimiento pagano, más tarde Lutero y Calvino, y en fin, Voltaire y Rousseau, reanimaron el poder maldito de Satanás, su padre; y este poder, favorecido por los excesos del cesarismo, recibió en los principios de la Revolución francesa una especie de consagración, una constitución que no había tenido hasta entonces, y que hace decir con justicia que la Revolución nació en Francia en 1789. “La Revolución francesa, decía en 1793 el feroz Babeuf, no es más que la precursora de otra revolución mucho más grande, mucho más solemne, y que será la última”. Esta revolución suprema y universal que llena ya el mundo, es la Revolución. Por primera vez, después de seis mil años, ha tenido la osadía de tomar a la faz del cielo y de la tierra su verdadero y satánico nombre: la Revolución; esto es, la gran rebeldía.

Tiene por lema, como el demonio, el famoso Non serviam. Es satánica en su esencia, y aspirando a derribar todas las autoridades tiene por fin postrero la destrucción total del reinado de Jesucristo en la tierra. La Revolución, no hay que olvidarlo, la Revolución, es ante todo, un misterio de orden religioso, es el Anticristianismo, como lo hizo constar en su Encíclica de 8 de Diciembre de 1849 el soberano Pontífice Pío IX: “La Revolución es inspirada por el mismo Satanás. Su objeto no es otro que destruir completamente el Cristianismo y reconstruir sobre sus ruinas el orden social del paganismo”. Aviso solemne confirmado al pie de la letra por la Revolución misma. “Nuestro objeto final, dice la Instrucción secreta de la Venta suprema, es el mismo de Voltaire y de la Revolución francesa: el aniquilamiento completo del Catolicismo y hasta de la idea cristiana”.


V

¿Quién es el anti-revolucionario por excelencia?

Nuestro Señor Jesucristo en el cielo, y en la tierra el Papa, su Vicario.

La historia del mundo es la historia de la lucha gigantesca entre los dos jefes de ejército: de una parte, Jesucristo con su santa Iglesia; de la otra, Satanás con todos los hombres que pervierte y reúne bajo la maldita bandera de la rebelión. El combate ha sido terrible en todos los tiempos, y nosotros vivimos en una de sus épocas más peligrosas, que es la de la seducción de las inteligencias y organización de lo que ante Dios no es más que desorden y mentira.

El Papa y la Iglesia, ahora como siempre, se encuentran en la brecha defendiendo la verdad y la justicia, aborrecidos de muerte por los revolucionarios de toda clase, cuyas tramas y proyectos perversos descubren y desconciertan.

Estando para morir, exponía claramente un ilustre Prelado, no ha mucho tiempo de la Revolución contra el Soberano Pontífice. “ El Papa, escribía con mano trémula, tiene un enemigo: la Revolución; enemigo implacable cuyo furor no pueden mitigar los mayores sacrificios y con el cual no hay transacción posible. Al principio sólo pedía reformas; hoy ya no le bastan éstas. Desmembrad la soberanía temporal de la Santa Sede; mutilad la obra admirable que Dios y la Francia establecieron hace más de mil años; arrojad pedazo a pedazo, en manos de la Revolución, todo el patrimonio de San Pedro, y ni con esto habréis satisfecho ni desarmado a la Revolución. La ruina de la existencia temporal de la Santa Sede, más que un fin es un medio para llegar a una destrucción mayor. Lo que se quiere aniquilar es la existencia de la Santa Sede y de la Iglesia, y de tal manera, que ni aún quede de ella vestigio. ¿Qué importa, al fin y al cabo, que la débil denominación cuyo asiento está en Roma y en el Vaticano, quede circunscrita a límites más o menos estrechos? ¿Qué importan Roma y el Vaticano? Mientras que haya sobre la tierra o debajo de ella, en un palacio o en una mazmorra, un hombre ante quien se prosternen doscientos millones de hombres como en presencia del representante de Dios, la Revolución perseguirá a Dios en este hombre. Y si en esta guerra impía no os afiliáis con resolución en el partido de Dios contra la Revolución; si capituláis, los medios con los cuales intentéis contenerla o moderarla, no servirán sino para dar fuerza a sus ambiciones sacrílegas y para alentar más y más sus salvajes esperanzas. Fuerte por vuestra misma debilidad, contando con vosotros, como con sus cómplices, o mejor dicho, sus esclavos, os obligará a seguirla hasta el término de sus abominables empresas. Después de arrancaros concesiones que consternarán al mundo, todavía os exigirá otras que espantarán vuestra conciencia.

“Nada exageramos al hablar así. La Revolución, considerada, no en lo accidental, sino en lo que constituye su esencia, es una cosa con la que nada hay que pueda compararse en la serie de revoluciones por las cuales ha pasado la humanidad desde el origen de los tiempos, y que vemos desarrollarse en la historia del mundo.

“La Revolución es la insurrección más sacrílega que ha podido armar la tierra contra el cielo; es el esfuerzo más titánico que haya intentado el hombre, no sólo para separarse de Dios, sino para ponerse en lugar de Dios”.

La Revolución no ataca al Papa-Rey sino para acabar más seguramente con el Papa-Pontífice. Comprende, como nosotros, que el Papa-Rey es el Papa materialmente independiente e inviolable; y el Papa inviolable es el Papa libre para decir toda la verdad y fulminar su anatema contra los usurpadores y los déspotas, sea cual fuere su poder y jerarquía. La Revolución, que bajo la máscara de libertad e igualdad, no es, en suma, sino el despojo y el despotismo, no puede tolerar la soberanía pontificia, cuya existencia es para ella cuestión de vida o muerte.

El Papa, Vicario de Jesucristo es, pues, el enemigo nato de la Revolución. Los Obispos fieles y los sacerdotes formados según el corazón de Dios, comparten con él esta gloria y este peligro. Viven en medio de los hombres como personificación de la Iglesia y de la ley de Dios; y, por lo mismo, son el blanco del odio revolucionario. El despojo del dominio temporal sería el golpe postrero dado a la última raíz, que, por la propiedad, liga a la Iglesia al suelo de Europa. En 1820 decía a el señor de Bonald: “La religión pública está perdida en Europa sin no tiene propiedad; la Europa está perdida sin no tiene religión pública”.

“Es preciso descatolizar el mundo, escribe uno de los jefes de la Venta Suprema de la alta Italia; para ello basta conspirar contra Roma; la Revolución en la Iglesia es la Revolución permanente, y la destrucción segura de los tronos y dinastías. No se confunda con otros proyectos la conspiración contra la Sede romana”.

Los verdaderos católicos, fieles discípulos de Jesucristo, agrúpanse alrededor del Papa, de los Obispos y de los sacerdotes, para “combatir el buen combate y conservar la fe”. Cada uno se esfuerza en rechazar al enemigo y hacer triunfar la buena causa por medio de las obras buenas, por la oración, la palabra y la polémica, y en fin, por todos los medios legítimos de influencia, formando así el y, al mismo tiempo, imponente ejército de Jesucristo. El gigante revolucionario se promete aplastarlo, como en otro tiempo Goliat enfrente de David; pero Dios está con nosotros, y nos dice: “No temáis, pequeña grey, porque es voluntad de vuestro Padre daros la victoria”. Marchemos, pues, y tengamos valor.

Jóvenes, tenéis señalado vuestro puesto en nuestras filas. Apresuraos, corred y traed a vuestro divino Maestro el óbolo de vuestra fidelidad naciente. En tiempos como los presentes, todo cristiano debe ser soldado, y Jesús, al reunirnos bajo la sagrada bandera de su Iglesia, nos dice: Qui non est meccum, contra me est: “Quien no está conmigo, está contra Mí”. (Luc. XI. 23),


VI

¿Hay conciliación posible entre la Iglesia y la Revolución?

No; como no la hay entre el bien y el mal, la vida y la muerte, la luz y las tinieblas, el cielo y el infierno. Veámoslo:

“La Revolución, decía poco ha una logia italiana de carbonarios, en un documento secreto, sólo es posible con una condición: la desaparición del Papado; mientras que Roma exista, toas las conspiraciones del extranjero y las revoluciones de Francia no tendrán sino resultados muy secundarios. Aunque débiles como poder temporal, los Papas tienen todavía fuerza moral inmensa. Contra Roma, pues, deben dirigirse todos los esfuerzos de los amigos de la humanidad. Con tal de destruirla, todos los medios son buenos. Una vez derribado el Papa, caerán por sí mismos los demás monarcas”.

“Es preciso, dice por su parte Edgar Quinet, que caiga el Catolicismo. ¡No hay tregua para el Injusto! No queremos únicamente refutar el papismo, sino extirpalo; y no sólo extirparlo, sino hundirlo en el fango”. “En nuestros consejos está decidido, dice la Venta suprema, no más cristianos”. Ya había dicho antes Voltaire:  “¡Aplastemos al INFAME!” y Lutero “¡Lavemos nuestras manos en su sangre!”

La Iglesia proclama los derechos de Dios como principio tutelar de la moralidad; la Revolución no habla sino de los derechos del hombre, y constituye una sociedad sin Dios. La Iglesia toma como base la fe y los deberes cristianos: la Revolución prescinde del Cristianismo; no cree en Jesucristo, se separa de la Iglesia y se forja no sé que deberes filantrópicos, cuyo cumplimiento sin sanción divina, se espera del orgullo del hombre de bien y del miedo a la policía. La Iglesia enseña y sostiene los principios del orden, de autoridad, de justicia; la Revolución los combate, y con el desorden y la arbitrariedad constituye lo que se atreve a llamar el derecho nuevo de las naciones; la civilización moderna.

El antagonismo es completo entre la obediencia y la rebeldía, entre la fe y la incredulidad, ninguna conciliación, transacción, ni alianza es posible. 1 Quede bien impreso en vuestra memoria: la Revolución odia todo lo que no ha creado, y destruye todo lo que odia. Si le entregáseis hoy el poder absoluto, a pesar de sus protestas, sería mañana lo que fue ayer y lo que será siempre: la guerra a muerte contra la religión, la sociedad y la 2familia. Y no diga que hablando así la calumniamos, ahí están sus palabras y sus obras para probarlo. Recordad lo que hizo en 1791 y 93 cuando fue dueña del poder.

En esta lucha uno de los dos partidos quedará vencido tarde o temprano, y éste será el de la Revolución. Puede ser que parezca triunfar por algún tiempo; podrá ganar victorias parciales, primero, porque la sociedad, de cuatro siglos acá, ha cometido en toda Europa enormes faltas que le atraen un justo castigo; y luego, porque el hombre es siempre libre, y la libertad, aún cuando se abuse de ella, constituye un gran poder. Pero tras el Viernes Santo viene siempre el Domingo de Pascua; y el mismo Dios, verdad infalible, ha dicho al Jefe visible de su Iglesia: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y  los poderes del infierno no prevalecerán contra ella”.



VII

¿Cuáles son las armas de la Revolución?

La Revolución misma lo ha dicho y probado repetidas veces: “Para combatir a los príncipes y a los beatos, todos los medios son buenos: todo está permitido para anonadarlos: la violencia, la astucia, el fuego y el hierro, el veneno y el puñal: el fin santifica los medios”2 Con objeto de atraer a todo el mundo a su causa, se hace de todo para todos. A fin de pervertir a los cristianos y extirpar el espíritu católico, se sirve de la educación, que falsea; de la enseñanza, que emponzoña; de la historia, que falsifica; de la prensa, de que hace el uso que todos sabemos; de la ley, con cuyo manto se cubre; de la política, a la que inspira; y por fin, hasta su apariencia para seducir a las almas. Se sirve de las ciencias, y encuentra medio de rebelarlas contra el Dios de las ciencias; se sirve de las artes, y éstas bajo su letal influencia, producen la perversión de las costumbres públicas y la deificación de la sensualidad.

A Satanás, con tal que logre su objeto, poco le importan los medios. No es tan delicado, como se cree, ni tampoco lo son sus amigos.

Sin embargo puede decirse que el carácter principal de los ataques de la Revolución contra la Iglesia es el de la audacia para mentir. Por la mentira disminuye el respeto al Papado; vilipendia a los Obispos y sacerdotes; bate en brecha las instituciones católicas más venerandas, y prepara la ruina de las sociedades. Por la mentira cínica y perseverante fascina y seduce a las masas, siempre poco instruidas y menos acostumbradas a sospechar  de la buena fe de sus aduladores. De mil personas seducidas por la Revolución, novecientas noventa y nueve son víctimas de esta táctica odiosa y maldita. ¡Miserables seductores de los pueblos, que ponen al servicio de la mentira las energías que Dios les concediera para hacer el bien en la sociedad! Hijos de la Revolución, no temen llamar mal al bien, y bien al mal; sobre ellos cae aquel terrible anatema; Vae qui dictis malum bonum el bonum malum! Vae genti insurgente super genus deum! “¡ Ay de la raza que se levanta contra mis hijos!”

Pero ¿es posible que la Revolución sea tan perversa? ¿Es cierto que conspira de tal suerte contra Dios y contra los hombres? Escuchad sus propias confesiones; oíd sus proyectos dignos del infierno.

(1) LA REVOLUCIÓN - Monseñor De Segur


LA REVOLUCIÓN

I

La Revolución.- Lo que no es.

    Palabra es ésta muy elástica, y abusase a cada paso de ella para alucinar las inteligencias de los hombres.

    Revolución, en general, es cualquier cambio radical en las costumbres, ciencias, artes o letras, y sobre todo, en la legislación y en el gobierno de las sociedades. En religión y en política es el completo triunfo de un principio subversivo de todo el antiguo orden social.

La palabra Revolución se toma por lo regular en mal sentido: esta regla, sin embargo, tiene excepciones. Así se dice: “El cristianismo causó una gran revolución en el mundo, y esta revolución fue muy provechosa”. Lo mismo se dice: “Ha estallado en tal o cual país una revolución que lo ha pasado todo a sangre y fuego”. También esto es revolución, pero muy mala.

Hay diferencia esencial entre una revolución y lo que desde hace un siglo se llama LA REVOLUCIÓN. En todos tiempos ha habido en la sociedad humana revoluciones, mientras que la Revolución es fenómeno del todo moderno.

Creen muchos (porque así lo dicen en los periódicos) que todos los adelantos en industria, comercio, bienestar; que todas las invenciones modernas en artes y ciencias de sesenta años acá, se deben a la Revolución; que sin ella no tendríamos telégrafos, ni ferrocarriles, ni vapores, ni máquinas, ni ejércitos, ni instrucción, ni gloria; en una palabra, que sin la Revolución todo estaría perdido, y que el mundo caería nuevamente en las tinieblas.

Nada más falso. Si en tiempo de la Revolución se ha realizado algún progreso, no ha sido obra suya. El gran sacudimiento que ha impreso al mundo entero habrá precipitado sin duda en algunos casos el desarrollo de la civilización material; pero en cambio, en muchos otros lo han hecho abortar. La Revolución, considerada en sí misma nunca ha sido el principio de progreso alguno.

Tampoco ha sido, como se nos quiere hacer creer, la libertad de los oprimidos, la supresión de abusos inveterados, el mejoramiento y progreso de la humanidad, la difusión de luces y conocimientos, la realización de todas las aspiraciones generosas de los pueblos, etc.; y de esto nos convenceremos cuando a fondo la conozcamos.´

Ni es la Revolución el grande hecho histórico y sangriento que trastornó a Francia y aun a Europa al concluir el último siglo. Este hecho sólo fue un fruto, un producto de la Revolución, que en sí es mas bien una idea, un principio, que un hecho. Es muy importante no confundir estas cosas.

¿Qué es, pues, la Revolución?


II

Qué es la Revolución, y cómo es cuestión religiosa más aún que política y social.

La Revolución no es cuestión meramente política, sino también religiosa; y bajo este punto de vista únicamente hablo aquí de ella. La Revolución es no solamente una cuestión religiosa, sino la gran cuestión religiosa de nuestro siglo. Para convencerse de ello, basta precisar las ideas y reflexiones.

Tomada en su sentido más general, la Revolución es la REBELDÍA erigida en principio y en derecho. No se trata del mero hecho de la rebelión, pues en todos tiempos la ha habido: se trata del derecho, del principio de rebelión elevado a regla práctica y fundamento de las sociedades; de la negación sistemática de la autoridad legítima; de la apología de la misma; de la consagración legal del principio de toda rebelión. Tampoco es la rebelión del individuo contra su legítimo superior: esto se llama desobediencia; es la rebelión de la sociedad como sociedad; el carácter de la Revolución es esencialmente social y no individual.

Hay tres grados en la Revolución:

1º. La destrucción de la Iglesia como autoridad y sociedad religiosa, protectora de las demás autoridades y sociedades; en este grado, que nos interesa directamente, la Revolución es la negación de la Iglesia, negación erigida en principio y fórmula como derecho; la separación del la Iglesia y el Estado, con el fin de dejar a éste descubierto, quitándole su apoyo fundamental.

2º. La destrucción de los tronos y de la legítima autoridad política, consecuencia inevitable de la destrucción de la autoridad católica. Esta destrucción es la última expresión del principio revolucionario de la moderna democracia, y de lo que se llama hoy día la soberanía del pueblo.

3º. La destrucción de la sociedad, esto es, de la organización que recibió de Dios: o sea la destrucción de los derechos de la familia y de la propiedad, en provecho de una abstracción que los doctores revolucionarios llaman el Estado. Es el socialismo, la última palabra de la Revolución, la última rebelión, destrucción del último derecho. En este grado, la Revolución es, o más bien sería, la destrucción total del orden divino en la tierra, y el reinado completo del demonio en el mundo.

Claramente formulada primero por J. J. Rousseau, y después en 1789 y 1793 por la Revolución francesa, la Revolución se mostró desde su origen, enemiga implacable del Cristianismo. Sus furiosas persecuciones contra la Iglesia recuerdan las del paganismo. Ha dado muerte a obispos, asesinado sacerdotes y católicos, cerrado o destruido templos, dispersado las Ordenes religiosas, y arrastrado por el fango las cruces y reliquias de los Santos. Su rabia se ha extendido por toda Europa; ha roto todas las tradiciones, y hasta ha llegado a creer por un momento que había destruido el Cristianismo, al que ha llamado con desprecio: antigua y fanática superstición.

Sobre todas esas ruinas ha levantado un nuevo régimen de leyes ateas, de sociedades sin religión, de pueblos y de reyes absolutamente independientes. Desde hace un siglo ya dilatándose más y más; crece y se extiende en el mundo entero, destruyendo en todas partes la influencia social de la Iglesia, pervirtiendo las inteligencias, calumniando al clero, y minando por su base todo el edificio de la fe.

Desde el punto de vista religioso, la Revolución puede definirse del modo siguiente: Negación legal del reinado de Jesucristo en la tierra, destrucción social de la Iglesia.

Combatir la Revolución es, por lo tanto, un acto de fe, un deber religioso de la mayor importancia, y además, de buen ciudadano y hombre de bien, pues así se defiende la patria y la familia. Si los partidos políticos de buena fe y que conservan su honra, la combaten desde sus puntos de vista, nosotros los cristianos debemos combatirla desde los nuestros, que son mucho más elevados, pues defendemos aquello que amamos más que la propia vida.



III

La Revolución, hija de la incredulidad.

Basta saber, para juzgar a la Revolución, si cree o no en Jesucristo. Si Cristo es Dios hecho hombre, si el Papa es su Vicario, si la Iglesia es obra suya y es su enviada claro está que tanto las sociedades como los individuos deben obediencia a los mandamientos de la Iglesia y del Papa, que son mandatos del mismo Dios. La Revolución, que establece como principio la independencia absoluta de las sociedades respecto de la Iglesia, es decir, la separación de la Iglesia y del Estado, declara con eso sólo,  que no cree en el Hijo de Dios, y está ya juzgada de antemano según el Evangelio.

Resulta, pues, que la cuestión revolucionaria es, en definitiva, una cuestión de fe. El que crea en Jesucristo y en la misión de su Iglesia no puede ser revolucionario, si es lógico; y cualquiera incrédulo o protestante dejará de ser lógico si no adopta el principio apóstata de la Revolución, y no combate a la Iglesia bajo su bandera; puesto que si la Iglesia católica no es divina, usurpa de un modo tiránico los derechos del hombre.

Jesucristo, ¿es Dios? ¿Le pertenece todo poder en el cielo y sobre la tierra? Los Pastores de la Iglesia y el Sumo Pontífice a su cabeza, ¿tiene por derecho divino y por orden misma de Jesucristo la misión de enseñar a todas las naciones y a todos los hombres lo que es preciso hacer o evitar para cumplir la voluntad de Dios? ¿Existe un solo hombre, príncipe o súbdito; existe una sola sociedad que tenga el derecho de rechazar esta enseñanza infalible, o de sustraerse a esta alta dirección religiosa? Ahí está todo. Es esta una cuestión de fe, de Catolicismo.

El Estado debe obedecer a Dios vivo, lo mismo que la familia y el individuo. Es cuestión de vida, tanto para el uno como para el otro.

lunes, 16 de enero de 2012

SOBRE EL MODO CORRECTO DE ARGUMENTAR


(Presentamos un texto del licenciado en filosofía Néstor Martínez, uruguayo. En él, se nos explica de manera clara y detallada la forma correcta de proceder en nuestras argumentaciones cuando estamos tratando de explicar nuestras tesis o cuando queremos refutar las tesis de alguien más. El texto es un poco extenso, pero es de un gran valor si queremos aprender a argumentar de una manera correcta y precisa.)

Hemos tomado el texto de: http://infocatolica.com/blog/praeclara.php/1110210341-sobre-el-intercambio-de-argum
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"En este “post” hacemos el intento de explicar cómo es la discusión filosófica. Por lo demás, para muchos diremos cosas resabidas y arquielementales.

En toda discusión hay una tesis, es decir, una proposición que afirma o niega algo, y hay dos bandos, los partidarios y los adversarios de la tesis. Los partidarios argumentan a favor de la tesis, los adversarios, en contra.

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La tesis es una proposición, es decir, un discurso que afirma o niega algo y que por tanto puede ser verdadero o falso. Por el principio de no contradicción, no puede ser verdadera y falsa al mismo tiempo y en el mismo sentido, y por el principio de tercero excluido, no es posible que no sea ni verdadera ni falsa.

En efecto, el principio de no contradicción tiene ante todo una formulación ontológica: “Una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido”, de la que se sigue su formulación lógica: “Dos proposiciones contradictorias no pueden ser ambas verdaderas”, porque, en efecto, si son contradictorias, es que una dice que algo es, y otra dice que ese algo no es (al mismo tiempo y en el mismo sentido).

Y el principio de tercero excluido tiene una formulación ontológica: “Algo es o no es”, de la que se sigue su formulación lógica: “Dos proposiciones contradictorias no pueden ser ambas falsas”, por la misma razón.

De estos dos principios se sigue que dadas dos proposiciones contradictorias, una de ellas es verdadera y la otra falsa. Esto es lo que está supuesto en toda discusión: cuál de las dos proposiciones contradictorias es la verdadera.

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Las proposiciones pueden ser categóricas o hipotéticas. Son categóricas las que tienen sujeto y predicado, como “El hombre es mortal”, son hipotéticas las que se componen de otras proposiciones, como “Si llegamos a tiempo, vemos la película”. Para proposiciones que constan de 2 componentes, hay 16 formas posibles de proposiciones hipotéticas, algunas de las más conocidas son la condicional, que es el ejemplo que acabamos de dar, la conjuntiva: “Llueve y hace frío”, la disyuntiva: “Habrá un jefe o las cosas estarán mal ordenadas”.

Las proposiciones pueden ser evidentes o inevidentes. La evidencia es la clara manifestación de la cosa misma al sujeto. Así definida, la evidencia es necesariamente verdadera, porque la “verdad” es la “adecuación entre la inteligencia y la realidad".

Las proposiciones que son evidentes, a su vez, pueden depender para su evidencia de la inteligencia o de los sentidos. Las proposiciones cuya evidencia depende de la inteligencia, manifiestan su verdad con sólo comprender los términos que las componen, por ejemplo: “El círculo cuadrado no existe”.

Aquellas cuya evidencia depende de los sentidos, son las proposiciones “verificables”, cuya verdad se conoce por la intuición sensible inmediata. Por ejemplo: “Hoy llueve”.

Las proposiciones evidentes no se pueden demostrar ni hace falta, precisamente porque son evidentes. Sí se las puede defender mostrando que su negación implica contradicción, es decir, por el absurdo. Por ejemplo, el que niega el principio de no contradicción, parte de la base de que no es lo mismo afirmarlo que negarlo, y esto a su vez supone que “ser verdadero” no es ni puede ser lo mismo que “no ser verdadero”.

Sobre lo evidente, entonces, no se discute, salvo para defenderlo por el absurdo, como se ha dicho.

Las proposiciones evidentes pueden ser necesarias, es decir, no sólo son verdaderas, sino que no pueden ser falsas, como por ejemplo el principio de no contradicción: “una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y en el mismo sentido”, o contingentes, que pueden ser verdaderas o falsas, como “Sócrates está sentado”.

Están también las proposiciones que no pueden ser verdaderas, como las contradictorias o las que afirman algo imposible.

Las proposiciones contingentes, como “Sócrates está sentado”, sólo se pueden demostrar por la experiencia, en ese sentido, son “verificables”.

En cuanto a las proposiciones necesarias, hay que distinguir el caso de las proposiciones categóricas y el de las hipotéticas.

En el caso de las proposiciones categóricas, si son necesarias, es porque el predicado está formalmente o virtualmente contenido en el sujeto. “Formalmente” contenido en el sujeto quiere decir que el predicado es parte del significado del sujeto y que alcanza con explicar lo que el sujeto significa para que aparezca el predicado como una de sus notas. Por ejemplo: “El hombre es racional”. En ese caso la proposición es evidente.

“Virtualmente” contenido en el sujeto, quiere decir que el término en cuestión no es una nota de la comprensión del sujeto, pero se puede deducir necesariamente del mismo, mediante un razonamiento en el que se usa un tercer término que funciona como “medio”. Por ejemplo: “El hombre es mortal”. En ese caso, la proposición no es evidente, sino demostrable.

En ambos casos, la proposición es verdadera por el principio de no contradicción: el predicado ya está incluido, formal o virtualmente, en el sujeto, por lo que no se lo puede negar de ese sujeto.

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En el caso de las proposiciones hipotéticas, su verdad y su necesidad dependen de los valores de verdad de sus componentes, de un modo específico para cada una de ellas. En 14 de los 16 modos posibles (para 2 componentes) son posibles los casos falsos y los verdaderos (los otros dos casos son: “siempre verdadero” y “siempre falso”), así que ninguno de esos 14 modos posibles de proposición hipotética es necesariamente verdadero o necesariamente falso de por sí.

Pero como a su vez los componentes de una proposición hipotética pueden ser compuestos, de aquí resultan nuevas formas lógicas, algunas de las cuales sí son necesarias o contradictorias, por los solos valores de verdad de sus componentes, por ejemplo: (A ^ B) -> B (“Si se da A y se da B, entonces se da B”)

En estos casos, la verdad necesaria de estas proposiciones se demuestra atendiendo puramente a su forma, por medios puramente lógicos, por ejemplo, haciendo la tabla de sus valores de verdad, o por reducción al absurdo de su contradictoria.

Pero también puede darse el caso de que una proposición hipotética sea verdadera, no por razones formales, sino por razones materiales, por ejemplo: “Si X es hombre, X es mortal”.

En estos casos, la demostración se hace del mismo modo que en las proposiciones categóricas, es decir, deduciendo “mortal” de “hombre”, que en este caso, está virtualmente, no formalmente, contenido en él.

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Las proposiciones categóricas pueden ser universales, particulares, singulares o indefinidas, según que el sujeto se tome en toda su extensión (“Todo hombre es mortal”), en parte indeterminada de su extensión (“Algún hombre es mortal”), en parte determinada de su extensión (“Este hombre es mortal”), o que la frase no indique cómo se toma la extensión del sujeto (“El hombre es mortal”), en cuyo caso siempre será alguna de las tres anteriores, y eso deberá verse por el predicado.

A su vez las proposiciones pueden ser en materia necesaria o en materia contingente. En el primer caso, la relación entre el sujeto y el predicado es necesaria, y por tanto, son necesariamente verdaderas o necesariamente falsas, si es una relación de incompatibilidad. En el segundo caso, pueden ser verdaderas o falsas según el caso.

Ejemplo de lo primero: “El hombre es un mamífero” o “El círculo es cuadrado”. Ejemplo de lo segundo: “César cruzó el Rubicón”.

Tanto las proposiciones universales, como las particulares, o las singulares, o las indefinidas, pueden ser en materia necesaria o en materia contingente.

Las proposiciones particulares y singulares son verificables tanto si son en materia necesaria como en materia contingente. Por ejemplo: “Algún hombre es mortal”.

Las proposiciones universales son en principio al menos verificables si son en materia contingente, por ejemplo: “Todos los presentes en esta habitación son varones”. No lo son si son en materia necesaria, por ejemplo, “Todo hombre es mortal”.

La verdad de una proposición de este tipo sólo se puede demostrar por razonamiento, como se dirá enseguida.

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La demostración es el razonamiento que establece necesariamente su conclusión como verdadera. De ahí ya se sigue que no se puede demostrar lo falso.

Para que un razonamiento establezca necesariamente su conclusión como verdadera, es necesario y suficiente que las premisas sean verdaderas y la conclusión se derive lógicamente de las premisas.

La conclusión se deriva lógicamente de las premisas cuando es imposible afirmar las premisas y negar la conclusión sin contradecirse.

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El razonamiento puede ser inductivo o deductivo, y éste puede ser categórico o hipotético.

Es inductivo el razonamiento cuando va de lo particular a lo universal. Si se enumeran todos los casos particulares pertinentes, entonces es inducción completa, de lo contrario, es inducción incompleta.

En realidad, la inducción incompleta no es lógicamente válida. De “algunos” no se puede concluir “todos”. Cuando se dice que se razona por “inducción incompleta”, en realidad se está suponiendo algún principio, que hace que el razonamiento sea finalmente deductivo.

El razonamiento es deductivo cuando al menos una de las premisas es universal.

El razonamiento deductivo es categórico cuando todas las proposiciones que lo integran, premisas y conclusión, son categóricas.

Es hipotético cuando al menos una de las premisas es hipotética.

Por ejemplo:

”Todo hombre es mortal y todo griego es hombre, por tanto, todo griego es mortal”

Es categórico, mientras que

“Si todo griego es hombre, todo griego es mortal. Es así que todo griego es hombre. Por tanto, todo griego es mortal”

Es hipotético.

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De lo que se trata en el silogismo categórico es de conectar al sujeto y el predicado de la conclusión mediante un tercer término, que por eso es llamado “término medio”, y que a esos efectos no aparece en la conclusión, sino en las premisas:

“Todo A es B

Es así que todo C es A.

Por tanto, todo C es B.”

Aquí se trataba de conectar C y B, y el término medio elegido para ello fue A.

Al sujeto de la conclusión, en este caso, C, se lo llama “término menor”, porque al ser sujeto (en una proposición afirmativa) se lo afirma como incluido en la extensión del predicado, B, el cual por tanto es el “término mayor”.

A la premisa en que aparece el término mayor se la llama Premisa Mayor y se acostumbra escribirla primero que la otra, que es la que contiene el término menor y por eso se llama Premisa Menor.

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Decíamos entonces que en toda discusión hay una tesis, es decir, una proposición que afirma o niega algo, y hay dos bandos, los partidarios y los adversarios de la tesis. Los partidarios argumentan a favor de la tesis, buscando demostrarla, los adversarios, en contra, buscando refutarla.

Por eso lo primero es ponerse de acuerdo en cuál es la tesis que se discute, y para eso es necesario también definir los términos en que se formula esa proposición.

En toda discusión hay otras cosas, además, en las que se está de acuerdo por el solo hecho de discutir:

1) El principio de no contradicción, sin el cual la discusión misma no tendría sentido, porque tanto podrían ser verdaderas la tesis que se discute como su negación.

2) Por lo mismo, la falsedad del relativismo está implícita en la actitud de todo el que discute algo, incluso en la del que discute a favor del relativismo. El que participa en una discusión no acepta que la tesis que defiende o ataca pueda ser verdadera para él y no para los que discuten con él, o viceversa. Si lo aceptase, obviamente, no tendría sentido la discusión.

3) El principio de tercero excluido, que garantiza que una de las dos proposiciones contradictorias es verdadera y motiva que se busque cuál es.

4) Las leyes de la lógica en general. Son como las reglas del ajedrez para los que juegan a ese juego, con la diferencia de que las reglas del ajedrez son convencionales, las de la lógica, no.

5) La necesidad de aceptar algunas primeras verdades evidentes e indemostrables. De lo contrario, se retrocedería al infinito en el intento de demostrar una tesis cualquiera, nada sería demostrable, y por tanto, no tendría sentido discutir.

6) El principio que dice que si las premisas son verdaderas y el razonamiento es correcto, la conclusión es verdadera. Sin esto tampoco tendría sentido discutir, porque no habría forma de demostrar nada.

7) El principio general que dice que, para toda discusión filosófica, una proposición, o es evidente, o se demuestra a partir de proposiciones evidentes, o no hay porqué aceptarla.

Para las verdades basadas en el testimonio y la fe, que puede ser de orden natural, esto se entiende en el sentido de que estas verdades se basan en el hecho del testimonio, y la ciencia y veracidad del testigo, lo cual en última instancia supone verdades evidentes como por ejemplo, la existencia misma del testimonio o de los medios que lo trasmiten, y un razonamiento que permite concluir en la ciencia y veracidad del testigo, y por tanto, en la verdad de lo atestiguado.

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Esto supuesto, la discusión procede, idealmente, del modo siguiente:

1) Alguien propone una tesis. Puede ser también que se proponga una duda, pero el hecho es que la discusión va a comenzar cuando alguien opte por una de las partes de esa duda y alguien más lo contradiga. La tesis puede ser también la negación de otra tesis, o sea, la discusión puede comenzar porque alguien comienza atacando la tesis de otro.

2) Esa tesis, o es evidente, y entonces, se puede defender por el absurdo como dijimos, o no lo es, y entonces hay que demostrarla, en ambos casos hay que argumentar, y eso es lo que tiene que hacer el que propone la tesis.

3) El argumento es un razonamiento cuya conclusión es la tesis que queremos defender o demostrar. Y un “razonamiento” es una serie de proposiciones lógicamente encadenadas entre sí.

4) El adversario de la tesis puede hacer dos cosas: argumentar contra la tesis, o argumentar contra el argumento del que sostiene la tesis. En el primer caso, se trata de demostrar que la tesis en cuestión es falsa, en el segundo caso, se trata de demostrar que el otro aún no ha logrado demostrar la tesis en cuestión, lo cual no quiere decir que no sea verdadera.

5) Se argumenta contra una tesis mostrando que es contradictoria en sí misma, o que es contradictoria con otras tesis que sostiene el que la defiende, o que es contradictoria con hechos innegables, por ejemplo, demostrando la tesis contraria.

6) Se argumenta contra los argumentos, mostrando o que al menos una premisa es falsa, o que la conclusión no se deriva necesariamente de las premisas.

7) Lo que hace que una conclusión no se derive necesariamente de sus premisas es la falta contra alguna de las reglas del razonamiento deductivo.

En el caso del silogismo categórico, es decir, aquel razonamiento deductivo en que todas las premisas, y la conclusión, son categóricas, se trata de las famosas 8 reglas del silogismo.

En el caso del silogismo hipotético, se trata de que se ha empleado una forma de razonamiento que no es correcta, por ejemplo, si se razonase así: “Si llueve, hace frío. Es así que hace frío. Por tanto, llueve”.

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Por lo que tiene que ver con el silogismo categórico, es raro o no es tan común que un participante en una discusión falte contra las últimas 7 reglas. El error lógico común es el que va contra la primera regla, la que dice “Que haya tres términos”.

Y no porque alguien razone explícitamente con cuatro términos, sino porque uno de los tres términos que aparecen, se toma en dos sentidos diferentes en la misma argumentación. Por ejemplo:

“El ratón come queso. Pero el ratón es una expresión de 7 letras. Luego, una expresión de 7 letras come queso”.

Los términos aquí son “el ratón”, “algo que come queso”, y “una expresión de 7 letras”. Pero es obvio que “el ratón” aquí ha sido tomado ambas veces en sentidos diferentes.

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Por tanto, lo más común es que el que argumenta contra el argumento de otro deba hacer una de dos cosas: o bien negar una al menos de las premisas, o bien hacer una distinción entre un sentido verdadero y un sentido falso de al menos una premisa, según que uno de sus términos se tome en un sentido o en otro.

Por ejemplo, si el argumento es:

“Todo tiene causa. Pero Dios, si existe, no tiene causa. Luego, Dios no existe”.

Se puede responder negando simplemente la Mayor. No existe ningún principio que diga que “todo tiene causa”.

Pero si el argumento es:

“La causa es siempre anterior al efecto. Pero si hubiese una serie de causas simultáneas con el efecto y entre sí, ninguna de ellas sería anterior al efecto. Luego, no puede haber una serie de causas simultáneas entre sí y con su efecto”.

Se responde distinguiendo:

“Distingo la Mayor: A) Es siempre anterior al menos lógica y ontológicamente: Concedo. B) Siempre además temporalmente: Niego. Contradistingo la Menor: A) Ninguna de ellas sería temporalmente anterior al efecto: Concedo. B) Ninguna sería lógica y ontológicamente anterior al efecto: Niego. Niego por tanto la Conclusión.”

Y se explica: La anterioridad de la causa respecto del efecto es ante todo lógica y ontológica, es decir, en su concepto y en su naturaleza, porque quiere decir que el ser del efecto supone el ser de la causa, ya que depende de ella. Pero de ahí no se sigue que la causa deba ser también temporalmente anterior al efecto.

La explicación en estos casos es importante para asegurar que la distinción ofrecida no es meramente verbal.

Lo que se ha hecho con estas distinciones es lo siguiente: el término medio, para poder conectar a los extremos entre sí, debe conectarse él a cada uno de ellos. Pero eso supone que cada extremo esté “conectado” con el mismo término medio, y eso es lo que no ocurre si cada uno de ellos está relacionado con sentidos distintos de la misma palabra.

Al distinguir esos dos sentidos del término medio “anterior al efecto”, y conceder en una premisa uno de ellos, y en la otra, el otro, mostramos que si se mantiene la verdad de las premisas, no se da la conexión necesaria para afirmar la conclusión, y si se mantiene esa conexión, es sacrificando la verdad de una de las premisas. De modo que nunca se logra que las premisas sean verdaderas y el razonamiento correcto, y así, no hay razón para aceptar la conclusión.

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Pero también puede ocurrir que la distinción no sea en el término medio, sino en uno de los extremos. Por ejemplo, si el argumento es:

“Todo lo que tiene vida sensitiva es animal. Es así que el hombre tiene vida sensitiva. Luego, el hombre es animal”.

Se responde:

Distingo la Mayor: A) Animal irracional o racional: Concedo. B) Necesariamente irracional: Niego. Distingo igualmente la Conclusión.

Es decir, cuando el término ambiguo no es el término medio sino uno de los extremos, la conclusión no se rechaza sin más, sino que se distingue el sentido en que se la acepta o concede, y el sentido en que se la niega o rechaza.

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En todos estos casos, para que la discusión continúe, el adversario debe hacer una de estas cosas:

1) Probar la premisa que fue negada.

2) Probar que la distinción aportada por su contrincante no es válida, es decir, que se está queriendo distinguir dos cosas que en ese sentido no son distintas.

3) Partir de la parte de la distinción que el adversario concede, y mostrar que de ella se sigue igualmente la conclusión negativa para la tesis del otro.

Cualquiera de esas tres cosas las debe hacer mediante algún nuevo argumento.

Lo que no puede hacer, es repetir el argumento cuya premisa fue negada o distinguida, y eso es lo bueno de este método de discusión, que, idealmente al menos, permite avanzar en la misma, y por tanto, en un tiempo finito, incluso, terminarla, cuando ya no haya más nada que oponer de parte de uno de los contendientes.

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Esto quiere decir que no alcanza con amontonar datos sobre un tema cualquiera para poder demostrar algo: es necesario además poder armar con esos datos un argumento que tenga como conclusión necesaria eso que quiero demostrar. Una casa no es lo mismo que un montón de ladrillos.

Supongamos que un filósofo materialista quiere demostrar que la inteligencia o mente no es otra cosa que el cerebro. Primero se apertrecha de todos los datos científicos relevantes sobre lesiones cerebrales y consiguiente pérdida de funciones intelectuales. Pero con eso no alcanza. Es necesario además armar un argumento que tenga como conclusión:

“La inteligencia no es distinta del cerebro en funcionamiento”.

La misma conclusión nos muestra cómo ha de ser la estructura del razonamiento en cuestión: deberá haber un término medio que sirva de nexo entre “inteligencia” y “algo que no es distinto del cerebro en funcionamiento”. Obviamente, que ese término medio deberá incluir “lesiones cerebrales”.

El argumento debería ser algo así:

“Aquello que deja de funcionar por una lesión cerebral, no es distinto del cerebro. Es así que la inteligencia deja de funcionar por una lesión cerebral. Luego, la inteligencia no es distinta del cerebro”.

Sólo en el caso de que en este argumento no se pueda negar las premisas, ni se pueda negar que la conclusión se sigue de las premisas, por ejemplo, mediante alguna distinción, la conclusión habrá quedado demostrada.

En este caso, por ejemplo, el adversario de este filósofo materialista podría responderle:

“Aquello que deja de funcionar porque ha dejado de funcionar otra cosa que condiciona su funcionamiento, no tiene porqué ser realmente idéntico a esa otra cosa. Luego, nada impide que el cerebro condicione el funcionamiento de la inteligencia, siendo ambos realmente distintos entre sí”.

O sea, que respecto del argumento presentado por el materialista, su adversario podría simplemente negar la Mayor: aquello que deja de funcionar por una lesión cerebral, sí puede ser distinto del cerebro.

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Por más que una argumentación se base en datos científicos, entonces, tiene que tomar la forma de un razonamiento, y por lo general será un razonamiento deductivo, que podrá ser categórico o hipotético.

Los datos de la ciencia formarán parte de las premisas, pero todavía hay que ver si la conclusión se desprende o no de las premisas, y si en las premisas no se ha colado algo que ya no pertenece a la ciencia, sino a la ideología, y más precisamente, a la ideología filosófica.

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Lo bueno de formular claramente las tesis, y de poner los argumentos en forma de silogismos, es que nos permite hacernos una idea clara de la estructura de la discusión en cuestión. Sabemos “a priori” cuáles serán las posturas posibles ante esa supuesta conclusión:

1) La del que acepta las premisas y entiende que la conclusión se deriva correctamente de ellas, y por tanto, acepta la conclusión.

2) Las de los que no aceptan la conclusión, porque:

a. Niegan al menos una de las premisas.

i. Los que aceptan la Mayor pero niegan la Menor.

ii. Los que aceptan la Menor pero niegan la Mayor.

iii. Los que niegan ambas premisas.

b. Distinguen y contradistinguen en las premisas.

3) La de los que aceptan la conclusión en un sentido y la rechazan en otro (por lo general, la rechazan en el sentido el que la acepta el que la propone), porque distinguen los sentidos de un término en una premisa, y en la conclusión.

Esto sirve para clasificar y ordenar las distintas posturas filosóficas respecto de un tema, una vez que se ha identificado cuál es la tesis central y los argumentos en torno a los cuales se debaten.

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Algo con lo que se debe tener cuidado en filosofía, es con las consecuencias de los principios que se aceptan. Dada una proposición cualquiera, la lógica siempre puede concluir algo. Como dice Aristóteles: “Un error pequeño en los comienzos, es grande al final”.

Es bueno que el filósofo desarrolle una sensibilidad para detectar las tesis autocontradictorias. Por ejemplo, si decimos que los colores no son reales porque son sensaciones que se dan en el cerebro, estamos sentando el principio de que nada que sea una sensación dada en el cerebro, es real.

Ahora bien, ocurre que la misma existencia del cerebro la conocemos mediante las sensaciones, pues es con los ojos, por ejemplo, que vemos que dentro de los cráneos hay cerebros. Por lo cual resultaría que el cerebro no es real, porque es una sensación dada en el cerebro, el cual a la postre vendría a ser lo único real.

Nadie que no perciba inmediatamente el absurdo sangrante de la última proposición debería dedicarse a la Filosofía. En buena medida, la Filosofía es una actividad agradablemente perezosa (¿”ocio noble”?), porque mientras el prójimo se afana planeando expediciones al Trópico para recoger datos y hacer experimentos de campo, el filósofo lo contempla desde su hamaca paraguaya, limitándose a señalar las contradicciones en que incurre al hablar o escribir.

Y está en todo su derecho de hacerlo, ya que alguien lo tiene que hacer.

Volvemos a lo dicho. De nada sirven los datos si no los interpretamos bien a nivel conceptual. El cientificista (no el científico) suele hacer bien la parte difícil, y luego equivocarse en la fácil. Tanto remar para morir en la orilla. Vuelve fatigado de los mares del Sur con su valija llena de hechos, y cuando se sienta en el living de su casa a sacar una conclusión, le erra al Modus Ponens."