miércoles, 30 de noviembre de 2016

Inmortalidad del alma humana (Antonio Millán Puelles)


Es un hecho que el hombre muere. Nuestra vida está afectada por el tiempo en un doble sentido: a) como algo que, precisamente mientras dura, va dejando de ser en cada instante que pasa; b) como algo a lo que le llega, en definitiva, un instante en el que se acaba por completo como vivir material.

La experiencia da testimonio de ambas cosas, pero no alcanza a más. El hecho de que el vivir sensitivo y vegetativo dejen realmente de darse en un individuo humano no demuestra que con la muerte se extinga la totalidad de su ser. Para llegar a semejante conclusión haría falta que el hombre se redujese, en su ser esencial, a ese cuerpo que él mismo tiene como suyo en la acepción más íntima y rigurosa de lo considerado como propio. ¿Pero es cierto que el hombre se reduce a ese cuerpo?

Un cuerpo humano es, en cada uno de los casos, el que algún hombre tiene como suyo en el más propio e íntimo sentido. Lo que un hombre tiene así como su cuerpo no le es exterior en forma alguna, ni siquiera en el modo de serle lo más cercano. En efecto, para que un cuerpo se encuentre cerca de mí, es enteramente indispensable que, de alguna manera, también yo mismo sea un cuerpo, ya que tan sólo en relación a un ser corpóreo puede otro ser corpóreo estar cerca (o incluso en la situación a la que se da el nombre de contacto). Pero, además, cada hombre se siente y vive a sí mismo como un ser material en el que influyen otros seres materiales y que también actúa sobre algunos de ellos. Mi cuerpo no me protege del calor o del frío que de otros cuerpos le llegan. Ese calor o ese frío no se quedan en él, sino que me afectan a mí (yo los siento realmente), y esto, evidentemente, no sería posible si yo fuese incorpóreo, ni si el cuerpo al que ante todo llamo mío me perteneciera únicamente como el traje que llevo puesto. Y los signos que voy trazando en un papel los trazo, sin duda, yo, aunque sea solamente una parte de mi organismo lo que de un modo inmediato actúa sobre el instrumento que los traza.

Esa parte de mi organismo es mía en una acepción irreductiblemente diferente de aquella según la cual ese instrumento es mío. El bolígrafo, la pluma o cualquier otra cosa que yo use para escribir, empleando también mi mano, son puros y simples instrumentos, mientras que, en cambio, mi mano es efectivamente sentida y vivida por mí como una parte integrante de mi ser.

Ahora bien, el hecho de que no sólo un cierto miembro de mi propio organismo, sino también todo éste en su integridad, sea vivido por mí como algo que yo realmente soy, no es una prueba de que todo mi ser consista en él. Por lo pronto, no solamente soy un cuerpo, sino que también sé que lo soy. Este conocimiento que poseo de mi propia índole corpórea es un hecho intelectual, no una noticia sensible. Los sentidos no bastan para que el sujeto que los tiene se represente algo universal —supraindividual— como lo es el ser-cuerpo. El hombre necesita los sentidos para llegar a adquirir esta noción, y no solamente para ella, sino para todas las demás; pero no son los sentidos, sino el entendimiento, la facultad que las capta. Y otro tanto sucede con las voliciones, incluidas las que tienen por objeto alguna entidad corpórea. También nuestra potencia volitiva es —como el entendimiento— una facultad espiritual o inorgánica. Por consiguiente, no sólo tenemos cuerpo, sino también espíritu; y, así como en cierta forma somos realmente el cuerpo que en calidad de nuestro, en la acepción más esencial e íntima, sentimos, así también en cierta forma somos el espíritu que tenemos y por virtud del cual estamos capacitados para todos nuestros actos de entender y para todas las voliciones realizables por nuestra potencia volitiva.

Porque somos también espíritu, sólo podemos ser «en cierta forma» el cuerpo que como íntimo tenemos; y, a la inversa, porque así somos nuestro cuerpo, también únicamente «en cierta forma» podemos ser nuestro espíritu. Y, sin embargo, ningún hombre se constituye a la manera de una pareja de seres. Cada yo humano tiene experiencia de sí como un ser individual, no como una suma o colección, por más que ciertamente reconozca la diversidad de las potencias orgánicas e inorgánicas existentes en él, de tal modo que ha de admitirse en nuestro ser una esencial y fundamental dualidad.

¿Cómo es ello posible, si cada hombre es efectivamente un individuo? ¿Cómo pueden unirse hasta ese punto dos realidades esencialmente distintas, sin que ninguna de ellas se comporte de una manera adjetiva?

La teoría hilemórfica es la única que resuelve este problema en la integridad de su sentido (sin anular ni disminuir ninguno de los aspectos que intervienen en él). Como todos los cuerpos, también el del hombre consta de materia prima y forma sustancial, las cuales integran conjuntamente, en cada caso, un ser individual, una unidad esencial y sustancial completa, un solo ser. Ello se explica en virtud de que la materia prima es sólo aquello que todos los individuos corpóreos tienen primaria y radicalmente en común, y porque, a su vez, lo así común no se da nunca aislado, sino unido (en cada individuo corpóreo) con lo esencialmente propio de él. Cada cuerpo es, así, en primer lugar, materia prima determinada o informada por la forma sustancial correspondiente. Por tanto, ésta ha de consistir en un factor esencialmente distinto de la materia prima. De lo contrario, todos los seres corpóreos, al tener en común una materia prima esencialmente idéntica de suyo, habrían de identificarse esencialmente.

Así, pues, la forma sustancial o, dicho con otros términos, ese principio o factor primordialmente determinante de la materia prima en cada cuerpo, ha de ser algo a lo que ésta, en cada caso, esté unida de un modo radical o primordial: sólo así puede cada cuerpo ser realmente un verdadero individuo.

En los cuerpos que tienen vida, la respectiva forma sustancial es lo que se conoce con el nombre de alma. Este término viene de la palabra anima, empleada en latín para significar lo que de un modo intrínseco vivifica —hace vivir— a un cuerpo. No se trata, por consiguiente, de ninguna entidad extraña o misteriosa, sino, tan sólo, de la especial forma sustancial que en cada uno de los cuerpos vivos se comporta como el principio radicalmente animador o vivificante de la materia prima que poseen. Y, por su parte, la necesidad de que, en cada uno de estos cuerpos, exista esa especial forma sustancial, se deduce, con plena lógica, de la diferencia entre ellos y los seres corpóreos que no viven.

En suma, lo designado con el nombre de alma es la forma sustancial propia de los cuerpos vivientes: lo que de un modo intrínseco y radical hace posible que el vivir se dé en ellos. Y, en consecuencia, la expresión «alma humana» significa la forma sustancial propia del hombre, aquello a lo que la materia prima ha de encontrarse primordialmente unida para que nuestro modo de vivir, aunque coincida en algo con el de los restantes animales, se distinga, no obstante, del que es propio de ellos.

De esto último se desprende, a la vista de todo lo anterior, que el alma humana es espíritu, ya que en éste consiste lo que distingue al hombre de los otros seres materiales, incluso de los que son cuerpos vivientes. Para afirmar otra cosa, sería preciso admitir que, además del espíritu, hay también en el hombre un alma de carácter sensorial, como la de los otros animales, y un alma vegetativa, como la de las plantas, ya que el vivir del hombre no es espiritual únicamente, sino también sensitivo y vegetativo. Y como quiera que lo que se designa con el nombre de alma es, en cada uno de los casos, la forma sustancial que vivifica o anima al cuerpo en el que se da, si el hombre poseyese esas tres almas contaría con tres formas sustanciales y entonces no sería realmente un individuo, sino tres, puesto que toda forma sustancial constituye, en unión con la materia prima, un individuo corpóreo, un cuerpo único, es decir, una unidad sustancial, de índole material, ya que en ella hay materia, pero no susceptible de recibir otras formas que las meramente accidentales.


El espíritu humano es, por tanto, un principio inmaterial de actividad, cuyas operaciones propias —las que sólo a él le pertenecen— consisten en las intelecciones y en las voliciones, pero que, unido a la materia prima existente en el hombre, cumple también la función del más originario principio intrínseco activo de nuestras operaciones sensitivas y de nuestro vivir vegetativo (al que pertenecen la nutrición, el crecimiento y la reproducción, sin excluir tampoco ninguna de las demás operaciones que se dan en los otros cuerpos, ya que el vivir de tipo vegetativo es el de un ser material). De todo ello es capaz el espíritu humano, aunque no por sí solo, sino en tanto que unido a la materia prima, es decir, en cuanto forma sustancial de nuestro cuerpo. Y así el hombre consiste en la unidad sustancial de la materia prima, que en él hay, con el espíritu que originariamente hace posibles nuestras más propias y específicas operaciones. Somos cuerpo y espíritu en sustancial unidad, sin que ello quiera decir que nuestro cuerpo sea espíritu, ni que nuestro espíritu sea cuerpo. El cuerpo propio del hombre es, evidentemente, una realidad material y, por tanto, no cabe, en manera alguna, que consista en espíritu; y éste es una realidad inmaterial y, por ende, no puede consistir en ningún cuerpo, ni siquiera en el cuerpo humano, aunque de él necesita como de un requisito indispensable para poder actuar como un principio de nuestras operaciones de carácter orgánico.


(Tomado de "Léxico filosófico", de Antonio Millán Puelles)

martes, 29 de noviembre de 2016

Sobre la tragedia aérea de hoy

Hoy el mundo amanece con la trágica noticia del accidente aéreo que ha cobrado la vida de, hasta el momento, 76 personas. En la aeronave viajaba el equipo brasileño de fútbol ‘Chapecoense’. Se dirigían hacia la ciudad de Medellín en donde disputarían los primeros 90 minutos de la final de la copa sudamericana de fútbol ante el Atlético Nacional.

Alguien me decía hace unos momentos, a propósito de esta tragedia, ¿Por qué pasan estas cosas? Bueno, pasan porque la vida humana sobre la tierra es breve, fugaz, pasajera e impredecible. Hoy estamos, mañana no lo sabemos. Lo único seguro en este barro terrenal es que moriremos, pero cuándo, cómo y dónde, no lo sabe nadie, excepto Dios.

Y es que precisamente existe una doble mirada sobre estos acontecimientos, y en general sobre toda la vida humana. Una es la mirada que podríamos llamar naturalista, que es una mirada finita, intrascendente, limitada, terrena, desesperanzada. Surge del hecho de considerar la realidad humana como contenida por completo dentro de los límites de lo material, en el sentido más elemental de ese término. Se ve entonces la vida como un instante suspendido entre dos nadas: la nada de donde venimos y la nada hacia donde nos dirigimos. 

Es una visión empobrecida de la realidad humana, que no puede menos que conducir a la desesperación, y que durante el instante fugaz en que al parecer consiste nuestro paso por la tierra, no produce como fruto más que una existencia sin sentido, sin significado, sin sustancia, una mera carrera contra el tiempo por ‘gozar’ lo más posible, sufrir lo menos y llegar al sepulcro con el estómago satisfecho para no tener mucho que lamentar. Actitud que bien resume ese antiguo adagio latino que invita a gozar del momento presente, pues no hay otro: ¡Carpe diem!

Afortunadamente no es esa la única alternativa ante el espectáculo de la insuficiencia humana y de la fugacidad de su existencia. Está la mirada del que se sabe criatura, salido de las manos de un Creador que es no solo omnipotente y sabio, sino igualmente padre amoroso y Dios de misericordia y perdón. Así las cosas la existencia humana ya no es un instante fugaz suspendido entre dos nadas, sino un instante, sí, pero salido de las manos de un Dios y que tiene en ese padre de amor y misericordia su final, que al mismo tiempo es su verdadero comienzo. Con esto cambia del todo el panorama, pues de naturalista que era la mirada sobre la vida humana, sobre sus idas y venidas, se hace predominantemente sobrenatural, se le mira “sub specie aeternitatis”, es decir, bajo una mirada de eternidad. Por lo mismo nuestra mirada ya no es finita, encerrada en los estrechos límites de una materialidad ciega, sorda y muda, sino que se abre generosa y esperanzada hacia horizontes bañados de infinitud, cuyo destino no es el vacío silencioso del sepulcro, sino la dicha de ver cara a cara eternamente a Aquél por cuyo amor somos y somos lo que somos, en una espiral interminable de felicidad, plenitud y gloria.

Muchos hoy optan por la primera mirada, encuentran quizá en ella un modo de vida que les procura cierta comodidad temporal, y ellos les basta y les sobra. Diríamos que son almas de mirada corta, águilas que se creen gallinas, y no vuelan para no perder la comodidad del gallinero. Son legión.

A pesar de ello, siempre han existido, existen y existirán almas de mayor generosidad, de mirada más alta, de alcances trascendentes, que han escuchado el llamado del Nazareno y han decidido aceptar su invitación:

¡Duc in altum! (Lucas 5, 4)

¡Ve más allá! ¡No te quedes en la orilla del lago, enamorado de la aparente seguridad de sus playas!

Dios nos conceda a todos aceptar esa invitación y mirar siempre más allá, hacia lo alto, lejos del alcance de la desesperación y del vacío.

Una oración por el alma de los futbolistas fallecidos. Para Dios no hay tiempo:


Ave Maria, gratia plena, Dominus Tecum. 

Benedicta Tu in mulieribus, et benedictus 

fructus ventris Tui, Iesus. Sancta Maria, Mater 

Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc, et in ora 

mortis nostræ. Amen.





Leonardo Rodríguez V.


lunes, 28 de noviembre de 2016

Amor humano (Juan Manuel de Prada)



Seguramente no exista, entre todas las aspiraciones humanas, otra más noble que la de amar y ser amado. Una vida sin amor es una vida sin sustancia y sin norte, condenada a la esterilidad y a la desesperación. Muchas son las expresiones del amor humano, de esa necesidad que las personas tienen de estar ligadas entre sí, de vivir unas por otras y para otras, de encontrar esa comunión que restablece la armonía de todo lo creado. Lope de Vega, en un soneto célebre, acertó a describir ese cataclismo interior que se produce en cada uno de nosotros cada vez que nos enamoramos: «Desmayarse, atreverse, estar furioso… […] ¡Esto es amor! Quien lo probó lo sabe». Pero la fuerza arrasadora de ese cataclismo que describe Lope no garantiza, bien lo sabemos, su duración. Ese estado de excitación o embriaguez de los sentidos que describe Lope corre el riesgo de desvanecerse como una ilusión cuando choca con las rutinas de la vida. La intimidad cotidiana resta brillo a las cualidades del ser amado; y, al mismo tiempo, hace resaltar sus imperfecciones y miserias. Entonces el amor corre el riesgo de hundirse en la aridez y la insatisfacción. Sólo el amante que sabe salir de sí mismo para entregarse al otro y sentirse invadido por su destino puede superar el desvanecimiento de esta ilusión primera. El amor que vive de codiciar siempre nos deja, a la postre, hambrientos; el único amor que nos deja saciados es el que vive para darse.

A nadie se le escapa que el amor, para mantenerse vivo, para no convertirse en rutina, para no desembocar en agria disputa, necesita de purificaciones a veces desgarradoras. El amor juvenil, tan entusiasta y deslumbrado, corre pronto el riesgo de convertirse en sed vulgar de una felicidad superficial e inmediata, en una divinización de la sensualidad o en una exaltación del egoísmo que acaba provocando hastío. El amor de la madurez puede convertirse en una rutina esterilizante, incluso degenerar en un puro formalismo legal que encubre una simbiosis de egoísmos, un compromiso artificial entre dos almas que han llegado a ser extrañas y cerradas la una para la otra. El amor de la vejez, por último, acechado por las naturales decepciones y quebrantos producidos por el decaimiento físico y también por las heridas de la amargura, puede hundirse en la aridez y en la insatisfacción. A nuestro derredor se multiplican los amores fracasados; pero también conocemos a hombres y mujeres que han sabido amarse de por vida y hacer de su amor una realidad gozosa y fecunda, hombres y mujeres que nos enseñan que el amor que supera todos los escollos es el que vive para darse, primero con entusiasmo juvenil, después con la abnegación de la madurez, ya al fin con esa alegría generosa que se sobrepone a los quebrantos de la edad.

En su obra El amor humano, Gustave Thibon afirmaba con razón que «sólo los afectos que resisten la destrucción de su primer componente sentimental están llamados a trascender en el tiempo». Para ello, consideraba que el amor debe reposar sobre cuatro pilares: pasión, amistad, sacrificio y oración. Pasión, pues no podemos concebir un amor humano sin una atracción sexual recíproca, asumida, coronada y superada por el espíritu. Pero para que el amor sea duradero exige una comunión mucho más profunda que no se logra con la mera pasión. debe existir entre los amantes una amistad que los enseñe a respetar y admirar al otro, que los incite a penetrar en el alma del otro, que los llene de un hambre nunca colmada de conocerse mejor el uno al otro, y de conocer juntos el incesante mundo.

Pero un amor sólo es grande y duradero en la medida en que lo nutren las decepciones y dolores sembrados sobre su camino. Desconocer lo que hay de positivo y fecundo en el dolor es la tara principal de nuestra generación. El amor, para ser de veras grande y duradero, necesita también nutrirse con sacrificios. No hay amor duradero sin sacrificio mutuo, sin esfuerzo para superar las decepciones, la monotonía, los respectivos egoísmos, sin paciencia para soportar las miserias e imperfecciones del otro. Y por último, concluye Thibon, el amor tiene que conjugarse y amalgamarse con el amor eterno. quien ama de verdad acoge al ser amado no como un dios, sino como un don de Dios; no lo confunde nunca con Dios, pero no lo separa nunca de Dios. Para amar a un ser finito, con todas sus miserias e imperfecciones, es preciso amarle como mensajero de una realidad que le sobrepasa, de una plenitud divina.


Como escribía Dante, al referirse a Beatriz: «Ella miraba a lo alto y yo la miraba a ella».


(Tomado de http://www.religionenlibertad.com/amor-humano-53303.htm?utm_content=buffer6afd5&utm_medium=social&utm_source=facebook.com&utm_campaign=buffer)

Sobre unas palabras de santa Catalina de Siena

Compartimos aquí un párrafo de santa Catalina de Siena en el cual señala una profunda relación entre el conocimiento de nosotros mismos y el conocimiento de Dios. He aquí el texto:

«En la celda de conocimiento de sí, donde comprende su miseria, por haber visto con el entendimiento sus defectos y que no tiene existencia por sí mismo. Lo ha visto de verdad, cuando el hombre conoce y reconoce la bondad de Dios en sí. Si se conociese únicamente a sí mismo, no poseería un conocimiento fundado en la verdad y no sacaría el fruto que se debe de ese conocimiento de sí. Más bien perdería que ganaría, pues de él sacaría sólo hastío de sí mismo y turbación, por lo cual el alma se secaría y, siguiendo el hastío en él, llegaría a la desesperación. Si quisiese, por el contrario, conocer a Dios sin conocerse a sí mismo, obtendría el maloliente fruto de una gran presunción. Esta es alimentada por la soberbia, y una alimenta a la otra. Es necesario, por tanto, que la luz vea y conozca de veras, y que el conocimiento de sí se perfeccione con el de Dios, y el de Dios con el conocimiento de sí mismo»

Las siguientes palabras pertenecen al profesor Eudaldo Forment, con las cuales comenta el pasaje de santa Catalina:

La verdad del conocimiento de sí, por tanto, debe estar conexionada con el conocimiento de Dios. Sí falta este último, se cae en el desaliento e incluso en la desesperación. En cambio, el mero saber de Dios, por la dificultad que implica, puede llevar a la soberbia”.


La idea central la resume muy bien el profesor Forment, ambos tipos de conocimiento deben ir de la mano, porque conocer muchas cosas acerca de Dios, sin conocimiento propio, puede llevar a la soberbia. Y mucho conocimiento propio, sin conocimiento de Dios, puede llevar a la agonía de la desesperación. Digamos unas palabras acerca de esto.

Es célebre la frase aquella que nos han heredado los griegos: “conócete a ti mismo”, que en griego clásico es “γνῶθι σεαυτόν”. Con dicha frase tan famosa los griegos le decían a cada hombre que su tarea principal consistía en dedicarse al autoconocimiento, consagrar sus esfuerzos a penetrar en su santuario interior y escudriñar su subjetividad de tal manera que no quedara ningún rincón sin ser debidamente inspeccionado. Como fruto de tal tarea de autoconocimiento el hombre se haría más señor de sí mismo, dueño de su ser y de su actuar, y alcanzaría por ello mismo un señorío que le otorgaría una nobleza superior, viviría racionalmente, conscientemente.

Tal actividad reflexiva conllevaba ciertos peligros, obviamente. En primer lugar cabría la posibilidad de que el hombre se formara de sí mismo una idea equivocada, es decir, que en ese proceso de autoconocimiento errara el camino y terminara convirtiendo en realidades sus caprichos, como el feo que se mira al espejo y se ve hermoso. De tal equivocación podrían derivarse múltiples consecuencias: si la idea que de sí mismo se formara se apartaba de lo real por verse peor de lo que en realidad es, se corría entonces el peligro de caer en el pesimismo existencial, una especie de agonía continua y pesadumbre por la condición humana. Se multiplicarían entonces los lamentos sobre la humanidad y su miserable condición, se vería negro el panorama. Pero si la idea que de sí mismo se formara se apartaba de lo real por verse mejor de lo que en realidad es, se corría entonces el peligro de caer en un vano optimismo existencial, una borrachera de grandeza que llevara a los hombres a percibirse a sí mismos poco menos que como dioses, dignos de toda alabanza y gloria. Ambas posturas se encuentran perfectamente representadas en la historia del pensamiento, pesimismos existenciales y vanos optimismos cuasi deificantes.

Lo que le faltaba a la fórmula griega era el conocimiento de Dios. Ya san Agustín en una de sus célebres frases (san Agustín fue el genio de las frases profundas e inteligentes), había señalado que solo le interesaba conocerse y conocer a Dios, exclamaba con sencillez: ¡noverim me, noverim Te!, como diciéndole a Dios ¡que me conozca y que te conozca! A nada más aspiraba.

La grandeza de Dios viene a revelar la verdadera naturaleza de los seres humanos: no somos tan grandes e importantes como nuestras fantasías pudieran sugerirnos, puesto que todo lo que somos, desde la existencia misma, nos viene dado por Dios, es un regalo de sus manos, por Él lo tenemos y a Él cuentas rendiremos de la administración de dichos dones. Pero tampoco somos tan poquita cosa, como han especulado los pesimistas de todas las épocas, somos criatura de Dios, hechura de sus manos, y por revelación nos sabemos llamados, mediante el mérito y la gracia, a participar un día de su misma vida en la eternidad, viéndolo cara a cara y conociéndolo como Él se conoce.

De manera que el conocimiento de Dios equilibra la visión que podamos tener de nosotros mismos, es complemento necesario para no caer ni en la soberbia ni en la desesperación.

Y también podría decirse que lo mismo vale para todo conocimiento, no solo para el de nosotros mismos. Ya que ha sido desde siempre una enseñanza común en la tradición católica aquella que afirma que la mucha ciencia, sin conocimiento de Dios, puede envanecer y volver soberbio y altivo al corazón del hombre. Llámense ciencias de laboratorio, ciencias sociales, ciencias ‘duras’, teología, filosofía, etc., en todas ellas el hombre que a ellas se dedica, apartado del recto conocimiento de Dios, puede caer en la soberbia y creerse más de lo que en realidad es. Y equivocarse en la apreciación de uno mismo es el inicio de muchos males.

Lo vemos a diario en los ‘académicos’, ‘intelectuales’, ‘científicos’, ‘especialistas’, ‘doctores’, ‘catedráticos’, etc. Muchos de ellos enceguecidos por la imagen que se han formado de sí mismos, ignorantes de todo conocimiento de Dios, van por la vida hinchados de soberbia y se diría que esperan la veneración del género humano debida a su innegable ‘grandeza’. Están inflados de aire, y como el rey de la fábula, caminan desnudos.

El antídoto contra esa dañosa actitud está en el humilde reconocimiento de nuestra radical dependencia de Dios, de Él todo lo hemos recibido, comenzando por la existencia misma. De gran utilidad es en este punto la meditación de la doctrina de la creación de todas las cosas por Dios, la cual en santo Tomás de Aquino se encuentra entretejida con sus consideraciones acerca del acto de ser, el ‘actus essendi’, participación gratuita dada por Dios, el único Ser Subsistente, el ‘Ipsum esse subsistens’, único que a nada ni a nadie debe su existencia, y a quien todo lo demás debe la propia, incluidos nosotros los hombres.

Para terminar transcribimos aquí un bello párrafo del libro de la ‘Imitación de Cristo’, que debiera estar en la mesita de noche de todo hombre deseoso de mantener los pies sobre la tierra:

“Quid prodest tibi alta de Trinitate disputare, si careas humilitate, unde displiceas Trinitati? Vere alta verba non faciunt sanctum et iustum, sed virtuosa vita efficit Deo carum. Opto magis sentiré compunctionem, quam scire eius definitionem. Si scires totam Bibliam et omnium philosophorum dicta, quid totum prodest sine caritate et gratia? Vanitas vanitatum et omnia vanitas, praeter amare Deum et illi soli servire. Ista est summa sapientia, per contemptum mundi tendere ad regna coelestia”.

¿Qué te aprovecha disputar altas cosas de la Trinidad, si careces de humildad y así desagradas a la misma Trinidad? Por cierto las palabras cultas no hacen santo ni justo, es la virtuosa vida la que hace al hombre amable a Dios. Más deseo sentir la contrición, que saber definirla. Si supieses la Biblia de memoria, y los dichos de todos los filósofos, ¿de qué te serviría todo sin caridad y gracia de Dios? Vanidad de vanidades y todo vanidad, sino amar y servir a solo Dios. Esta es la suma sabiduría, mediante el desprecio del mundo ir a los reinos celestiales.


Leonardo Rodríguez V.

La verdad (Juan Carlos Ossandón Valdés)

Solemos iniciar una frase diciendo: Yo pienso que… A menudo quisiera, a mi vez, decir: Ya sé que piensa. Me gustaría saber si sabe. Porque es algo muy distinto pensar que saber, o sea, conocer. El conocer implica referir nuestras facultades a la realidad y adecuarlas a ella. Toda la ciencia se dedica a eso; no así la literatura que tiene la libertad de desarrollar fantasías que pueden estar reñidas con la realidad. Como el tema que nos ocupa es científico, hemos de limitarnos a la verdad. Porque en eso consiste la diferencia entre pensar y saber; sólo este último se limita a lo verdadero y evita toda fantasía, por bella que nos parezca.

Un filósofo judío, Isahaq Israeli, la definió: Adecuación entre la cosa y el intelecto. Definición aceptada por los pensadores medievales, los que distinguieron dos tipos: A) Si la cosa se adecúa al intelecto, la llamamos “verdad ontológica”. B) Si el intelecto se adecúa a la cosa, “verdad lógica”. La primera es la propia del creador que imprime su concepción a una materia; la segunda es la propia de los científicos y filósofos que buscan comprender la realidad, que no ha sido creada por ellos, sin falsificarla. Aunque hay otras definiciones de verdad, nos limitaremos a usar ésta que, aunque casi nadie la conoce, de hecho todos la usan en la práctica. Precisamente, cuando el que piensa no se adecúa a la realidad, decimos que se ha equivocado. La noción de error se funda en esta concepción de verdad.

Hoy está de moda sostener que se busca la verdad. Pero, ¡ay de Ud. si sostiene que la ha hallado! Todos le negarán tal pretensión. No puede haber actitud más tonta que ésta. Si se busca algo es para hallarlo. Si nos negamos a aceptar su hallazgo, renunciemos a buscarla. Eso sería inteligente. Esta actitud se ha puesto de moda por influencia del pensar liberal que es escéptico en todo lo que no sea la mera experiencia material. Hay en la actualidad una actitud que me atrevo a calificar de romántica. Es notable observar cómo, a comienzos del siglo diez y nueve, se era tan aficionado a hacer afirmaciones grandiosas, rimbombantes, imposibles de realizar. Así se justificaba cualquier cosa con la palabra libertad, pésimamente comprendida, por lo demás; otro tanto ha ocurrido con la voz verdad.

Se busca la verdad, como si fuera una cosa que existiera en alguna parte donde habría que ir a recogerla. Incluso se la escribe con mayúscula. En el libro citado más arriba, san Agustín nos muestra cuán fácil es conocer verdades; así, claro está, con minúscula. Porque la verdad es eso que hace que un mero pensamiento sea reconocido como adecuado a una determinada realidad. Nada más y nada menos. Pero importa mucho determinar qué se desea conocer para poder calificarlo de verdadero. Si deseo saber qué altura tiene un monte, me basta con determinar cuánto se alza sobre el nivel del mar. No importa que desconozca los elementos químicos que lo componen, cuántas moléculas forman parte de él, etc. Digo que se alza 6.518 metros y basta. Se mide y se comprueba que he dicho verdad.

El escepticismo es una filosofía que se populariza en los momentos de crisis y desengaño. Así sucedió en la antigüedad, así sucede en Europa en la era contemporánea. Consiste en negar la capacidad de la razón para alcanzar la verdad. A ellos responde san Agustín en el libro citado más arriba.

Toda verdad se expresa en un juicio. El concepto, en sí, ni es verdadero ni falso. Si pienso en una sirena, como las que se dice vio Odiseo, y me limito a eso, sin afirmar su existencia, nadie me puede decir que me equivoco. La pienso y punto. Tengo la misma libertad que el literato que escribió la Odisea. Pero si afirmo su existencia en el Mediterráneo, tendré que probarla. El científico no tiene la libertad del literato. De modo que es tan fácil conocer verdades, como lo demuestra san Agustín en ese libro apoyándose en las proposiciones disyuntivas, que resulta sorprendente que alguien piense que es imposible conocerlas. Porque la presencia de la verdad es lo que distingue al pensar del conocer. Si Ud. piensa que las ranas son mamíferos, quiere decir que no conoce bien a las ranas o a los mamíferos… Algo más tiene que haber para que el escepticismo se haya extendido tanto. Por eso decía más arriba cuán importante es determinar qué deseo saber. Como la inteligencia humana se abre al infinito, desea un conocimiento exhaustivo de la realidad. Como esto le está vedado, dadas sus limitaciones, hay personas que se desaniman y exageran la debilidad de nuestra mente. Así, después de decir que nada se sabe, un escéptico desciende por la escalera en vez de arrojarse por la ventana desde el octavo piso del edificio donde sienta tan peregrina afirmación. Con su actitud me muestra que conoce una verdad y actúa en consecuencia. El sólo hecho de que salga por la puerta y no por la ventana confirma que sabe algo. Hay que tener la humildad de reconocer nuestros límites.


Los escolásticos suelen llamar la atención de que esta definición usa la palabra “adaequare” (adecuar, en latín), en circunstancias de que bien podría haber empleado “aequare” o “exaequare”. El verbo original es “aequare” que significa allanar, igualar, nivelar. Al agregarle esas preposiciones se produce un matiz diferenciador del que muchas veces los autores prescinden; en filosofía, empero, deben ser valorados. La preposición “ex” implica un refuerzo del sentido, por lo que se usa sobre todo para expresar “llegar a ser igual a”, “poner a la misma altura de”; y la preposición “ad” indica finalidad y, por lo tanto, un aproximarse a la igualdad, en nuestro caso. Ignoro qué término usó Israeli que escribió todo en árabe; tampoco sé si el traductor medieval tenía conciencia de la diferencia entre las tres voces, ni si los que la citan lo advierten. Sea de esto lo que fuere, hallo muy atinada la palabra empleada. Nuestro conocimiento nos aproxima a la igualdad, pero no la consuma. En otras palabras, no logramos un conocimiento exhaustivo que nos revele todos los aspectos de un objeto, sino uno aproximado que me revela éste o aquél, suficientes para lo que deseo saber. Mas, como mi sed de saber no se extingue, nunca quedo satisfecho. Por mucho que me duela mi ignorancia, no puedo negar lo poco que logro captar de un objeto tan complejo como es un ser vivo. Y, como tantas veces hemos de repetirlo, la civilización y la cultura nos muestran cuán poderoso es el conocimiento humano, por mucho que tarde milenios en aumentar su saber y lo haga a través de muchos errores. Por eso es tan importante la historia y la tradición de las doctrinas en filosofía. Porque los errores pasan pronto, las verdades quedan. Por eso es también necesario distinguir cuidadosamente lo que se sabe de lo que se conjetura. Por desgracia, a menudo se nos presenta una mera conjetura como si fuera un hecho. Esta limitación comienza en los mismos sentidos. La vista capta ciertas radiaciones y no otras que son asequibles a la lechuza; el oído capta ciertas vibraciones y no otras que son asequibles al perro. ¿Qué de raro tiene el que la inteligencia humana también sea limitada? A pesar de lo cual, el policía captura al ladrón y el fiscal prueba su culpabilidad ante el juez. Los científicos van desentrañando muchos aspectos de la realidad que están fuera de nuestro alcance gracias a la ayuda que le presta un instrumental que ellos mismos fabricaron. Sin embargo, hemos de insistir en la cautela y en la necesidad de distinguir los hechos de las hipótesis. Por desgracia, muchos se enamoran de éstas hasta el extremo de confundirlas con aquéllos. La hipótesis evolucionista es un buen ejemplo de esta actitud ilícita en ciencia rigurosa como veremos más adelante.

(Tomado de 'Teoría de la evolución ¿Ciencia o filosofía?)

domingo, 27 de noviembre de 2016

La sabiduría (Juan Carlos Ossandón Valdés)

La sabiduría tampoco se opone al conocimiento vulgar ni a la ciencia. Es una etapa más en lo que podemos llamar la profundización del saber. Repitamos la escala: las sensaciones muestran aspectos superficiales de las cosas; al reunirlos, la percepción descubre una cosa, un ente, propietaria de esos aspectos; la inteligencia busca comprender lo que muestran esos aspectos para producir el concepto. Como la primera experiencia poco muestra ha de repetirla y experimentar, para lo cual ha de tener suficiente cautela; por ello busca repetir la experiencia hasta tener base suficiente. Como esta labor es propia de la ciencia, que por ello la llamamos experimental, ¿Queda lugar para la sabiduría? Muchos lo niegan. Tanto el materialismo como el mecanicismo, desarrollados nuevamente desde el inicio de los tiempos modernos e impuestos a la ciencia por la filosofía positivista, nos inclinan a ello. En la antigüedad y edad media, no se separaba la ciencia de la sabiduría; ambas estaban incluidas en la voz filosofía. Es verdad que en la época helenista se las distinguió, tal como se hace hoy, pero sin oponerlas.

La gran diferencia entre ellas es la superación de la experiencia sensorial. Advirtamos que ya la percepción iniciaba esta superación en el mismo inicio del conocimiento vulgar. Ésta se acentúa en el conocimiento científico para hacerse máxima en la filosofía o sabiduría. Tal vez un ejemplo nos ayude a comprenderlo. Supongamos que nuestros antepasados del neolítico hallan una hermosa caverna cuyo ingreso hace un zigzag que impide que la claridad del sol llegue a una enorme cavidad interior. No solo los acoge con su calidez, ya que el frío glacial no penetra hasta ella, sino que les inspira el deseo de pintarla. Supongamos que, como ya saben trabajar metales, pueden hacer escudos de bronce pulidos aptos para reflejar el sol. Dispuestos en los codos del zigzag, permiten llevar suficiente claridad al fondo de la caverna. Visto desde el interior, el último espejo explica dicha claridad, y la de éste es explicada por el anterior. El conocimiento vulgar se satisface con ese último espejo; el científico sigue la cadena de espejos sin salir de la caverna; el filósofo comprende que ninguno de ellos explica la luz por lo que, sin necesidad de salir de la caverna, comprende la necesidad de aceptar la existencia de un ente que inicie toda la cadena y que sea la verdadera causa de la luz: el sol. Supongamos que jamás salió de ella, carece, por lo tanto, de experiencia del sol; mas su inteligencia lo fuerza a comprender que existe. En términos filosóficos decimos que los científicos se limitan a las causas próximas, los espejos, mientras los filósofos se esfuerzan por alcanzar la última, el sol, según nuestro ejemplo. Pero es siempre la misma inteligencia, siempre el mismo punto de partida, la sensación. ¿Cómo es posible que la sabiduría pueda superar toda experiencia posible? Hemos de profundizar en nuestras facultades cognoscitivas para hallar la respuesta.

Decimos que los hechos no se discuten, se aceptan. Llamamos hechos a lo que la experiencia nos da a conocer directamente; lo que, por desgracia, siempre se reduce a un caso singular. ¿Con qué derecho el científico generaliza y habla de razas, especies, géneros, familias, etc.? Ya lo vimos: es la inteligencia que busca las esencias porque no queda satisfecha con los aspectos exteriores que le muestran los sentidos. Toda la cultura y la civilización prueban que la inteligencia tiene razón al no conformarse únicamente con colores, olores, sonidos…

Demos un paso más y sostengamos que los hechos son evidentes. Con esta palabra afirmamos nuestra absoluta seguridad. Siempre andamos en busca de la evidencia. Pues bien, la inteligencia es capaz de hallar ciertas evidencias al poner en contacto dos conceptos, sin necesidad de experiencia alguna. Pongamos en contacto el concepto “todo” con el concepto “parte”. Comprendemos, con evidencia inmediata, que “el todo es mayor que la parte” y que “la parte es menor que el todo”. Con este juicio puedo juzgar toda realidad en la que dos objetos aparezcan en esta relación. Siempre será mayor el todo. Aquí no cabe la duda, no se necesita hacer experiencias nuevas para corroborar la verdad del juicio que hemos hecho. Si le parece poco científico el confiar en la mera relación entre dos conceptos creados por nuestra débil inteligencia, piense un instante en las matemáticas. En ellas observamos el uso de este modo de razonar, llamado deducción, a cada paso11. Es por eso por lo que todas las ciencias experimentales que trabajan con cuerpos en movimiento se someten a ellas. Y nadie reclama por la intromisión indebida de una ciencia basada en meros conceptos. Por ello, además, estas ciencias demuestran sus verdades de modo muy superior a como los científicos experimentales pueden demostrar las suyas. Quien se atiene solamente a la experiencia está siempre abierto a hallarse con una excepción. Recuerde que los chinos tienen más de mil millones de ejemplos de que todo ser humano tiene las características que atribuimos a una raza entre otras. La generalización llegaba hasta la raza, no a la especie, mucho menos al género.

La sabiduría se construye con ayuda de estas verdades que los matemáticos llaman axiomas y los filósofos principios. El usarlos también alcanza al nivel del conocimiento científico y vulgar, ya que no se puede pensar sin ellos, pero el uso que de él hace la sabiduría exige un tratamiento especial que no es del caso profundizar aquí. Hay una ciencia dedicada a ello, se llama metafísica. Nos limitaremos a un solo ejemplo para que sea más fácil la comprensión de lo que estudiaremos más adelante. Los empiristas, al eliminar la aportación de la inteligencia, eliminaron la ciencia de los primeros principios de la razón, la sabiduría o metafísica. Está de moda reírse de la cima del saber humano. Es una lástima. Porque, hasta para reírse de la metafísica hay que hacer metafísica. Una muy mala por cierto. Mostraremos la importancia de su trabajo con un ejemplo, con la noción de causa, de la que brota el principio de causalidad, tan vapuleado en la mala filosofía moderna, pero absolutamente necesario en ciencia.

Llamamos causa a aquello de lo que depende el ser del efecto. Suele expresarse estúpidamente el principio que brota de esta noción diciendo: todo efecto tiene causa. Como efecto es lo que tiene causa, enunciado así, el principio sería tan solo una tautología12. Un enunciado correcto, entre los muchos posibles, reza así: todo compuesto tiene causa. ¿Podría demostrarlo? No, porque es evidente. Sin embargo, puedo agregar otro principio, tan evidente como él, que ayuda a comprenderlo: lo diverso, en cuanto diverso, no hace algo uno. Para ser unificado eso que hemos calificado de diverso, se necesita de una fuerza unificante a la que llamamos causa. Jamás nadie vio, en el pasado, al espermatozoide unirse al óvulo, a pesar de lo cual nadie jamás dudó de que, si la hembra quedó preñada, intervino un macho…

Gracias a estos principios primeros de la razón podemos sobrepasar el nivel de la experiencia y construir la sabiduría, la más difícil de todas las ciencias y de la que dependen todas, como quedará más claro cuando enfrentemos el subtítulo de este libro: ¿Ciencia o filosofía?

Conviene agregar que hay muchos tipos de ciencia y la palabra se usa cada vez con más vaguedad. Es obvio que bien poco tiene que ver la química con la paleontología en el modo de estudiar su objeto y obtener sus conclusiones, por ejemplo. Cada ciencia ha de considerar la naturaleza de su objeto y, en virtud de ésta, buscar el método más apropiado. Mientras un químico puede repetir cuantas veces quiera una determinada reacción, al paleontólogo de nada le serviría tal repetición porque busca conocer qué ocurrió hace tantos siglos; hechos irrepetibles, obviamente. Porque si hoy ocurriese algo parecido, nada prueba que fue eso lo que sucedió hace un millón de años. Mientras el químico busca una constante, suele llamársela “ley”, el paleontólogo busca un hecho único. Como no hay testigos, tampoco podría llamarse hecho, en sentido estricto. Mientras el químico busca generalizar, el paleontólogo se limita a buscar la secuencia de hechos pasados.

En el siglo diez y nueve, Charles Sanders Pierce13 explica ciertas peculiaridades de la ciencia en virtud de lo que él llamó la abducción. Esta consiste en observar una base de hechos y permitir que esos hechos sugieran una teoría. En el fondo, se limita a buscar una causa que permita explicarnos tales hechos14. Tal causa haría que el hecho que nos sorprende como algo insólito pase a ser natural. Todos los historiadores, investigadores policiales y nosotros mismos a cada paso hacemos uso de este modo de pensar. En los Estados Unidos está de moda entre los científicos y suele calificársela como la “inferencia de la mejor explicación”. Claro está que hay que evitar considerar que el hecho del que partimos nos sirva como confirmación de nuestra inferencia. Esta explicación no está confirmada por la experiencia, es una mera hipótesis; pero puede proporcionarnos una cierta convicción. La mayoría de las teorías científicas no pasan de ser abducciones, por lo que es un abuso cierto el presentarlas como hechos. El caso de la teoría darwinista es paradigmático, como vamos a ver. Ya Aristóteles había hablado de tal modo de investigar como una variante de la deducción. En su comprensión, este modo de deducir, si parte de verdades apodícticas, es una verdadera demostración y no una mera hipótesis. En metafísica se hace uso de la deducción; más no así en las ciencias experimentales que se limitan a lo que los sentidos nos muestran. Lo que ellos muestran está en continuo cambio, es accidental y singular; carece de la universalidad que el conocimiento intelectual busca. Sin embargo, en la base de toda investigación científica está presente una deducción: todo hecho contingente ha sido producido por una causa. De ahí la superioridad demostrativa de las matemáticas que se mueven en el universo de los conceptos necesarios y universales y también se sirven de la deducción. Del mismo modo, la metafísica llega a certezas que están fuera del alcance de las ciencias experimentales.


Pongamos un ejemplo sencillo. Cuando observamos una figura en la que aparecen ángulos opuestos por el vértice, una X, por ejemplo, tenemos la impresión que dichos ángulos son idénticos en tamaño, son iguales. ¿Será verdad necesaria, casualidad o mera ilusión óptica? Un científico experimental decide poner en práctica su método inductivo. Construye un centenar de cuerpos en que aparezcan ángulos opuestos por el vértice, de distintos tamaños, construidos con diversos materiales, etc., y los somete a temperaturas y presiones variables, etc. Todo lo que se le ocurra que pueda variar un ángulo. Al ver que no varían llega a la conclusión esperada. La expresa como una ley; pero advierte que puede haber excepciones. El matemático, en cambio, hace uso de la deducción. Ilumina su problema con la enseñanza que le brinda un primer principio de la razón. Este reza así: dos cantidades iguales a una misma tercera son iguales entre sí. En filosofía lo llamamos principio de triple identidad. En seguida pone nombre a los ángulos opuestos por el vértice: alfa y beta. Llamemos gamma al ángulo que los separa. En seguida observa que alfa más gamma es un ángulo extendido, es decir, mide ciento ochenta grados. Sumado beta con ese mismo gamma, también nos da ciento ochenta grados por la misma razón. El principio enunciado le permite concluir con evidencia absoluta que siempre y necesariamente los ángulos opuestos por el vértice serán iguales. Es por esto por lo que su profesor de matemáticas en La Flèche enseñaba a Descartes que la única ciencia que demostraba de modo absoluto lo que estudiaba era la matemática; certeza que el discípulo exageró hasta concluir que toda demostración ha de hacerse al modo matemático y se dedicará a desarrollar una matemática universal que destronara a la metafísica. Así nació el racionalismo y su desprecio de la experiencia.


(Tomado de 'Teoría de la evolución ¿Ciencia o filosofía?)

Cronología de Tomás de Aquino

La siguiente cronología de la vida y obra de santo Tomás de Aquino está tomada de la obra 'Iniciación a Tomás de Aquino', escrita por Jean Pierre Torrell, cuya lectura recomendamos. Presentamos en cursiva y negrita las fechas directamente alusivas a santo Tomás:

1215 (Toulouse) Fundación de la Orden de los Predicadores.

1217 (sep-oct.) Fundación del convento O. P. de París.

1218 (agosto) Los hermanos se instalan en Saint-Jacques.

1220 (22 nov.) Coronación del emperador Federico II.

1221 (6 agosto) Muerte de santo Domingo.

1222-1237 Jordano de Saxe, maestro de la O. P.

1224 Fundación de la Universidad de Nápoles.

1224/1225 Nacimiento en Roccasecca (región de Nápoles).

1229 Rolando de Cremona, primer Maestro Regente dominico en París (primera cátedra).

1230 Juan de Saint-Gilles, segundo Maestro Regente dominico en París (segunda cátedra).

1230-1239 Oblato en la abadía benedictina de Montecasino.

1238-1240 Raimundo de Peñafort, Maestro de la O. P.

1239-1244 Estudios en Nápoles.

1241-1252 Juan de Wildeshausen, Maestro de la O. P.

1243/1244 Alberto Magno llega a París.

1244 (abril) Toma de hábito en los Dominicos.

1244-1245 Prisión forzada por su familia en Roccasecca.

1245 (17 jul.) Deposición de Federico II.

1245 (otoño) Tomás vuelve con los Dominicos.

1245-1248 Estudios en París (junto a san Alberto Magno).

1248-1252 Estudiante y ayudante de san Alberto en Colonia: Super Isaiam.

1252-1256 Primera enseñanza en París como bachiller sentenciario: Scriptum super Sententiis; De ente et essentia; De principiis naturae.

1254-1263 Humberto de Romanos, Maestro de la O. P.

1256 (prim.) Tomás recibe el título de Maestro en Teología.

1256-1259 Maestro regente en París: Q. D. De ueritate; Quodlibet VII-XI; Super Boetium De Trinitate; Contra impugnantes.

1257 (15 agos.) Tomás y Buenaventura son admitidos en el consortium agistrorum.

1259 (junio) Capítulo General en Valenciennes.

1259 (otoño?) Regreso a Italia.

1259-1261 (Nápoles?) Summa Contra Gentiles (principio) Lector conventual en Orvieto: Summa Contra Gentiles (fin); Expositio super lob; Catena aurea (Mateo); Contra errores Graecorum; etc.

1264-1283 Juan de Vercelli, Maestro de la O. P.

1265-1268 Maestro Regente en Roma: Prima Pars; Catena aurea (Marco, Lucas, Juan); De potentia; Sententia libri De anima; Compendium theologiae; etc.

1268-1272 Segunda regencia en París: Secunda Pars; Super Matthaeum; Super loannem; De malo; De unitate intellectus; De aeternitate mundi; Comentarios sobre Aristóteles; Quodlibet I-IV y XII; etc.

1268 (7 oct.) Esteban Tempier es nombrado obispo de París.

1269 (junio) Capítulo General en París (De secreto).

1270 (10 dicc.) Condena episcopal del aristotelismo radical.

1272-1273 (dic.) Maestro regente en Nápoles: Tertia Pars qq1-90; In Ad Romanos ?); Super Psalmos 1-54 (?).

1274 (7 marzo) Fallecimiento en Fossanova (al sur de Roma; camino del concilio de Lyon).

1274 (2 mayo) Carta de la Facultad de Artes al capítulo general de Lyon para reclamar algunos escritos de Tomás.

1277 (7 marzo) Condena por Esteban Tempier, obispo de París, de 219 proposiciones heterodoxas; se abre procedimiento contra la doctrina de Tomás.

1277 (18 marzo) Condena en Oxford por Roberto Kilwardby, arzobispo dominico de Canterbury, de las proposiciones de inspiración tomista.

1284 (29 oct.) Juan Pecham, arzobispo franciscano de Canterbury, confirma las condenas de su antecesor.

1319 (verano) Primer proceso de canonización (Nápoles).

1321 (nov.) Segundo proceso de canonización (Fossanova).

1323 (18 jul.) Canonización en Avignon por Juan XXII.

1325 (14 feb.) Revocación por el obispo de París, Etienne Bourret, de la condena de marzo de 1277 en tanto en cuanto atañía a Tomás.

1567 (15 abril) Tomás es proclamado "Doctor ecclesiae" por el Papa san Pío V.

Conocimiento vulgar y conocimiento científico (Juan Carlos Ossandón Valdés)

Todos nuestros conocimientos están construidos con datos sensibles, de los sentidos, y elementos inteligibles, de la inteligencia. Ambos han de ser combinados, armonizados, de tal modo que nos den la posibilidad de vivir en un mundo comprensible. El uso más o menos cuidadoso de nuestras facultades es lo que distingue al conocimiento vulgar del científico y a éste de la sabiduría. No se trata de diferentes modos de conocer ni, mucho menos, de hacer uso de facultades diferentes. Tan sólo del modo cómo su usan las mismas capacidades. En definitiva, la diferencia la podemos expresar con una sola palabra: cautela.

Ya vimos cuán fácil es equivocarse y cuán difícil es mantener el equilibrio en nuestros juicios. El empirismo no comprende la labor de la inteligencia; el racionalismo no comprende el valor de los sentidos. Ambos tienen muy buenas razones para defender su postura. Los empiristas se apoyan en la necesidad absoluta de la experiencia y en la dificultad de pasar más allá de ella, dificultad exagerada hasta la declaración de su imposibilidad. Pero vimos que la percepción ya sobrepasaba a los sentidos externos y nos manifestaba la existencia de cosas, propietarias de los colores, olores, sonidos que los sentidos nos transmiten. Los racionalistas observan cuán limitada es la información sensorial y a cuántos errores nos lleva. Sólo la inteligencia nos permite salvarnos de dejarnos engañar por las apariencias. Con san Agustín de Hipona les respondemos que, cuando los sentidos funcionan normalmente, son infalibles. ¿En qué? En mostrarnos determinadas apariencias. Ellos no juzgan, sólo presentan. ¿Quién juzga? La inteligencia. Ella sabe que, si no observamos con cuidado esas apariencias, podemos caer en error. La culpa no es de los sentidos, es de la inteligencia, por falta de cautela. Los ojos no mienten cuando, en verano, ven agua en el pavimento allá lejos. La inteligencia sabe que no es agua, sino la reverberación que produce el calor. El error no se debe a los sentidos, salvo caso de enfermedad en el órgano, sino a la falta de cautela de la inteligencia. Todo se reduce, en cierto sentido, a esa cautela de la que carece el conocimiento vulgar. Éste suele ser muy seguro en los detalles; muy inseguro en sus generalizaciones. Es muy difícil generalizar. Lo único que lo permite es el conocimiento de la esencia; mas ésta se nos escapa cuando abordamos seres complejos. Entre éstos, sobresalen los seres vivos. El primer ser vivo, la célula, es de una complejidad asombrosa. Tal parece que aún estamos lejos de agotarla. ¡Y es minúscula! Sin embargo, algo conocemos de ella, lo que nos muestran los sentidos ayudados por el microscopio y la razón comprende. Es verdad que cada sentido se limita a captar un accidente. Más todo ente tiene los accidentes que su esencia permite y no otros. A través de ellos llegamos a lo que llamamos propiedades que nos sitúan muy cerca de la esencia. Y así sucesivamente vamos profundizando en el conocimiento de lo que nos rodea. ¿Llegaremos a apoderarnos de toda la complejidad de los entes? Jamás, no somos Dios para aspirar a tanto.

Subrayemos que toda la diferencia entre el conocimiento vulgar y el científico proviene de la cautela. Es por eso por lo que han sido desarrollados métodos que procuran evitar la imprudencia de generalizar sin base suficiente. Por desgracia, tales métodos tan sólo dan una base, no una prueba apodíctica que está fuera del alcance de la ciencia experimental. Cuando renace, en el renacimiento, el entusiasmo por la ciencia experimental, dicho entusiasmo se extiende al método. Hoy estamos más conscientes de sus limitaciones. Es muy frecuente que los científicos reales lo olviden y creen leyes a partir de unas cuantas observaciones. ¿Cuándo es válida una generalización? ¿Cuándo un científico puede proclamar que ha descubierto una ley? Es curioso que aún muchos no se hayan dado cuenta de que la ley es obra de una inteligencia y ha sido proclamada ante otras inteligencias. Como los seres corpóreos no humanos carecen de ella, no hay leyes para ellos. ¿Qué hay? Esencias. Conviene, pues, que precisemos qué entendemos por esencia.

Muchos identifican el concepto “especie” usado en biología, con “esencia”, usado en filosofía. ¿Recuerda estimado lector que Platón llamó idea a lo visto por las inteligencias antes de encarnarse? Pues bien, Cicerón tradujo la palabra griega “idea” por la latina “species”. Traducción genial. En español deberíamos decir: “aspecto”. ¿Qué vemos de una cosa?: su aspecto. Es decir, ambas palabras, tanto la griega como la latina, significan: “lo visto”. Ahora bien, el concepto, como deberíamos llamar siempre a la idea, es expresado por una definición. La definición expresa lo que la inteligencia comprende. ¿Qué es eso? Eso es un animal racional mortal. Así definían al hombre los estoicos, definición que llega hasta nuestros días. La idea de hombre, la especie hombre, es la del “animal racional mortal”. Para los estoicos, los dioses eran los animales racionales inmortales.

Supongo que habrá advertido que esta definición, si bien nos orienta bastante bien sobre la radical originalidad del ser humano, es muy parca, muy deficiente. ¿Comprendemos a cabalidad la animalidad?, ¿la racionalidad? Estamos muy lejos de ello. Recordemos: conocemos por aspectos. La misma animalidad la conocemos de ese modo, otro tanto hay que decir de la racionalidad. Además, son aspectos abstractos, no concretos; es decir, la inteligencia los ha separado como si fueran entes reales. No lo son; se limitan a ser aspectos reales de un ente único y complejo. Tengamos la humildad de reconocer nuestra ignorancia, aunque no la exageremos hasta negar todo conocimiento. Ahí están la ciencia, la técnica, la civilización, la cultura para decirnos cuán acertado es el conocimiento humano. Pero también están ahí las equivocaciones, a menudo muy dolorosas, para llamarnos a la cautela.

Cada vez que preguntamos ¿Qué es esto?, esperamos que nos respondan con su esencia. Si nos dicen: es verde; quedamos completamente insatisfechos. Eso salta a la vista. Bien poco me enseña el color, deseo saber más. Al niño pequeño le basta con que le respondan con un nombre: eso es pasto. Algunos padres cometen la tontería de inventar una palabra para reírse del niño. Como el niño adopta la actitud propia de los nominalistas, le basta esa respuesta. Mas pronto la supera y comienza la difícil edad de los porqué. Ya ha comprendido que la palabra nada enseña como subrayaba san Agustín. Con ella no se forman conceptos. Si me dicen pasto, me parece que ya entendí de qué se trata, aunque, realmente, casi nada sabemos de él. Un biólogo podría estar horas dándonos a conocer la increíble complejidad de esas plantitas. Como señalábamos más arriba, a menudo nos conformamos con ciertos aspectos que nos permiten distinguirlo de otras cosas. La esencia de ellas se nos escapa casi por completo. Es muy importante ese “casi”, porque siempre está implícita en todo lo que conocemos.

En verdad hay realidades cuyas esencias comprendemos fácilmente, como ocurre en moral cuando estudiamos las virtudes, por ejemplo, o en matemáticas cuando estudiamos los números y las figuras geométricas básicas. El mundo de los seres vivos, en cambio, mantiene secretos insospechados, dada la enorme complejidad de sus esencias. Por ello no es posible identificar esencia con especie. Al fin y al cabo, la clasificación biológica es bastante arbitraria porque los que la crearon desconocían el funcionamiento de la inteligencia. Parecen ignorar que lo único que existe en sentido pleno es el individuo singular. Como lo conocemos por sus aspectos, y nuestra inteligencia puede separarlos, así, separados, sólo existen en nuestra inteligencia. Las especies, pues, son entes de razón. Sólo existen en nuestra inteligencia. Pero como la inteligencia no miente, en la cosa misma está el fundamento de estos entes de razón. A medida que limitamos las características que tomamos en consideración, distinguimos las razas, especies, géneros, familias, etc., de la clasificación biológica. ¿Cuál de éstas corresponde a la esencia? Ninguna. Mientras no conozcamos con propiedad la esencia de un ser vivo no podemos saber cuál taxón de la clasificación lo señala más adecuadamente. Más adelante volveremos sobre el tema. En definitiva, la esencia es lo que realmente y de verdad es una cosa, cualquiera que ella sea. No es su color, olor, dimensiones, figura exterior, etc. No es nada de lo que nos muestran los sentidos. La persona inteligente comprende que es mucho más que lo que sentimos de ella. Pero esos accidentes le pertenecen porque le convienen a esa esencia. Por esta razón son una guía para conocerla, al menos indirectamente, en cuanto está implicada en ellos. Cuando decimos que un animal es un pluricelular, estamos diciendo algo mucho importante que cuando decimos que emite una determinada voz. Es fácil comprender que si queda afónico, sigue siendo el mismo animal. Es por ello por lo que su comportamiento dependerá de su esencia y no de su olor, por ejemplo. De ahí que podamos anticipar su conducta. Si se reproduce sexualmente, buscará su pareja en el momento oportuno. Es por eso por lo que un animal físicamente tan débil como el ser humano ha podido cazar ballenas, mastodontes, desde la prehistoria. Hoy tenemos que prohibir su caza para que no se extingan. Mas como la esencia universal, abstracta, sólo existe en la inteligencia, en la realidad sólo existen los individuos, las diferencias individuales permiten muchas diferencias en sus actividades. Por tener la misma esencia, hay un padrón de conducta común; por la singularidad de cada bestia, hay mucha variedad en la realidad.


No hay tal determinismo universal en la materia, comprensión mecanicista y reduccionista de la realidad. Hay esencias. Por ello, en sus líneas esenciales, todos los cuerpos del mismo tipo, actúan de la misma manera. Pero como la esencia se realiza singularmente en determinados accidentes, se producen innumerables variantes de detalle que han llevado a los médicos a alertarnos sobre los peligros de la automedicación. Pequeñas diferencias individuales pueden hacer variar los efectos del fármaco en dos personas que comparten la misma esencia, la humana. Es obvio que no nos reducimos a la esencia ni a los accidentes. El ente real, todo completo singular, al no ser captado en toda su realidad, es reducido a algunos aspectos sensibles por los sentidos y a algunos aspectos inteligibles por la inteligencia. A pesar de lo cual, el conocimiento humano es tan válido que ha creado al ciencia y la técnica y nos ha permitido desarrollar la cultura.

(Tomado de 'Teoría de la evolución ¿Ciencia o filosofía?)