domingo, 4 de agosto de 2013

El verdadero progreso de la humanidad



El “tren eterno”  o el destino del hombre, según el naturalismo

El naturalismo establece como destino del hombre el progreso indefinido de la humanidad, esto es, sin fin último (el que un literato contemporáneo ha llamado tren eterno), y sus partidarios ahuecan la voz para recomendar a los incautos que aspiren a la realización de la ley del progreso, a llevar un grano de arena al majestuoso edificio del progreso, etc., etc. ¡Palabras! ¡Palabras! como dijo Shakespeare. 

El progreso bien entendido no lo desatiende la Iglesia, antes al contrario, lo mira como el objeto principal de la misión que se le ha confiado, y lo procura dando a conocer las más elevadas razones de las cosas y moviendo a amar lo más digno de ser amado, la pureza de costumbres, la dignificación del entendimiento, la independencia y la gloria de la patria, la fraternidad universal, el Dios de la santidad y sabiduría infinita. 

De modo que, si se quiere, podemos decir que el destino del hombre sobre la tierra es el progreso, pero un progreso que no se verifique sólo andando, sino más bien subiendo. El grito de ¡adelante! (que es en la práctica el de ¡atrás!) dado por los vocingleros del progreso, parece el que, según la leyenda, oye de continuo el Judío errante, y no dice a dónde lleva; la voz de la razón cristiana que es ¡perfección! ensalza el progreso verdadero en todos los órdenes, informado por la virtud, que lleva al Cielo: ¡sursum corda!; he aquí el grito de la santa Iglesia, conforme con las palabras de su divino Fundador: Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto: El que echa mano al arado y mira atrás, no es bueno para el reino de los cielos. 

El progreso indefinido, sin norte a que dirigirse y sacrificando lo sobrenatural a lo natural, el espíritu a la materia, consiste en andar sobre la tierra como dando vueltas alrededor de una noria: el progreso verdadero es íntegro y armónico, se refiere a todos los modos de la actividad humana, y subordina los adelantos materiales a los intelectuales, y éstos a los morales y religiosos, según es de justicia: es, en otros términos, andar por el camino real de la santa Cruz, que, si hace subir al Calvario, conduce también al Tabor de la eterna gloria, al seno de Dios en la dulce mansión de los santos. ¿Cuál es el más digno de la noble condición humana? Responda el sentido común. El cual dicta que es imposible en absoluto un verdadero progreso sin virtudes cristianas, sin perfección o purificación del espíritu. Recomendar al hombre el progreso moderno es lo mismo que decirle: Anda sin parar; y si llevan carga a cuestas (errores y pecados), no debes preocuparte en lo más mínimo, ni tampoco, aunque la carga vaya también haciendo su progreso. 

¿Qué le sucederá a todo el que sea dócil a esa voz siniestra? Pues que al fin no podrá con la carga (la miseria humana nos la impone de continuo si no procuramos sacudirla), y dará con ella al suelo para no levantarse ya más. Lo natural, lo lógico es, pues, decir al hombre: Anda sin parar; pero cuida de andar ligero, y para eso procura andar hacia arriba, hacia Dios, observando su ley santa y echando siempre de ti la carga con que los enemigos de la verdad y de la virtud querrán entorpecer tu marcha y hacerte sucumbir antes de llegar al término de la vida.

Por otra parte, las fórmulas teleológicas del naturalismo, además de sacrificar por completo el individuo a la colectividad, distan mucho de ser aplicables por todos los hombres, ni aún en concepto de fin próximo, y nada les dicen sobre su existencia inmortal en el otro mundo: tres gravísimos inconvenientes que hacen inadmisible el destino por ellas señalado. Fuera de circunstancias excepcionales en que el hombre debe atender al bien de todos prefiriéndolo al suyo peculiar, los hombres que no ocupan cargo público, y aún éstos como personas particulares, tienden por derecho de naturaleza al bien propio, a lo menos en último resultado; sin que por esto quede el bien común sacrificado al egoísmo, pues resulta cabalmente de las varias tendencias al bien individual legítimo, tanto más cuanto la misión del poder social consiste en procurar que de los bienes de los individuos resulte, sin destruirlos, un bien general para todos. Si fuera en absoluto el individuo para la sociedad, no sería para nadie: no pudiendo trabajar por su bien propio, no podría resolverse a procurar el bien colectivo, por cuanto lo miraría de continuo como ajeno y contrario a sus legítimos intereses. Convertido en mero instrumento de producción común, el hombre, que, lejos de sentirse medio para otros seres, se conoce fin próximo de todos los materiales, quedaría fuera de su rango y condición natural; siendo imposible el progreso de la humanidad desde el momento que lo fuera el progreso del individuo humano. No es, pues, la sociedad el fin del hombre, sino que el hombre es el fin de la sociedad: la sociedad es un medio, toda vez que los hombres se asocian para algo que no puede ser la misma sociedad, so pena de absurdo; y si bien este algo es próximamente el bien común, remota y finalmente es el particular de cada uno de los asociados. Y esto es lo que nos dicta además la propia naturaleza, pues todos nos sentimos llamados a un último fin individual y propio, que deseamos alcanzar, o tememos perder. Inútil es, por consiguiente, que el naturalismo se empeñe en convencernos de que el hombre es mero sumando de una suma reducida a mera abstracción por el sistema: ni sus partidarios mismos, si quieren manifestar francamente su convicción, dejarán de reconocer que el bien común es para el bien individual de todos y cada uno, porque, en definitiva, quien se salva o quien se pierde es el hombre, el individuo humano.

Pero concedamos por un momento que el concepto naturalista de nuestra finalidad es aceptable con respecto a algunos hombres; ¿quién no echa de ver enseguida que, en no siéndolo para todos, tampoco es el último destino para nadie? Se trata del destino de la naturaleza humana; luego ha de poder ser conseguido por todos los que tengan ésta.

Y  sin embargo, ¡cuántos individuos hay, y habrá siempre, que por su falta de instrucción nunca podrán llevar un grano de arena al edificio del progreso! Para esto es preciso saber algo más que leer y escribir, y ¡cuántos habrá siempre que, por muchas medidas que se tomen en orden a la ilustración de los pueblos, no llegarán a conocer los primeros rudimentos del saber humano! ¿Quedarán, pues, reducidos a la condición de los brutos aquellos seres racionales a quienes la suerte no haya favorecido para poder influir en el progreso de la humanidad?

Y aquí no puede menos de asaltar la idea de que los que tanto preconizan la ilustración para que pueda realizarse el destino naturalista son precisamente los que han rodeado de mayores dificultades la instrucción sólida y verdadera, al paso que han venido motejando de oscurantista y enemiga de las luces a la Iglesia, que siempre la ha mirado con especial interés y la ha dado de balde. ¡Hermosa sociología, por cierto, la que enseña que el fin del hombre es el progreso indefinido y su medio la ilustración, mientras permite que los maestros vivan precariamente o se mueran de hambre, dando para todo remedio a las masas populares la prensa (hoy los medios de comunicación), que, si no enseña nada bueno, en cambio azuza las pasiones para todo lo malo.

Lo que pone el sello de la abominación en el destino final que quiere regalarnos el naturalismo, es la completa oscuridad en que nos deja sobre el resultado que habremos de obtener de nuestra cooperación a la obra del progreso. Es de sentido común que el que anda, o sabe a dónde va, o lleva mala andanza; y aunque el mismo nombre del sistema ya nos advierte que éste no admite para los hombres fin sobrenatural o prescinde de él por completo, era de esperar que, a lo menos, señalaría un término de viaje conforme con nuestra naturaleza. Pues, ni esto: anda, nos dice, anda siempre adelante sin cejar en la tarea progresiva. Pero ¿a dónde voy? diréis, ¿a romperme la crisma para fin de fiesta? Eso no debe importarte: ¡adelante siempre! os contestará. ¿Conque eso no importa? Que nos perdamos, de seguro no le dará ningún cuidado al inventor de ese progreso, porque es lo que desea el homicida de las almas. Satanás; pero a nosotros nos importa mucho salvarnos. Dios, que es nuestro último fin en la otra vida, debe servirnos de norma en la presente, porque el fin dicta los medios. ¡Viva el progreso de la humanidad! enhorabuena; pero sea un progreso tal que nos conduzca a las regiones de la inmortalidad verdadera, y no a las de la nada, como, aún que no lo diga, pretende el naturalismo, ni a las de la muerte perdurable, como sucedería de atenernos a sus lecciones, según enseñan de consuno la Religión y la razón.

De modo que el fantástico progreso indefinido, no sólo es un absurdo en buena filosofía, porque el hombre tiende naturalmente a la consecución de un fin último, sino también una teoría enteramente contraria a la verdad católica. En efecto, como se demuestra por las sagradas Letras, el individuo humano pasa de este mundo a otro de eterna felicidad o de eterna desdicha, y la humanidad entera será llamada a juicio después de la consumación de los tiempos, de la cual habla el Señor varias veces en el Evangelio. Por consiguiente, la marcha de la humanidad en este mundo no es indefinida, porque no es eterna, sino temporal, y el tiempo ha de dejar su lugar a la eternidad, el transcurso de los siglos al reposo de la eterna dicha o al sufrimiento de la eterna infelicidad, según el hombre haya terminado su vida en el verdadero progreso o en el retroceso, esto es, en la unión o en el apartamiento del fin para que fue criado.


Y es de notar, por último, que el progreso refutado en este apéndice fue declarado incompatible con el Catolicismo por el sumo pontífice Pío IX, como es de ver en la prop. LXXX del Syllabus. El efecto producido por la declaración pontificia entre los enemigos de la Religión fue ruidoso, y demostró que el inmortal Pío IX había puesto el dedo en la llaga más enconada de la sociedad moderna. No faltaron tampoco hombres poco avisados, que se escandalizaron por la entereza del Pontífice, como si éste hubiese condenado el verdadero progreso. No: jamás la Iglesia ha podido ni podrá censurar la legítima aspiración del hombre a su perfeccionamiento intelectual y material: jamás ha intentado poner trabas al progreso verdadero de las ciencias ni de las artes: antes al contrario, ha hecho todo lo posible para favorecerlo y aumentarlo, según resulta de la Historia. 

Lo que ha condenado el Papa, lo que la Iglesia no puede admitir como legítimo, lo que ningún católico puede profesar como verdadero, es el progreso moderno, es decir, el progreso sin Dios ni intereses inmortales para el alma, el progreso panteísta, según el cual la humanidad es evolución de Dios y se perfecciona y progresa en cuanto hace, el progreso racionalista, que niega el orden sobrenatural o de las verdades reveladas, el progreso materialista, que pretende que el hombre sólo adelanta en proporción a las comodidades que puede adquirir para darse buena vida, el progreso liberal, que consiste en dar carta blanca a los errores y a los vicios, como condición indispensable para trabajar pacíficamente para la prosperidad de los pueblos; en una palabra, el ¡progreso indefinido! el que no reconoce en Dios el fin del hombre. ¿Y podía menos la Iglesia de declararse enemiga de un progreso que es en realidad un retroceso? La sociedad moderna ¿a dónde va a parar en brazos del progreso enemigo de la Iglesia, sino a la corrupción y envilecimiento, a la abyección y esclavitud de griegos y romanos? ¿No lo estamos viendo por ventura en los pueblos adelantados? 

¡Ah! si el vértigo permitiera un momento de reflexión a los hombres uncidos al carro ignominioso del progreso, se levantarían unánimes contra los ministros de Satanás que gritando ¡progreso! los llevan enloquecidos a la sima de la barbarie por el camino del bestialismo, obligándoles a mirar al suelo como brutos, e irguiendo la cabeza les dirían: ¡Atrás viles cortesanos de Venus y de Baco! el progreso que preconizáis nos lleva a la esclavitud y a la deshonra: tenemos un espíritu inmortal, que nos eleva a una categoría superior a la vuestra; nos creemos con destinos más altos que ser miserables juguetes de las pasiones y de quienes viven explotándolas; el hombre es demasiado noble para que deba limitar su actividad a los intereses del cuerpo. ¡Atrás, viles embaucadores! ¡Atrás secuestradores de la dignidad humana! Esto dirían; y los miserables progresistas huirían avergonzados, mientras aquellos celebrarían gozosos la recobrada libertad y reconocerían en la Iglesia la madre del progreso verdadero, del progreso que no es retroceso. ¿Sucederá esto? sin duda. ¿Cuándo sucederá? cuando la divina justicia diga que es la hora.


(tomado de "lecciones razonas de religión y de moral" de Joaquín Gou Solá - 1905)