miércoles, 13 de febrero de 2019

No hagamos odiosa la verdad

La verdad, considerada en sí misma, es el alimento propio de la inteligencia, lo cual quiere decir que la inteligencia la busca y descansa en ella cuando la ha encontrado. Lo anterior hablando en absoluto, pero considerando las cosas de forma relativa, es decir, atendiendo a las condiciones de la persona que recibe la verdad, puede darse la tragedia de que por llevar un estilo de vida contrario a las exigencias de la verdad, sobre todo de la verdad moral y religiosa, la persona se haga en cierta forma ciega a la verdad. No solo en el sentido de perder el interés por descubrir una verdad que seguramente le exigirá cambiar de estilo de vida, sino incluso por el hecho mismo de que el sujeto mal dispuesto se hace verdaderamente incapaz de comprender la verdad. Es la peor tragedia que pudiera pasarle a alguien.

Lo anterior no dice nada distinto a lo que siempre se ha dicho: debes vivir como piensas o tarde o temprano acabarás pensando como vives.

Pero y ¿qué pasa del lado del que anuncia la verdad?

Lo dicho vale para el que recibe la verdad. Pero algo semejante se puede decir de quien la anuncia. Veamos.

Puede suceder que las características de personalidad de quien anuncia la verdad hagan accidentalmente odiosa la verdad. Digo que accidentalmente puesto que de manera esencial la verdad es sumamente amable. Pero si el sujeto que la anuncia o la 'dice' posee una personalidad 'odiosa' para quien escucha, entonces la verdad misma se 'contagia', por decirlo de alguna manera, de dicha odiosidad y su aceptación por parte del oyente se hace más difícil.

Lo anterior sucede con demasiada frecuencia, lamentablemente.

A veces, quienes tienen el enorme privilegio de conocer verdades de orden religioso, teológico, moral, etc., se dejan dominar por el (1) orgullo, por la (2) aspereza o por (3) la incoherencia de vida.

(1) 

No pocas veces ocurre que nos enorgullecemos con un vano sentido de superioridad por el hecho de considerar que conocemos la verdad. Esto ocurre ya se trate del orden religioso, filosófico o moral. Es una superioridad inexplicable pero muy frecuente. Inexplicable sobre todo porque nada hay más contrario al espíritu de la religión o a la verdadera filosofía que la soberbia. Animados por esa soberbia anunciamos la verdad y esta llega a los oídos de los demás revestida con los ecos de la soberbia de quien la dice, y por tanto se hace odiosa.

(2)

Asimismo ocurre que quien anuncia la verdad lo hace con maneras ásperas, toscas, en tono gruñón y condenatorio: "mandando a todos al infierno". De esta forma solo se logra que la verdad se haga odiosa y no sea recibida. El anuncio de la verdad ha de hacerse con firmeza aderezada con una dosis de dulzura.

(3)

Finalmente la incoherencia de vida. Pocas cosas desacreditan tanto el anuncio de la verdad como el ver que quien la predica no la practica. Y ocurre a diario. Cuando las personas observan que alguien lleva una vida incoherente respecto de lo que dice creer o respecto de los principios que dice profesar, entonces el anuncio mismo que realiza de dichos principios pierde fuerza de atracción.


De esas tres formas, y otras más, podemos hacer odiosa la verdad. Y es lamentable ya que de suyo la verdad es lo más amable que existe, es el alimento propio de la inteligencia. Pero los seres humanos podemos estorbar ese proceso con nuestras disposiciones de personalidad, ya sea de parte del sujeto que recibe una verdad o del que la anuncia.



Lo anterior significa, entre otras cosas, que muchos de quienes hoy están en el error, ateos, materialistas, protestantes, liberales, ideólogos de género, abortistas, etc., están en esa posición más por el carácter odioso de quienes defienden las posturas contrarias que por las posturas mismas. Enorme responsabilidad tiene quien anuncia una verdad.

Gran cuidado debemos poner entonces en tratar de no hacer odiosa la verdad.


Leonardo Rodríguez V.


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