viernes, 16 de marzo de 2012

El ateísmo como soporte ideológico de la democracia



El ateísmo como soporte ideológico de la democracia

Por

Francisco Canals Vidal


En su conocido estudio sobre la tradición catalana, escribió Torras y Bages: "el conjunto de principios emanados del concepto revolucionario, formando un sistema dirigido al gobierno de los hombres y a la constitución de la sociedad, es llamado generalmente liberalismo. Domina en la mayor parte de la Europa contemporánea, y principalmente en el mundo latino en uno y otro hemisferio; de modo que nuestra raza, de inteligencia privilegiadísima, que tuvo suficiente penetración racional para no dejarse engañar, en la invasión protestante, por el error en su forma religiosa y metafísica, se encuentra ahora dominada por el mismo error en lo político y práctico, debido tal vez a su temperamento generoso y poco analítico, y este error va minando visiblemente su antigua y fortísima constitución".

Escritas en 1892, y referidas concretamente a Cataluña, estas palabras expresan un discernimiento muy preciso sobre la ruina espiritual de un pueblo por efecto de una política que constituye la aplicación práctica de un sistema erróneo de conceptos sobre la vida y sobre la sociedad.

Torras y Bages no se queda en abstracciones al definir la corriente ideológica y política a que se está refiriendo, sino que prosigue, precisando al máximo la identidad del movimiento tan severamente calificado: "la inmediata afiliación histórica y racional de nuestro liberalismo se encuentra incuestionablemente en la famosa declaración de los derechos del hombre y en el contrato social de Rousseau. La constitución política de las naciones modernas, por lo menos en cuanto a la sustancia y el espíritu, proviene indudablemente de aquellos principios".

Conviene atender al hecho de que el que ha sido considerado como definidor de la tradición de Cataluña, afirma explícitamente que el sistema que inspira las constituciones políticas en las naciones modernas es en el fondo el mismo error, en vertiente práctica, que en su forma religiosa y metafísica había ejercido su influencia en Europa desde la revolución religiosa protestante.

En este punto hay que subrayar también que su juicio está en perfecta concordancia con lo que había enseñado el papa León XIII, que en su carta encíclica sobre la constitución cristiana de los estados -  Inmortale Dei - había dicho:

"las novedades dañosas y deplorables promovidas en el siglo XVI, que trastornaron primeramente las cosas de la religión cristiana, vinieron, como consecuencia natural, a trastornar la filosofía, y por medio de ésta todo el orden de la social civil. Y aquí surgieron como de su fuente los modernos principios de libertad desenfrenada, inventados en la gran revolución del pasado siglo, y que han sido propuestos como base y fundamento de un derecho nuevo, nunca conocido antes, y que es en muchos aspectos opuesto no sólo al orden cristiano, sino también al orden natural."

El texto pontificio alude claramente a la Revolución Francesa como expresión práctica de los falsos principios surgidos en el trastorno filosófico del siglo XVIII. El carácter de novedad radical, de ruptura completa con el pasado, y el hecho de que los principios revolucionarios puedan ser calificados como contenido esencial de la modernidad política, no son para León XIII en modo alguno motivos de vacilación en su denuncia, sino más bien como un rasgo que sugiere su completa oposición al orden natural de la fe cristiana.

De modo especial León XIII condena en este documento aquel elemento esencial del liberalismo por el que este sistema "imagina un poder político que no tiene en Dios su principio". Por esto, en su encíclica “Libertas”, pudo presentar al liberalismo como la puesta en práctica de una filosofía naturalista, excluyente de toda acción divina y de toda soberanía de Dios en el universo y en la sociedad humana.

Torras y Bages se movía, pues, en línea de acuerdo profundo con el pensamiento de la Iglesia, expresado luminosamente en las enseñanzas vigorosas de Pío IX, y reafirmado y sistematizado con precisión y admirable coherencia conceptual por el papa León XIII.

Los equívocos del lenguaje son inseparables de la confusión de los conceptos, y del desconocimiento de la realidad y del sentido de los acontecimientos. Esta confusión en que vivimos inmersos en la causa de la sorpresa y el desconcierto que produce hoy en muchos el encontrar afirmado por el magisterio pontificio, o por la doctrina de un hombre de iglesia como Torras y Bages, que el sistema político presente en las constituciones modernas del mundo occidental tenga que ser considerado prácticamente como responsable de la profunda descristianización de los pueblos en nuestro tiempo.

La seducción y equivocidad de la palabra "democracia" puede simbolizar bien este desconcierto y confusionismo. No se cae en la cuenta muchas veces de que con este término no se significa ya generalmente en nuestros días una organización política, que asegure el derecho de los ciudadanos a participar en la vida pública y en el ejercicio del poder, legítimo concepto tradicional, sino que significa hoy la palabra democracia toda una concepción del mundo: la que atribuye la voluta humana, como única general el carácter de fuente primera y única del orden social, y también el de origen autónomo e independiente, frente a cualquier legislación divina natural o revelada, de todo valor y norma ética. Inherente a esta filosofía es, por lo mismo, el interpretar la democracia como un absoluto, y el ejercicio de la misma como algo en que la humanidad ejercita prácticamente el rechazo de toda norma trascendente a lo humano.

Acostumbrados a planteamientos que, o bien sugieren una como neutralidad la Iglesia en las mismas cuestiones fundamentales de la política contemporánea, o bien presuponen por el contrario como un imperativo cristiano la entrega al servicio de la corriente que, partiendo del liberalismo de la Revolución Francesa y de su concreción democrática, pasa, mediante la profundización de la democracia, a la construcción del socialismo, que se hace urgente despertar de estos sueños y contemplar simplemente la realidad de las cosas.

Nunca, en toda la historia del mundo cristiano, error alguno, o herejía de formadora del contenido revelado o corruptora de las leyes morales originadas en el Evangelio, ha tenido tanta eficacia descristianizadora como la que han alcanzado a tener sobre millones de hombres en nuestra época, los errores prácticos, nutridos en filosofías anti cristianas, que se han ejercitado en la política del mundo occidental en el curso sucesivos de las modernas revoluciones.

Nos conviene meditar con seriedad y auténtico realismo sobre el acierto profético, en el sentido pleno y verdadero de esta palabra, esto es, en el de juicio dado desde Dios mismo sobre los acontecimientos humanos, con que el papa Benedicto XV calificaba en 1920, mientras está en curso el proceso bélico y revolucionario que conducía a la formación de la unión de las repúblicas socialistas soviéticas, al socialismo, como "el más mortal enemigo de la vida cristiana" (Bonum sane, en 25 de julio de 1920, sobre el Cincuentenario de la proclamación del Patrocinio de San José sobre la Iglesia universal).

El término socialismo, como los de democracia o liberalismo ha ejercido aquella seducción que, como notaba Torras y Bages, puede tentar a una desorientada generosidad que perturba la mente haciéndola incapaz de contemplar con análisis riguroso la realidad de los acontecimientos. Son muchos los que siguen pensando en que lo esencial en estos sistemas es la defensa de la libertad política, el igual derecho a la participación por parte de todos los ciudadanos, y el empeño en mejorar las condiciones de vida de las clases trabajadoras. Sobre este presupuesto equivocado se pretende que no sólo la fe católica no tiene nada que objetar a tales sistemas, sino que en ellos se realizan los ideales evangélicos.

Esta engañosa perspectiva impide percibir el concreto dinamismo de la corriente revolucionaria, y su orientación esencial, radical y profundamente anticristiana. Una llamada de atención en orden a corregir esta deformadora perspectiva la hallamos en  las palabras de Dostoievski en Los Hermanos Karamazof al presentar a Aliocha; para mostrar la sencillez, sinceridad y coherencia del protagonista de su gran obra escribe:

«... apenas, recapacitando seriamente, hubo de convencerse de que la inmortalidad y Dios existían, en el acto y naturalmente díjose: quiero vivir para la inmortalidad y no aceptaré compromisos a medias. Igualmente, de haber decidido que no había inmortalidad ni Dios, en el acto se habría hecho ateo y socialista (porque el socialismo no es sólo el problema del trabajo o del llamado cuarto estado, sino también, y principalmente, el problema de la torre de Babel, edificada precisamente sin Dios, no  para llegar al cielo desde la tierra, sino para traer a la tierra el cielo)».

Estas afirmaciones del pensador ruso sobre el sentido y orientación del socialismo, expresadas en un paréntesis que quiere dar razón del enlace ateo y socialista, aportan ideas de importancia fundamental para comprender nuestro mundo contemporáneo. Ningún problema concreto, por urgente que pueda ser o parecer, debería desviarnos nunca de atender a lo que es principal en las corrientes que han desterrado a Dios cada vez con mayor negativa radicalidad de la vida colectiva de las sociedades antes cristianas.

Contempladas así, es decir, en una actitud que busque lo esencial de las cuestiones, no nos sorprenderían, antes bien, los comprenderíamos íntimamente en su razón de ser, los insistentes juicios condenatorios de la Iglesia sobre los sistemas hegemónicos en la política contemporánea. Entenderíamos muy claramente por qué Pío IX rechazó la posibilidad de que la Iglesia católica pudiese «reconciliarse con el progreso, con el liberalismo y con la moderna civilización», por cuanto, para la mentalidad a que se enfrentaba, lo principal y esencial del progreso y de la modernidad es la emancipación del hombre frente a Dios. O que Pío XI pudiese afirmar que «no se puede ser verdaderamente católico y al mismo tiempo socialista verdadero» y que proclamase que «el Comunismo es intrínsecamente perverso».

De aquí la misteriosa responsabilidad de los Pastores de la Iglesia y de los fieles cristianos ante unos errores prácticos que ejercen su acción globalmente, desde una acción política entendida como algo absoluto y originario, sobre todas las dimensiones de la vida humana y combaten la idea misma de Dios hasta en los ámbitos más íntimos de la vida familiar y educativa.

En todo tiempo el cristianismo ha de estar dispuesto «a obedecer a Dios antes que a los hombres», pero en otras épocas esta opción por el servicio de Dios había que hacerla frente a poderes que invocaban a Dios, para oponerse vanamente en su nombre al anuncio evangélico, o frente a decisiones concretas y singulares en que los poderes humanos ejercían una injusta opresión sobre derechos legítimos o sobre la misma libertad de la acción de la Iglesia. Lo característico de nuestro tiempo es que, desde un radical antropocentrismo antiteístico, se ejerce en la propia vida colectiva y política el alzarse del hombre inmerso en el pecado «contra todo lo que se llame Dios o reciba culto».

El Papa Pío XII, en la Navidad de 1944, enseñaba: «Una sana democracia, fundada sobre los inmutables principios de la ley natural y de las verdades reveladas, será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin freno ni límites, y que hace también del régimen democrático, no obstante las contrarias pero vanas apariencias, un verdadero y simple sistema de absolutismo».

En el filósofo Spinoza, una de las fuentes más decisivas del pensamiento de Rousseau en el Contrato Social„ la democracia es «el más absoluto de los regímenes políticos». Este absolutismo es esencial a la democracia moderna desde sus presupuestos filosóficos, y tiene el sentido de que por la democracia ejerce el poder político en la forma más plena su poder de ser el origen primero y único de toda norma y valor moral.  

Por esto, lo que Pío XII caracterizaba como sana democracia -entendiendo este término en el significado en el que lo emplearon los grandes doctores escolásticos- es algo que no podría ser nunca admitido por un demócrata moderno inspirado en la filosofía del liberalismo. Nunca podría aceptar el principio ni la realidad del «Estado católico», tal como definió Pío XI: «Aquel que tanto en el orden de las ideas y de las doctrinas cuanto en el orden práctico nada quiere admitir que no esté de acuerdo con la doctrina y la práctica católica».

El presupuesto de la vigencia de una norma trascendente a la voluntad humana, y reconocida como ley natural o verdad revelada, a que se refería Pío XII como carácter esencial de una sana democracia, será siempre rechazado desde una filosofía liberal, como una imposición que violentaría el libre juego democrático de las fuerzas sociales. La democracia liberal invocará en la práctica la realidad pluralista de la sociedad contemporánea, y vendrá a sostener que para una sociedad moderna sólo el criterio de la voluntad mayoritaria expresada a través de la representación democrática, podrá ser tomada como un criterio válido, cuya vigencia pueda asegurar la convivencia y unidad del cuerpo social.

Pero el principio filosófico desde el que se invoca así, por una parte, el pluralismo y, por otra, la voluntad general expresada como voluntad mayoritaria, contiene la afirmación absoluta de que es la voluntad humana colectiva la norma incondicionada, y que rechaza por lo mismo reconocer la vigencia de una norma trascendente de origen divino. De aquí la insalvable contradicción entre la filosofía del liberalismo y la «constitución cristiana de los Estados».

Enseñó Juan XXIII en la encíclica Pacem in tenis-. «Ciertamente que no puede admitirse como verdadera la doctrina según la cual la voluntad humana, individual o social, sería la fuente única y primera de donde se originan los derechos y deberes de los ciudadanos y de donde reciben su fuerza obligatoria las constituciones y la autoridad misma de los poderes públicos».

Por esto se puedo también enseñar, en el espléndido documento pastoral titulado Dios y el César, promulgado por Torras y Bages en su carácter de obispo de Vich en el año 1911:

«Los cristianos nunca admitirán aquel principio del parlamentarismo moderno de que una mayoría pueda hacer justo lo injusto o injusto lo justo».

Si el juicio parece no haberse cumplido de hecho, conviene reconocer que su verdad y su vigencia se mantienen intangibles, y esto precisamente en el sentido de que nunca podría un cristiano como tal, siendo consecuente con su fidelidad a Cristo, entregarse a la determinación por la voluntad humana del orden moral y de los principios del derecho en lo que éste tiene de fundamentado en el orden puesto por Dios en la naturaleza humana.

La obediencia a Dios antes que a los hombres ya no choca sólo con determinaciones singulares, o con imposiciones idolátricas o de falsas religiones desde los poderes políticos. Nos hallamos ante acciones políticas en lucha contra la idea de Dios y  trabajando activamente en la «secularización», en el apartamiento de la vida humana de toda orientación eterna y trascendente, en la educación de los hombres para «la muerte de Dios» y la autodivinización de sí mismos.

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