domingo, 17 de agosto de 2014

El amor a Jesús crucificado - Meditación de San Alfonso María de Ligorio



¡Ah Jesús mío! ¿Qué mayor prueba podíais darme del amor que me tenéis que sacrificar vuestra vida en el infame patíbulo de la cruz, pagando la deuda de mis pecados, a fin de llevarme al cielo para estar con Vos?

Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil. 2, 8). El Hijo mismo de Dios, por amor de los hombres, se humilla hasta morir, y morir crucificado, obedeciendo al Padre eterno, que así lo quería, para nuestra salvación. ¿Y habrá todavía hombres que, creyéndolo, no amen a ese Dios?

¡Ah Jesús mío! ¡Cuánto os ha costado hacerme comprender lo mucho que me amabais, y yo os he pagado con ingratitudes! -Aceptadme ahora como amante vuestro, que ya no quiero abusar más de vuestro amor. 
Os amo, sumo bien mío, y quiero amaros siempre. Refrescad en mí el recuerdo de lo que habéis sufrido por mí, para que él me despierte el amor.

¡Dios mío!, los hay que hablan u oyen hablar de la Pasión de Jesucristo sin un movimiento, de gratitud, como si se tratara de un relato fantástico, o de alguna persona desconocida, que ninguna relación tuviera con ellos.

¡Oh hombres! ¿Por qué no amáis a Jesucristo? Decidme si podía haber hecho algo más este amante Redentor, para ganaros el amor, que morir en un mar de desprecios y de dolores.

Si el más vil de los hombres hubiera padecido por nosotros lo que padeció Jesucristo, ¿podríamos negarle nuestro afecto y nuestro reconocimiento?

Pero, Jesús mío, ¿para qué increpar a nadie, sino a mí mismo? ¿Qué gratitud os he demostrado hasta ahora? He sido tan vil, que vuestro amor lo he pagado con desprecio y ofensas.

¡Ah!, perdonadme, que de hoy en adelante yo quiero amaros, y amaros mucho; no habría nombre para mi ingratitud si, después de tantas finezas y misericordias vuestras, os amara poco.

Recordemos que ese Varón de dolores, clavado en una cruz infamante, es nuestro Dios verdadero, y que no está allí, sufriendo y muriendo, sino por nuestro amor.

Pues pensando que el Crucificado es nuestro Dios y que muere por nosotros, ¿podremos amar a nadie fuera de Él?

¡Oh hermosas llamas de amor, que consumisteis en el Calvario la vida de mi Salvador, consumid en mí todos los afectos de la tierra! Haced que arda yo de amor por ese Dios que, por amor mío, quiso morir en perfecto holocausto.

¡Qué espectáculo dio a los ángeles del cielo el Verbo divino, clavado en un madero y muriendo por la salvación de unas criaturas suyas miserables!

¡Ah Redentor mío! Vos no me negasteis la sangre y la vida, ¿y os negaré yo el amor? ¿Os negaré yo cualquier cosa que me pidáis? No; Vos os disteis todo a mí. Yo me doy completamente a Vos.

Mira, alma mía, en el Calvario a tu Dios, crucificado y moribundo; mira cuánto sufre, y dile: «Porque me amáis tanto, Jesús mío, estáis tan atormentado en esa cruz; si no me amarais, no hubierais sufrido tanto».

¡Oh amado Redentor mío! ¡Qué mar de dolores, de ignominias y de aflicciones os atormentan en la cruz!

Pende vuestro cuerpo sagrado de tres clavos, y todo su peso carga sobre las llagas; los que os rodea os abruman con burlas y blasfemias, y vuestra bellísima alma está todavía más dolorida que el cuerpo. ¿Por qué padecéis así? Y me respondéis: «Todo lo padezco por tu amor; no olvides mi amor, y ámame».

Sí, Jesús mío; os quiero amar. ¿Qué voy a querer amar si no amo a un Dios muerto por mí? En lo pasado os desprecié, amor mío; pero ahora no tengo más honda pena que el recuerdo de los disgustos que os he dado, y no deseo más que ser todo vuestro. ¡Ah Jesús mío! Perdonadme, y luego atraed mi corazón, estrechadlo con Vos, heridlo e inflamadlo en vuestro amor.

Pensemos en los amorosos sentimientos de Jesucristo cuando extendía sus pies y manos para ser clavados en la cruz, mientras ofrecía su vida al eterno Padre por nuestra salvación. Amado Salvador mío, cuando pienso en lo mucho que mi alma os costó, no puedo desesperar del perdón. Por muchos y horribles que sean mis pecados, no desesperaré de mi salvación, pues Vos habéis satisfecho sobradamente por mí. Jesús mío, esperanza mía, amor mío, quiero amaros cuanto os ofendí. Os ofendí mucho; pues también quiero amaros mucho. Vos, que me dais ese deseo, me tenéis que ayudar.

Padre eterno, mirad el rostro de vuestro Hijo (Sal. 83,10), de ese Hijo que muere en la cruz; mirad aquel semblante lívido, aquella cabellera coronada de espinas, aquellas manos traspasadas, aquellas carnes desgarradas; he ahí la Víctima sacrificada por mí; os la presento; apiadaos de mí.

Nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre (Ap. 1,5). ¿Cómo podemos temer que nuestros pecados nos impidan llegar a la santidad, si con su sangre nos preparó Jesús un baño para lavar las almas de todo pecado? Basta que nos arrepintamos y queramos la enmienda.

Jesucristo pensaba en nosotros mientras moría en la cruz, y nos preparaba desde allí todas las gracias y misericordias que nos había de dar con tanto amor, como si no tuviera que pensar más que en cada una de nuestras almas exclusivamente.

Desde la cruz contemplabais ya las ofensas con que os había de herir, y en vez de castigarme, preparabais luz, llamadas amorosas y perdón. ¡Oh Jesús mío! ¿Y podrá todavía suceder que de nuevo os ofenda y vuelva a separarme de Vos, después de tantas gracias vuestras?


¡Oh Señor mío! ¡No lo permitáis! Si no os he de amar, mandadme la muerte. Os diré con San Francisco de Sales: : «O morir, o amar; o amar, o morir».


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