jueves, 14 de agosto de 2014

La muerte de los justos - Meditación de San Alfonso María de Ligorio




Expone San Bernardo que la muerte de los justos se llama preciosa «porque es el fin del dolor y la puerta de la vida». La muerte para los Santos es un premio, porque acaba con sus sufrimientos, con sus pasiones, con sus luchas y con el temor de perder a Dios.

Aquel parte ya, que tanto atormenta a los mundanos, no atormenta a los Santos, porque para ellos no es ningún dolor tener que dejar los bienes de la tierra, puesto que Dios fue siempre su única riqueza; ni dejar los honores, que siempre despreciaron; ni despedirse de los parientes, porque los amaron en Dios; y así como en la vida decían: ¡Dios mío y todas mis cosas!, con mucha mayor alegría lo repetirán en la hora de la muerte.

No les afligen los dolores de la muerte; más bien les alegra el poder ofrecer a Dios aquellos últimos retazos de vida como prenda de amor, uniendo su sacrificio al sacrificio de sí mismo que hizo Jesús muriendo por su amor. ¡-Oh, qué alegría causa a los Santos el pensamiento de que se acaba el tiempo de poder pecar y perder a Dios! ¡Qué gozo poder decir, abrazando el crucifijo: En paz dormiré y descansaré en Él (Sal. 4,9).

Trabajará entonces el enemigo por perturbarlos con la vista de los pecados pasados; pero si los lloraron durante la vida y amaron ya desde entonces a Jesucristo, servirá todo para su consuelo. Más le apura a Dios nuestra salvación que al demonio nuestra ruina.

La muerte es puerta de la vida. Dios, que es fiel, sabe consolar en aquella hora a las almas que le han amado. En medio de los mismos dolores les hará pregustar delicias de cielo. Los actos de confianza y de amor de Dios, y los deseos de gozar de su visión, les darán ya a probar aquella paz de que gozarán por toda la eternidad. ¡Qué alegría dará, sobre todo, el santo viático a los que puedan exclamar entonces, como San Felipe Neri: «¡Aquí entra mi Amor; aquí entra mi Amor!».

Lo que debemos, pues, temer no es la muerte, sino el pecado, que hace la muerte terrible; según aquel gran siervo de Dios, el santo La Colombiére, «es moralmente imposible que muera mal el que durante su vida fue fiel a Dios.»

El que ama a Dios desea la muerte, que realiza la unión eterna del alma con Dios; es señal de poco amor a Dios no desear verle, pronto.

Aceptemos ya desde ahora la muerte con el expolio de todo lo terreno. Ahora, con mérito; entonces, a la fuerza y con peligro de perdernos. Vivamos como si cada día fuera el último de nuestra vida. ¡Qué santamente vive el que tiene siempre la muerte a la vista!

¡Oh Dios mío! ¿Cuándo llegará el día en que pueda amaros y veros cara a cara? Yo no lo merezco; pero vuestras llagas, Redentor mío, son mi esperanza. «Tus llagas son mis méritos», repetiré con San Bernardo, y por eso tengo la confianza de poderos decir con San Agustín: «Muera yo, Señor, para que pueda ir a verte», para que te pueda abrazar sin miedo de sepárame de Ti.


¡Oh María, Madre mía! En la sangre de Jesús y en vuestra intercesión se apoya la es esperanza de mi salvación y de mi entrada en el cielo para alabaros, daros gracias y amaros eternamente.

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