sábado, 24 de diciembre de 2011

HACIA UN NUEVO ORDEN MUNDIAL (3)


La reingeniería social en la Iglesia: el Hombre sin dogmas




No podríamos dejar de relacionar el tema social con el religioso si no fuera porque la Iglesia católica ha sido en Europa la principal forjadora de sus valores espirituales, culturales y artísticos y a su sombra se forjó toda una civilización cristiana que exportó al mundo aquellos mismos valores.

En efecto, fue la Iglesia la que imprimió el carácter de institución pública limitada al derecho del mundo occidental que, a su vez, se había inspirado en las reglas de la ley positiva del Derecho Natural abrevado de los viejos conceptos de los estoicos y de los juristas romanos y convertido, a la postre, en un derecho divino. San Isidoro de Sevilla escribió en el siglo VII que “todas las leyes son divinas o humanas. Las divinas se fundan en la naturaleza, las humanas en las costumbres; y éstas difieren entre sí porque los distintos pueblos han preferido distintas leyes”, con lo cual se establecía el principio de que las reglas del Derecho Natural eran anteriores y superiores a la organización del Estado. 

Este derecho, que era el relativo a la naturaleza humana, originaba la obligación al trabajo en el pecado original y con ello a la institución de la propiedad privada. Del crimen de Caín derivó la necesidad de la pena; de la fundación del Estado por Nemrod, el comienzo del gobierno, pero sujeto a las disposiciones divinas y de todo ello, otras instituciones como el matrimonio, la familia patriarcal y la moral cristiana. Fue también la Iglesia la que instituyó el concepto de que si la ley del hombre contenía disposiciones contrarias a la ley de Dios tales disposiciones no tenían vigencia, ni era obligatorio obedecerlas puesto que, siendo la ley un acto volitivo del poder soberano, su autoridad dimana de su conformidad con la razón.

El derecho positivo (lex temporalis), por tanto, debía llenar las demandas de la ley eterna (lex aeterna), en una especie de simbiosis entre el derecho, la religión y la moralidad social.

Lo que hemos escogido en llamar “la reingeniería social en la Iglesia” proviene, precisamente, de las alteraciones que ella ha venido experimentando en sus creencias (no siempre advertidas por todos sus integrantes, órdenes y congregaciones), influida tal vez por los cambios radicales en la orientación humana contemporáneamente experimentados; cambios cuyos alcances tampoco han sido todavía plenamente advertidos. El ecumenismo propuesto por la Iglesia actual —una especie de globalización de la religión— surgido de estas nuevas creencias, pretende borrar viejas diferencias culturales y religiosas que, a partir de lo creído desde antiguo, han dividido a la humanidad en facciones antagónicas. No en vano se exploran nuevos rumbos donde las antiguas “verdades objetivas” teológicas se van transformando en “verdades subjetivas” y hasta en vagas definiciones: nada se niega y nada se afirma con la contundencia del pasado. Por ejemplo, hoy se invita a rezar “por los hebreos y los musulmanes, quienes creen en el Dios único que se reveló a Moisés, para que puedan participar del conocimiento pleno de Jesucristo...”, propuesta que contrasta vivamente con la postura oficial de hace tan sólo 50 años.

La perplejidad puede también resultar de la pregunta de si negar que Cristo es Dios constituye un conocimiento menos pleno o es, simplemente, una falsedad, como antes era sostenido por la Iglesia. Ahora bien, cuando algo se afirma es para, finalmente, proclamar que “es extremadamente importante hacer una presentación correcta y leal de las otras iglesias, de las que el Espíritu de Cristo no rechaza servirse como medios de salvación”.

Esta es una afirmación derivada de lo ya expresado por el Decreto Unitatis Redintegratio del 21 de noviembre de 1964, emanado del Concilio Vaticano II: “Porque el espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia católica” (Nuevo Denz. 4189), cuando no mucho antes se había sostenido que “los esfuerzos (del ecumenismo) no tienen ningún derecho a la aprobación de los católicos, pues se apoyan en la opinión errónea de que todas las religiones son más o menos buenas y laudables porque todas igualmente revelan y traducen, aunque de manera diferente, el sentimiento natural e innato que nos lleva a Dios...” (Pío XI encíclica Mortalium Animos). Es Buda y Cristo compartiendo el tabernáculo de Asís.

Es también el rompimiento definitivo con la tradición, ya no sólo en lo social y en lo político, sino en lo teológico. Por ello, lo “religiosamente correcto”, como lo “políticamente correcto”, es la eliminación de todo cuanto parezca dogmático y firme y la exaltación de todo lo que luzca humanista, indiferentista y hasta naturalista.

Ha llegado, para el mundo, una Nueva Era y una nueva ingeniería humana que no tiene como propósito afirmar y diferenciar cada cultura, sino que cada cultura, en el trasvase, sufra modificaciones tomando de las demás y, en la síntesis que emerja de aquel diseño, se encuentre la feliz y fraternal amalgama que a todos dé algo de lo suyo, incluyendo la salvación, que ya no parece ser individual y por méritos, sino colectiva e indiscriminada. El papa Juan Pablo II lo dijo con estas palabras: “De este modo, Cristo es el cumplimiento del anhelo de todas las religiones del mundo...” Se ha pasado de la religión de la expiación a la religión de la redención, porque también ha afirmado que “La religión de la encarnación es la religión de la redención del mundo por el sacrificio de Cristo...” Se ha pasado de la Misa como sacrificio a la Misa como asamblea y de las creencias teocéntricas a las antropocéntricas.

En suma, el hombre sin dogmas, sin creencias, sin ideología.

Esta idea de unidad ecuménica, o «unidad en la diversidad», como ahora se llama, es contraria a las tradicionalistas encíclicas Humani Generis y Mistici Corporis de Pío XII y a la Mortalium Animos de Pío XI. Sin embargo, la Iglesia católica contemporánea insiste en esta «profundización en la tradición» o «revelación de nuevas verdades», cuando, en realidad, es un severo rompimiento con las mismas verdades promulgadas y sostenidas durante siglos.

Sin cismas a la vista, y arrinconada la débil oposición tradicionalista, la llamada inculturación avanza con cada vez mayor audacia en momentos en que millones y millones de musulmanes rehúsan integrarse en los países y culturas europeas que les han brindado acogida: “hay que desoccidentalizar a la cristiandad... el catolicismo necesita africanizarse, indianizarse, japonizarse...” Así, un reciente documento instruye la manera en que ha de hacerse la nueva evangelización, en la “libertad de aprender durante toda la vida, en toda edad y en todo momento, en todo ambiente y contexto humano, de toda persona y de toda cultura, para dejarse instruir por cualquier parte de verdad y belleza que encuentre junto a sí...” y poder “encontrar la relación justa en una complementariedad respetuosa de la diversidad y realizar también todos el diálogo ecuménico con los demás cristianos” (el subrayado es nuestro). La Iglesia, también forjadora y exportadora de cultura, ahora la importa y entrega más de sí que lo que recibe en concesiones.

Es, en realidad, un mundo globalizado que busca también encontrar una autoridad mundial que lo gobierne, según el ideal propuesto por Juan XXIII y Pablo VI.

Es como si se quisiera emular, cultural y religiosamente, lo que está ocurriendo en el mundo de la economía.

(tomado de :  "LOS INSTRUMENTOS DEL NUEVO ORDEN MUNDIAL: EL DERECHO, LA ECONOMÍA, LA CIENCIA, EL LENGUAJE Y LA RELIGIÓN EN LA SOCIEDAD DEL SIGLO XXI" , Pablo Victoria Wilches )


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