CAPÍTULO PRIMERO
Sensibilidad y conocimiento sensible
La sensibilidad, principio de las emociones y de las pasiones, es, lo mismo que los sentidos y la imaginación, común al hombre y el animal. Se llama también apetito sensitivo, para distinguirlo de la voluntad espiritual, común al hombre, al ángel y a Dios, y que en nosotros merece el nombre de apetito racional.
Los movimientos del apetito sensitivo -emociones y pasiones- se producen cuando los sentidos y la imaginación nos colocan ante un objeto sensible que o nos atraiga o nos produzca repulsión. Así es como se despierta en el animal la necesidad de alimento; y, en él, las emociones y las pasiones asumen unas veces una forma dulce y tranquila, como la paloma y el Cordero; otras, una forma voraz y violenta, como en el lobo, en el tigre y en el León.
Entre las pasiones, la primera de todas y que todas presuponen, es el amor sensitivo; en el animal, por ejemplo, el amor del alimento de que se siente necesidad. De este amor nacen el deseo, la alegría, la esperanza, la audacia, o el odio de lo que es contrario, la aversión, la desesperación, el temor, la ira.
La pasión no siempre es viva, vehemente, dominadora, pero puede llegar a serlo. En el hombre las pasiones deben ser reguladas y disciplinadas por la recta razón y por la voluntad; y en tal caso se convierten en fuerzas útiles para defender una gran causa. Por el contrario, las pasiones desordenadas e indisciplinadas vienen a ser vicios: el amor sensitivo degenera en glotonería, en lujuria; la aversión toma el torvo color de la envidia y de los celos; la audacia se transforma en temeridad; el temor degenera en pusilanimidad.
Así se advierte, lo mismo en el bien que en el mal, cuán profunda puede ser la sensibilidad. Y ésta se revela ya en el animal, tanto en el amor como en el odio: ved, por ejemplo, el León que se arroja sobre su presa, la leona que defiende sus cachorros: en el uno obra el instinto de conservación de la vida; en la otra, el instinto de conservación de la especie.
Pero esta profundidad del sentir se revela aún mejor en el hombre, ya que, en él, sobre la imaginación, está la inteligencia, que concibe el bien universal, y la voluntad, que desea un bien sin límites, que sólo en Dios puede tener realización.
Si, pues, el hombre no se encamina por el sendero recto, si se forja un bien supremo, y lo busca no ya en Dios, sino en las criaturas, entonces su concupiscencia se hace imposible de satisfacer, puesto que anhela un bien sólo aparente y lo desea insaciablemente.
Si, pues, el hombre no se encamina por el sendero recto, si se forja un bien supremo, y lo busca no ya en Dios, sino en las criaturas, entonces su concupiscencia se hace imposible de satisfacer, puesto que anhela un bien sólo aparente y lo desea insaciablemente.
Si la voluntad, hecha para amar el bien supremo y su universal irradiación, está extraviada, entonces su tendencia hacia lo universal adolece de la misma desviación: asistimos al desdichado espectáculo de una facultad superior enloquecida y que influye, desgraciadamente, sobre las demás facultades. Es una triste prueba, pero prueba, sin embargo, de la espiritualidad del alma, como un recuerdo conservado, en la decadencia, de la propia grandeza.
Santo Tomás dice a este propósito: "la concupiscencia natural o -para decir la verdad- fundada sobre nuestra naturaleza, no puede ser infinita, ya que está restringida a las exigencias de la misma naturaleza y ésta no pide más que un bien limitado; del mismo modo que el hombre no desea un alimento infinito, ni una bebida infinita. Por el contrario, la concupiscencia que no es natural, esto es, no basada sobre nuestra naturaleza, puede ser infinita, al proceder de una razón desviada que concibe lo universal sin límites. Así, el que desea las riquezas, puede desearlas sin fin, puede ansiar hacerse cada vez más rico. Es esto precisamente lo que acontece a quien coloca su fin supremo en las riquezas".
Mientras la concupiscencia natural, en el animal y en el hombre, es limitada, y lo mismo la del León, el tigre, del lobo, que estando ahítos no van en busca de más presas, la concupiscencia no natural, en el hombre depravado, es ilimitada, porque su inteligencia atisba siempre nuevas riquezas y nuevos placeres que le seduce; de ahí las querellas interminables entre los hombres y las guerras sin fin entre los pueblos. El avaro es insaciable, al igual que el ambicioso y el libertino. Y como el amor contrariado engendra el odio, existen odios que parecen no tener fin. "El odio es la cuba de las pálidas Danaides", como decía Baudelaire. Como refiere la mitología, las Danaides, por haber apuñalado al esposo el día de sus desposorios, fueron condenadas a llenar en el Tártaro un tonel sin fondo, pena interminable de una depravación sin medida.
Si tal es la profundidad de la sensibilidad, común al hombre y al animal, ¿cuál no será la de la voluntad espiritual, común al hombre y al ángel?
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