domingo, 27 de noviembre de 2016

Conocimiento vulgar y conocimiento científico (Juan Carlos Ossandón Valdés)

Todos nuestros conocimientos están construidos con datos sensibles, de los sentidos, y elementos inteligibles, de la inteligencia. Ambos han de ser combinados, armonizados, de tal modo que nos den la posibilidad de vivir en un mundo comprensible. El uso más o menos cuidadoso de nuestras facultades es lo que distingue al conocimiento vulgar del científico y a éste de la sabiduría. No se trata de diferentes modos de conocer ni, mucho menos, de hacer uso de facultades diferentes. Tan sólo del modo cómo su usan las mismas capacidades. En definitiva, la diferencia la podemos expresar con una sola palabra: cautela.

Ya vimos cuán fácil es equivocarse y cuán difícil es mantener el equilibrio en nuestros juicios. El empirismo no comprende la labor de la inteligencia; el racionalismo no comprende el valor de los sentidos. Ambos tienen muy buenas razones para defender su postura. Los empiristas se apoyan en la necesidad absoluta de la experiencia y en la dificultad de pasar más allá de ella, dificultad exagerada hasta la declaración de su imposibilidad. Pero vimos que la percepción ya sobrepasaba a los sentidos externos y nos manifestaba la existencia de cosas, propietarias de los colores, olores, sonidos que los sentidos nos transmiten. Los racionalistas observan cuán limitada es la información sensorial y a cuántos errores nos lleva. Sólo la inteligencia nos permite salvarnos de dejarnos engañar por las apariencias. Con san Agustín de Hipona les respondemos que, cuando los sentidos funcionan normalmente, son infalibles. ¿En qué? En mostrarnos determinadas apariencias. Ellos no juzgan, sólo presentan. ¿Quién juzga? La inteligencia. Ella sabe que, si no observamos con cuidado esas apariencias, podemos caer en error. La culpa no es de los sentidos, es de la inteligencia, por falta de cautela. Los ojos no mienten cuando, en verano, ven agua en el pavimento allá lejos. La inteligencia sabe que no es agua, sino la reverberación que produce el calor. El error no se debe a los sentidos, salvo caso de enfermedad en el órgano, sino a la falta de cautela de la inteligencia. Todo se reduce, en cierto sentido, a esa cautela de la que carece el conocimiento vulgar. Éste suele ser muy seguro en los detalles; muy inseguro en sus generalizaciones. Es muy difícil generalizar. Lo único que lo permite es el conocimiento de la esencia; mas ésta se nos escapa cuando abordamos seres complejos. Entre éstos, sobresalen los seres vivos. El primer ser vivo, la célula, es de una complejidad asombrosa. Tal parece que aún estamos lejos de agotarla. ¡Y es minúscula! Sin embargo, algo conocemos de ella, lo que nos muestran los sentidos ayudados por el microscopio y la razón comprende. Es verdad que cada sentido se limita a captar un accidente. Más todo ente tiene los accidentes que su esencia permite y no otros. A través de ellos llegamos a lo que llamamos propiedades que nos sitúan muy cerca de la esencia. Y así sucesivamente vamos profundizando en el conocimiento de lo que nos rodea. ¿Llegaremos a apoderarnos de toda la complejidad de los entes? Jamás, no somos Dios para aspirar a tanto.

Subrayemos que toda la diferencia entre el conocimiento vulgar y el científico proviene de la cautela. Es por eso por lo que han sido desarrollados métodos que procuran evitar la imprudencia de generalizar sin base suficiente. Por desgracia, tales métodos tan sólo dan una base, no una prueba apodíctica que está fuera del alcance de la ciencia experimental. Cuando renace, en el renacimiento, el entusiasmo por la ciencia experimental, dicho entusiasmo se extiende al método. Hoy estamos más conscientes de sus limitaciones. Es muy frecuente que los científicos reales lo olviden y creen leyes a partir de unas cuantas observaciones. ¿Cuándo es válida una generalización? ¿Cuándo un científico puede proclamar que ha descubierto una ley? Es curioso que aún muchos no se hayan dado cuenta de que la ley es obra de una inteligencia y ha sido proclamada ante otras inteligencias. Como los seres corpóreos no humanos carecen de ella, no hay leyes para ellos. ¿Qué hay? Esencias. Conviene, pues, que precisemos qué entendemos por esencia.

Muchos identifican el concepto “especie” usado en biología, con “esencia”, usado en filosofía. ¿Recuerda estimado lector que Platón llamó idea a lo visto por las inteligencias antes de encarnarse? Pues bien, Cicerón tradujo la palabra griega “idea” por la latina “species”. Traducción genial. En español deberíamos decir: “aspecto”. ¿Qué vemos de una cosa?: su aspecto. Es decir, ambas palabras, tanto la griega como la latina, significan: “lo visto”. Ahora bien, el concepto, como deberíamos llamar siempre a la idea, es expresado por una definición. La definición expresa lo que la inteligencia comprende. ¿Qué es eso? Eso es un animal racional mortal. Así definían al hombre los estoicos, definición que llega hasta nuestros días. La idea de hombre, la especie hombre, es la del “animal racional mortal”. Para los estoicos, los dioses eran los animales racionales inmortales.

Supongo que habrá advertido que esta definición, si bien nos orienta bastante bien sobre la radical originalidad del ser humano, es muy parca, muy deficiente. ¿Comprendemos a cabalidad la animalidad?, ¿la racionalidad? Estamos muy lejos de ello. Recordemos: conocemos por aspectos. La misma animalidad la conocemos de ese modo, otro tanto hay que decir de la racionalidad. Además, son aspectos abstractos, no concretos; es decir, la inteligencia los ha separado como si fueran entes reales. No lo son; se limitan a ser aspectos reales de un ente único y complejo. Tengamos la humildad de reconocer nuestra ignorancia, aunque no la exageremos hasta negar todo conocimiento. Ahí están la ciencia, la técnica, la civilización, la cultura para decirnos cuán acertado es el conocimiento humano. Pero también están ahí las equivocaciones, a menudo muy dolorosas, para llamarnos a la cautela.

Cada vez que preguntamos ¿Qué es esto?, esperamos que nos respondan con su esencia. Si nos dicen: es verde; quedamos completamente insatisfechos. Eso salta a la vista. Bien poco me enseña el color, deseo saber más. Al niño pequeño le basta con que le respondan con un nombre: eso es pasto. Algunos padres cometen la tontería de inventar una palabra para reírse del niño. Como el niño adopta la actitud propia de los nominalistas, le basta esa respuesta. Mas pronto la supera y comienza la difícil edad de los porqué. Ya ha comprendido que la palabra nada enseña como subrayaba san Agustín. Con ella no se forman conceptos. Si me dicen pasto, me parece que ya entendí de qué se trata, aunque, realmente, casi nada sabemos de él. Un biólogo podría estar horas dándonos a conocer la increíble complejidad de esas plantitas. Como señalábamos más arriba, a menudo nos conformamos con ciertos aspectos que nos permiten distinguirlo de otras cosas. La esencia de ellas se nos escapa casi por completo. Es muy importante ese “casi”, porque siempre está implícita en todo lo que conocemos.

En verdad hay realidades cuyas esencias comprendemos fácilmente, como ocurre en moral cuando estudiamos las virtudes, por ejemplo, o en matemáticas cuando estudiamos los números y las figuras geométricas básicas. El mundo de los seres vivos, en cambio, mantiene secretos insospechados, dada la enorme complejidad de sus esencias. Por ello no es posible identificar esencia con especie. Al fin y al cabo, la clasificación biológica es bastante arbitraria porque los que la crearon desconocían el funcionamiento de la inteligencia. Parecen ignorar que lo único que existe en sentido pleno es el individuo singular. Como lo conocemos por sus aspectos, y nuestra inteligencia puede separarlos, así, separados, sólo existen en nuestra inteligencia. Las especies, pues, son entes de razón. Sólo existen en nuestra inteligencia. Pero como la inteligencia no miente, en la cosa misma está el fundamento de estos entes de razón. A medida que limitamos las características que tomamos en consideración, distinguimos las razas, especies, géneros, familias, etc., de la clasificación biológica. ¿Cuál de éstas corresponde a la esencia? Ninguna. Mientras no conozcamos con propiedad la esencia de un ser vivo no podemos saber cuál taxón de la clasificación lo señala más adecuadamente. Más adelante volveremos sobre el tema. En definitiva, la esencia es lo que realmente y de verdad es una cosa, cualquiera que ella sea. No es su color, olor, dimensiones, figura exterior, etc. No es nada de lo que nos muestran los sentidos. La persona inteligente comprende que es mucho más que lo que sentimos de ella. Pero esos accidentes le pertenecen porque le convienen a esa esencia. Por esta razón son una guía para conocerla, al menos indirectamente, en cuanto está implicada en ellos. Cuando decimos que un animal es un pluricelular, estamos diciendo algo mucho importante que cuando decimos que emite una determinada voz. Es fácil comprender que si queda afónico, sigue siendo el mismo animal. Es por ello por lo que su comportamiento dependerá de su esencia y no de su olor, por ejemplo. De ahí que podamos anticipar su conducta. Si se reproduce sexualmente, buscará su pareja en el momento oportuno. Es por eso por lo que un animal físicamente tan débil como el ser humano ha podido cazar ballenas, mastodontes, desde la prehistoria. Hoy tenemos que prohibir su caza para que no se extingan. Mas como la esencia universal, abstracta, sólo existe en la inteligencia, en la realidad sólo existen los individuos, las diferencias individuales permiten muchas diferencias en sus actividades. Por tener la misma esencia, hay un padrón de conducta común; por la singularidad de cada bestia, hay mucha variedad en la realidad.


No hay tal determinismo universal en la materia, comprensión mecanicista y reduccionista de la realidad. Hay esencias. Por ello, en sus líneas esenciales, todos los cuerpos del mismo tipo, actúan de la misma manera. Pero como la esencia se realiza singularmente en determinados accidentes, se producen innumerables variantes de detalle que han llevado a los médicos a alertarnos sobre los peligros de la automedicación. Pequeñas diferencias individuales pueden hacer variar los efectos del fármaco en dos personas que comparten la misma esencia, la humana. Es obvio que no nos reducimos a la esencia ni a los accidentes. El ente real, todo completo singular, al no ser captado en toda su realidad, es reducido a algunos aspectos sensibles por los sentidos y a algunos aspectos inteligibles por la inteligencia. A pesar de lo cual, el conocimiento humano es tan válido que ha creado al ciencia y la técnica y nos ha permitido desarrollar la cultura.

(Tomado de 'Teoría de la evolución ¿Ciencia o filosofía?)

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