miércoles, 23 de noviembre de 2016

EL CONOCIMIENTO SENSORIAL (Juan Carlos Ossandón Valdés)

Algunos Científicos experimentales solo creen en la experiencia. Como su valor se estudia en filosofía, no sospechan que se hayan encerrado en la camisa de fuerza del empirismo. Éste es muy pobre en este aspecto, lo que llama poderosamente la atención, ya que debería dedicarle mucha atención. Sobre todo, carece de explicación alguna respecto del abismo que separa al conocimiento sensorial del intelectual. Se limita a reconocer que todo lo que sabemos, lo sabemos gracias a la labor de los sentidos; de lo que concluye que nada agrega la inteligencia. En la primera parte de su tesis tiene toda la razón; la segunda es lamentable. En efecto, no tenemos más contacto con la realidad exterior a nosotros mismos que el que nos otorgan los sentidos. Por desgracia, su información es ínfima. Es común que los que profesan estas doctrinas afirmen que jamás se puede superar la experiencia; pero nos enseñan que viajamos a unos cien mil Km/h alrededor del sol; que la velocidad de giro en el ecuador es de mil seiscientos Km/h con respecto al centro de los polos; que viajamos a aproximadamente a un millón de Km/h con respecto del centro de nuestra galaxia… ¿Alguien ha experimentado jamás tales velocidades?

¿Podríamos dialogar, estimado lector? Me permito preguntarle: en este momento, ¿qué están viendo sus ojos? Supongo que me responde que están viendo el libro en el que pretendo estudiar la relación que hay entre la filosofía y la ciencia experimental. Nada más falso. Sus ojos sólo ven colores y nada más. La respuesta correcta era: veo blanco lleno de marquitas negras. ¿Se reduce a eso nuestra experiencia? Por supuesto que no. Pero los sentidos nos entregan informaciones tan parcas como la que nos entregan los ojos que, aparentemente, de nada sirven. Cuando los empiristas afirman que sólo le creen a la experiencia, parece que no han comprendido cómo se realiza el conocimiento sensible y su admirable complejidad. Es notable el error de los sicólogos experimentales del siglo diez y nueve, cuando limitaban su investigación a estos sentidos corporales por lo que reducían todo conocimiento sensorial a la humilde sensación.

Sabido es que Manuel Kant había explicado el conocimiento como un caos de sensaciones organizadas por ciertas estructuras propias nuestras. Esta visión parece que inspiró a ciertos psicólogos alemanes y los llevó a crear una nueva escuela psicológica: la Gestalt o psicología de la forma. Según ellos, más que captar partes o aspectos, captamos configuraciones o todos complejos. A este acto de conocimiento lo llamamos percepción. La sensación la alimenta, pero la percepción es creada por nuestro cerebro.

Con ello han redescubierto el sentido común de Aristóteles o sentido interior, según san Agustín de Hipona. Nada nuevo bajo el sol. Realmente, lo que llamamos experiencia no es la obra de los sentidos sino del cerebro. Pero, y esto es lo notable, el cerebro no inventa nada, se limita a “profundizar” lo que los sentidos le proporcionan. En esto es muy importante observar que tenemos varios sentidos que nos informan diferentes aspectos de una misma cosa. Pero de la cosa en sí misma, nada nos dicen. Nos obligan, eso sí, a descubrirla. Y eso lo hace el cerebro al “comprender” la información, unificando lo que los sentidos le dan por separado. Uso la palabra comprender en su acepción latina original: asir, aglutinar, unir; la que se conserva en castellano: abrazar, ceñir. La cosa real, ausente en la sensación, es descubierta en la percepción. Pero la descubre solamente a partir de los datos que aquélla le proporciona. Por eso puede ser engañada, ya que es difícil su tarea. Así, los pintores, en una superficie plana, nos hacen apreciar las tres dimensiones. De ahí los famosos “errores de los sentidos” que tanto sirven a los escépticos y a los racionalistas para desprestigiar su testimonio. Exageran, sin duda. ¿Quién no se ha visto en dificultad para determinar un color? ¿Azul o verde? Hay un límite en que parecen confundirse. A pesar de lo cual, confiamos en su testimonio. No hay, pues, tal caos de sensaciones ni la imposición de categorías a priori, como pretendía Kant, sino una reunión de los datos dados por los sentidos y exigida por ellos mismos. Por eso abro la ventana y no veo manchas verdes, grises y de diversos colores que pasan rápidamente frente a ella, sino árboles, pavimento y automóviles desplazándose. Estrictamente hablando, no debería decir que los veo sino que los percibo y los comprendo. Demás está decir que la percepción está impregnada por la inteligencia que, ahora sin comillas, comprende lo que se presenta ante sus ojos. Uso ahora el sentido más común de esta voz entre nosotros y que también proviene del latín: entender. Porque nuestro conocimiento es unitario e implica usar, al mismo tiempo, todo su equipamiento, que supone, en primer lugar los sentidos, en segundo lugar el cerebro y en tercer lugar la inteligencia. Por supuesto que habría que decir mucho más que esto sobre nuestra la experiencia; más, para lo que ahora estamos estudiando, nos basta con lo señalado. Espero que quede claro que, inicialmente, sólo captamos, en las sensaciones, aspectos superficiales de la realidad; que, poco a poco, los vamos integrando de modo de “comprender” cosas, individuos, como la integración de todos esos aspectos. Este conocimiento no es nada fácil de lograr, si bien, como llevamos tantos años haciéndolo, no nos damos cuenta. En los niños pequeños podemos observar cuánto les cuesta y cuánto tiempo les toma tener una percepción adecuada de la realidad.


Como es obra del cerebro y no de los sentidos, ¿podemos confiar en la percepción? De hecho, confiamos ciegamente en ella hasta que ciertas trampas nos hacen caer en la cuenta de la dificultad. Si avanzamos en coche a cierta velocidad, los árboles pasan hacia atrás. Cuando nos paseamos, éstos permanecen inmóviles. Deberían también retroceder a medida que avanzamos; subir y bajar, incluso, al ritmo de nuestro paso. La percepción corrige estos detalles y nos da una visión de inmovilidad que no existe. ¿Nos engaña? Todo lo contrario. Nos permite caminar sin sobresaltos. Realmente, la percepción es algo magnífico. Gracias a ella reconozco que escucho la misma canción, aunque difieran todos los sonidos. Sea un piano, un violín o una guitarra, la percepción, al comprobar la misma relación entre los sonidos, nos advierte que escucho la misma canción. Lo que llamamos experiencia es la percepción, no la sensación. De modo que no puedo aseverar que vi hablando a Pedro. Vi ciertos colores y su movimiento, escuché ciertos sonidos y su frecuencia; percibí un todo y entendí que era Pedro hablando. ¿Puedo ser engañado por mi percepción? Por supuesto. En eso se basan los escépticos de todos los tipos para negar veracidad al testimonio de nuestros sentidos. Los realistas decimos, en cambio, que los sentidos testimonian verazmente lo que los estimula; el sentido interno percibe al reunir las sensaciones; la razón ha de juzgar con cautela su testimonio pues puede haber alguna interferencia que nos engañe. De hecho, ni los sentidos ni la percepción nos aseguran que “esto es así”; se limitan a testificar: “así lo siento”, “así lo percibo”. Es la inteligencia la que, a partir de esos datos, determina qué es realmente esa cosa. Lo que raras veces consigue con propiedad.

(Tomado de "Teoría de la evolución, ¿ciencia o filosofía?". De Juan Carlos Ossandón Valdés)

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