domingo, 13 de octubre de 2013

Parte 8: Catecismo de la encíclica "immortale Dei" del Papa León XIII




ECUATORIANO. —Tengo sobre la mesa las cinco grandes cuestiones que me propusisteis en nuestra conferencia anterior. Escribilas para que no se me escapasen de la memoria: son éstas: 1) ¿Quiénes son los revolucionarios? 2) ¿Por qué hacen las revoluciones? 3) ¿Para qué las hacen ?4) ¿De qué medios se valen? 5) ¿Cuáles son las consecuencias y frutos de las mismas revoluciones en los pueblos? Son ellas tan importantes, que muy bien merecen detenido estudio: pero notadlo, querido filósofo, yo no quisiera estudiarlas en las regiones puramente especulativas y científicas, sino en el terreno práctico y moral; porque estoy firmemente persuadido de que sólo así podemos prometernos buenos resultados. Estoy cansado de especulaciones, y tengo para mí que una de las funestas aberraciones de nuestro siglo consiste en ventilar de un modo especulativo cuestiones esencialmente prácticas.

FILÓSOFO.—Esto y muy de acuerdo con vos en este punto. Los publicistas se dan contra las paredes, idealizando sobre el derecho de insurrección, mientras los revolucionarlos, burlándose de todas las teorías, dan al traste con las repúblicas y los Estados. Hablemos, pues, de las revoluciones, en el terreno de los hechos, en el orden práctico y moral.

E.—Mu y bien, muy bien, amigo mío. Mas para que nuestros razonamientos tengan una base común, desearía saber: ¿cuál es el concepto que tenéis de las revoluciones que agitan á los pueblos incipientes, y muy en especial á las repúblicas sudamericanas?

F.—Pues yo entiendo por revoluciones esos trastornos públicos del orden constituido, causados por bandos y caudillos ignorantes, ambiciosos y perversos que, hacinando todos los elementos de destrucción y ruina de que pueden disponer, se empeñan en derrocar á mano armada el gobierno legítimo, para adueñarse del poder y dar el triunfo apetecido á sus pasiones desenfrenadas, sin tener en cuenta los verdaderos intereses del país, ni los fundamentos naturales de las humanas sociedades. Esto, y no otra cosa, son en mi concepto nuestras revoluciones; ¿estáis conmigo?

E.—Muy de corazón: si bien no faltarán quienes tilden de prolija esta definición de nuestras revoluciones.

F.—Poco me importa esa nota, si la definición es exacta y muy concreta. Cuando el objeto que se define es muy complejo, siempre me ha parecido cosa cruel encerrar el pensamiento dentro de un aro de hierro; porque las múltiples notas de la comprensión del mismo objeto no permiten abreviar su descripción hasta el punto de estrecharla en dos palabras, de las cuales sea precisamente la primera el genero próximo, y la segunda, la última diferencia.

Por otra parte, si vos me comprendéis, quedo contento, aunque mi descripción no merezca los aplausos de las de Boecio.

E.—Ni á mí me agradan las disputas de palabras: vamos al grano. Supuesta la definición que acabáis de dar de nuestras revoluciones, decidme: ¿qué clase de hombres son los revolucionarios?

F.—Mucho hay que decir sobre este punto: mas para proceder con orden debo advertiros dos cosas. Primera, que aquí no consideraré á los revolucionarios como hombres políticos, sino como perturbadores de la tranquilidad pública y como enemigos de la sociedad en sus más vitales elementos, á saber, la religión y la moral. Segunda, que podemos distinguirlos en tres clases: los caudillos, los agentes, los instrumentos.

E.—Admitida esta razonable división, ¿qué clase de hombres son los caudillos de nuestras revoluciones?

F.—Generalmente hablando son hombres ambiciosos, quebrados, inmorales, enemigos de la patria; y si no declaradamente impíos, á lo menos falsos católicos y habitualmente transgresores de los preceptos de Dios y de la Iglesia. Están, pues, en pecado mortal y en estado de condenación eterna. Son hijos de la revolución contemporánea, y están imbuidos en todos ó en muchos errores de los liberales, socialistas, comunistas, francmasones: aunque se profesan hijos de la Iglesia, tienen ojeriza contra el Papa, contra los obispos, contra el clero, contra las órdenes religiosas, y en especial contra las más adictas á la Santa Sede; proclaman los principios de la revolución francesa, los derechos del hombre, la desamortización de los bienes de manos muertas, el matrimonio civil, la secularización de la enseñanza, la autonomía del Estado y todos los demás absurdos, con el nombre de progreso y de civilización moderna. Acarician estos errores no tanto porque están de ellos convencidos, como porque así halagan los malos instintos y pasiones de las turbas, para encaramarse sobre ellas y adueñarse del poder á que aspiran sin descanso, á fin de satisfacer su ambición insaciable y sacar, como dicen, el vientre de mal año. Tales son, por lo común, los caudillos de las revoluciones

E. — ¿Y quiénes son los agentes?

F.—Esos viles aduladores de los jefes de partido que, para medrar á su sombra, les ofrecen todo el contingente de su actividad y celo en la obra de destrucción que con tanto encarnizamiento persiguen. Son hombres inquietos turbulentos, fanáticos, semi-sabios, semi-literatos, eruditos á la violeta, descontentadizos, soberbios, enemigos del reposo público y de todo gobierno establecido. Son hombres desocupados, sin oficio ni beneficio, que no sabiendo en qué emplear el tiempo, se dan á la política, la cual, en su triste concepto, no es sino la conspiración activa y permanente contra las instituciones, leyes y gobierno de la patria. Veréis figurar á estos hombres en toda revolución, y militar á las órdenes de los más opuestos caudillos. Estos hombres no se mueven sino para el mal.

E. — ¿Y los instrumentos?

F.—Son los hijos del pueblo infeliz que violentados, ó engañados, ó corrompidos por los agentes y caudillos de las facciones, se precipitan por la pendiente del crimen, y se lanzan ciegos á los campos de batalla, para dar y recibir la muerte en interminables y sangrientas luchas fratricidas.

E. — ¿Cuál os parece que será la causa de ese espíritu revolucionario que agita á tantos hombres, especialmente en la América del Sur? Porque á mí me parece que sería muy importante el conocerla para aplicar un eficaz remedio á tamaño mal.

F.—Yo creo, amigo mío, que no una, sino muchas causas han concurrido á colocar esas infortunadas repúblicas en ese estado permanente de revolución y de anarquía que todos deploramos, Podríamos distinguir dos especies de ellas: históricas y morales. A las primeras se refieren el perverso ejemplo de los conquistadores de América, antes de su emancipación de la Metrópoli; y el influjo funestísimo de la revolución francesa en la guerra de la Independencia. La historia política del tiempo colonial no nos presenta sino competencias, rivalidades y escándalos de conquistadores que se disputaban la autoridad y el poder. Ese funesto ejemplo pasó de padres á hijos, y vició la constitución política de estos países in radice, como decía muy bien el inmortal García Moreno. Más tarde, la guerra de la Independencia coincidió, por desgracia, con la época funesta en que se hallaban más difundidos en el mundo los errores de Rousseau y de Voltaire, la filosofía del siglo diez y ocho, y las que llamaron en Francia conquistas de los derechos del hombre. De aquí es que los próceres de aquella guerra en América estaban más ó menos imbuidos en el espíritu de su época, y dieron á los nuevos Estados una dirección que no podía menos de conducirlos á la anarquía; y el cambio brusco de gobierno monárquico en republicano y democrático arrojó á las nuevas repúblicas al campo de Agramante, desatando todas las pasiones populares y la ambición y codicia de los más audaces.

Confesiones son éstas del mismo Bolívar, cuyas palabras se citan con frecuencia en Sudamérica. A las causas morales se pueden referir la mala educación de los hijos en el hogar doméstico. Niños mimados, voluntariosos, consentidos, indisciplinados; niños que no conocen el yugo de la autoridad paterna, y reciben habitualmente el escándalo de padres que tampoco respetan á las autoridades constituidas, sin duda alguna son revolucionarios en ciernes, sobre todo si son ricos y nobles. Jóvenes que en colegios y universidades extravían sus ideas con textos reprobados y lecturas indiscretas y corruptoras; jóvenes alentados por las exhortaciones y ejemplos de maestros avezados á toda clase de trastornos y revueltas; jóvenes ardientes é imaginativos, sin freno alguno en las pasiones de su edad borrascosa, son amenaza de la tranquilidad y reposo públicos. Hombres habituados á vivir de empleos, consideran el erario público como el único medio de su propia subsistencia, y cuando, merced á la alternabilidad del sistema republicano, son destituidos de sus cargos, naturalmente pasan al bando de los descontentos, para conspirar con ellos y recobrar sus puestos. A todas estas causas se debe añadir también el funesto influjo de la secta francmasónica y de las escuelas liberales de Europa en Sudamérica, el cual no ha podido menos de sorprender la ignorancia y alentar la malicia y las pasiones de muchos hombres públicos que se empeñan en perpetuar en estos pueblos el reinado de una desastrosa anarquía.

E.—Ahora comprendo, querido filósofo, cuánto debe la República del Ecuador á su héroe inmortal García Moreno, quien, en su sabio gobierno, no aspiró á otra cosa que á proscribir de su patria todas las causas de su ruina.

Ahora comprendo que el único medio de cimentar la paz entre nosotros no es sino resucitar, conservar y desenvolver el espíritu de esa administración. Desengañémonos: la única escuela de la seguridad es la escuela de García Moreno; el único remedio de las revoluciones consiste en salvar el principio de autoridad. Así lo van comprendiendo Colombia y el Ecuador en su último Congreso. Mas, volviendo á nuestro propósito, desearía saber: ¿por qué se hacen las revoluciones?

F.—Habiéndoos descrito el carácter moral de los caudillos, agentes é instrumentos de las revueltas y trastornos, fácilmente podéis reconocer en él sus verdaderas causas. Pláceme, sin embargo, explicároslas de un modo más concreto en un resumen histórico de la mayor parte de nuestra revoluciones. Pasa así la cosa.

Va á terminar el período constitucional de dos, tres ó cuatro años de un presidente. Entramos en la época peligrosísima de elecciones de nuevo Jefe de la nación: despiértanse todas las ambiciones y codicias, y empiezan á resonar los nombres de diez, veinte, treinta ó cincuenta candidatos, cada uno de los cuales tiene, como dicen, su círculo, sus amigos, sus paniaguados, en una palabra, su partido; trabájase con encarnizamiento por el triunfo de cada cual; á nada se atiende sino al interés del partido; cada uno ensalza á su caudillo y deprime al otro; arden los odios; cruje la prensa; vuelan los dicterios; cómpranse los votos; extravíase el criterio de la elección; el poderoso al débil, el rico al pobre, el noble al plebeyo, el más astuto al sencillo impone su voluntad, y en ella el nombre del candidato. Preparado así el pueblo, llega el gran día del sufragio popular; arrójanse unos y otros á las mesas electorales, cométense mil violencias y engaños, danse sendos remoquetes, dispáranse á las veces armas de fuego, y quedan dueños del campo los que han trabajado con mayor audacia ó más tino. Tenemos ya nuevo presidente: es D. N. de N.  pero D. N. de N. representa un solo partido; por consiguiente un solo partido es el vencedor. Luego D. N. de N. y su partido tiene que habérselas, durante todo el período de su administración, con los diez, veinte, treinta ó cincuenta candidatos y partidos juntos que, si bien quedaron vencidos en las elecciones, juraron sin embargo el mismo día trabajar de consuno hasta derrocar el nuevo gobierno. Si en un combate triunfa la traición, ó la conspiración, ó como quiera llamarse, entonces el vencedor se llama Jefe Supremo dé la República, el cual, vencidos y desterrados ó escondidos sus rivales, convoca una nueva Convención, rasga en mil pedazos la constitución anterior, y dicta otra de acuerdo con el espíritu de su bando. Esta nueva constitución regirá mientras los caídos estén debajo; pero á vueltas de uno ó dos lustros, se levantarán seguramente las caídos, y caerá la anterior constitución, y se hará otra nueva. De este modo en los pueblos anárquicos todo es hacer y deshacer, tejer y destejer sin fin, sin consuelo, sin esperanza.

E.—Habláis como un libro; decís la verdad monda y lironda. Esta es la verdadera historia de nuestras revoluciones, y ella sola señala las causas verdaderas de los mismos trastornos, que no son sino las ambiciones, codicias é intereses de hombres y partidos habituados á vivir del erario público y á figurar en nuestra política mezquina é inmoral. Os pregunto ahora ¿y qué fin se proponen los revolucionarios?

F.—Quien los oye hablar, quien lee sus escritos puede fácilmente creer que el fin que se proponen es altísimo, nobilísimo provechosísimo. Preséntanse como los verdaderos redentores del pueblo, declaran la guerra á la opresión y tiranía del gobierno constituido, prometen al pueblo toda clase de libertad, del pensamiento, de la palabra, de la prensa, de cultos, de asociación, prometen dar al pueblo un lugar distinguido en el banquete espléndido de la civilización moderna, ó elevarle hasta los cuernos de la luna en alas del progreso contemporáneo, prométenle mil goces y venturas y la satisfacción de todas las pasiones y concupiscencias.

Pero en realidad de verdad todo esto no son sino vanas promesas. El verdadero fin no es más que colocarse ellos en el poder para figurar en la política y para enriquecerse y enriquecer á sus amigos. La prueba es que apenas han escalado el poder, ponen mordaza á la prensa, allanan casas y habitaciones de sus rivales, destierran á sus enemigos, y ordenan todo su gobierno al único fin de perpetuarse en el mando y robustecer su partido, aunque sea á costa de los más dolorosos sacrificios del pobre pueblo, mil veces engañado. De este modo, siempre se verifica, en contra del pueblo, aquella profunda sentencia que traducíamos niños en las fábulas de Fedro: "En los cambios de jefes de los pueblos, los pobres no truecan sino el nombre de su señor."

E.—Así es, amigo mío, el pueblo, el pobre pueblo es siempre el ludibrio y la víctima de sus falsos y mentidos redentores. Yo no sé, muy incorregibles somos los hombres cuando tan tristes desengaños no nos enmiendan. ¿Y cuáles son los medios de que suelen echar mano los revolucionarios para perturbar el orden y encender la guerra civil en los pueblos?

F.—Esos medios son muy conocidos, y todos ellos en extremo inmorales y corruptores. Porque en primer lugar los revolucionarios comienzan por sembrar en todo el país el descontento del gobierno legítimo, sirviéndose para ello de la detracción, de la censura amarga, de la maledicencia, de la calumnia; excitando las pasiones populares contra la autoridad constituida, despertando aspiraciones á otro orden ó desorden de cosas, lamentándose de los males presentes, y prometiendo su remedio en la caída del gobierno. Congréganse luego los fautores de la revolución en juntas secretas y subterráneas donde, al calor de los brindis, organizan el partido de oposición al gobierno, decretan la publicación de una hoja incendiaria y sediciosa, se imponen contribuciones voluntarias para derrocar al gobierno, nombran los agentes de la revolución en todas las provincias, excogitan los medios más eficaces para corromper los cuarteles y sus jefes; designan, en caso necesario, los nombres de las víctimas que han de caer asesinadas, si no hay otro modo de quitarlas del medio; procuran armar á los más fanáticos y audaces, para que levanten el grito de guerra ya aquí, ya allí. Ya estamos en guerra: comienza la lucha, y con ella las violencias, tropelías, perfidias, traiciones, crueldades, furores y venganzas de todo género.

Arrójanse los revoltosos á los pueblos indefensos, todo lo llevan á fuego y sangre, apodéranse del tesoro, cargan de cadenas ó matan bárbaramente á los empleados de gobierno, y prosiguen en su carrera de devastación y ruina, hasta dar consigo en la penitenciaría ó dar con el gobierno en tierra. En uno y otro caso la víctima es siempre el pueblo que devorará en silencio todas las penas y amarguras consiguientes á la revolución. Dejo á un lado esas dictaduras y oligarquías violentas, tiránicas, ruinosas que lanzan más de una vez á los pueblos á todos los horrores de una guerra intestina que conmueve los últimos fundamentos de la sociedad y lleva por doquiera los estragos de la corrupción y desmoralización públicas.

E.—Esto es en extremo aflictivo, y, por desgracia, exactísimo. ¿Qué pueden esperar los pueblos de esta anarquía permanente? ¿Qué luz puede brotar de semejante caos?

F.—¿Qué pueden esperar los pueblos? Su ruina, y nada más que su ruina. Funestísimos son, en efecto, los resultados y consecuencias de la desventurada condición política de los pueblos anárquicos. Porque primeramente las frecuentes revueltas y trastornos producen, como lo observaréis, cierto espíritu de inconstancia, de versatilidad, de volubilidad opuesto á toda disciplina, y á todo orden, que va gradualmente debilitando más y más los caracteres y haciendo poco menos que imposible fijar las instituciones, costumbres, leyes y espíritu nacional. En segundo lugar las frecuentes revoluciones crean en los pueblos un odio y aversión profundos y sistemáticos á toda autoridad, en virtud de los cuales se hacen ellos ingobernables, y la autoridad, nula é irrisoria. En tercer lugar, las frecuentes revoluciones corrompen todas las virtudes sociales. Los pueblos revolucionarios son crueles, pérfidos, traidores, desidiosos, voluptuosos, desleales, altaneros, soberbios, ignorantes, presuntuosos: en una palabra, son el nido ó la guarida de todos los vicios y de todas las pasiones. En cuarto lugar, las revoluciones son la paralización del trabajo, de la industria, de la agricultura, del comercio; ciegan ellas todas las fuentes de la riqueza pública, derrochan el último resto de la herencia de la patria, y condenan al pueblo á todos los horrores del hambre y de la miseria. Ved aquí, amigo mío, algunas de las consecuencias de tan funesto mal; ved aquí lo que debieran considerar seriamente los hombres públicos á fin de reunir todas las fuerzas intelectuales, morales y religiosas, para formar con ellas una Cruzada, de la Paz y concurrir todos á la más completa extirpación del espíritu revolucionario.

E.—Yo me ofrezco á vos, querido filósofo, como el primer soldado de esta hermosa Cruzada de la Paz. Os ofrezco todo el contingente de mis escasas fuerzas, y espero que todo hombre sensato os dará su nombre, por la Religión y por la Patria, para llevar adelante esta gloriosa empresa, única esperanza de los pueblos anárquicos.


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