Es bastante común actualmente que a todo el que defienda la existencia de un orden objetivo de principios morales y políticos se le tilde de “Fascista”.
Si alguien dice ¡NO! al aborto es un fascista
Si alguien dice ¡NO! a las uniones homosexuales es un fascista
Si alguien dice ¡NO! a la adopción de niños por homosexuales es un fascista
Si alguien dice ¡NO! a los destrozos causados por vándalos en universidades públicas, es un fascista
Si alguien dice ¡NO! a los ataques sistemáticos contra la labor de las fuerzas armadas legítimas de un país, es un fascista
Si alguien DEFIENDE la necesidad de normas morales de comportamiento, es un fascista
Si alguien DEFIENDE la familia como institución, es un fascista
Y un largo etc.
El problema está en la “demonización” que ha sufrido el calificativo de “fascista”. Parece que ser llamado “fascista” es lo peor que se le puede decir a alguien, es el mal absoluto. Ser “fascista” se ha convertido en lo peor que le puede pasar a un ser humano.
Y entonces sucede que esta palabrita ha adquirido un enorme poder “emotivo”. Psicológicamente hablando existen palabras que no vienen desnudas, es decir, palabras que al ser oídas despiertan una oleada de emociones que impactan con fuerza el psiquismo del oyente. Y esto independientemente de que la “carga” emotiva sea positiva o negativa. Vean por ejemplo: “pederastia”, “corrupción”, “masacre” ó “amor”, “amistad”, “mamá”.
Ahora bien, nadie ignora la fuerza que palabras como: libertad, igualdad, fraternidad, respeto, amor, patriotismo, equidad, justicia, tienen en boca de ciertos personajes que buscan ganar votos o seguidores. Bien usadas, con el tono adecuado, estas palabras tienen fuerza suficiente para despertar en un auditorio incauto deseos vehementes de seguir o por lo menos aprobar al “orador” de turno, aunque sus ideas no sean del todo comprendidas ni sus motivaciones del todo claras, parece suficiente que haga adecuado uso de estas “palabras mágicas” y ellas solas hacen todo el trabajo.
Pero como decíamos arriba existen también palabras con “valencia” negativa, y quizá actualmente una de las más populares sea el adjetivo “fascista”.
Lo curioso es que son calificados como “fascistas” personas cuyo código ético e ideológico está en las antípodas del fascismo. Lo que pasa es que hay un desconocimiento de lo que fue en realidad el movimiento fascista italiano, sumado a lo que llamábamos al inicio una “demonización” del mismo.
Luego del fin de la segunda guerra mundial y la derrota de las “potencias del eje”, se desplegó un movimiento mundial de repudio al nazismo alemán y al fascismo italiano señalados, por los vencedores, como responsables de crímenes terribles en sus respectivos países antes y durante la guerra.
Las atrocidades atribuidas a nazis y fascistas surtieron un efecto que bien podemos llamar “psicológico” que consistió en que los términos “nazi” o “fascista” empezaron a significar en la mente de todos, los peores calificativos que se le podían dar a alguien, incluso independientemente de que en verdad ese “alguien” tuviera o no alguna relación con la ideología nazi-fascista. Llamar a alguien fascista era similar a llamarlo animal, monstruo o cosas por el estilo.
Y aquí viene lo paradójico. ¿por qué alguien que defiende el derecho de los no nacidos a la vida, la necesidad de la moral en la conducta, el papel de defensa de la soberanía que cumplen las legítimas fuerzas armadas de una nación, o la urgencia de cuidar y respetar los bienes públicos, es llamado fascista? Acaso ¿Defender todo lo anterior es un crimen atroz? ¿Qué crimen cometen quienes así actúan?
Y lo más extraño aún es que entre las personas que suelen realizar la defensa de las anteriores tesis y que por ello son tildadas como “fascistas” la mayoría son católicos, y en verdad no hay nada más opuesto doctrinalmente hablando que la ideología fascista y el catolicismo.
De esto hablaremos en una próxima entrada.
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