Jean Paul Sartre |
Autor:
PETER KREEFT
Es
posible que Jean-Paul Sartre sea el ateo más famoso del siglo XX. Como tal,
reúne todos los requisitos para estar incluido en cualquier lista de
"pilares de la falta de fe".
Sin
embargo, seguramente logró muchas más conversiones que aquellos que
"miraban la fe de costado" en comparación con la mayoría de los
apologetas cristianos, ya que Sartre hizo del ateísmo una experiencia casi
insoportable, tan demandante, que muy pocos pudieron aguantarla.
Los
ateos cómodos que lo leyeron se convirtieron en ateos incómodos y el ateísmo
incómodo es un gran paso para acercarse más a Dios. En sus propias palabras,
"El existencialismo no es otra cosa que un esfuerzo por extraer todas las
consecuencias de una postura atea coherente". Deberíamos estarle
agradecidos por esto.
Sartre
llamó "existencialismo" a su filosofía basada en la tesis de que la
"existencia precede a la esencia". Esto significa concretamente que
"el hombre no es otra cosa que lo que él se hace". Como no existe un
Dios para diseñar al hombre, el hombre no tiene ningún molde, no tiene esencia.
Su esencia o naturaleza no proviene de Dios como su Creador, sino de su propia
elección libre.
Aquí
se advierte una intuición profunda, aunque es inmediatamente subvertida. La
intuición consiste en comprender que el hombre determina quién será por sus
elecciones libres. Dios es quien crea todo lo que es el hombre y éste es quien
moldea su propia y única individualidad. Dios da origen a nuestro qué, pero
nosotros formamos nuestro quién. Dios nos da la dignidad de estar presentes en nuestra
propia creación o co-creación. Nos asocia consigo mismo en la tarea de
co-crearnos a nosotros mismos. Sólo crea la materia prima objetiva, a través de
la herencia genética y del ambiente. Cada uno le dará la forma final a su
propia individualidad a través de sus elecciones libres.
Lamentablemente,
esta libertad de autodeterminarse que Sartre descubrió en el hombre, lo llevó a
sostener que Dios no existe, porque, de haber un Dios, el hombre quedaría
reducido a un mero artefacto Suyo y por ende no sería libre. Es una constante
en su pensamiento la afirmación de que la libertad y la dignidad humanas
suponen necesariamente el ateísmo. Su actitud es parecida a la de un vaquero en
un western diciéndole a Dios, como si fuera su enemigo: "Este pueblo no es
lo suficientemente grande para ti y para mí. Uno de los dos tiene que
irse".
De
este modo, la legítima preocupación de Sartre por la libertad humana y su
comprensión acerca de cómo esta hace a las personas esencialmente diferentes, a
partir de cosas que apenas lo son, lo llevaron al ateísmo porque (1) confunde
libertad con independencia, y porque (2) el único Dios que él puede concebir es
uno que nos quitaría la libertad humana, en vez de crearla y mantenerla: una
suerte de fascista cósmico. Además, (3) Sartre comete el error adolescente de
equiparar libertad y rebelión. Dice que la libertad es sólo "la libertad
de decir que no".
Sin
embargo, esta no es la única libertad, también existe la libertad de decir que
sí. Sartre piensa que comprometemos nuestra libertad cuando decimos que sí,
cuando optamos por afirmar los valores que nos han enseñado nuestros padres, la
sociedad o la Iglesia. Entonces, lo que Sartre quiere decir por libertad es muy
parecido a lo que los beatniks de los años 50 y los hippies de los años 60
llamaron "hacer tu vida" y lo que la generación del yo ("ME
Generation") de los 70 llamó "cuidarse a sí mismo en primer
lugar".
Otro
concepto que Sartre toma en serio, pero del que hace mal uso, es la idea de la
responsabilidad. Piensa que creer en Dios comprometería necesariamente la
responsabilidad humana porque entonces culparíamos a Dios más que a nosotros
mismos de lo que somos. Ello no es así. Ni mi Padre del Cielo ni mi padre
terrenal son responsables de mis elecciones o del carácter que voy modelando a
través de dichas elecciones; yo soy el responsable. Además, esta teoría de la
responsabilidad llevaría necesariamente a negar no sólo la existencia del Padre
Celestial sino también la del padre terreno.
Sartre
es sumamente consciente del mal y de la perversidad humana. Dice "Hemos
aprendido a tomar al mal en serio... El mal no es una apariencia... Conocer sus
causas no acaba con él. El mal no puede redimirse".
Sin
embargo, también dice que al no existir Dios y siendo en consecuencia nosotros
mismos los que creamos nuestros propios valores y leyes, en realidad no existe
ningún mal: "Elegir ser esto o aquello es afirmar al mismo tiempo el valor
de lo que elegimos, por eso nunca podemos elegir mal". De este modo Sartre
por un lado le da mucho realismo al mal ("El mal no puede redimirse")
y por otro lado le da demasiado poco ("nunca podemos elegir mal").
El
ateísmo de Sartre no dice simplemente que Dios no existe, sino que la
existencia de Dios es imposible. Al menos le rinde una suerte de homenaje a la
noción bíblica de Dios como "Yo Soy", llamándola la idea más
auto-contradictoria que jamás haya imaginado, "la síntesis imposible"
del ser por sí mismo (personalidad subjetiva, el "Yo") con el ser en
sí (perfección objetiva eterna, el "Soy").
Dios
significa la persona perfecta y esto para Sartre es una contradicción. Cosas o
ideas perfectas, tales como la Justicia o la Verdad, son posibles; y las
personas imperfectas, como Zeus o Apolo, son posibles. Pero la persona perfecta
es imposible. Zeus es posible, pero no real. Dios es único entre los dioses: no
sólo es irreal sino que también es imposible.
Dado
que Dios es imposible y considerando que Dios es amor, el amor es imposible. Lo
más escandaloso en Sartre es probablemente su negación de la posibilidad de un
amor genuino y altruista. La mayoría de los ateos sustituyen a Dios con el amor
humano, como aquello en lo que pueden creer, pero Sartre sostiene que el amor
es imposible. ¿Por qué?
Porque
si no hay Dios, cada individuo es Dios. Pero sólo puede haber un único Dios
absoluto. De este modo, todas las relaciones interpersonales son
fundamentalmente relaciones de rivalidad. En esta premisa, Sartre se hace eco
de Maquiavelo. Cada uno de nosotros juega necesariamente a ser un Dios para el
otro; cada uno de nosotros, como el autor del juego de su propia vida, reduce
forzosamente a los demás a personajes del teatro de su propia vida.
Hay
una pequeña palabra que la gente común cree que denota algo real y que los
enamorados creen que denota algo mágico. Sartre cree que denota algo imposible
e ilusorio. Es la palabra "nosotros". No puede existir un
"sujeto nosotros", comunidad ni amor desinteresado si siempre estamos
intentando ser Dios, el único sujeto Yo que existe.
La
obra más famosa de Sartre, "A puerta cerrada", coloca a tres hombres
muertos en una habitación y observa cómo cada uno de ellos se convierte en un
infierno para los otros simplemente jugando a ser Dios entre ellos: no en el
sentido de ejercer un poder externo, sino simplemente cosificando a los otros,
conociéndolos como objetos. La lección más horrible de la obra es que "el
infierno son los otros".
Hay
que tener una mente profunda para decir algo tan profundamente falso. La verdad
es que el infierno es precisamente la ausencia de otras personas, tanto humanas
como divinas. El infierno es la soledad absoluta. El Cielo son los otros,
porque es el lugar en el que se encuentra Dios, y Dios es la Santísima Trinidad.
Dios es amor, Dios "son los otros".
La
tenaz honestidad de Sartre lo hace casi atractivo, a pesar de sus conclusiones
repelentes, como la falta de sentido de la vida, la arbitrariedad de los
valores y la imposibilidad del amor. Sin embargo, su honestidad,
independientemente de la fuerza con que se haya arraigado en su carácter, se
transformó en trivial y sin sentido debido a esta negación de Dios y por ende
de la Verdad objetiva. Si no hay una mente divina, tampoco hay verdad, excepto
la verdad que cada uno hace de sí mismo. Entonces, si no hay otra cosa que me
haga ser honesto excepto yo mismo, ¿qué significado tiene la honestidad?
No
obstante, no podemos evitar emitir un veredicto mixto sobre Sartre ni estar
satisfechos con sus conceptos tan repelentes, ya que emanan de su coherencia.
Nos muestra la verdadera cara del ateísmo: el absurdo (empleando un término
abstracto) y la náusea (la imagen concreta que utiliza y el título de la
primera y mejor de sus obras).
"La
náusea" es la historia de un hombre que, después de una búsqueda ardua, se
encuentra con la terrible verdad de que la vida no tiene sentido, que es
simplemente un exceso nauseabundo, como el vómito o el excremento. (Sartre
tiende a emplear imágenes obscenas adrede porque siente que la vida misma es
obscena).
No
podemos evitar estar de acuerdo con William Barret cuando dice que "a los
que estén dispuestos a valerse de esta [náusea] como una excusa para echar por
tierra toda la filosofía sartriana, podemos decirles que es mejor encontrar
nuestra propia existencia en el asco que nunca encontrarla".
En
otras palabras, la importancia de Sartre es como la del Eclesiastés: hace la
más importante de todas las preguntas, con coraje y sin vacilar, y podemos
admirarlo por eso. Lamentablemente, también da la peor respuesta posible, tal
como lo hizo el Eclesiastés: "Vanidad de vanidades, todo es vanidad".
Sólo
podemos tenerle lástima por eso y junto a él a los muchos otros ateos que son
lo suficientemente lúcidos como para ver, tal como él lo hizo, que "sin
Dios todo está permitido", pero nada tiene sentido.
(Tomado de http://www.catholiceducation.org/es/religion-y-filosofia/filosofia/los-pilares-de-la-falta-de-fe-sartre.html)