PARADOJAS DIVINAS
Hay en la vida espiritual divinas paradojas que desconciertan no
solamente a los mundanos, sino hasta a las almas piadosas cuando no están bien
instruidas, sobre todo con esa instrucción del Espíritu Santo que nunca falta a
las almas de buena voluntad, y de la que dice la Escritura: «Bienaventurado
aquel a quien tú mismo instruyes y enseñas acerca de tu ley»
De una de esas paradojas, importantísima y fundamental por cierto, voy a
hablar en este capítulo.
Que la vida espiritual sea una ascensión constante, es indudable, porque
la perfección consiste en la unión con Dios, y Dios está por encima de todo lo
creado. Para llegar a Dios, hay que subir; pero la paradoja que señalo consiste
en que el secreto para subir es bajar.
San Agustín, con su estilo peculiar, expone así esta paradoja:
"Considerad, hermanos, este grande prodigio. Excelso es Dios: te
elevas, y huye de ti; te humillas, y desciende a ti".
Lo mismo enseña San Juan de la Cruz, de manera pintoresca, en la portada
de su libro Subida del monte Carmelo, de la que únicamente copio estos
versillos:
Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada.
Y ¿cuál es el fundamento del prodigioso caminito enseñado a las almas en
los tiempos modernos por Santa Teresa del Niño Jesús, sino una manera sencilla,
dulce y profunda de bajar, para que el alma sea levantada por el divino
elevador de los brazos mismos de Jesús?
Todo esto y mucho más que pudiera citarse no es sino el comentario de
aquellas palabras de Jesús: "Todo el que se exalta será humillado, y el
que se humilla será exaltado" 3 Lc 14, 11.
Clara y conocidísima es esta doctrina, pero constantemente olvidada en
la práctica, no tan sólo por los obstáculos que ponen siempre las pasiones
cuando se trata de vivir conforme a las santas doctrinas, sino porque las almas
se desconciertan por esta divina paradoja aun en sus mismos juicios.
Hay, en efecto, la tendencia natural a juzgar las cosas divinas con el
criterio humano; a eso atribuye Santo Tomás de Aquino nuestras desviaciones del
bien, porque dice: el hombre «quiere medir las cosas divinas según las razones
de las cosas sensibles».
Y esto explica la razón de estas paradojas y el frecuente desconcierto
de las almas, aun conociendo la doctrina.
Este bajar para subir, que es el fondo de la humildad, parece natural y
humano en sus primeras etapas, y así pudo decir Jules Lemaitre que: «La
humildad no es solamente la más religiosa, sino también la más filosófica de
las virtudes. Resignarse a no ser sino lo poco que se es y temer pasar los
límites de ese poco, ¿no es el coronamiento de la sabiduría?»
Pero la humildad cristiana, sobre todo en su perfección, sobrepasa la
humildad filosófica, como el Cielo a la tierra, y si en los principios el
descenso de la humildad cabe en los estrechos moldes de la razón humana, poco a
poco se desborda de tan mezquino cauce y desconcierta al espíritu humano.
En la vida espiritual, las almas bajan con mayor o menor trabajo, pero
convencidas de que deben bajar; mas al llegar a cierto límite se desconciertan
y se cansan de bajar; les parece que andan engañadas y que ya debía llegar el
tiempo de subir, porque ignoran que en este camino espiritual se sube siempre
bajando, y que para llegar a la cumbre el alma no debe cansarse nunca de bajar.
Entiéndase bien, NUNCA, porque de la misma manera que en los principios de la
vía purgativa, en las cumbres de la unitiva el secreto único para subir es
bajar.
Con la luz de Dios, el alma va contemplando más
y más su miseria y hundiéndose en ella, y en cada nueva iluminación le parece
que ya llegaron sus ojos al fondo de su nada.
¡Ah!, nuestra miseria no tiene fondo, y solamente la mirada de Dios
puede sondear las íntimas profundidades de ese abismo; a nosotros nos quedan
siempre nuevas revelaciones de nuestra nada, aunque vivamos mucho tiempo y
recibamos a raudales la luz de Dios.
Siempre podemos bajar más, siempre podemos hundimos más hondamente en
nuestra miseria; y en la medida en que bajamos subimos, porque nos acercamos a
Dios, porque desde abajo se mira mejor a Dios y se disfruta más dulcemente de
sus caricias y se siente más íntimamente el encanto de su divina presencia.
Pero queda siempre en el fondo de nuestro espíritu la tendencia a medir
las cosas divinas con nuestro criterio humano, y nos desconcertamos en cada
nueva revelación de nuestra miseria, y quisiéramos cerrar nuestros ojos para no
verla; como esos enfermos que no quieren conocer su mal, como si no conocerlo
fuera no tenerlo, como si el conocimiento de la enfermedad no fuera el
principio de una seria curación.
Por eso las almas se desconciertan con las tentaciones, con las
desolaciones y arideces, con las faltas y con todo aquello que les produce la
impresión de que bajan. ¡Ah!, ellas quisieran subir, porque quieren llegar a la
cumbre, porque quieren unirse a Dios, y al sentir que bajan por el impulso de
las tentaciones, por el peso de sus faltas, por el vacío de sus desolaciones,
se desconciertan y angustian, porque olvidan las divinas paradojas de la vida
espiritual.
Afortunadamente, Dios no hace caso de nuestras protestas y nuestros
gritos de angustia, y vierte sobre nosotros esas gracias siempre preciosas y a
la vez terribles que llevan consigo las tentaciones, las desolaciones y aun las
faltas; como una madre, a pesar del llanto y de los esfuerzos de su niño, le
aplica resueltamente la penosa medicina que le dará la salud.
Alguna vez llegaremos a comprender que una de las gracias más grandes
que Dios nos ha hecho en nuestra vida son precisamente esas desconcertantes que
nos hacen pensar en que Dios nos abandona cuando, por el contrario, nos atrae,
que nos hacen juzgar que nos alejamos de nuestro ideal cuando, por el
contrario, nos acercamos a la meta dulcísima de nuestras esperanzas.
¡Almas ávidas de perfección, no os canséis de bajar, no temáis lo que os
hunde en el fondo de vuestra miseria! De Dios no nos alejamos bajando, sino
subiendo:
No lo olvidéis: si nos levantamos, Dios huye de nosotros, si bajamos,
desciende hacia nosotros.
Me parece que Dios siente a su manera el vértigo del abismo; nuestra
miseria, conocida y aceptada por nosotros, le atrae irresistiblemente. ¿Qué
cosa puede atraer a la misericordia sino la miseria? ¿Qué puede llamar a la
plenitud, sino el vacío? ¿Adónde habrá de precipitarse el océano infinito de la
bondad, sino en el cauce inmenso de nuestra nada?
Génesis 18, 27. «Hablaré al Señor, mi Dios, siendo polvo y ceniza.» Esas
palabras de Abraham; suenan en mis oídos como la causa y fundamento de la
audacia del patriarca: hablaré al Señor mi Dios, porque soy polvo y ceniza. He
aquí la única razón, poderosa e inmensa por cierto, que podemos alegar ante
Dios para hablarle, para pedirle, para instarle a que colme nuestros más
audaces deseos.
Y esa base tiene algo de infinito, puesto que en ella cabe todo hasta el
infinito. Soy polvo y ceniza, por eso no pongo límite al pedir a la
misericordia; por eso confío, por eso espero, por eso me atrevo a pedir al
Señor hasta el beso de su boca, como Esposa de los Cantares.
¿Cuándo nos convenceremos de que nuestra miseria nos hace fuertes contra
Dios? Génesis 32, 2. ¿Cuándo nos daremos cuenta de que hundirnos en nuestra
nada es el medio infalible de atraer a Dios?
Cuando sedientos de Dios anhelamos poseerle, no le presentemos para
obligarle a venir a nuestro corazón ni nuestra pureza ni nuestras virtudes ni
nuestros méritos o no tenemos esas cosas o las recibimos de Él mostrémosle lo
nuestro, la increíble miseria de nuestro ser; hundámonos más en el abismo de
nuestra nada, y el Señor sentirá el vértigo del abismo, y se precipitará en el
inmenso cauce con la fuerza impetuosa de su misericordia y de su bondad.
Ni se crea que este secreto para atraer a Dios sea únicamente propio de
los principios de la vida espiritual; no, es de toda ella. Gracias a Dios,
nuestra miseria no se acaba nunca ni se agota jamás la infinita misericordia.
En las cumbres de una perfección única estaba la Inmaculada Virgen
María, y en su cántico inspirado atribuye las maravillas que en ella realizó el
Omnipotente a una mirada que el Señor dirigió ¿sabemos a qué? a su pequeñez:
"Porque miró la humildad de su esclava." Lucas 1,48. El misterio de
la unión de Dios con el alma se realiza en el fondo del abismo, en el mutuo
anonadamiento de Dios y de la criatura.
El amor debe ser siempre humilde, dice Luisa Margarita Claret de la
Touche. Tiene razón; el amor es por su naturaleza humilde; la humildad es uno
de sus elementos íntimos; porque el amor es olvido de sí mismo, es
empequeñecimiento ante el amado, y tratándose del amor divino, que se realiza
entre el todo y la nada, el amor es anonadamiento, es adoración.
Dios mismo, para amarnos, se anonadó, «se anonadó a Si mismo» Filipenses
2,7 dice San Pablo.
Y el alma que siente en lo íntimo de sus entrañas la herida profunda y
dulcísima del amor se anonada también, y en el abismo de ese mutuo
anonadamiento se realiza el amoroso misterio de la unión.
Ciertamente, la humildad de la unión es una humildad nueva, enteramente
celestial; es algo profundo, dulcísimo, delicioso, que solamente puede conocer
quien la ha sentido.
Ante la luz espléndida con que la baña el Dios que se le acerca, el alma
comprende su miseria de una manera nueva, como se vería convertida en oscuridad
la exigua llama de una lamparita si la envolviera el sol; el alma, viéndose así
iluminada, querría esconderse querría borrarse; pero esconderse con su amado,
pero borrarse para que él solo brillara, y es tal el ansia que experimenta de
anonadarse y tan intensa la delicia de su pequeñez, que si fuera algo, como si
fuera mucho, quemaría lo que era en holocausto de amor a su Dios y se hundiría
en el amoroso anonadamiento de su adoración...
Y cada nueva unión es un nuevo y más profundo anonadamiento, y el alma
se complace de ver ante sus ojos una inmensa profundidad para bajar, porque
sabe por una dulce experiencia que cada grado de anonadamiento es un abrazo más
íntimo con el amado, y cuando herida de amor ansía «el beso de su boca», ya no
lo pide con palabras que no aciertan a expresar el ardor de su deseo, sino que
se hunde en el abismo para obligar al amado que vaya a buscarla a las
profundidades y a regalarla con la dulzura de sus inefables caricias.
Pero la humildad no llega a su perfección sino cuando el alma se
transforma en Jesús; entonces, la humildad no es aquella tímida que luchaba
penosamente con las miserias humanas en las primeras etapas de la vida
espiritual, ni siquiera es aquel celestial anonadamiento de la unión.
La humildad de las almas transformadas es la humildad de Jesús que en
ellas se refleja, es aquella sed divina de anonadarse que quemaba las divinas
entrañas de Jesús y que quema las del alma por participación de amor; es
aquella divina carrera que emprendió el Verbo de Dios cuando como un gigante
comenzó jubiloso a correr el camino del amor y vino a la tierra saltando entre
los montes, y en esa carrera arrastra consigo a las almas que corren también
tras El, atraídas por la suavidad de sus perfumes.
¿Qué fue esa amorosa carrera, sino un descenso estupendo y rápido hacia
el abismo del anonadamiento? ¿Queréis saber, hermanos carísimos - dice San
Gregorio el Grande, los saltos que Él dio? Del Cielo vino al seno de la Virgen;
de ese seno inmaculado vino al pesebre; del pesebre a la cruz; de la cruz, al
sepulcro...
Faltó al santo doctor el último salto que perpetúa a todos y en cierto
sentido los supera a todos, el de la Eucaristía; y digo que los supera, porque
canta Santo Tomás de Aquino.
"En la cruz estaba oculta la deidad, pero aquí (en la Eucaristía)
también está oculta la humanidad."
Pues si Jesús baja siempre, ¿quién querrá subir? El alma transformada en
Él quiere correr su suerte, ir a donde Él va y hundirse en donde Él se hundió,
y tocada por la divina locura de Jesús, tiene sed inextinguible de
anonadamiento. Se empequeñece con Jesús en el pesebre, y se ofrece como víctima
en el Calvario, y quiere como Jesús ser hostia viviente y desaparecer y guardar
bajo los velos de su miseria a su Dios escondido.
Pero en el fondo de ese místico anonadamiento que es la vida espiritual
, en las distintas etapas de esa gloriosa bajada, el alma sube siempre, porque
se acerca, primero a su Dios, y se une en seguida a Él y se transforma en Él
para siempre; y Dios es la suprema altura, la cumbre excelsa y el único
Altísimo.
El secreto de la perfección está, pues, en esa divina paradoja de subir
bajando, y el alma que lo comprende y no se cansa nunca de bajar, halla el
descanso y la dicha en el seno de Dios, realizando el profundo pensamiento de
San Juan de la Cruz:
Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada.
(Tomado de "Vida espiritual")