Una de las cosas que más cautivan
y obligan a amar es, sin duda, la belleza. Lleva tras sí los ojos quien la
posee, y predispone a que la favorezcan cuantos le ven. A este propósito se
cuenta de la reina doña Isabel la Católica que, llevándole un caballero, mancebo
de mucha hermosura y gentileza, una carta de favor para que le hiciese
mercedes, y poniendo ella los ojos en su agraciado semblante respondió:
«Poca necesidad tenía de carta vuestra
presencia».
¿Qué diremos ahora de la
hermosura de la bienaventurada Virgen María? Diremos que es tan excelente y
peregrina, que no podrá dejar de amarla quien debidamente la considere. Tres suertes
de hermosura podemos distinguir en la sacratísima Madre de Dios:
Belleza corporal, intelectual y
moral, y en todas tres fue maravillosa.
De la belleza corporal de la
Virgen dicen los Santos Padres grandes encomios y alabanzas, que sería prolijo
repetir. Compáranla a lo más hermoso del cielo y de la tierra, y le dan la palma
sobre cuantas hermosuras mencionan los libros sagrados del Antiguo Testamento,
las cuales eran figura y representación de María. Llámanla rostro de Dios,
estatua labrada por la misma mano del Altísimo, templo viviente, formado por la
divinidad para habitar personalmente en él, palacio digno del alma que
encerraba y cuya vestidura era. Particularizando más, regálanse en pintarla de
estatura regular y bien proporcionada, de tez trigueña, cabellos rubios, ojos
garzos y brillantes, cejas graciosamente arqueadas, nariz aguileña, labios
rojos y no gruesos, largos los dedos y las manos delgadas y bien formadas.
Tal era, que el mismo Dios la
alabó de hermosa; y tal, que arrebatado y fuera de sí al mirarla Dionisio
Areopagita, la hubiera tenido y adorado por Dios si la fe no le enseñara que
era simple criatura. Pero notemos de paso que la belleza corporal de María era
de un orden superior al de las bellezas humanas, y que el efecto que producía en
cuantos la miraban distaba del que estas ordinariamente producen, como dista el
cielo de la tierra. No tenía la belleza de María nada de voluptuosa y muelle,
lánguida y enervante: su gentil talle comparado a la palmera que se cimbrea;
sus ojos como los de la paloma, bailada en las corrientes de las aguas; su
cuello airoso y blanco como el marfil; sus mejillas coloradas como las rosas de
Jericó; sus manos hechas a torno y derramando jacintos; su cutis blando y
delicadísimo, mezcla de nieve y rosa; su aliento perfumado como el de les
campos de azahar o el de las viñas de Engaddi; sus pies menudos y ligeros como
los de los ciervos o de los gamos; su cabellera sedosa y abundante, cayendo
sobre sus nevadas espaldas como lluvia de oro que obscurece al sol; cuanto de
ella dijo el enamorado Esposo de los Cantares, lejos de atraer a los hombres
hacia la tierra los elevaba al cielo, infundía castos pensamientos, purificaba
los sentidos, divinizaba la carne.
Sin embargo, digámoslo con
verdad, por excelente que sea la belleza corporal de la Virgen Madre de Dios,
debe cautivar nuestra atención muchísimo más la belleza de su alma aun física y
naturalmente considerada.
¡Qué entendimiento el suyo tan noble,
perspicaz y en todo perfectísimo!
¡Qué voluntad tan recta y
ordenada para el bien! Según el P. Francisco Suárez, María, desde el primer
instante de su Concepción y santificación, tuvo actual y perfecto uso de razón.
Y es común sentir entre los doctores, que en el mismo instante se le infundió
ciencia natural de los divinos misterios del Criador y de las cosas criadas en
grado mucho más superior que alcanzó en su carrera criatura alguna viadora,
ciencia que de día en día fue la Virgen perfeccionando durante el curso de su
admirable y santísima vida. ¿Y qué mucho se infundiese a María esta ciencia y se
le diese el uso perfecto de la razón, si se le concedió al Bautista en el seno
de su madre y a Adán en el paraíso?
Pero la belleza por excelencia de
María, la que ella más aprecia, la que verdaderamente sorprende y arrebata a
los hombres y a los ángeles y enamora al mismo Dios, es su belleza moral. Esta
hermosura nace de la gracia. Y fue tan grande, tan copiosa y soberana la que
desde el primer instante de su Concepción se derramó en María, que el citado
Suárez, con autoridad de los Santos Padres, dice «ser piadoso y verosímil el
creer que la gracia de la Virgen en su primera santificación fue más intensa
que la suprema gracia en que se perfeccionan los hombres y los ángeles».
Por lo
cual, prosigue el mismo Suárez, se le puede acomodar aquello del Profeta:
«Los cimientos de ella en los montes
santos: ama el Señor las puertas de Sión sobre todos los tabernáculos de Jacob.
Ni es esto de extrañar, porque el Altísimo que la fundó se hizo hombre en
ella.» ¡Ah! Digamos con San Buenaventura: «Todos los ríos entran en el mar;
pero el mar no rebosa: todos los carismas entran en María; porque el río de
gracia de los ángeles entra en María; el rio de gracia de los patriarcas y
profetas entra en María; el río de gracia de los apóstoles, mártires,
confesores, doctores y vírgenes, entra en María. Pero ¿qué maravilla es, si
toda la gracia se junta en María, por la que tanta gracia corre hacia todos?».
Y no solamente estos ríos de gracia entraron en María, sino que con ellos le fue
quitado a la vez el origen de la concupiscencia o inclinación al mal, y se le
dieron todas las virtudes infusas y todos los dones del Espíritu Santo.
Ahora, pues, ¿quién no se pasma,
si se detiene a considerar por un momento cuánto acrecentó María esta gracia,
recibida en el primer instante de su ser? Porque nadie piense que la Virgen
tuvo baldía y ociosa esta gracia, y que en su primera santificación puso
término a su ultimada santidad.
No; esto sería un absurdo. María
negoció, trabajó con la gracia; y de tal manera obró con ella, que con cada acto
que hacía duplicaba el caudal. Porque si este doblar la gracia se concede a los
ángeles en el primer instante, ¿por qué no se ha de conceder siempre a la Reina
de ellos, que jamás puso impedimento a Dios, sino que obró todo lo que pudo
obrar conforme a la gracia que poseía y a la moción del Espíritu Santo,
castísimo Esposo de su alma, que interiormente la movía? ¿Y qué entendimiento
humano puede abarcar el cúmulo inmenso de gracia, que según esto acrecentó en
el largo espacio de setenta y dos años de vida inocente, santa y fervorosísima
que pasó en este mundo?
¿Quién no se pierde en este hondo
abismo y mar sin orillas de la gracia de María? Vea quien quisiere los piadosos
cálculos y devotas hipótesis que hacen sobre esto algunos hijos amantes de
nuestra Señora; nosotros nos contentaremos con decir y preguntarnos llenos de
admiración: Si a mayor gracia corresponde mayor hermosura, y tanto es más
amable una persona cuanto es más hermosa, ¿cuán amable será la serenísima
princesa de los cielos?
Tomado de: Amor a María. De Vicente Agusti.