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sábado, 13 de agosto de 2022

La demostración de la existencia de Dios en la "Suma contra los gentiles" (3a. parte)

 Vamos a ocuparnos ahora de la segunda proposición que necesitamos fundamentar, la que dice así:

    - No es posible proceder al infinito en la serie de motores movidos.

Recordemos que en el argumento para mostrar la necesaria existencia de un primer motor inmóvil, fuente de todo movimiento/cambio que vemos a nuestro alrededor en el universo, santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, decía que dado que evidentemente algo se mueve en el universo (mejor dicho, todo se mueve con algún tipo de movimiento/cambio), y que todo lo que se mueve se mueve por otro (que explicamos en el artículo anterior), hay que conceder que eso que mueve debe ser a su vez movido por otro o no; si no, llegamos a nuestro motor inmóvil; si sí, entonces procedemos a preguntarnos por el movimiento de ese motor anterior, si es causado o no, y si es causado vamos ascendiendo en la serie...

Ahora bien, en dicha serie o llegamos a uno primero que no sea móvil, que no cause el movimiento cambio de otro moviéndose a su vez; o no llegamos a uno primero sino que seguimos subiendo en la serie indefinidamente, es decir, in infinitum. Pero como esto último es imposible, se concluye que debe necesariamente llegarse a un primer motor inmóvil, causa del movimiento/cambio de todo lo demás.

Por eso hay que probar ahora esa afirmación de que no se puede ir al infinito en la serie de motores que son a su vez movidos.

¿Cómo lo hace santo Tomás? De tres formas.


1. 

    - En una serie de motores movidos, estos necesariamente han de ser cuerpos divisibles (aquí pone de nuevo la autoridad de Aristóteles en el libro VI de su "Física").

    - Todo cuerpo que mueve siendo movido, al tiempo que mueve ES MOVIDO.

    - Luego la pretendida serie infinita de estos se movería al moverse uno de la serie.

    - Pero ese uno, siendo cuerpo divisible, se mueve en una medida de tiempo finita, ya que todo cuerpo se mueve en tiempo finito. 

    - PERO lo anterior significaría que la serie infinita se movería en un tiempo finito, lo que resulta imposible. Un tiempo finito no mide un movimiento infinito.

___________

El núcleo del anterior razonamiento está en el hecho de que una serie supuestamente infinita de cuerpos motores movidos debe estar en continuidad (un cuerpo continuo al otro), lo que vendría a ser una especie de gran cuerpo unitario, en virtud de la continuidad. Pero como cada miembro de dicha serie es un cuerpo cuyo movimiento se mide en tiempo finito, al moverse uno de la serie se movería la serie toda (por la continuidad de ser motores movidos en simultáneo). Y entonces la serie infinita, por continuidad, se movería en un tiempo finito, lo que es imposible.


2.

    - En una serie de motores movidos, es decir, en una serie en la que el movimiento de cada miembro depende causalmente del movimiento de otro; si se quita el primero cesa el movimiento de la serie toda.

    - Pero en una serie infinita, como indica su nombre, no hay un primero. Luego en dicha serie nada se movería porque faltaría la fuente causal primera del movimiento.


3.

    - Aquello que mueve solo en la medida en que a su vez es movido, se dice que mueve "instrumentalmente", a manera de instrumento.

    - Pero resulta que en una pretendida serie infinita se motores movidos, todos serían motores instrumentales SI NO SUPONEMOS la existencia de un primer motor inmóvil.

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Por esos tres caminos que les he resumido arriba prueba santo Tomás la veracidad de esta proposición: no se puede proceder al infinito en la serie de motores que son a su vez movidos...por otro.

Y quedando entonces demostradas las dos proposiciones claves del argumento, queda demostrada con suficiencia la conclusión: es necesario llegar a la existencia necesaria de un primer motor inmóvil al que llamamos Dios.

_________

¿Les parece poca cosa concluir que debe existir un primer motor inmóvil? Pues quizá no se los parezca tanto al ver todo lo que a partir de allí se concluye...


QUE ALGO SEA MOTOR INMÓVIL implica que es:


A) Primer motor que mueve todos los demás motores. Luego su causalidad se extiende a todo lo que mueve o es movido = universalidad de la causalidad divina.


B) Luego todas las cosas están subordinadas a la causalidad de este primer motor = providencia divina.


C) Luego está presente a todas las cosas, porque en todas obra = omnipresencia divina.


D) Luego contiene de antemano y actualmente todas las perfecciones que los motores inferiores adquieren bajo el influjo de su acción: la vida, la inteligencia, la ciencia, la virtud, etc., = omniperfección divina.


Y siendo inmóvil es...


E) Motor absolutamente inmóvil, acto puro sin mezcla de potencia.


F) Perfección pura, plenitud de perfección.


G) Uno y único, siendo acto puro no se divide ni se multiplica pues no tiene potencialidad para ello = unicidad de Dios, monoteísmo.


H) Su obrar se identifica con su ser; y su existir con su esencia.  Porque en Él no hay composición de acto/potencia = ser subsistente.


I) Absolutamente inmutable, por carecer de toda potencialidad = eternidad de Dios.


(Estas últimas consideraciones en cursiva las tomo tal cual del volumen primero de la Suma de teología bilingüe, de la BAC)


Y se podría seguir extrayendo conclusiones estrictamente lógicas...

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De esa manera concluye Tomás mostrando la existencia de un primer motor inmóvil, al que llamamos Dios.


Leonardo Rodríguez Velasco.

viernes, 12 de agosto de 2022

La demostración de la existencia de Dios en la "Suma contra los gentiles" (2a. parte)

Vamos a continuar presentando la prueba de la existencia de Dios que santo Tomás expone en el capítulo XIII del libro primero de la “Summa contra gentes”.

Habíamos dicho en el artículo anterior que en el razonamiento que usa santo Tomás allí, prestado de Aristóteles, hay dos afirmaciones que requieren ser probadas porque constituyen el núcleo del argumento; aquí nos ocuparemos de la primera:

-          Todo lo que se mueve, se mueve por otro.

Para cualquiera con un mínimo de capacidad de observación resulta evidente que en el universo existe el movimiento, es algo evidente a los sentidos. Y no solo existe el movimiento, sino que parece ser que TODO a nuestro alrededor se mueve, si no localmente, que es uno de los tipos de movimiento, sí al menos de alguna otra manera. Porque se ha de tener en cuenta que los griegos le daban a la palabra movimiento un significado mucho más amplio que el que nosotros hoy le damos normalmente, pues para nosotros movimiento es ante todo el movimiento de lugar, ir de un sitio a otro. Pero para los griegos el movimiento era básicamente TODO tipo de cambio; de manera que allí donde se daba alguna especie de cambio, se hablaba de movimiento. Y es que efectivamente si entendemos el movimiento en general como todo paso o tránsito de un punto A a un punto B, entonces evidentemente todo cambio se puede entender de esa forma porque, por ejemplo, pasar de no saber algo (ignorancia), a saberlo (ciencia), puede entenderse como paso o tránsito del punto A-ignorancia, al punto B-ciencia. Y si hoy mido un metro con 50 centímetros de altura, y en seis meses mido un metro con 51 centímetros, ese paso de un punto A-1.50m a un punto B-1.51m, se puede entender también como un cierto movimiento. Incluso el animal que muere, o el que nace, lo hacen mediante un proceso A-B, existir a nos existir, o no existir a existir.

De manera que para el griego todo cambio implica los mismos elementos básicos del movimiento y por ende puede ser entendido como tal: movimiento=cambio.

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Volvamos al argumento tomasiano del “Contra gentes”.

Las cosas se mueven/cambian, evidente a los sentidos. Bien. Pero Tomás, siguiendo a Aristóteles nos dice que TODO LO QUE SE MUEVE/CAMBIA, SE MUEVE/CAMBIA POR OTRO. Es decir, nada se mueve/cambia a sí mismo, siempre que algo se mueve lo hace en virtud o por causa de otro.

¿Cómo así? Parece una afirmación extraña, porque, por lo menos en el reino de los seres vivos, pareciera a primera vista que los seres vivos se mueven a sí mismos. Pues bien, resulta que bien miradas las cosas no es tan así, pues lo que en verdad sucede es que una parte mueve a otra; a su vez la parte que movió fue movida por otra…y así: camino, pero camino por el movimiento de mis piernas; y estas caminan por la actividad de ciertos músculos; y estos por la actividad de ciertos tejidos convenientemente estimulados mediante un complejo sistema electro-químico a nivel celular; y el nivel celular a su vez se mueve por niveles cada vez más íntimos de causalidad; y en últimas está mi voluntad que quiso que me moviera (e incluso mi voluntad es movida por la causa primera, pero ese es un tema difícil por ahora).

De manera que siempre que vemos movimiento/cambio en el universo, eso que se mueve/cambia está siendo en ese preciso instante movido/cambiado por otro, así sea al menos por una de sus partes.

Y entonces santo Tomás nos dice que no puede haber nada que se mueva a sí mismo, ni siquiera Dios, puesto que Dios es primer motor inmóvil.

Afina luego santo Tomás el argumento y dice bueno, vamos a suponer que algo se mueve a sí mismo, ese algo tendría que cumplir las siguientes características:

 

1.       - Tener en sí mismo el principio o fuente del movimiento. Puesto que si dicho principio está en algo exterior evidentemente no se movería sí mismo, sino que se movería por otro.

2.       - Moverse como totalidad, es decir, que no sea movido por una de sus partes, sino que se mueva como un todo.

3.       - Que sea divisible, es decir, tenga partes. (Esta última condición la toma Tomás del libro de la “Física” de Aristóteles; más exactamente del libro VI. Allí el filósofo realiza una compleja argumentación en torno a los continuos en tanto que divisibles, y muestra cómo no se puede concebir un indivisible móvil, sino que necesariamente todo móvil, para ser tal, debe tener partes. Se trata de una argumentación difícil en la cual el estagirita se explaya sobre la relación entre el tiempo y el movimiento, argumentando cómo si algo fuera indivisible no podría extenderse en las unidades de tiempo que todo movimiento postula, concluyendo que si algo es móvil necesariamente ha de tener partes. Pero se trata de un capítulo bastante difícil de la Física aristotélica que aquí no podemos desarrollar. Daremos entonces por sentada tal demostración).

 

Entonces el santo razona de la siguiente manera:

 

-          - Lo que se mueve a sí mismo ha de moverse como totalidad, no por alguna de sus partes.

-          - Pero ello significa, en otros términos, que, si una de sus partes está en reposo, el todo ha de estar en reposo también. ¿Por qué? Porque si sucediera que una de sus partes estuviera en reposo mientras que otra en movimiento, entonces ya no podríamos decir que dicho ser se mueve como totalidad, sino habría que atribuir el movimiento a aquella parte que se mueve, no a la que queda en reposo.

-          - PERO lo anterior quiere decir que, paradójicamente, el movimiento o reposo del todo dependería del movimiento o reposo de alguna de sus partes; y algo cuyo movimiento o reposo depende del movimiento o reposo de una de sus partes, es algo que NO se mueve a sí mismo como totalidad, sino que tiene movimiento DEPENDIENTE.

 

¿Difícil?

 

No tanto. En esencia Tomás está diciendo lo siguiente:

 

-          - Algo se mueve a sí mismo solo si su moverse NO ES DEPENDIENTE de nada sino de sí mismo como totalidad.

-          - Pero como todo lo que se mueve es divisible, o tiene partes (según prueba Aristóteles en el libro VI de la “Física”), ello significa que, si una parte está en reposo, el todo ha de estar en reposo; o si en movimiento, en todo ha de moverse. Pues de lo contrario, si una parte pudiera estar en reposo mientras la otra en movimiento, entonces el movimiento se atribuiría a dicha parte, y no al todo.

-          - Pero ello significaría en últimas que el movimiento del todo DEPENDERÍA del movimiento de sus partes.

_________________

 

Luego presenta el santo otro argumento, quizá un poco más sencillo de entender porque se basa en las nociones primeras de acto/potencia:

 

-          - Nada puede estar en potencia y en acto respecto de lo mismo. Nada puede ir hacia Bogotá y estar ya en Bogotá al mismo tiempo. Nadie puede saber las tablas de multiplicar y al mismo tiempo ignorarlas, etc.

-          - Todo lo que se mueve, en tanto que se mueve, está en potencia.

-          Y todo lo que mueve, en tanto que mueve, está en acto.

-          - ERGO, nada puede ser, respecto de lo mismo, motor y movido.

En la “Suma de teología” pone también santo Tomás de primera la prueba de la demostración de la existencia de Dios por el movimiento, y retoma la explicación del principio “Omne autem quod movetur, ab alio movetur”, todo lo que se mueve, es movido por otro. Remitimos allí al lector para que pueda profundizar en este importante principio del pensamiento tomista.

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En un próximo artículo mostraremos la segunda afirmación que santo Tomás dice que debe probarse: no es posible proceder hasta el infinito en la serie de motores que son a su vez movidos.

 

Leonardo Rodríguez Velasco



martes, 9 de agosto de 2022

La demostración de la existencia de Dios en la “Suma contra los gentiles” (1a. parte)

La demostración de la existencia de Dios es siempre el punto de partida de santo Tomás de Aquino en sus grandes obras, la “Suma contra los gentiles” (SCG) y la “Suma de teología”; y esto es así porque si la idea es hablar acerca de Dios, que eso es la teología, pues resulta natural y conveniente que lo primero que se haga sea mostrar su existencia. Entonces, en ambas ‘sumas’ inicia santo Tomás probando que Dios existe, para ahí sí luego dedicar toda la potencia de su grandioso intelecto a exponer su naturaleza, en cuanto es ello posible a la luz de la razón natural.

Vamos a repasar aquí la forma (al menos una) en que lleva a cabo el santo esa tarea en la SCG, más exactamente en el capítulo XIII del primer libro (la SCG tiene 4 libros y 463 capítulos); en una próxima oportunidad quizá repasemos lo propio en la “Suma de teología”.

Comienza el santo diciendo que:


Ostenso igitur quod non est vanum niti ad demonstrandum Deum esse, procedamus ad ponendum rationes quibus tam philosophi quam doctores Catholici Deum esse probaverunt.

Habiendo mostrado ya que no resulta vano intentar la demostración de la existencia de Dios, procedemos ahora a establecer las razones con las que, tanto los filósofos como los doctores católicos, demostraron que Dios existe.


Lo anterior lo dice porque en los capítulos inmediatamente anteriores había refutado las ideas de aquellos que consideraban inútil probar que Dios existe, unos por creerlo imposible y otros por creerlo innecesario.

Prosigue el santo:

 

Primo autem ponemus rationes quibus Aristoteles procedit ad probandum Deum esse. Qui hoc probare intendit ex parte motus duabus viis.

En primer lugar pondremos los argumentos con los que Aristóteles prueba de Dios existe. Lo cual hace a partir del movimiento, mediante dos caminos.

 

Y he aquí la importancia del análisis filosófico del movimiento. En el breve curso de introducción al pensamiento de santo Tomás de Aquino que estábamos ofreciendo por medio de YouTube, habíamos comenzado en los últimos videos a tratar el tema de la filosofía de la naturaleza, es decir, aquella parte de la filosofía que se ocupa del estudio del ente móvil, del ente afectado de potencialidad y capaz de cambio o movimiento (que para el griego eran cuasi sinónimos). Y en dicha filosofía de la naturaleza se estudia el cambio como punto de entrada a la consideración filosófica de la realidad física, puesto que el cambio es la característica más patente de todo lo que nos rodea. Y de dicho análisis del cambio, bien realizado, surgen una serie de aprehensiones conceptuales que constituyen el punto de partida de la entera filosofía. Si no se comienza por allí, por el humilde análisis del humilde ente móvil, y se pretende ingresar en la filosofía directamente por la metafísica o por el análisis del conocimiento, se corre el riesgo de elaborar un edificio de bellas abstracciones que quizá por no estar firmemente enraizadas en lo real, serán a lo mejor muy atractivas y bien elaboradas, pero no responderán a la realidad sino más bien al prurito de sistema, que diría Balmes.

De manera que la entera filosofía comienza por la filosofía de la naturaleza, y por ende también nuestro asunto, que es la demostración de la existencia de Dios.

Dice entonces el santo que nos va a presentar la manera en que Aristóteles muestra que Dios existe, y ello por dos caminos o vías, de las cuales analizaremos aquí la primera, dejando la segunda para la curiosidad del amable lector.

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Pongamos las propias palabras del santo:

 

Quarum prima talis est: omne quod movetur, ab alio movetur. Patet autem sensu aliquid moveri, utputa solem. Ergo alio movente movetur. Aut ergo illud movens movetur, aut non. Si non movetur, ergo habemus propositum, quod necesse est ponere aliquod movens immobile. Et hoc dicimus Deum. Si autem movetur, ergo ab alio movente movetur. Aut ergo est procedere in infinitum: aut est devenire ad aliquod movens immobile. Sed non est procedere in infinitum. Ergo necesse est ponere aliquod primum movens immobile.

 

De las cuales la primera es: todo lo que se mueve, se mueve por otro. Y efectivamente es patente a los sentidos que algo se mueve, como por ejemplo el sol. Por lo que decimos que se mueve por otro. Ahora bien, aquello que mueve a su vez se mueve o no. Si no se mueve tenemos lo que buscamos, a saber, que es necesario concebir un motor inmóvil. Y a ello llamamos Dios. Más si se mueve, se mueve por otro. Y así las cosas habrá que proceder hasta el infinito, o se debe llegar a un motor inmóvil. Pero resulta que no es posible proceder hasta el infinito, por lo que es necesario concebir un primer motor inmóvil.

 

Esta también es la primera prueba que usa santo Tomás en las cinco vías de la Suma de teología, la famosa prueba a través del análisis del movimiento, y por medio de la cual se llega a establecer la necesaria existencia de un primer motor inmóvil, que es Dios.

Dice el santo que en ese argumento que acaba de ofrecer se debe establecer la verdad de dos proposiciones, que son como el núcleo de toda la demostración, y son las siguientes:

1.       Que todo lo que se mueve es movido por otro.

2.       Que no se puede proceder hasta el infinito en la serie de motores movidos.

En la siguiente publicación veremos cómo el santo prueba la primera de dichas proposiciones...

 

 

Leonardo Rodríguez Velasco.

domingo, 25 de agosto de 2019

LIBRO: Las pruebas de la existencia de Dios - Ángel Luis González (selección)

Compartimos a continuación algunas páginas extractadas del libro "Teología natural", donde el autor presenta de manera ordenada las cinco pruebas clásicas de la existencia de Dios. El libro completo ya ha sido compartido aquí y recomendamos su lectura, sin embargo, creemos que tiene utilidad tener estas páginas a la mano para facilitar su recordación a los que están recién iniciando en la teología natural tomista.

clic en la imagen



viernes, 18 de enero de 2019

Creo en “dios” a mi manera


Con demasiada frecuencia oímos frases como la que encabeza el presente escrito. La mayoría de quienes aseguran creer en “dios” pero a su manera en realidad no creen en nada, su pretendida “fe” es solo una vaga y confusa “espiritualidad” que se reduce a “no hacerle daño a los demás” y “meditar” (¿en qué?) de vez en cuando, incluso agregando algún intento de oración (¿a quién?).

Otro grupo de entre los que afirman creer a su manera está conformado por personas un poco más formadas, un poco más conscientes, que están motivadas por el hecho de que, según ellos, ninguna de las religiones existentes los satisface plenamente y por lo tanto consideran que deben hallar personalmente una forma de relacionarse con "dios” pues lo consideran algo relevante, incluso puede que fundamental.

Sea como sea lo cierto es que tanto unos como otros terminan creando un “dios” a su imagen y semejanza, invirtiendo así el pasaje bíblico que afirma que Dios nos ha creado a SU imagen y semejanza; ahora son ellos los que crean un “dios” según su gusto, a su medida, un “dios” cuyas características los satisface.

¿Qué características suele tener ese “dios” que el hombre moderno crea para su regocijo?

Ante todo es un “dios” que no condena a nadie, es tan amoroso que a fin de cuentas a todos enviará al cielo en algún momento y por supuesto el infierno no existe. Es un “dios” bonachón, tipo papá Noel, ciego a los defectos de sus “hijos” y generoso con todos. Se trata de un “dios” que no prefiere una religión sobre ninguna otra, todas las religiones son en el fondo iguales a pesar de sus aparentes diferencias. Da igual ser judío, musulmán, protestante, católico, etc., incluso el mismísimo ateísmo es aceptado por ese “dios” puesto que a fin de cuentas todos son sus hijos y él es un padre amoroso.

También es un “dios” que no interfiere mucho en la vida de sus “hijos”, es decir, pueden vivir como cada uno lo prefiera puesto que de todos modos el cielo está abierto para todos y el infierno no existe; siendo esto así entonces da igual ser un santo o un criminal, son solo diferentes “estilos de vida” que en el más allá no harán diferencia, todos seremos hermanitos en el cielo jugando delante de la mirada del padre “dios”.

Por lo tanto se trata de un “dios” que no castiga jamás, solo bondad, solo paciencia, infinita tolerancia hacia todos y hacia todo.

Ese es a grandes rasgos el “dios” que el hombre moderno fabrica a su conveniencia. Es fácil ver en la descripción que acabamos de hacer que es un “dios” cómodo para el hombre, no exige prácticamente nada, no castiga, premia a todos y da el cielo a todos. ¡Qué “dios” tan perfecto para el hombre moderno!

Por otro lado están los que dicen que no se afilian a ningún credo porque consideran que Dios es más grande que cualquier idea particular que los hombres puedan hacerse de Él, y por tanto lo más cuerdo es no aceptar dogmáticamente ninguna religión porque en todas ellas se pretende encerrar a Dios en concepciones mezquinas sobre lo que Él es, concepciones que siempre se quedarán pequeñas en comparación con lo que Él en realidad es.

Y aquí comienzan las curiosidades. Es curioso que afirmen eso cuando lo cierto es que prácticamente todas las religiones y cultos existentes, siendo que están separados en tantas cosas, están de acuerdo en afirmar que la grandeza de Dios no se puede expresar en palabras humanas y que las ideas del hombre se quedan a años luz a la hora de tan siquiera poder aproximarse remotamente a describir a Dios. De manera particular la teología católica es sumamente explícita al respecto y sus más grandes teólogos, místicos y santos han afirmado hasta el cansancio que la mente del hombre no puede abarcar la realidad Divina en toda su magnífica extensión y profundidad. No se entiende por lo tanto la afirmación de aquellos que rechazan afiliarse a un credo porque “a Dios ningún credo lo abarca totalmente”, puesto que todos los credos afirman exactamente eso, casi con las mismas palabras.

La afiliación a un credo es resultado no de que abarque con sus enseñanzas todo lo que Dios es, sino más bien porque se ha comprendido que existen razonablemente motivos suficientes para creer que en dicho credo Dios se ha manifestado con verdad, a diferencia de los demás credos en donde se mezclan verdades con absurdos garrafales.

La teología católica es particularmente rica en la profundización de la realidad Divina, y no obstante se trata de una teología más negativa que positiva, es decir, enseña que de Dios sabemos más lo que no es que lo que es. Negando en Dios todas las imperfecciones que se ven en las criaturas nos hacemos una idea clara de lo que Dios definitivamente no es, sin por ello poder afirmar aún algo acerca de lo que Él es, más allá de su existencia misma y su revelación en el tiempo en la persona de Cristo, cosa comprobable por medio de las profecías que en Él se cumplieron y por los milagros que hizo, así como de manera particular por el hecho grandioso de su resurrección. Todos esos elementos convenientemente estudiados, sumados al hecho histórico de la milagrosa expansión del catolicismo a pesar de todas las dificultades que encontró a su paso y de un ambiente que le era radicalmente hostil, forman un conjunto poderoso de motivos de credibilidad que llevan al católico a afirmar con toda seguridad que Dios existe, nos ha hablado y vive en la Iglesia Católica, en su enseñanza y en sus sacramentos.  

Teniendo en cuenta todo lo anterior no se entiende en lo más mínimo la postura de los que afirman ingenuamente que creen en “dios” a su manera, puesto que dicha “manera” viene reduciéndose entonces a simple pereza mental para estudiar el asunto con detenimiento, o incluso en muchos a malicia por no querer asumir los compromisos vitales que se desprenden de una vida de fe junto a Dios.

No diremos nada de los que dicen ser “creyentes” pero contrarios a la religión a causa del mal ejemplo de los sacerdotes que manchan su ministerio con crímenes como la pederastia u otras formas de corrupción humana. De todos los argumentos en contra de la religión este es sin duda el más débil puesto que individuos indignos de la posición que ocupan existen en todas las instituciones humanas y ello no desvirtúa de por sí a la institución de que se esté hablando. Por lo general a partir de casos individuales se procede a generalizaciones infundadas e injustas, que por ello mismo invalidan el razonamiento que se pretendía hacer contra la institución a la que el individuo pertenece.

De manera que estimados amigos del “yo-creo-en-dios-a-mi-manera”, los invitamos amablemente a profundizar en las cuestiones teológicas y filosóficas necesarias para aclarar con juicio el panorama en un tema tan trascendental como el presente, dejemos la pereza y volvamos al sano hábito de formar la opinión antes de emitirla.



Leonardo Rodríguez V.


sábado, 2 de septiembre de 2017

¿Funcionan las pruebas de la existencia de Dios?

En un nivel especulativo las pruebas clásicas de la existencia de Dios, por ejemplo las famosas cinco vías de Tomás de Aquino, funcionan a la perfeción, aun teniendo en cuenta los ataques de Hume y de Kant a los presupuestos filosóficos elementales de dichas pruebas, a saber, la doctrina de la causalidad, su validez global y trascendental. Dichos ataques han recibido cumplida respuesta de los intelectuales católicos de distintas épocas, contemporáneos incluidos, y no se pueden considerar hoy un obstáculo a la validez de dichas argumentaciones. A no ser que se desconozcan, como suele ocurrir, las respuestas que se han dado desde el campo católico a los epígonos de Hume y de Kant.

También cabe mencionar aquí el cientismo o cientificismo, entendido como doctrina pseudofilosófica según la cual solo las ciencias del tipo de la biología, la química y la física, alcanzan conocimientos verdaderos; o peor aún, que solo lo alcanzado en esas ciencias puede ser considerado verdadero. Este 'cientismo' ha sido puesto también por muchos como un obstáculo a la legitimidad de las pruebas de la existencia de Dios, en tanto que estas son de naturaleza filosófica, más especialmente metafísica, y en cuanto tales se alejarían del paradigma del "método científico", quedando por lo tanto vacías de toda significación para o contacto con el mundo real.

Este prejuicio cientista también ha recibido respuesta de parte de la intelectualidad católica, basta ver los escritos de un Edward Feser, por ejemplo, para ver de qué manera desde la filosofía clásica es posible desnudar las falencias del cientismo, haciendo ver cómo sus invectivas contra la "metafísica" no son en el fondo sino resultado de una pésima filosofía de la ciencia y una aún más pésima metafísica general.

De tal manera que, volviendo a la pregunta que encabeza este artículo, no se trata de que las pruebas de la existencia de Dios no funcionen, sino que más bien hay que decir que requieren un trabajo previo de "purificación", asumir la tarea de responder a las dificultades surgidas de los planteamientos de Hume y Kant en el terreno de la causalidad, y asumir igualmente la tarea de desnudar los prejuicios cientistas. 

Pero aún eso no es todo. Hecho lo anterior hay que comprometerse con un estudio juicioso de las bases filosóficas que hacen posible la comprensión de los argumentos implicados en la demostración como tal, puesto que la argumentación que concluye en la existencia de Dios es tal que se construye a modo de edificio con unos pisos apoyándose en los inmediatamente anteriores, y faltando estos todo se vendría abajo. De igual manera faltando la comprensión de los presupuestos de la demostración, la fuerza misma de la conclusión se vería comprometida y se estaría en la tentación de terminar creyendo que finalmente las pruebas no funcionan.

Por eso decimos aquí que se requiere un trabajo juicioso, tiempo y disciplina de lectura, reflexión y análisis. Solo así es posible llegar con seguridad a concluir que "por tanto... Dios existe".

Si muchos se quedan en el camino o llegan a una conclusión distinta, no es por falta de validez en los argumentos, sino o porque no lograron resolver con eficacia las objeciones contra la causalidad o aquellas provenientes del cientismo; o porque no asumieron el compromiso de realizar el camino completo, exigente y arduo, requerido para llegar a puerto.

Los humanos somos amigos de las soluciones rápidas, y muchas veces al no existir un camino fácil preferimos desistir o afirmar que no hay camino, ni puerto. Y culpamos de ello a los argumentos mismos, cuando en verdad nunca nos acercamos a ellos con la seriedad que reclaman. Las verdades filosóficas solo se abren para aquellos que saben esperar.

De manera que si estamos interesados en la demostración de la existencia de Dios, seamos conscientes de lo exigente que es, no busquemos soluciones rápidas, asumamos el reto. La recompensa es grande, la más grande.


Leonardo Rodríguez.


miércoles, 31 de mayo de 2017

¿Una filosofía sin Dios?

Para el creyente que se dedica de manera “profesional” o por gusto personal a la filosofía resulta evidente la verdad de la siguiente afirmación: es imposible una filosofía sin Dios, o por lo menos sería un intento dramáticamente incompleto.
¿Por qué? Porque el creyente parte del reconocimiento de la existencia de Dios, y luego emprende el ejercicio de la filosofía como una manera de ir organizando en forma racional, es decir, atendiendo a las exigencias de la razón, dicha fe. Entonces todo lo ordena en torno de esa idea primera que tiene de Dios como fuente de todo lo real y como fundamento último de la inteligibilidad de todo.
Aunque también es frecuente el camino contrario, es decir, que muchos lleguen a la fe en Dios luego de un arduo caminar por los senderos de la investigación y de la reflexión filosófica. Los casos abundan de pensadores que después de pasar años dedicados a la filosofía han llegado finalmente a una sólida convicción en la existencia de un Ser superior creador de todo.
De manera que ya sea que se parta de la fe y se construya luego una reflexión filosófica, o se llegue a la fe luego de haber hecho filosofía, lo cierto es que Dios es en uno y otro caso el coronamiento del esfuerzo del pensamiento por ponerlo todo en orden y por llegar a una explicación última sobre lo existente, más allá de las revelaciones de las ciencias positivas, de laboratorio, las cuales no son aptas de suyo para dar respuestas sobre los temas que más importan al ser humano como el sentido de su vida, de dónde venimos, hacia dónde vamos, por qué existe el dolor, qué hay después de la muerte, etc.
No obstante lo anterior, han existido siempre, existen hoy y seguramente mañana también existirán, personas dedicadas a la filosofía que se declaran ateos o por lo menos agnósticos. Son ‘pensadores’ que construyen su ejercicio filosófico en abierto rechazo a la idea de Dios, de tal manera que intentan fundamentarlo todo de formas distintas a las comunes entre pensadores creyentes o teístas. La inteligibilidad última de lo real, el origen de todo, el sentido de la vida, los valores, la ética, el ordenamiento social, etc., todo buscan fundamentarlo de espaldas a la idea de Dios, que les parece un mito, una irracionalidad, vestigio de una época ya superada, una declaración de ignorancia y de fanatismo.
¿Qué pensar de este tipo de ‘filosofías’ y de este tipo de ‘filósofos’?
Resulta complejo dar una respuesta sencilla, por paradójico que ello pueda parecer. Ante todo hay que decir que cada persona filosofa desde una situación personal específica que en buena medida lo condiciona. Muchos ‘pensadores’ se desarrollan en ambientes tan hostiles a la creencia en Dios que sería un verdadero milagro que en esas circunstancias resultaran creyentes convencidos. Piénsese por ejemplo en muchos claustros universitarios actuales en los cuales los compromisos explícitos o larvados con ciertas corrientes ‘políticas’ generan un ambiente de rechazo a la idea de divinidad o de iglesia, y por ende condicionan a quienes allí adelantan sus estudios al punto de convertirse en productoras industriales de ateos.
Puede suceder también que aunque el ambiente quizá no sea de abierta hostilidad hacia el fenómeno religioso, sí ocurra que el estudioso sencillamente nunca se encuentre con buenos argumentos a favor de Dios, buenos autores, buenos textos, y todo lo que llegue a sus manos sea literatura, autores y corrientes contrarias a la creencia en la existencia de Dios. En este caso lo más normal es que una persona con esas influencias acabe naturalmente por engrosar las filas del ateísmo. Sencillamente nunca encontró razones para creer.
Y aún puede darse un tercer caso. Puede suceder que el estudiante de filosofía o el ya profesional haya encaminado su vida, su estilo de vida, en obediencia a principios morales relativistas o hedonistas, de tal manera que la idea de Dios sea para él una amenaza a su forma de vida. Estos no están dispuestos a cambiar de vida y la existencia de una divinidad les suena a amenaza. En estos casos todo su discurso en contra de la existencia de Dios no es más que una infantil pataleta que bien pudiera resumirse en la siguiente expresión: no quiero que existas porque estorbarías con tus leyes mi proyecto de vida.
Como quiera que sea, por las razones que sea, lo cierto es que estos construyen una ‘filosofía’ incompleta, porque les queda faltando nada menos que el fundamento, el fundamento último de lo real y la causa última de toda inteligibilidad actual y posible. Un edificio a medias, una casa sin techo ni columnas, solo paredes en el aire.
El gran compromiso de los pensadores creyentes está en presentar sus razones, en afilar sus argumentos, en no ocultar su fe, en ser atrevidos y hacer oír su voz. Porque muchas veces lo que estas personas necesitan es oír a algún atrevido que ponga en duda su cosmovisión atea, sembrándoles al menos un poco de duda e inquietud, si se logra eso y se les incita a investigar más el asunto, se les habrá puesto en el camino adecuado, ya que como solían decir los místicos de antaño: buscar a Dios es en cierta manera haberlo encontrado ya.
Hay que ser descaradamente católicos.
 
Leonardo Rodríguez
     
 

jueves, 15 de diciembre de 2016

Nietzsche no estaba tan loco


El filósofo alemán Friedrich Wilhelm Nietzsche es conocido, entre otras cosas, por haber pregonado en sus obras la muerte de Dios, ¡Dios ha muerto!, gustaba repetir con una mezcla de satisfacción y angustia. De angustia porque, según Nietzsche (y en eso tenía razón) con la ‘muerte’ de Dios se derrumbaba también todo el edificio de principios y valores que hasta la fecha habían alimentado a occidente. Por ende se imponía una situación de máxima desesperación al hombre, huérfano ahora de referentes y de absolutos con los cuales edificar una justificación para la racionalidad que asignaba al universo. Pero también lo afirmaba con la satisfacción que le daba confiar en que tras la supuesta ‘muerte’ de Dios emergería orgulloso el súper-hombre, especie de criatura en quien se realizaría su ideal de la voluntad de poder, voluntad ilimitada, única justificación de sí misma, espontánea y creadora.

Y decimos que el filósofo alemán no estaba tan loco, puesto que efectivamente si Dios no existiera dejarían de tener base todos los principios y valores que constituyen la esencia necesaria de la vida en sociedad, y también de la posibilidad de realización de los individuos. Porque preguntémonos por un momento:

Si no hay Dios, ¿Qué fundamenta la justicia?

Si no hay Dios, ¿Qué fundamenta el amor?

Si no hay Dios, ¿Qué fundamenta la honestidad, la responsabilidad, la veracidad, la fidelidad, etc?

La única respuesta posible sería que si no hay Dios, entonces hay que buscar el fundamento de todo ello en la mera voluntad humana, individual o colectiva. Y entonces el movimiento será como de péndulo, habrá épocas y lugares que contestarán privilegiando la determinación del individuo, será el subjetivismo, y los valores y principios serán aquellos que cada individuo escoja. Y otras épocas y otros lugares se inclinarán más bien por la respuesta colectivista y dirán que los valores y principios se determinan en función del ‘pueblo’, semejante a la retórica de los distintos socialismos pasados, presentes y futuros. Lo que en la práctica presenciaremos es un juego de toma y dame en donde las sociedades se moverán de un lado a otro, dependiendo de qué grupo de poder domine en cada momento.

Pero el problema con el intento por fundamentar los valores y principios en la desnuda voluntad humana, en su versión individualista o colectivista, está en que es imposible, porque dichos principios carecerían del motivo de su fuerza, que es el originarse de un ordenamiento natural querido por Dios, Creador de todo. Sin Creador para fundamentar un orden, y sin orden natural para fundamentar lo demás, los principios rectores de la realización individual y de la concordia social, no pasarían de ser débiles intentos meramente humanos (demasiado humanos, para usar una expresión nitzscheana), y en cuanto humanos, finitos, contingentes, limitados, fugaces y falibles.

Ante este panorama desolador se abrieron para las sociedades dos opciones: entregarse a un gobierno de tipo despótico (sea cual sea la máscara institucional usada para ello, incluyendo la democracia), que mediante el uso de la fuerza y de la coerción mantuviera una apariencia de orden sobre un caos de individualidades en pugna, ya que el hombre solitario es un ‘lobo para el hombre’, como dijo Hobbes. El agigantamiento de las atribuciones del Estado hasta aplastar al individuo, serían la natural e inevitable consecuencia de este camino. O, como segunda opción, propender por la construcción de una sociedad en permanente diálogo, abierta, pluralista, democrática, etc. Donde los consensos entre las partes constituyeran la fuente de legitimidad de los valores aceptados socialmente, tomando como marco común alguna declaración de derechos, en permanente evolución, ¡por supuesto!

Por poco que nos fijemos en lo que pasa hoy día a nuestro alrededor, podremos percatarnos de que por todas partes prevalece alguna de las dos opciones recién mencionadas, o incluso curiosas mezclas eclécticas entre una y otra. Y el caso es que es evidente que ninguna de estas opciones ‘sin Dios’ funcionan, todo lo contrario, las sociedades actuales nadan en corrupción en todos sus niveles estructurales: familia, educación, política, comercio, etc. Y no parece haber modo meramente humano de poner solución a ello.

Y es claro que desde la perspectiva de la ‘muerte de Dios’ no hay efectivamente solución al infierno creado por la soberbia humana del súper-hombre nitzscheano.

Pero nosotros sabemos que la perspectiva de la ‘muerte de Dios’ no es la correcta, la modernidad se ha equivocado y del reconocimiento de este fallo depende completamente que se corrija el rumbo o se termine finalmente por edificar un verdadero infierno sobre la tierra.

Cuentan que en Francia algún ‘revolucionario’ escribió en un muro la famosa frase de Nietzsche:

Dios ha muerto.
Atte. Nietzsche

Y que días después un transeúnte, evidentemente con más seso, corrigió el letrero así:

Nietzsche ha muerto.
Atte. Dios

De manera que si fuera verdad que Dios ha muerto, habría que resucitarlo puesto que dependemos de su existencia más que del aire que respiramos. Afortunadamente la historia nos confirma sin lugar a dudas que quien murió…fue Nietzsche.


Leonardo Rodríguez.


   

miércoles, 14 de diciembre de 2016

La difusión de la mentalidad agnóstica (Miguel Pérez de Laborda)

Son muy variados los factores que han favorecido la difusión de esta mentalidad. Uno de los motivos por los que la expresión «agnóstico» tuvo un rápido éxito en Inglaterra es que, comparado con «ateo», parecía un modo más respetable de presentarse en la sociedad victoriana, pues para la sensibilidad de la época «ateo» sonaba a revolucionario, con excesivas connotaciones de ilegalidad e inmoralidad.

En cualquier caso, a pesar de que pueda estar favorecido por muchas otras circunstancias, el fenómeno del agnosticismo tiene su origen especulativo en la concepción empirista del conocimiento humano, que tuvo una gran importancia en la formación de la tesis kantiana de los límites de nuestro conocimiento y de su incapacidad de hablar de Dios. Como se sabe, Kant, que había sido despertado por Hume de su sueño dogmático, desarrolló su teoría de los límites de la razón pura  de un modo que se convirtió en punto de partida para muchos filósofos de las generaciones sucesivas.

Para comprender el efecto devastador que tuvo la concepción humeana del conocimiento humano basta leer las palabras con las que termina su Investigación sobre el conocimiento humano. En ellas manifiesta su total rechazo de la metafísica, en cuanto que sus proposiciones no son semejantes a las de las matemáticas ni a los razonamientos experimentales, únicas formas de conocimiento que Hume acepta:

Si procediéramos a revisar las bibliotecas convencidos de estos principios, ¡qué estragos no haríamos! Si cogemos cualquier volumen de teología o metafísica escolástica, por ejemplo, preguntemos: ¿Contiene algún razonamiento abstracto sobre la cantidad y el número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental acerca de cuestiones de hecho o existencia? No. Tírese entonces a las llamas, pues no puede contener más que sofistería e ilusión.

La quema de libros metafísicos, o al menos su desaparición del horizonte cultural, se ejecutó de un modo radical en el proyecto ilustrado de la Encyclopédie (1751-1772), dirigida por Diderot y d’Alembert, y en el pensamiento de Augusto Comte, que propuso la distinción de tres estados en el desarrollo de la Humanidad. Tras las edades teológica y metafísica, se alcanzaría la edad positiva, pasando así de la infancia a la madurez de la razón.

Pero la difusión del agnosticismo en la cultura occidental deriva sobre todo del cientificismo que surgió en Centroeuropa entre las dos guerras mundiales. Desde el inicio del siglo XX se había empezado a desarrollar un modo de pensar caracterizado por un cientificismo radical y la consiguiente actitud antimetafísica, que se concretó a partir de 1929 en el llamado Círculo de Viena, cuyos representantes más conocidos fueron Moritz Schlick y Rudolf Carnap. Su modo de hacer filosofía intenta mantener un carácter científico, imitando la claridad y el rigor lógico de las ciencias, y un estrecho contacto con la lógica (por eso ha sido llamado positivismo lógico).

Esta mentalidad se extendió rápidamente por Inglaterra y Estados Unidos, de modo que las principales universidades americanas pronto establecieron planes de estudio de acuerdo con esta manera de entender la filosofía. En pocos años, se difundió en los principales ambientes anglosajones y, a partir de allí, en muchos otros ámbitos culturales.

El instrumento fundamental de la crítica del positivismo lógico a la metafísica fue el llamado «Criterio empirista del significado» o «Principio de verificación», que sostiene que las proposiciones con sentido (o significativas) son de dos tipos: las propias de la lógica y las matemáticas (analíticas, a priori) y las fundadas en la observación empírica (a posteriori). Fuera de estas, no habría verdadero saber. No se trata de que las proposiciones que no sean de uno de estos dos tipos sean falsas, sino que son simplemente sinsentidos; no son ni tan siquiera falsas, porque para considerar falsa una proposición primero hay que entenderla y, por tanto, tiene que tener sentido.

La aplicación del principio de verificación en metafísica tuvo efectos devastadores, pues sus proposiciones no son analíticas (como «los solteros son hombres no casados», que es verdadera por definición) ni empíricamente verificables. Por tanto, según ese principio, las proposiciones metafísicas son frases sin sentido, simples balbuceos incomprensibles. De hecho, Carnap, en uno de sus artículos más conocidos, La superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje, saca una conclusión que pretende superar definitivamente la metafísica:

Ya que la metafísica no desea establecer proposiciones analíticas ni caer en el dominio de la ciencia empírica, se ve compelida bien al empleo de palabras para las que no ha sido especificado ningún criterio de aplicación, y que resultan por consiguiente asignificativas, o bien a combinar palabras significativas de un modo tal que no obtiene ni proposiciones analíticas (o, en su caso, contradictorias) ni proposiciones empíricas. En ambos casos, lo que inevitablemente se produce son pseudoproposiciones.

Esta concepción positivista produjo desde el inicio muchas perplejidades, también a los más radicales cientificistas, sobre todo porque el propio principio de verificación no conseguía superar el filtro exigente por él mismo impuesto: para que tuviese sentido, el principio tendría que ser verificable o analítico; pero no es ni lo uno ni lo otro. Por tanto, si el principio de verificación fuese verdadero, él mismo carecería de significado. En realidad, este principio no fue admitido pretendiendo dar de él una justificación racional, sino por prejuicios pragmáticos, derivados de un interés exclusivo por la ciencia, que los llevaba a considerar que esa era la única fuente válida de conocimiento.

Esta concentración del interés y de los esfuerzos intelectuales en el ámbito científico explica también un fenómeno innegable: que el porcentaje de ateos y agnósticos entre los científicos sea más alta que la media. En un conocido sondeo de 1996, Larson y Witham han vuelto a proponer la pregunta que ya en 1914 James H. Leuba había hecho a un grupo suficientemente representativo de científicos. Los resultados han sido muy semejantes: en los dos casos, los que se declaraban ateos o agnósticos eran en torno al 60%, muy por encima de la media entre no científicos.

En un sondeo más reciente, los mismos autores han comprobado que, en el caso de científicos especialmente influyentes como son los miembros de la National Academy of Sciences, los ateos o agnósticos eran un 93%.

Por desgracia, estos datos a veces son usados como un argumento de autoridad a favor de la no existencia de Dios, suponiendo que la opinión de los grandes científicos, también en ámbitos que no son de su especialidad, goza siempre de autoridad. De hecho, no son pocos los científicos famosos que, con la seguridad de quien ha alcanzado grandes éxitos en su propio ámbito de investigación, se creen en el derecho de hablar ex cathedra también acerca de temas en los que no tienen competencia alguna. Pero hay que reconocer que, del mismo modo que un futbolista que ha ganado el Balón de Oro no por ello tendrá opiniones fundadas sobre la vida política del país, un Premio Nobel de Física, si no aprende a usar otras metodologías, no tendrá opiniones suficientemente justificadas en cuestiones no científicas.

A veces se contraargumenta sosteniendo que estos científicos han alcanzado la madurez intelectual, de modo que gozarían de autoridad también en ámbitos diversos al de su especialidad. Sosteniendo esta tesis, coherente con una interpretación evolucionista de la historia de las ideas, se olvidan de los muchos científicos que todavía hoy se declaran convencidos de la existencia de Dios, y a los que ciertamente no se puede acusar de inmadurez intelectual; y, sobre todo, no se tiene en cuenta que los científicos ateos no lo son a causa de sus descubrimientos científicos: en el laboratorio no se pueden hacer experimentos que comprueben la no existencia de Dios. Su tendencia a no admitirla deriva más bien de que, por el hecho de usar una metodología muy eficaz, pueden fácilmente infravalorar otras formas de conocimiento que no tienen ese mismo modo de argumentar ni esa capacidad de predicción. Como afirmó Gilson, son entonces «espíritus ocupados exclusivamente de problemas científicos tratados con métodos científicos» que, muchas veces sin darse cuenta, presuponen que lo no cognoscible con el método científico simplemente no existe.

El fideísmo comparte con el agnosticismo la desconfianza en el uso metafísico de la razón para conocer a Dios, aunque el fideísta cree por fe que Dios existe. Esta tesis aparece en pensadores tan variados como Pascal, Kierkegaard y Wittgenstein.

En ambientes católicos, el fideísmo ha estado presente, sobre todo en el siglo XIX, en pensadores como Bautain y Bonnetty. Su modo de pensar se suele llamar tradicionalismo, por el papel que asignaban a la tradición en la transmisión de una presunta revelación primitiva.


Este fideísmo latente en el pensamiento de autores profundamente cristianos se comprende teniendo presente, como dice Gilson, que «plegándose bajo la violencia del ataque [de la Ilustración], muchos cristianos cometieron el error de aceptar el planteamiento del problema elegido por sus adversarios. La razón se alzaba contra la fe y la tradición, y, por consiguiente, pensaban ellos, era su enemiga. La mejor respuesta que pudieron imaginar fue, a su vez, alzar la fe y la tradición contra la razón».



(Tomado de "Dios a la vista")

martes, 6 de diciembre de 2016

Las pruebas 'a posteriori' de la existencia de Dios (Antonio Millán Puelles)


Las demostraciones que llegan a Dios a partir de sus efectos han sido recogidas y sistematizadas en las célebres «cinco vías» de santo Tomás, cada una de las cuales será respectivamente examinada.

a) Primera vía

Este argumento, repetidas veces formulado por su autor, trata de demostrar la existencia de Dios considerado como el motor inmóvil de todo lo cambiante. Dicho motor merece el nombre de Dios por ser aquello que pone o fundamenta la entidad del cambio sin ser a su vez fundamentado en ello por ningún otro ente (motor inmóvil). La prueba de su existencia puede desarrollarse de la siguiente manera.

Consta a nuestros sentidos que hay cosas que se mueven, es decir, tomando el movimiento en su acepción más amplia, cosas que cambian. Así lo experimentamos, tanto por los sentidos externos, como por el íntimo testimonio de nuestra conciencia. Mediante los primeros nos damos cuenta de los cambios de los cuerpos. Por la segunda advertimos el dinamismo de nuestra vida cognoscitiva y apetitiva. Ahora bien: todo lo que se mueve es movido por otro. La razón de ello estriba en la índole misma del movimiento, que es el acto de un ente en potencia precisamente en tanto que está en potencia. Y es claro que si el móvil es, en tanto que móvil, algo potencial, su actualidad cinética debe provenirle de otro ente; puesto que aquello que por sí mismo no posee una cosa, sólo puede tenerla si otro se la actualiza. No invalida a esto el caso de los seres vivos, de cuya capacidad de automoción se habló en psicología. El ente vivo tiene la propiedad de que una de sus partes pueda mover a otra —no la de que una parte sea el motor de sí misma—, lo que no excluye que la parte motora sea, a su vez, movida por algo externo al viviente.

Si lo que mueve a una cosa es algo que, para moverla, tiene a su vez que cambiar, será preciso que sea movido por otro, y este también será un motor movido si asimismo es preciso que se mueva para que pueda mover. Mas no es posible proceder al infinito en la serie de los motores así subordinados, es decir, en la serie de aquellos motores que sólo mueven en cuanto son movidos. Adviértase, en efecto, que ninguno de ellos es por sí mismo capaz de mover. En consecuencia, una serie infinita de motores movidos también sería incapaz de mover por sí misma. Y como quiera que lo que por sí mismo es incapaz de mover sólo puede mover si es movido por otro, sería preciso, para que dicha serie moviera, que fuese a su vez movida. Pero aquello que la movilizara no podría ser un motor movido, ya que en tal caso formaría parte de ella; tendría que ser un motor inmóvil; y es claro entonces que la serie movida por este no podría ser infinita, pues el motor de ella que fuese inmediatamente movido por el motor inmóvil sería el último de los que son movidos por otros, lo cual es imposible en una serie infinita, que es, por definición, la que no posee un último miembro. Por consiguiente, o la serie de los motores movidos es finita y movida por un motor inmóvil, o es infinita, y por ello mismo carente de una primera moción, sin la cual no es posible —ya que se trata de una subordinación de mociones— ninguna de las demás, y la serie entera quedaría en potencia de moverse. La elección no es dudosa, si se ha partido de la realidad del movimiento. Puesto que este existe y la serie infinita de motores movidos lo haría imposible, hay que afirmar que no es posible proceder al infinito en dicha serie de motores movidos; lo cual es lo mismo que decir que existe un motor inmóvil.

Pensar la serie de los motores movidos como infinita no es otra cosa que aplazar indefinidamente el problema. Dado un cambio real, una serie infinita de motores movidos, de los que dependiese, sería una serie que nunca llegaría a actualizarlo, pues cada motor tendría que aguardar a que antes que él actuasen infinitos motores.

«Multiplicad —dice Sertillanges— las causas intermediarias hasta el infinito; complicaréis el instrumento, pero no fabricaréis una verdadera causa; alargaréis el canal, pero no haréis una fuente. Si la fuente no existe, el intermediario queda impotente y el resultado no se podría producir, o mejor dicho: no habría ni intermediario ni resultado; es decir, que todo desaparece. Pretender que el número infinito de intermediarios pueda dispensarnos de encontrar una primera causa es afirmar que un pincel puede pintar por sí solo con tal que tenga un mango muy largo. La largura del mango no hace al caso; lo que importa es la mano». Ni vale tampoco el recurso a un círculo de motores movidos, de tal modo que cada uno de ellos sea motor del que le sigue y movido por el que le precede; pues el círculo entero de estos motores movidos está en potencia respecto a un motor externo que, de hecho, lo ponga en movimiento.

b) Segunda vía

Si con el término «Dios» se designa a una entidad que causa o fundamenta sin ser a su vez causada ni fundamentada por ningún otro ser, la prueba de la existencia de una causa eficiente no efectuada constituye, sin más, una demostración de la existencia de Dios.

Esta demostración se desarrolla de un modo paralelo al de la vía anterior, bien que no sea idéntico a la misma, como puede observarse en lo que sigue.

La experiencia nos muestra causas eficientes que son causadas en el ejercicio mismo de su actividad. Ello se advierte, tanto por la experiencia externa, como por la conciencia que tenemos de nuestra propia actividad causal. Vemos que el pincel pinta movido por la mano del pintor, y que el árbol florece y fructifica por el influjo del calor solar; como también por el influjo de mi voluntad mi mano escribe con la pluma en el papel o da cuerda al reloj. En todos estos casos hay un causar causado; un ejercicio de la actividad que es, a su vez, efecto. Ya no se trata, como en la prueba anterior, de fijarse en el móvil en tanto que móvil, esto es, en su condición puramente pasiva, sino de reparar en el motor en cuanto ejerce una actividad que es, a su vez, causada. No es, pues, la mera pasividad lo que ahora importa, sino la actividad desarrollada precisamente en función de otra actividad, o mejor dicho: la causa en tanto que actúa como algo a su vez actuado.

Ahora bien: no es posible que una causa sea causa de sí propia. Sería, a la vez, posterior y anterior a sí misma, como causada y causante. Estaría, a la vez, en acto y en potencia respecto de lo mismo, a saber: respecto del ser.

Si lo que actúa como causado es actuado por otra causa esta supondrá una nueva causa si actúa también en tanto que actuada. Mas no es posible proceder al infinito en la serie de las causas que son a su vez causadas en el ejercicio de su actividad. Las mismas razones que se propusieron en la primera «vía» valen también aquí, pues se trata de causas que sólo actúan como causadas, de tal manera que ninguna de ellas, por muy alta que esté en la serie, es capaz de causar por sí misma. En esta serie de causas nunca se produciría el efecto, ya que ninguna de ellas sería nunca actuada, por haber de aguardar a que antes actuasen infinitas causas. No sería este el caso si se tratara de causas no subordinadas entre sí en el mismo ejercicio de su causalidad, sino por otro título. Así, por ejemplo, todo hombre depende del que le ha engendrado, en el sentido de haber recibido de este el ser, mas no en su mismo acto de engendrar a otro hombre; y de esta manera es posible (no necesario) que Pedro engendre a Juan y Juan a Antonio y así indefinidamente, pues aunque todos son engendrados, no es por ser engendrados por lo que engendran. Pero cuando se trate de causas subordinadas entre sí precisamente en su función causal la serie indefinida es imposible; porque, a diferencia de lo que ocurre en el caso anterior, ninguna de ellas actúa sino en cuanto está siendo actuada. Y si dicha serie es imposible, no queda más sino que exista una Causa eficiente incausada, de la que dependen en su actividad todas las causas que sólo como actuadas son capaces de actuación.

c) Tercera vía

La demostración que por esta vía se intenta es la de un ente absolutamente necesario, razón de ser de la existencia de los demás entes, y que no tiene en otro, sino que es por sí mismo, la razón de su propia existencia. La realidad de este Ser, al que cabe sin duda dar el nombre de «Dios», puede probarse del siguiente modo.

Consta por experiencia que hay cosas que se engendran y se corrompen, o sea, que no siempre son. Tales cosas, por tanto, son de suyo indiferentes a la existencia, en el sentido de que lo mismo pueden existir que no existir; de lo contrario, no podrían engendrarse y corromperse, sino que estarían siempre existiendo. Pero lo que de suyo es indiferente a la existencia y sin embargo existe, no existe por sí, sino por otro: por aquel ser que lo reduce de la potencia al acto de existir. Si a su vez este ser es contingente, si no tiene en sí mismo su razón de ser, su existencia supone la de otro que entitativamente lo haya actualizado. Lo que equivale a afirmar que todo ser contingente tiene causa. Y como es imposible —según se demostró antes— que haya una serie infinita de causas esencialmente subordinadas, la existencia de seres contingentes sólo es posible si hay un Ser Necesario del que dependen, en resolución, todos los que no existen por sí mismos, y el cual no tiene en otro su razón de ser.

La intelección radical de este argumento exige el comprender que lo que adquiere y pierde la existencia no puede tenerla por sí mismo. Lo contingente no puede ser sino causado. Es algo que existe, y en este sentido se diferencia del mero posible; pero es, por cierto, algo que lo mismo podría no haber sido; y, en consecuencia, si está existiendo es por el influjo de algún ser que le hace existir. Lo contingente es, por esencia, efecto: por tanto, algo que pide causa. De donde se desprende la imposibilidad de que no haya más que seres contingentes, ya que es imposible que sólo existan efectos. Si se admite una causa cuya entidad no es causada, es decir, una causa que exista por sí misma, se está reconociendo la existencia del Ente Necesario. Pero si se supone una serie infinita de causas, cada una de las cuales es existente por otra, nunca llegaría a existir ninguna, ya que tal serie constituiría una infinita subordinación de efectos, ninguno de los cuales podría llegar a ser, por ser antes preciso que existieran los inagotables que le preceden.

d) Cuarta vía

Un Ser enteramente Perfecto, del que dependan todas las perfecciones de los seres y que a su vez no depende de ningún otro, merece el nombre de «Dios». Tal es el Ser cuya existencia se prueba con el argumento de la «cuarta vía», de la manera siguiente:

Hay en la realidad —ya que nos consta por experiencia— cosas diversamente graduadas en la posesión de perfecciones que de suyo no envuelven ninguna imperfección. No todos los seres que conocemos tienen el mismo grado de entidad, ni la misma unidad, ni son idénticamente apetecibles. Dicho de otra manera: las perfecciones «trascendentales» no están realizadas en todos los entes en igual medida, sino según una diversidad de grados, por virtud de la cual y con relación a cada una de dichas perfecciones unos entes se dicen más o menos perfectos que otros, según que las posean de una manera más o menos completa. Ello significa que tales perfecciones son poseídas por dichos entes de un modo limitado, porque de ser tenidas en toda su plenitud no habría un más y un menos en su distribución. El más y el menos se oponen al máximo, y en este sentido —como carencia graduada de él, como falta de su misma plenitud— puede decirse que lo suponen.

Lo que por ahora equivale a decir que conocemos entes en los que las perfecciones se encuentran restringidas; sin que de ello se infiera todavía la real existencia de un ser que las posea ilimitadamente.

Es claro que ninguna perfección puede limitarse por sí misma. Tendría que desempeñar el doble y contradictorio oficio de ser, a un tiempo, su razón de ser y su razón de no ser. Si de hecho se encuentra limitada (más o menos, según los diversos casos), es por algo distinto de ella misma y con lo cual entra en composición, a saber: por un sujeto que la tiene. Pero si este sujeto no la es y, sin embargo, la tiene, precisa que algo se la haya dado. Lo mismo ocurre si lo que se la ha dado tiene esa perfección de un modo restringido, como sujeto que recibe un acto y lo limita según su propia capacidad susceptiva. No siendo posible proceder al infinito en esta serie, pues ninguno de los sujetos de la misma recibiría su propia dosis de perfección, por haber de aguardar a que recibieran la suya infinitos sujetos, es necesario que exista un ser que la tenga de un modo ilimitado y la haya conferido, según grados diversos, a los que las poseen restrictamente. Tal ser no será ya el sujeto de una perfección, un portador de valores, sino que habrá de identificarse con la perfección misma, pues de lo contrario la limitaría, y exigiría, por tanto, el recibirla de otro. Y como todas las perfecciones trascendentales son realmente idénticas entre sí, no será preciso que para cada una de ellas exista el correspondiente máximo. Todas se identifican en la infinita perfección del Ser Supremo.

e) Quinta vía

Un ser por el que todas las cosas naturales son dirigidas en sus acciones y que no es dirigido a su vez por ningún otro, merece el nombre de «Dios». A demostrar la existencia de este Ordenador o Director Supremo de todos los seres naturales procede la «quinta vía», que puede formularse del siguiente modo.

La experiencia nos muestra que los seres carentes de conocimiento actúan siempre, o la mayoría de las veces, de una manera uniforme, de acuerdo con sus naturalezas respectivas, logrando los efectos más adecuados a ellas; pero esto sería imposible si no actuasen predeterminados por un fin. En general, y como ya se señaló oportunamente, todo agente actúa movido por una causa final, que es aquello por lo que dicho agente está predeterminado a producir un efecto en vez de otro. En este sentido se distingue entre el fin-causa y el fin-efecto en la medida en que, así como el segundo termina la actividad del agente, el primero la predetermina u orienta. Mas los seres carentes de conocimiento no pueden predeterminarse a sí mismos, toda vez que el fin-causa únicamente ejerce su causalidad si es conocido (sólo en la mente puede anteceder a su efectiva realización). Es necesario, pues, que lo que carece de conocimiento esté predeterminado por algún otro ser y que este, por tanto, sea en último término (dada la imposibilidad de proceder al infinito en la serie de seres predeterminados por otros) un ser inteligente que no reciba un fin de ningún otro ser.


Y es claro que si da un fin a los demás seres y él no lo tiene como recibido, tal ser inteligente es, por sí mismo, fin; lo cual no significa el imposible de que sea un fin para sí mismo, ya que tendría que antecederse a sí propio, sino que es el fin de todos los seres predeterminados por él. Entre esos seres se cuenta también el hombre, pues aunque este tiene una voluntad libre, que se determina a sí misma respecto de todo bien prácticamente aprehendido por el entendimiento, no se ha dado a sí misma, sin embargo, su natural inclinación al fin que en todas las ocasiones y bajo cualquier fin concreto persigue, a saber: lo bueno en general y en tanto que conveniente. Este fin radical no nos lo hemos propuesto. Nos ha sido naturalmente impuesto y, por lo mismo, no somos libres respecto de él: no nos es posible no quererlo; ni podemos querer ninguna cosa sino en cuanto realiza algún aspecto de este fin radical que es el objeto formal de la voluntad humana y lo que hace que esta sea, bajo tal aspecto, una naturaleza.


(Tomado de "Fundamentos de filosofía", de Antonio Millán Puelles)