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miércoles, 21 de junio de 2023

La importancia del lenguaje

No es este, en realidad, un artículo para disertar a favor del correcto uso del lenguaje, de esos abundan y escritos por gente mucho más autorizada que yo. Más bien es un desahogo, quizá excesivamente personal, un desahogo ante una realidad que por momentos agobia.

Desde pequeños se nos dijo que las palabras eran un maravilloso instrumento creado por la razón humana para nombrar la realidad, expresarla, comunicarla, aprehenderla, estudiarla y decirla. Tiempo después, al estudiar la lógica, aprendimos que los conceptos con que expresamos la realidad, tienen dos características muy interesantes, la comprensión y la extensión. La comprensión abarca el conjunto de determinaciones que el concepto nos da a conocer sobre la cosa, y la extensión es el conjunto de cosas de las cuales dicho concepto se puede predicar. Por ejemplo, el concepto americano, su comprensión sería hombre nacido en América. Mientras que su extensión serían todos los hombres de los cuales pudiera decirse que son, efectivamente, americanos. Algo interesante de esas dos características es que se relacionan en forma inversamente proporcional, es decir, a mayor comprensión, menor extensión, y viceversa. 'Colombiano' es un concepto que le agrega al de americano el haber además nacido en suelo colombiano, tiene por tanto mayor comprensión, pero por eso mismo menor extensión, pues hay menos colombianos que americanos, evidentemente.

¿Y qué tiene que ver esto con el lenguaje o con la sensación de agobio de la que hablaba más arriba? Todo. 

Presenciamos actualmente una transformación gigantesca en las estructuras sociales, sobre todo en lo que tiene que ver con nuestra manera de entender ciertas realidades fundamentales, tan es así que hoy en ciertos círculos sociales y políticos se quiere renunciar a saber lo que es una mujer o un hombre. Se quiere, digo, porque no es un movimiento natural el no querer saber algo, al contrario, y como decía el viejo Aristóteles, todo hombre desea por naturaleza saber. Entonces, ¿por qué quieren no saber? No es tanto que quieran no saber, sino que fingen no saber, o más bien, dicen que dar una definición de validez universal sobre lo que son la mujer y el hombre es imposible, pues ser mujer o hombre es una "experiencia" (sic). ¿Cómo así? Pues que si tú te "sientes" mujer es porque lo eres, y punto. Poco importa tu cromosoma 'Y', tu barba, tu manzana de Adán y...por supuesto, tu pene. Esos son detalles menores, pues lo relevante es lo que "sientes".

Estamos entonces ante el vaciamiento de los conceptos de hombre y mujer, lo que implica su desaparición, ¿por qué? Porque las cosas se cargan de presencia social en la medida en que son nombradas y dicho nombre remite a una realidad. Pero si se nos dice que tal nombre no refiere a nada más que a experiencias y sentires subjetivos, pues eso es, ni más ni menos, la desaparición del concepto y de la cosa.

Lo mismo podríamos decir acerca de los conceptos de verdad, libertad, amor, etc. Y tanto más grave es esta operación de revuelta semántica, cuanto más relevante sea el concepto involucrado, pues si de lo que se trata es de cambiar el sentido al término "maíz", estaremos de acuerdo en que sería molesto y engorroso, pero poco más. Pero si se trata de los conceptos de amor, libertad, verdad, hombre, mujer, familia, etc., no estamos simplemente ante algo engorroso y ya, sino ante una verdadera revolución de alcances sociales incalculables.

Decía el gran Nicolás Gómez Dávila, que hay épocas en que la inteligencia humana debe consagrarse ante todo a restaurar definiciones, y sin duda la nuestra es una de esas épocas; lo que está en juego no es poco, sino que es lo fundamental de la manera occidental y cristiana de entender la vida, el hombre y la sociedad.

¿No estaremos exagerando al decir que la revolución semántica conlleva la desaparición de la cosa referida por el concepto? No lo creemos, porque si un hombre puede decir que es mujer, entonces, ¿qué es ser mujer? Si cualquiera puede ser mujer entonces es porque ser mujer no significa nada concreto: comprensión y extensión, el concepto de mayor extensión será al mismo tiempo el de menor comprensión.

La tarea entonces en esta época será, como decía Gómez Dávila, restaurar definiciones, y ante el tsunami de guerra semántica que se nos vino encima, esforzarnos por sostener el sentido real de los términos, único antídoto ante la demencia lingüística en la que algunos nos quisieran ver sometidos.


Leonardo Rodríguez Velasco   

sábado, 20 de agosto de 2022

Impedir la contemplación

Hablábamos en el artículo anterior acerca de la hipertrofia actual de la imagen, en perjuicio del concepto. Una de las consecuencias de dicha hipertrofia es la inhibición de la capacidad contemplativa del hombre, dado que ahora se instala en el mundo de la mera imagen, sin tomarla como trampolín para ascender a la ciencia de lo metafísico.

En el proceso de abstracción de los conceptos, la imagen cumple su función en la medida en que nos pone en contacto directo con lo real concreto, a partir de lo cual la inteligencia puede ejercer su acto propio de conceptualización abstracta y razonamiento. Para ello se requiere que el momento de la sensibilidad sea el primero, sí, pero escalera ante todo para la abstracción conceptual, único medio que tenemos para conocer las esencias de las cosas, su realidad más íntima. 

Pero en la hipertrofia de la imagen que padecemos actualmente, el momento de la sensación concreta de lo sensible no es una instancia del entero proceso de conocimiento, sino que se convierte en punto de llegada en donde el sujeto se instala, sin aspirar a un más allá de la imagen misma, de lo concreto material, de lo inmediato sensible.

De esta manera se impide la contemplación, en la medida en que se le cierra a la inteligencia la posibilidad de ver a través de la sensibilidad los valores puramente inteligibles, únicos capaces de satisfacer sus virtualidades naturales, estando ordenada a la contemplación de la verdad.

Tenemos entonces una inteligencia impedida de acceder a su alimento propio, reducida a la impotencia. Mientras que la sensibilidad ocupa el horizonte mental, tanto en la vertiente cognitiva, como en la tendencial.

Esto último significa que en lo relativo a la esfera tendencial humana, actuar voluntario, vida emocional y pasional, sentimientos, etc., la vida del hombre pasa a estar bajo el timonel de lo sensible, lo cual significa la reducción de la ética a la estética, palabras más, palabras menos. Estética entendida en su sentido etimológico, como lo percibido por los sentidos. Es entonces el triunfo de lo inmediato en el actuar humano, porque la imagen es lo inmediato, en contraposición al concepto que es lo permanente. Presenciamos entonces el triunfo de las "éticas" relativistas, es decir, éticas que son más bien estéticas del capricho individual. Es la entronización del "porque así lo quiero ahora" como criterio de actuar "voluntario". A eso se le ha llamado autonomía.

En cambio, una inteligencia que contempla lo real y accede mediante ello al reino de los valores inteligibles, es una inteligencia que puede construir una ética, fundamentada esta vez sobre los inteligibles metafísicos que develan la estructura íntima de lo real y no los dictámenes pasajeros del capricho volátil del sujeto "autónomo". 

De aquí la urgencia de tomar conciencia de todo esto y recuperar la centralidad de la actitud contemplativa frente a lo real, dando al universo de la imagen el lugar que debe ocupar, evitando a toda costa su hipertrofia actual. 

(Un buen comienzo sería revisar drásticamente el tiempo que dedicamos a las "redes sociales" y reemplazarlo por la lectura de buena literatura, comenzando por los clásicos, incluyendo en la dieta también a la filosofía y la teología).


Leonardo Rodríguez Velasco



martes, 16 de agosto de 2022

La imagen contra el concepto

Hace ya unos cuantos años, hurgando entre los libros de la biblioteca municipal de mi ciudad, encontré un librito pequeño que se llamaba "De la imagen a la idea", escrito por un sacerdote jesuita, cuyo nombre lamentablemente no logro recordar. En dicho libro, cuyo pleno significado filosófico no estaba yo en condiciones de entender en ese entonces, el autor realizaba una exposición del proceso de 'ideogénesis', es decir, el proceso psicológico de abstracción de los conceptos a partir de los datos suministrados por la sensibilidad. 

Me llamó mucho la atención y realicé un par de visitas más a la biblioteca en busca de ese libro. No recuerdo tampoco si lo leí completo, me imagino que no, hubiera sido una proeza de mi parte a esa edad, y más teniendo en cuenta que posiblemente entre el 60 y el 70 por ciento de lo que decía, era yo incapaz de captarlo en toda su profundidad.

Andando el tiempo, ya en mi época de universitario, vino a mis manos un libro de un politólogo italiano, Giovanni Sartori, "Homo videns, la sociedad teledirigida", en el cual el autor realizaba lo que en ese momento consideré una crítica bastante ingeniosa y válida a la sociedad actual, donde el pensamiento conceptual, racional, abstractivo, argumentativo, etc., ha cedido su lugar al imperio de la imagen, de la sensación, de lo inmediato, de lo que no exige de suyo esfuerzo de pensamiento alguno.

¿Y por qué te hablo, querido lector, de esos dos libros? Porque me parece que a pesar de la distancia que separa al uno del otro, y a ambos respecto de nuestros días presentes, lo cierto es que actualmente se verifica a una escala monstruosa lo denunciado por Sartori, el 'homo sapiens' ha cedido su trono (si alguna vez lo tuvo realmente) ante el 'homo videns', el hombre del pensamiento racional al hombre televidente, teledirigido, que renuncia gozoso al deber de pensar y se entrega en manos de la propaganda, de los modernos sistemas de comunicación de masas, de las redes sociales, de la Internet.

Es difícil no ver lo que estamos diciendo. Por todos lados se nota y es evidente el descenso de las competencias cognitivas (para usar una expresión 'moderna') del hombre actual. Y no es solo un asunto de los sistemas de educación, que por supuesto que sí, sino que la cosa apunta a algo más global, más universal, la invasión de la imagen sobre el concepto, auspiciada por los grandes medios que parecen interesados en que sus consumidores permanezcan inactivos ante el tsunami de "información" que día a día les sirven como alimento mental.

Y es que para escapar de dicha pasividad hay que razonar, en el sentido más aristotélico de dicha expresión, lo cual implica usar a conciencia las tres operaciones de la inteligencia: simple abstracción, juicio y raciocinio. Cada una de ellas supone la anterior y la primera y la tercera convergen en la segunda, en el juicio, cuando la inteligencia, fecundada por lo real captado por medio de los sentidos iluminados por la luz del intelecto agente, emite su verbo mental, concibe, da a luz su palabra humana que es el concepto, con el cual teje las proposiciones, que sirven de materia prima al razonamiento, que concluye a su vez en un juicio en el que la inteligencia finalmente descansa. 

Y ello requiere esfuerzo, disciplina, constancia. Exactamente lo opuesto de sentarse frente a una pantalla y pasar horas recepcionando pasivamente el contenido cuidadosamente creado para mantenerme en ese estado cuasi vegetativo. 

La Internet, con sus redes sociales y su prácticamente ilimitado número de páginas web, representa el triunfo de la imagen; y con imagen nos referimos aquí al universo sensible, que incluye lo visual pero también lo auditivo, la sensibilidad toda. Es difícil no sentirse subyugado por tantas formas, colores, movimientos, animaciones, sonidos, etc., cuando nos entretenemos ante la pantalla del celular o del computador, es verdaderamente una red que sabe cómo atraer la atención y atraparla.

Pero no se trata ya, como en el libro del jesuita que rastrea la ideogénesis, de una sensibilidad que sirve de punto de apoyo para el trabajo abstractivo de la inteligencia, sino que se trata ahora de una sensibilidad que permanece en lo sensible, que no ofrece otra cosa más allá de la desnuda sensación y lo que ella puede ofrecer en términos de experiencia de lo inmediato, lo que cautiva en el instante, lo pasajero, lo que detrás de sí llama otra imagen que viene pronto a suplantar la anterior, en un desfile interminable de percepciones que se quedan en la mera materialidad de lo visual/auditivo. 

Tenemos así un universo de lo sensible hipertrofiado, que a su vez atrofia el ejercicio propio de la inteligencia. No hay abstracción, se la estorba, se la impide, y en un movimiento completamente desnaturalizador, se le cierra al intelecto agente la posibilidad de fecundar los datos sensibles para alumbrar el concepto. Es una especie de aborto epistemológico.

Nada tiene de raro entonces que las nuevas generaciones sean cada vez más  incapaces de los grandes retos metafísicos, de pensar los grandes pensamientos, de razonar en profundidad sobre las grandes verdades, esas que, aunque tomando pie de la sensibilidad, se ubican más allá, en el reino de lo inmaterial, universal y necesario; que es el reino del concepto. Se han habituado a la imagen y se encuentran con la incapacidad de alumbrar el concepto, el concebido.

Se trata de la imagen ocupando un lugar que no le corresponde, usurpando un sitial que no es suyo, invadiendo la vida mental toda de la persona que se paraliza frente a una pantalla a disfrutar por horas de un tsunami interminable de imágenes que saturan y embotan su capacidad de razonamiento abstracto. Es la muerte del pensamiento.


Queda sobre este asunto mucha tela por cortar, por ahora dejemos aquí.


Leonardo Rodríguez Velasco.


martes, 2 de agosto de 2022

A propósito de la lectura de la "Suma contra los gentiles".

Confieso que nunca había leído en forma constante y completa la obra “Suma contra los gentiles” de santo Tomás de Aquino; sucede a veces que uno se apega más a unas obras que a otras y siempre deja para después las que no le llaman la atención en un primer momento. Y esto fue así por años, lamentablemente.

Hace algunas semanas a través de un sitio de internet encontré un ejemplar de dicha obra a precio muy razonable y decidí adquirirla. La edición es agradable a la vista y cómoda a pesar de ser voluminosa, entonces tomé la decisión de leerla ya con detenimiento. La obra es inmensa, está dividida en 4 libros con 463 capítulos en total, así:

Libro primero: 102 capítulos.

Libro segundo: 101 capítulos.

Libro tercero: 163 capítulos.

Libro cuarto: 97 capítulos.

 

De manera que desde principios del mes pasado comencé el libro primero. El orden de los temas de los 4 libros es el siguiente: en el libro primero expone santo Tomás todo lo referente a Dios, en cuanto puede alcanzarlo la razón natural, es decir, la teología natural. El libro segundo presenta la obra de la creación de todas las cosas, en particular dedicando la mayor parte de sus capítulos al alma y a las substancias separadas (ángeles). El tercer libro es enorme, el más largo de los cuatro, 163 capítulos en los que aborda diversos temas tales como el obrar de los agentes libres, la felicidad humana, la providencia divina, los milagros, etc. Aquí explica Tomás cómo la criatura racional ha de encontrar su felicidad en Dios. Y finalmente en el cuarto y último libro se ocupa santo Tomás de aquellos misterios que están por encima (no en contra) de la razón natural, es decir, aquí el santo estudia misterios tan altos como la Santísima Trinidad, la encarnación del Verbo, los sacramentos y el destino final del universo. Se trata como puede verse de una obra verdaderamente monumental, tanto en su extensión como en la calidad de sus temas; y si tenemos en cuenta que la comenzó a escribir solo algunos años antes de su obra magna la “Summa theologiae”, podemos pensar que estaba ya el santo preparando esa gran obra y como que calentando motores.

Les dije entonces que acabé hace poco el primer libro, el de los 102 capítulos acerca de Dios, en cuanto puede ser alcanzado por la sola razón natural. Aquí el santo le presenta al lector todo lo que el ser humano llevado por las fuerzas de su sola razón puede alcanzar a conocer acerca de Dios.

Comienza el santo dedicando los primeros 9 capítulos a hacer una introducción general en donde se presenta a sí mismo como quien desea realizar la tarea del sabio que es investigar las causas de las cosas, y siendo Dios (como más adelante demuestra) la causa primera de todo, la verdadera y suprema sabiduría estará entonces en el estudio de Dios. A partir del capítulo 10 el santo inicia un fenomenal recorrido tratando de analizar la naturaleza de Dios, cómo es Dios, o más bien, cómo no es Dios, puesto que lo que conocemos de Dios lo alcanzamos a través del espejo de sus efectos, los cuales por su limitación no nos permiten un conocimiento perfecto de su causa sino solo una aproximación a ella. El lector entonces ve pasar ante sus ojos capítulos de la mayor importancia en los que el santo nos habla de que Dios es eterno, inmaterial, uno, infinito, inteligente, bueno, etc. Y además tenemos en el capítulo 22 la exposición de esa verdad tomista por antonomasia que es la identificación en Dios de la esencia y el acto de ser, verdadera fuente de donde se desprenden con una lógica aplastante los mayores predicados que podemos hacer acerca del ser divino.

A partir del capítulo 45 y hasta el final, el santo se ocupa de presentarnos la actividad inmanente de Dios en cuanto a su inteligencia y su voluntad. Capítulos de una finísima penetración que exigen la mayor atención de parte del lector, pues el santo va elaborando sus demostraciones haciendo pie en lo que antes expuso, de manera que el edificio se sostiene sólidamente en sus bases y si estas, que expuso en los primeros capítulos, no se entienden bien, después no se comprende el resto. Termina el santo con tres capítulos donde nos habla de la felicidad de Dios y cierra con esa expresión tan hermosa que dice:

Ipsi igitur qui singulariter beatus est, honor sit et gloria in saecula saeculorum. Amen.

Al que es, pues, singularmente bienaventurado, sea el hoor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 

¿Recomiendo la lectura de este primer libro? Por supuesto, de los 4, y de toda la obra de santo Tomás.

Se trata de un recorrido exquisito por la mente de un genio que nos habla de Dios y lo pone al alcance de la razón humana, tarea más que necesaria en un momento histórico como el nuestro en donde por todos lados se nos dice que la creencia en Dios debe desaparecer ante el avance de la “ciencia”. Ver la manera magníficamente coherente con que santo Tomás va, ahora sí, científicamente desglosando todo lo que la razón puede investigar sobre Dios, es no solo gratificante sino que nos fortalece en la fe y nos llena de argumentos para poder dar razón de nuestra esperanza.

 

Leonardo Rodríguez Velasco.

sábado, 16 de julio de 2022

La ciencia como oportunidad de contemplación. Un texto de santo Tomás.

Una de las características de la ciencia actual es que ha perdido su impronta contemplativa (cosa que viene sucediendo desde hace varios siglos con el racionalismo y positivismo triunfantes); es decir, ha dejado de ser un conocimiento orientado en último término por el deseo de alcanzar la fuente misma del ser y de la inteligibilidad de lo real, Dios. Cosa que no era así en la Edad Media, por ejemplo, puesto que el medieval tenía muy clara la idea de que todo conocimiento, además de revelar una parcela de la realidad a los ojos de la inteligencia humana, estaba llamado a servir de escalón para una contemplación más profunda del ser, una contemplación abierta a la fuente del ser, al ser por esencia, al ipsum esse subsistens. De esta forma entonces no había contradicción entre el estudio de algún sector de la realidad y su entroncamiento en una mirada metafísica más amplia.

Muy distintas son las cosas hoy en día, y desde hace un par de siglos. La ciencia, o lo que así es llamado, ha cortado todo lazo que la pudiera unir con lo trascendental para reducirse al estudio de la realidad material, en su desnuda y pura materialidad. Y no contenta con eso ha proclamado que de hecho no hay nada más allá de ello, en una evidente hipertrofia indebida de sus atributos epistemológicos.

Vale la pena entonces dar una mirada a un capítulo bastante olvidado de una obra bastante olvidada de un autor bastante olvidado. Me refiero al capítulo segundo, del libro segundo de la “Suma contra los gentiles”, de santo Tomás de Aquino. Allí el santo expone en breves párrafos lo que bien pudiera llamarse una carta magna de la investigación científica.

Pondremos los textos mismos del santo, acompañados de sencillos comentarios:

 

Capítulo II:

 

Quod consideratio creaturarum utilis est ad fidei instructionem.

Que la consideración o estudio de las creaturas (todo el universo) es útil para instruir en la fe.

 

Pone aquí santo Tomás cuatro razones por la cuales considera que el estudio de naturaleza es útil para la fe.

 

1.       Primo quidem, quia ex factorum meditatione divinam sapientiam utcumque possumus admirari et considerare. En primer lugar, porque de la meditación de sus obras podemos admirar y considerar la divina sabiduría.

En la belleza, orden, complejidad, etc., de una obra se puede reconocer, y, por ende, admirar la pericia de su autor. Así, a partir de la contemplación del universo, con todas sus creaturas, somos llevados naturalmente al reconocimiento de la inmensa sabiduría de su Hacedor. El medieval veía en la creación un destello de la sabiduría de Dios, en el orden y la belleza de lo creado contemplaba un testimonio permanente de la inteligencia de Dios. Hoy, por el contrario, el científico se enorgullece de sí mismo al hacer un nuevo descubrimiento o sentar las bases para la fabricación de un nuevo aparato. Es la distorsión más radical del conocimiento mismo, que en lugar de ser escalera para ascender a la causa prima, nos sumerge en un sentimiento de autosuficiencia que acaba por ser autodestructivo al impedirnos el contacto con Dios, única fuente de verdadera realización personal y felicidad.

 

2.       Secundo, haec consideratio in admirationem altissimae Dei virtutis ducit: et per consequens in cordibus hominum reverentiam Dei parit. En segundo lugar, esta consideración (del universo) nos conduce a la admiración de la altísima virtud (o poder) divina: y por consiguiente produce en el corazón de los hombres la reverencia (respeto profundo) hacia Dios.

Como natural resultado de lo anterior surge la admiración del poder de Dios y un profundo respeto hacia el Hacedor de todas las cosas. El medieval, a diferencia del pagano, ya no sentía temor hacia las fuerzas de la naturaleza, hacia el sol y la luna; sino que ahora, reconociendo al Creador, reverenciaba en Él la omnipotencia creadora, el poder infinito que se manifestaba con toda claridad en la creación misma, que contemplaba por medio de las ciencias. En el moderno científico, académico o estudioso, desaparece la reverencia a Dios precisamente porque ya la mirada sobre su objeto de estudio no es contemplativa. Busca conocer la naturaleza por el conocimiento mismo, cuando no por la utilidad técnica que pueda derivarse de dicho conocimiento. Utilidad técnica que es, a su vez, utilidad para el hombre. El hombre y su bienestar y comodidad puestas como justificación última del esfuerzo científico: se reverencia al hombre. La ciencia termina así produciendo en el corazón de los hombres no la reverencia al Dios poderoso que todo lo ha creado con sabiduría, sino el envanecimiento de sí mismo, al verse como dominador de las fuerzas de la naturaleza que pone a su servicio.

 

3.       Tertio, haec consideratio animas hominum in amorem divinae bonitatis accendit. En tercer lugar, esta consideración (de la sabiduría y poder de Dios manifestada en la creación) enciende las almas de los hombres en el amor de la divina bondad.

 

El medieval, luego de contemplar la sabiduría y el poder de Dios manifestada en la naturaleza, era conducido por la reverencia al amor de la bondad de Dios, puesto que todo había sido creado para el hombre. La creación toda era un regalo de Dios al hombre, regalo gratuito del cual Dios no obtenía nada, sino solo comunicaba al hombre un reflejo de su bondad y un medio para servirle y amarle, y mediante ello salvar su alma, como reza el adagio ignaciano.

 

En la modernidad estamos lejos de ello. ¿Reconocimiento de la sabiduría de Dios? ¿De su poder? ¿De su bondad? ¿Reverencia? ¿Amor? Para nada de esto queda lugar en una ciencia construida toda únicamente para glorificar al hombre mismo y su control sobre la naturaleza.

 

4.       Quarto, haec consideratio homines in quadam similitudine divinae perfectionis constituit. En cuarto lugar, esta consideración (o estudio del universo) produce en los hombres una cierta semejanza con la divina perfección.

 

Siendo la creación entera una participación de la sabiduría de Dios, puesto que todo efecto participa en algo de la naturaleza de su causa y la revela; y conociendo Dios en Sí mismo todas las creaturas presentes, pasadas y futuras, el hombre se asemejaba a Dios al contemplar la creación y reflejar esos destellos de divina sabiduría en su propia inteligencia, como comprendiendo al autor detrás de su obra, conociéndolo por medio de sus efectos.

 

En el mundo moderno el hombre ha buscado constituirlo todo a su sola imagen y semejanza, como decía Protágora: el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son y de las que no son en cuanto que no son. Es el reino de la inmanencia.

 

Así el hombre encierra la ciencia en sí misma, cortando el acceso a la fuente del ser y de la inteligibilidad, satisfecho con la obra de sus manos.

 

¡Qué diferente sería todo si se recuperara esa mirada contemplativa! Si los científicos dejaran de lado su soberbia inane y su ceguera.

 

Quiera santo Tomás concedernos que en nuestros estudios, los que sean, tengamos siempre esa actitud de contemplar más allá de la creatura la mano sabia, poderosa y amorosa del Creador que nos habla a través de ella.

 

Leonardo Rodríguez Velasco.

  

miércoles, 26 de mayo de 2021

Sobre la actual situación en Colombia

En las últimas cuatro semanas Colombia está siendo testigo, y el mundo entero, de un conjunto de protestas y manifestaciones que han desencadenado destrucción de bienes públicos y privados, varias decenas de muertes, caos, bloqueos viales que ponen en riesgo miles de puestos de trabajo y la distribución de toneladas de alimentos, así como una mayor radicalización de los discursos públicos.

Las redes sociales han contribuido al caos y a la polarización y son hoy un escenario de batalla donde también se transparenta la profunda división que afecta al país. Prácticamente no se puede asumir ninguna postura clara al respecto de lo que ocurre sin automáticamente generar oleadas de mensajes de odio y hasta amenazas del "bando" contrario.

Colombia lleva décadas siendo presa de la ambición de una clase dirigente ávida únicamente de llenar sus propios bolsillos, el saqueo de los recursos públicos es una epidemia crónica en nuestro país y el descontento social con los gobernantes ha sido siempre alto, con algunos momentos pasajeros en que el "caudillismo" ha dado la impresión de que algún político era querido por la masa.

Y como sucede en todos lados, hay personajes dispuestos a capitalizar ese descontento, a instrumentalizar la rabia de la gente y sus deseos de mayor justicia y honestidad en sus políticos. Dichos personajes esperan atentos a que se presente su gran oportunidad para generar caos, atizar los odios, las divisiones y catapultar de esa manera sus ambiciones personales, poco disimuladas.

Se nos sigue entreteniendo con la dicotomía derecha-izquierda, con eso se distribuye a la gente en "bandos" y se les da un sentido de pertenencia e identidad. Pero para el católico avisado todas las actuales ofertas del espectro político colombiano no son más que distintas versiones de ese liberalismo condenado en múltiples oportunidades por el Magisterio de la Iglesia. Unos por el lado derecho, otros por el izquierdo, unos por la libertad de mercado y la inversión privada, otros por el control estatal y la regulación a ultranza. Pero en lo esencial liberales ambos, y condenados ambos.

De manera que lo que presenciamos en este momento es el enfrentamiento entre liberales que aspiran, los unos a conservar, los otros a obtener el control de los recursos públicos, para agrandar lo más posible sus propios bolsillos.

En medio de esa lucha entre liberales de derecha y de izquierda se ubican el pueblo colombiano, las familias y los obreros, soportando las consecuencias de las ambiciones desmedidas de los unos y de los otros. 

Por estos días las calles están llenas de rabia e indignación acumuladas en años de robos y corrupción de la clase política colombiana. Pero lamentablemente también se da el hecho evidente de que miles de esos que se prestan para generar caos y destrucción están allí manipulados por hábiles embaucadores que quieren aprovechar el momento, como aves de carroña. Otros están allí en las calles confundidos, desorientados, carecen de formación, de virtud y simplemente salen porque ven a los demás salir y desean un poco de ese poder que se siente, quizá, al destruir algo. Luciferino.

Son momentos de locura colectiva, de masa enloquecida. Los unos seguirán diciendo que hay motivos suficientes, con eso ocultan sus ambiciones personales. Los otros seguirán diciendo que no hay motivos, con eso ocultan su deseo de no desprenderse del botín. Y entre tanto el pueblo seguirá soportando el grueso de las consecuencias, reflejado en escasez, desempleo, angustia, incertidumbre y desesperación.

Y si a lo anterior le sumamos año y medio de restricciones por la "pandemia", el escenario no podría ser peor.

Los creyentes conocemos el poder de la oración, y es eso lo que debemos hacer por estos días, de día y de noche, doblar rodilla como decían las abuelas, y esperar que Dios se apiade de nosotros.

¿Qué saldrá de todo esto? Es incierto, quizá vengan para Colombia años de gobiernos de liberales de izquierda, podría ser. En dado caso nuestra actitud, la del católico, tendrá que ser la misma que con sus mellizos los liberales de derecha, denuncia permanente de la radical perversión de un sistema que pone al hombre por encima de las leyes de Dios y lo expulsa de las sociedades, siendo eso precisamente la causa de tantos males que soportamos en justo castigo.


¡Quiera Dios ser benévolo con Colombia, otrora llamada país del sagrado corazón de Jesús! 


Leonardo Rodríguez V.


    

domingo, 18 de abril de 2021

La verdad y los conceptos

 

En anteriores entradas nos hemos referido a la importancia de las definiciones en la vida de la inteligencia y hemos señalado cómo su abandono está ligado, por un lado, a la pérdida del valor de la inteligencia como facultad de conocimiento, y por otro, a la decadencia socio-cultural que necesariamente viene pareja con el relativismo que se instala cuando la inteligencia es desplazada, ignorada o adulterada.


Quisiéramos hoy insistir en un aspecto de este asunto y es el de las relaciones entre los conceptos, o mejor dicho, entre la capacidad del hombre para abstraer los conceptos universales y necesarios a partir de su experiencia sensible, y la idea de que existe la verdad y puede ser alcanzada por el conocimiento intelectual humano.


Ante todo un poco de terminología. ¿Qué es la verdad? Los medievales decían que la verdad en general puede y debe entenderse como una cierta adecuación entre dos cosas, por un lado el acto de la inteligencia y por otro la realidad de las cosas. Entonces, a partir de esa visión general, distinguían entre la verdad metafísica, la verdad lógica y la verdad moral. La verdad metafísica es la realidad de las cosas, es decir, las cosas mismas (incluido el hombre, por supuesto), tienen una consistencia en el ser, son y son algo, y ese ser algo es fundamento de su ser cognoscibles; o en otras palabras, porque las cosas son y son algo, son cognoscibles, puesto que lo que no existe de ninguna manera es la nada y la nada, nada es, y lo que nada es nada ofrece a la inteligencia más allá de esa misma afirmación de que “no es”. Por otro lado está la verdad lógica que es la verdad que se predica de los conocimientos mismos en cuanto verdaderos, se define como la adecuación entre el conocimiento y la cosa que se conoce, o en términos técnicos, adaequatio intellectus ad rem. Un conocimiento es verdadero cuando lo afirmado en dicho acto de conocimiento se corresponde con la realidad, Si decimos “está lloviendo”, y efectivamente resulta que está lloviendo, entonces dicho conocimiento es verdadero. Se trata de un conocimiento medido por la realidad de las cosas, la verdad lógica depende de la verdad metafísica. Y por último la verdad moral que es la verdad de nuestras palabras, de lo que decimos. Su contrario es la mentira. Aquí interviene un factor moral personal, puesto que quien miente tiene la intención de engañar, es decir, sabe que lo que dice es falso y aun así lo dice por alguna motivación subjetiva.


Ahora bien, los conceptos y las definiciones son la manera que tiene la inteligencia de expresar la verdad, de concebir en sí la realidad y expresarla. Un concepto es la imagen inteligible de la cosa, como cuando empleamos el concepto hombre (animal racional), estamos aprehendiendo y expresando la realidad esencial de todos y cada uno de los miembros de esa especie. De tal manera que “hombre” no es solo una palabra usada para referirnos a un conjunto de individuos que se asemejan, sino que estamos ante la posesión inmaterial e intencional de aquello común a todos los individuos que caen bajo dicho concepto. A partir de los conceptos formamos definiciones y a partir de las definiciones de cada concepto se establecen entre ellos relaciones lógicas que tejemos en predicados, juicios y razonamientos. Es la esencia de la vida de nuestra inteligencia.


Entonces pregunto, ¿qué pasa cuando la sociedad olvida estas verdades sobre la vida íntima y propia de la inteligencia y las reemplaza por concepciones utilitaristas, nominalistas y relativistas? El utilitarismo es defiende la utilidad sobre la verdad, lo bueno y verdadero es lo útil, lo verdadero es solo otro nombre para lo útil, y si un concepto, juicio o “verdad” no es útil, pues concluyen que ha de ser porque no es verdadero. El nominalismo afirma que los conceptos no expresan esencias de las cosas, sino que son solo palabras usadas por economía mental para agrupar cosas que vemos se parecen. Y el relativismo es la afirmación de la inexistencia de la verdad, para defender únicamente la existencia de posturas, perspectivas y opiniones, tan cambiantes como los sujetos mismos y tan válidas unas como otras.


Pregunto de nuevo, ¿qué pasa cuando la visión que expusimos arriba es reemplazada por las corrientes mencionadas en el párrafo anterior?

 

¿Se animan a compartir sus reflexiones en los comentarios?

 

 

Leonardo Rodríguez V. 

  

domingo, 11 de abril de 2021

Más acerca de las definiciones

 Una de las actividades más propiamente humanas es hacerse preguntas. Dios no se hace preguntas porque lo sabe todo y los animales tampoco se hacen preguntas porque no tienen pensamiento abstracto y universal que les permita procesar conceptos y razonamientos. Por lo tanto es propio del hombre, que ni es Dios ni es un completo animal, hacerse preguntas.


Y la pregunta por excelencia es la que busca el QUID, la que pregunta ¿qué es esto? ¿Qué es lo otro? Al hacernos esa pregunta buscamos responder con la QUIDITAS, la esencia de las cosas, con lo que las cosas son. Pero no lo que las cosas son de forma accidental, sino lo que son esencialmente, preguntamos por el ser esencial de las cosas, aquello que son y no pueden no ser, su naturaleza.


Pues bien, resulta que cuando encontramos dicha esencia de las cosas la enunciamos en una definición, la definición es entonces la expresión de la esencia de una cosa, la que sea. Al definir, como la misma palabra indica, lo que hacemos es descubrir los "fines" o "límites" o "contornos" de algo, aquellos aspectos de su ser que la hacen ser lo que es y la distinguen de las demás cosas. Definir es descubrir lo que hace a una cosa aquello que es. al definir al hombre y decir que es ANIMAL RACIONAL, estamos diciendo que la animalidad y la racionalidad limitan esa realidad que es el hombre, le dan contornos claros, lo hacen lo que es y lo diferencian de lo demás seres. Definir es delimitar. 


Y aquí hay que hacer una aclaración de la mayor importancia: en filosofía realista la definición DESCUBRE y señala la esencia de las cosas, pero NO en cuanto establecida por el hombre, sino en tanto descubierta por el hombre luego de un trabajoso procesos de penetración en las cualidades de la cosa, desde lo más accidental hacia lo esencial, que es el camino natural de nuestra inteligencia, que debe comenzar por lo sensible para avanzar hacia lo inteligible.


En otras palabras, el hombre no establece la esencia de las cosas, solo la estudia, la descubre y la enuncia en una definición. Las cosas son lo que son, y siendo lo que son esperan a que la inteligencia del hombre las encuentre y se pregunte por su QUID, su qué.


Claro que ocurre distinto con las cosas artificiales, como una mesa, una moto, un edificio, etc. Porque en esos casos, al tratarse de cosas hechas por el ingenio humano, evidentemente lo que esas cosas son depende del fabricante y es éste quien establece en cierta forma su definición, su esencia. Aunque habría que aclarar aquí que en las cosas artificiales la esencia de la cosa NO ESTÁ en la cosa misma sino en la inteligencia del fabricante o del artista. Porque una silla de madera, en sí misma, es un trozo de madera de cierto árbol, de cierta especie, que no dependen del artista, como todo lo natural. La forma de silla que accidentalmente el carpintero le da a ese trozo de madera es externo a la madera misma y solo existe como idea en la inteligencia del carpintero.


¿Pero a qué viene todo lo anterior? Pues a señalar un cierto MAL de la mentalidad moderna (o posmoderna para algunos). El moderno ha perdido de vista la naturaleza de las definiciones y ha llegado a creer que las cosas son LO QUE EL SER HUMANO DIGA QUE SON. De manera que al definir algo ya no se trata de que la inteligencia esté DEVELANDO la intimidad de la cosa, sino que la está construyendo, a la manera como el carpintero fabrica primero en su mente la idea de la silla, idea que luego plasma en el trozo de madera. En un proceso semejante el moderno fabrica en su mente ideas que luego aplica a la realidad para que ésta sea lo que él establece, desde la independencia soberana y "creadora" de su inteligencia. El hombre se convierte así en "creador" de la realidad. La realidad pasa a ser un mero producto del hombre, ya no es lo que es sino lo que el hombre establece.


¿Con qué criterio establece el hombre "realidades"? El criterio cambia según la circunstancia, pero siempre será de una forma u otra el deseo de no ser criatura sino "creador". El deseo de liberarse del yugo de lo REAL, para convertir su entorno en una masa informe a la espera de que el hombre le de forma según sus deseos.


Los ejemplos que podrían darse son muchos. El mismo concepto de Dios (¡con perdón!) será sometido a este proceso. Se dirá que no es más que una creación de tiempos antiguos poco desarrollados, producto de una conciencia temerosa y anticientífica. Pero que el moderno nada encuentra que justifique mantener dicho "concepto", entre otras cosas porque si hay alguna divinidad, es el hombre mismo.


La moralidad sufre iguales golpes. Ya no se podrá sostener una moral universal y permanente. La moral se reducirá a la constatación en cada momento histórico de lo que la sociedad establece, de lo que la sociedad quiere. Serán "normas" pasajeras, provisionales, mientras dura cierto estado de cosas. Pero apenas el contexto cambia o la conciencia "evoluciona", se impondrá una moralidad distinta, en parte o en todo. Es una moralidad en constante movimiento.


Y a partir de la inestabilidad de la moralidad y de la desaparición del "concepto" de Dios, TODO lo demás, en al ámbito político, social, económico, cultural, familiar, etc., se verá expuesto a una crítica semejante y a la implantación, como sistema, del movilismo radical. Terreno fecundo para todo tipo de subjetivismos.


Y todo esto a causa de haber perdido de vista el poder de la inteligencia para definir.


Recuperar la pregunta por el QUID, recuperar el afán por las definiciones, es no solo una empresa conveniente sino necesaria y urgente. Sin definiciones la inteligencia naufraga en un mar de impresiones pasajeras, quedando todo al arbitrio del capricho del momento. Sin definiciones la inteligencia se reduce a poco más que secretaria de las pasiones o ama de llaves de la voluntad de poder. O definimos o tenemos que asistir inevitablemente a la muerte de la inteligencia. Pero como la inteligencia no muere, la veremos convertida en esclava de una voluntad enceguecida.


La inteligencia humana está hecha para el ser, es su objeto propio, la inteligencia contempla el ser y está llamada a contemplar un día al SER por esencia. Todo se trastorna al negar o alterar la naturaleza de nuestra inteligencia.



Leonardo Rodríguez Velasco

 

sábado, 3 de abril de 2021

Ampliar la extensión de una idea disminuye su comprensión. Algo de lógica "revolucionaria".

 Una de las primeras cosas que se aprende en los manuales de lógica es el tema de la comprensión y la extensión de las ideas o conceptos. Brevemente se trata de lo siguiente: una idea tiene comprensión y extensión, son dos de sus características. La comprensión de un concepto es su contenido, como cuando se dice que hombre es animal racional, la animalidad y la racionalidad son el contenido del concepto de hombre. La extensión de un concepto tiene que ver con la cantidad de cosas o individuos a los cuales ese concepto puede ser aplicado, en el caso del concepto hombre, su extensión la conforman todos los individuos de los cuales se puede decir que son hombres.


Ahora bien, la comprensión y la extensión de una idea se relacionan de manera inversamente proporcional, es decir, si la una crece, la otra disminuye; y si la una disminuye la otra crece. En el ejemplo del concepto hombre, tenemos que su comprensión está dada por la animalidad y la racionalidad; y su extensión son todos los individuos de los que se puede predicar ese concepto. Pero, ¿qué pasaría si quitamos la racionalidad? Quedaría la animalidad solamente, tendríamos sencillamente el concepto de animal, y al reducir su comprensión aumentaría su extensión, porque ahora el conjunto de individuos de quienes es posible decir que son animales es mucho más grande que el conjunto de individuos de los que es posible decir que son hombre. ¿Y qué es un animal? ¿Cuál es su comprensión? Animal es una substancia viviente sensible. Pero ¿qué pasa si quitamos a ese concepto la nota de "sensible" y reducimos su comprensión? Pues pasa que nos queda el concepto de substancia viva y ese concepto es aplicable a una extensión mayor de sujetos que aquella de la que se puede predicar el concepto animal, que es más rico en comprensión y por tanto más pequeño en extensión.


¿Bien, y ¿por qué les estoy hablando de esto? Por lo siguiente.


Si algo caracteriza a los sistemas de pensamiento que han venido apareciendo en los últimos siglos hasta desembocar en ese que tenemos hoy en día, como quiera que se le llame, es un rechazo explícito o implícito a la actividad conceptualizadora de la inteligencia, es decir, una guerra abierta contra esa facultad nuestra con la que conocemos la realidad de las cosas y la expresamos en conceptos. El hombre puede por ejemplo alcanzar la quididad o esencia de la libertad y puede expresarla en un concepto o definición. Y así con lo demás: hombre, Dios, alma, verdad, etc.


Esto ha molestado mucho a los "filósofos" que han buscado hacer su camino más bien por el lado de la voluntad, terminando por endiosar al hombre convirtiéndolo en "creador" de realidades: el hombre no conoce la realidad que ya está ahí, sino que la crea. Entonces estos "filósofos" han propuesto que en vez de conceptos y definiciones que evidentemente limitan la "sagrada" libertad humana, lo que hay que lograr es la "deconstrucción" del universo conceptual previo y la construcción sobre sus ruinas de un nuevo universo discursivo, caracterizado ya no por la intención de captar y expresar lo real, sino de crearla.


Volvamos a la comprensión y extensión de los conceptos.


Una de las estrategias para lograr su propósito les está generando mucho éxito. Consiste en AMPLIAR desaforadamente la EXTENSIÓN de los conceptos para...¿ya lo adivinaron? ¡Claro! Para DINAMITAR la comprensión de los mismos. Un ejemplo:


El concepto de familia. En términos bastante generales se entiende por familia la sociedad primera natural, conformada por el hombre y la mujer, seguidos de su prole, unidos por vínculos de sangre y de afecto, ordenada al bien de la prole y al socorro mutuo de los esposos.


Si soy un revolucionario, posmoderno, "filósofo", etc., ¿Cómo podría destruir ese concepto de familia que encuentro tan limitado y "discriminador"? Ampliando su extensión para limitar su comprensión hasta ojalá reducirla a nada. Cuando su comprensión sea casi la nada misma, recién podré construir sobre ella un nuevo concepto de familia, que ya nada tenga que ver con el anterior, que tanto me incomoda.


Entonces nuestro posmoderno dirá que familia NO ES SOLO ESO que dijimos arriba, dirá que familia también es una relación homosexual; dirá que familia también es si yo me quiero casar con una vaca; dirá que familia también es si un hombre se quiere casar con su mamá (cosa que ya ha pasado); dirá que familia es básicamente cualquier conjunto de lo que sea, desde que sean personas o se "perciban" como tales.


¡Claro! Con semejante ampliación de la extensión del concepto de familia, su comprensión queda en casi nada, queda en "conjunto de personas que viven juntos, o no, como sea".


¿Qué queda del concepto de familia después de ese proceso de "deconstrucción"? Su extensión está en su máximo, por ende su comprensión está en lo mínimo. O en otras palabras, la familia es cualquier cosa, precisamente porque A TODO se le llama familia.


Y el proceso es aplicable a todo concepto. Piensen en el concepto AMOR, LIBERTAD, ESPIRITUALIDAD, IGUALDAD, VERDAD, etc.


¿Cuál es el camino para destruir un concepto? Destruir su significado, ¿cómo? Destruyendo su comprensión, ¿cómo? Ampliando su extensión hasta que ya no signifique NADA.


¿Ven la importancia de estudiar lógica?



Leonardo Rodríguez Velasco.

 

 

miércoles, 17 de marzo de 2021

La endeble “libertad” de la modernidad…y de la posmodernidad.

La época que siguió a la Edad Media, el llamado Renacimiento, fue un tiempo henchido de optimismo por el futuro. Los “intelectuales” del momento le decían a todos que gracias a la “liberación” de las cadenas de la supersticiosa y “oscura” Edad Media, venían para la humanidad, sin lugar a dudas, tiempos más libres y, por ende, más felices. Comenzaba su andadura la “libertad”, como nuevo paradigma en torno al cual debía organizarse todo, construirse todo. A tal punto que no podía quedar nada en la sociedad que no tuviera en su base, a manera de fundamento, una irrestricta veneración  por la libertad, concebida ahora como una especie de criterio absoluto, tribunal inapelable.

 

Lutero significó la “liberación” de una supuesta opresión de la iglesia romana; Descartes supuso lo propio en el terreno de la filosofía, inaugurando una nueva manera de hacer filosofía en la cual ya no gravitaba el sujeto alrededor de la realidad buscando conocerla, sino que la realidad permanecía como entre paréntesis, mientras el sujeto buscaba la manera de salir del calabozo de su conciencia cognoscitiva, única realidad a su alcance inmediato y de la cual no cabía duda alguna (la historia de la filosofía da cuenta de cuan infructuosos fueron los esfuerzos de quienes vinieron después de él, asumieron sus presupuestos e intentaron tender un puente entre la realidad y las ideas). Rousseau después, y junto con él todo el mal llamado “Siglo de las Luces”, representó el intento por reiniciar el entero orden socio-político, buscando, de nuevo, liberar a la sociedad de las cadenas de la opresión, esta vez de la opresión política, social. El liberalismo del XVIII, con su gran triunfo en la Revolución Francesa, puso todo ello en práctica y, decapitando la monarquía (literalmente) buscó, cómo no, liberar definitivamente a la sociedad de las cadenas de un sistema que veían como intrínsecamente perverso. Siempre al compás de las notas de una misma melodía, la “sacrosanta” libertad, a quien se le unieron ahora la igualdad y la fraternidad; tríada “santa” que en adelante sería la encargada de traer al mundo, por fin completamente liberado, una época dorada de felicidad, progreso, bienestar y un amplio etcétera.

 

La historia que siguió es de todos conocida. Vino la revolución industrial, con su estela inseparable de adelantos técnicos y atrasos morales, el marxismo, las dos guerras y por ningún lado aparecía en el horizonte esa época dorada de la cual tanto se había hablado desde el Renacimiento. Sin embargo algo estaba claro, esa época estaba por llegar (siempre está por llegar, siempre la pintan a la vuelta de la esquina, siempre es promesa) y solo llegaría en la medida en que la sociedad profundizara aún más, siempre más, en el “sagrado” fundamento: la libertad. ¿Qué vino? Mayo del 68, liberación sexual, “derechos” sexuales y reproductivos, aborto, y aquí también, un largo etcétera.

 

En una visión tan resumida de los acontecimientos se quedan por fuera innumerables consideraciones y se cae en esquematismos injustos, sin duda. Pero creemos que el núcleo de lo que queremos decir se sostiene: desde el Renacimiento, y pasando a través de las sucesivas “revoluciones”, el mundo ha buscado constituirse sobre el imperativo de la libertad, entendida como absoluta autonomía, en ausencia de todo criterio objetivo. De una u otra forma los grandes movimientos de pensamiento y las grandes transformaciones acaecidas desde entonces, se pueden interpretar como escalones en esa dirección.

 

¿Y qué tenemos en la posmodernidad (suponiendo que esa categoría sea válida)? Pues tenemos, entre otras cosas, la ideología de género, que es en pocas palabras el absurdo e inútil intento por liberar radicalmente a la persona de toda atadura, ya no solo de la religión, o de la teología, o de los regímenes monárquicos, o del capitalismo, o de la moral, sino liberarla incluso de sí misma, convertir a la persona humana en una masa informe, obediente solo al capricho…de la libertad creadora humana.

 

Pues bien, resulta que el año 2020 nos mostró con crudeza lo endeble que es esa libertad que tanto se ha buscado, esa libertad en cuyo altar se ha sacrificado tanto, a cuyo impulso se han derribado tronos, desechado creencias y combatido incluso la propia identidad.

 

Porque ante la amenaza, estadísticamente ínfima, de que un pequeño virus le enfermara y le causara la muerte, el hombre moderno entregó gustoso el que parecía ser su más precioso bien: su libertad. La entregó en manos de los gobiernos de turno, quienes no tuvieron inconveniente alguno en establecer y hacer obedecer las medidas más draconianas que se pudieran imaginar. No es necesario hacer aquí una enumeración de esas medidas puesto que son de todos conocidas y por todos han sido sufridas de una u otra forma.

 

El punto es el siguiente: se construyó la modernidad en torno a la búsqueda de la libertad como panacea…y ante la perspectiva de enfermar o morir se la entregó sin pestañear. Al parecer el hombre moderno, “liberado” por ese gigantesco proceso que resumimos arriba, no valoraba como se creía el “tesoro” de su “libertad”; o dicho tesoro en realidad no fue más que un ídolo con pies de barro, un espejismo sin substancia que sirvió solo de slogan propagandístico para justificar el derribo de tradiciones venerables. Porque uno se pregunta, ¿qué viene a ser en realidad esa libertad que con tanta facilidad se entrega? ¿Se puede decir que el moderno era verdaderamente libre? ¿Qué era en el fondo esa libertad a cuya consecución se consagró la humanidad por siglos, derribando todo a su paso? Preguntas que ameritan una sincera reflexión.



Leonardo Rodríguez Velasco

 

lunes, 30 de marzo de 2020

¿Miedo a morir o falta de fe?

Estos tiempos de coronavirus están desnudando la falta de fe sobrenatural que nos aqueja.

Para los santos la muerte nunca ha sido una tragedia absoluta; es un mal ciertamente, pero no el mal total, el mal radical, el mal más temible de todos. ¿Por qué? Porque el santo, prototipo del creyente, ve la muerte como la entrada triunfal al reino eterno junto a Dios, para gozar de una felicidad infinita, inefable. La muerte para el santo no solo no es el final del camino sino que de hecho es el inicio de un camino infinito en compañía de Dios, de los santos, de la Virgen Santísima.

Cosa muy distinta en el caso del ateo materialista. Para este personaje sí que la muerte es el mal absoluto, el final de todo, el acabamiento del propio existir más allá de lo cual solo queda la nada total. Se comprende que para el ateo materialista el vivir deba ser garantizado a toda costa y el morir sea el enemigo más temible de todos porque significa nada más y nada menos que el límite último de nuestra existencia, más allá el ataúd y los gusanos.

Dos perspectivas radicalmente distintas que dan como resultado dos modos de enfrentarnos a la enfermedad, a la muerte y en general a todo mal que nos sobrevenga en esta vida. 

Lo que esta crisis del coronavirus está poniendo al descubierto es una falta de fe evidente, incluso en aquellos que nos decimos creyentes. Porque ante el pánico por la muerte y los intentos por sobrevivir a toda costa, uno se pregunta si aún se cree en la vida después de la muerte, si aún creemos que la muerte no es el final y que se trata más bien del verdadero comienzo a una vida inacabable y feliz junto a Dios.

Entiendo que el rechazo a morir es natural, todo ser desea permanecer en el ser, lo sabemos desde Aristóteles. Pero el creyente tiene ante sí una nueva perspectiva que no tuvo Aristóteles, una perspectiva en la cual la muerte sencillamente no es el final, al contrario, es el verdadero comienzo.

¿Será que nos hace falta fe? ¿Será que este virus ha venido providencialmente a señalar esa crisis de fe? ¿Creemos aún en la vida después de la muerte? ¿Decimos que creemos en Dios pero no nos enamora la idea de verle y estar con él? Preguntas de no poca importancia.


Leonardo Rodríguez V.

      

miércoles, 18 de marzo de 2020

¿Cuarentena o cuaresma?

¡Los caminos de Dios son inescrutables!

Vivimos tiempos en los cuales la fe ha desaparecido prácticamente de la sociedad, yendo a refugiarse en un puñado de familias que aún conservan viva en sus hogares la esperanza de la eternidad.

Y he aquí que llegado un nuevo tiempo litúrgico cuaresmal, tiempo particularmente propicio para el retorno a Dios y a la práctica religiosa regular, se ha dignado Dios, en medio de sus inescrutables designios, permitir que se expanda por el mundo un virus que ya ha cobrado la vida de miles y al parecer cobrará todavía la de unos cuantos miles más. 

En medio de situación tan dramática las familias se ven obligadas a permanecer en casa, modificar por entero sus ritmos familiares cotidianos y hacer un alto obligatorio de sus obligaciones diarias.

En un esfuerzo por ver las cosas con mirada de eternidad, podemos aprovechar este tiempo de "CUARENTENA" para avivar nuestra fe y vivir una CUARESMA más espiritual, más digna, más real.

Los medios no han cambiado, oración, ayuno, sacrificio y caridad con el prójimo. Cuatro cosas que, "Diosidencialmente", también tienen un rol determinante a la hora de pedir a Dios ayuda en medio de una pandemia como la actual.

Es como si Dios hubiera dicho: van a vivir esta cuaresma como corresponde, sí o sí.

En medio de tanto discurso humano sobre el coronavirus y la manera de enfrentarlo, los católicos debemos mantener siempre la mirada sobrenatural y esforzarnos por ver en los acontecimientos actuales más allá de sus humanas apariencias, para tratar de vislumbrar la mano de Dios que permite estas cosas para, entre otras cosas, atraernos de nuevo hacia Él, fuente de todo bien y de toda salud, también de la salud física, del cuerpo.

Que sea entonces esta temporada de cuarentena, una época propicia para retornar al verdadero sentido de la CUARESMA.

Y pidamos con fe a Dios, por medio de su santísima madre, nos libre de la pandemia actual y libre a nuestras familias.

¡ Laus Deo Virginique Matri !


Leonardo Rodríguez V




miércoles, 20 de noviembre de 2019

¿Progreso?


Dicen los que de esto hablan, que la humanidad ha presenciado en los últimos decenios más y mayores avances científicos, técnicos y tecnológicos que los que se habían visto en todos los siglos de historia humana juntos. No sé si tal afirmación es rigurosa, históricamente hablando, puesto que no soy historiador. Pero alcanzo a sospechar que sí. Y es que en verdad durante la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI, hemos sido testigos de un desarrollo ciertamente asombroso de las ciencias, que ha llevado a aplicaciones tecnológicas cada vez más asombrosas. Y todo parece indicar que esa marcha hacia adelante en la tecnología, lejos de detenerse, experimentará en los próximos años progresos de tal magnitud que no resulta descabellado pensar que nuestros hijos y nietos verán cosas con las cuales actualmente solo soñamos o que concebimos como producto de la mera ciencia ficción. El futuro dirá.

Y aquí comienza el problema. Porque tal ha sido la envergadura del progreso experimentado que ha venido a instalarse en la conciencia del hombre moderno la firme convicción de que esa marcha hacia adelante, ese progreso que parece indefinido e imparable, ese glorioso dominio del hombre sobre la naturaleza por medio de la técnica, etc., representa no solo un progreso, eso sí indudable, en ciertas áreas de la experiencia humana, sino que de alguna manera ese progreso científico y tecnológico significa el progreso total de la humanidad.

Lo anterior significaría, más o menos, que la humanidad marcha hacia adelante y progresa PORQUE progresan las ciencias y la tecnología. El Progreso de la humanidad, así en mayúscula, vendría a quedar reducido e identificado con el progreso científico-tecnológico. Pero resulta que las habilidades científicas de una persona o sus competencias tecnológicas no determinan su estatura moral, es decir, no dicen NADA acerca de si se está ante una buena o ante una mala persona, que las hay, por cierto. Y, por lo mismo, los avances científicos o tecnológicos de una sociedad en su conjunto NADA dicen acerca de si se está ante una sociedad que progresa verdaderamente o si, por el contrario, se está solo ante una sociedad que ha hipertrofiado uno de sus componentes en detrimento de lo que debiera ser su preocupación radical: el progreso moral, social y personal.

He ahí el porqué de que la palabra progreso que encabeza este artículo la hayamos puesto entre signos de interrogación, como dudando, ¿progreso? Sí, sin duda, y enorme progreso a nivel de las ciencias y de las tecnologías. Pero al mismo tiempo asistimos, sin duda igualmente, a una decadencia moral de las sociedades y de los individuos, que se manifiesta en la pérdida del norte ético a causa de un relativismo subjetivista o de un subjetivismo relativista que lo ha invadido todo. La proliferación de leyes abortistas por todo el mundo es solo una muestra, todo lo dramática posible, de dicho relativismo en el cual el capricho individual es elevado a categoría ética, por encima de los más elementales principios ya no solo morales pero incluso de mera humanidad.

Tenemos entonces, para ponerlo en términos gráficos, edificios plagados de una tecnología asombrosa, funcionando como abortorios en donde mediante procedimientos que rayan en la barbarie demencial de épocas pasadas, se asesina a diario y sistemáticamente a miles de bebés. Es el progreso tecnológico al lado de la más absoluta decadencia moral que se pudiera imaginar. Es la barbarie adornada con lujosa “civilización” técnica.

¿De qué progreso nos enorgullecemos entonces? Las luces de las grandes ciudades encandilan al espectador y lo llevan al convencimiento de que nos hayamos disfrutando de las mieles de una civilización en pleno desarrollo, pero bajo esas mismas luces se revelan al atento observador las lacras de una sociedad que a nivel moral padece de mortal enfermedad.

La sociedad humana progresaría verdaderamente si al lado del desarrollo tecnológico avanzaran también los estándares de la moralidad, los vicios arraigaran cada vez con menor fuerza y se alentara el crecimiento en las virtudes como camino regio para lograr la plenitud humana objetiva. Mientras ello no ocurra y se siga apostando por un mero crecimiento del ámbito material propio de las ciencias y las técnicas, no podrá hablarse con propiedad de progreso, en el sentido más humano del vocablo. Se le seguirá vendiendo humo a las sociedades, oropeles, espejismos y vacíos.


Leonardo Rodríguez Velasco 


jueves, 7 de noviembre de 2019

¿Qué orden seguir en el estudio de la filosofía? (Para Rodrigo)


En varias ocasiones me han preguntado por el orden más conveniente para estudiar o al menos para comenzar a familiarizarse con la filosofía de santo Tomás de Aquino. No soy autoridad en este tema ni mucho menos, pero tanto me lo preguntan que voy a intentar dar una respuesta al menos desde mi humilde experiencia.

Considero que lo mejor es empezar con la biografía de Tomás, hay varias de gran valor. La biografía de Tomás permite acercarse a su lado humano, para situar ideas en el contexto de su autor y comprender mejor por qué escribió como lo hizo y por qué le interesaron los temas sobre los que escribió. Eso es importante. Además la vida de santo Tomás por sí sola fue tan interesante, que conociéndola aumenta en el lector el interés por profundizar en su obra.

Luego de la biografía creo que es buena idea empezar a leer los escritos de Tomás, aunque al principio no entendamos todo al cien por ciento.  Tomás escribe con tanta claridad que incluso para quien nunca lo ha leído, muchas de las cosas que escribe son perfectamente comprensibles. Nada que ver con esos filósofos que escriben tan enredado que uno los lee y se siente un completo idiota porque no entiende ni media palabra, o casi.

Yo diría que se puede comenzar a leer la Suma Teológica. Es un libro que aborda temas muy profundos, sin duda, pero muchas de sus páginas son de una sencillez asombrosa, al alcance de cualquiera. Podemos al mismo tiempo irnos familiarizando con el lenguaje de Tomás y con la forma de resolver las preguntas que él mismo se va formulando.

Será de mucha ayuda acompañar este proceso con la lectura de autores de línea tomista que hayan explicado sistemáticamente el pensamiento de Tomás o que hayan profundizado en algún punto en particular desde la óptica de Tomás de Aquino. Particularmente recomendables son algunos autores como el padre Reginald Garrigou-Lagrange, dominico francés, gran tomista del siglo XX. Son de fácil consecución sus libros en Internet, aunque siempre recomiendo que se haga lo posible por obtenerlos en físico, porque nada podrá sustituir la experiencia de poder tener el libro en nuestras manos, subrayarlo  y estudiarlo cómodamente sin la intermediación de una pantalla. Otro autor que nos puede presentar un panorama general del pensamiento de Tomás es el también francés Etienne Gilson, sus libros se consiguen asimismo con facilidad.

La ventaja que tiene apoyarse en este tipo de autores es que nos permiten hacernos una visión de conjunto de las principales ideas de Tomás, y aunque entre los autores llamados tomistas no todo ha sido uniformidad de pareceres e interpretaciones, no obstante nos ayudan a ver como “sinópticamente” la obra tomista y esto es un apoyo valioso porque llegar por uno mismo a tener esa visión de conjunto requeriría leer prácticamente toda la obra tomista (varios volúmenes), cosa que no todos podemos hacer, sea por falta de tiempo o simple y llanamente porque es demasiado y se corre el riesgo del desánimo. Somos humanos.

Con el paso del tiempo uno va conociendo la existencia de muchos autores tomistas, sus obras y sus aportes, y va aprendiendo a seleccionar entre toda esa espesa selva aquellos materiales con los cuales quiere ir complementando su aproximación a Tomás. De todos se puede extraer algo bueno.

Hacer aquí una lista de autores sería largo y muy subjetivo, pues reflejaría simplemente mi camino en el tomismo. En este blog he compartido muchos de los libros que he ido leyendo, puede con ellos hacerse el lector una idea de los autores más relevantes.

Ya entrando propiamente en las temáticas filosóficas recomiendo, y no yo sino los que más saben de estas cosas, hacerse a una buena historia de la filosofía, luego abordar, más o menos en este orden, la lógica, la filosofía de la naturaleza, la antropología filosófica, la ética, la filosofía del conocimiento, la metafísica y, finalmente, la teología natural. Lo anterior no es camisa de fuerza, solo una recomendación que responde al orden más o menos natural que se encuentra en la misma realidad de las cosas, pues se inicia con el estudio del instrumento necesario, la lógica, y se asciende hasta la causa última de todo lo real, Dios conocido por medio de la luz natural de la razón, que se estudia en la teología natural, culminación de la metafísica. La historia de la filosofía se puede ir leyendo a medida que se avanza, para ir ambientando los temas y contrastando lo que vamos aprendiendo de Tomás con lo que han dicho otros antes y después de él.

En mi caso siempre estoy repasando cuestiones de lógica y de filosofía del conocimiento. Me parecen dos líneas fundamentales, literalmente hablando. Muchos errores en metafísica, y por ende en teología natural, provienen de malas inteligencias a nivel de elementos de lógica y filosofía del conocimiento.

No es un camino que se recorra en un tiempo corto. Se requieren años, por eso considero importante no seguir esquemas rígidos que pudieran luego de un tiempo causar desánimo y hastío. Con esquemas rígidos me refiero al caso de aquél que quisiera desde el inicio someterse a una disciplina estricta de lectura semanal, con un calendario establecido de temas y fechas. No. Cierta flexibilidad ayudará a mantener vivo el interés y alejado el desaliento. Si un buen día de repente no deseas leer nada no hay problema, todos tenemos muchas otras ocupaciones que pertenecen a nuestros deberes de estado y que no podemos dejar de lado, evidentemente. Además tenemos obligaciones hacia nuestros familiares y seres queridos, como pasar tiempo con ellos, por ejemplo. Nada de esto se puede descuidar pues se generaría un desbalance que tarde o temprano llevaría todo al fracaso. Conservar una sana “vida social” es fundamental para quien quiere ser lector de santo Tomás. Los afanes y necesidades de nuestra terrenal vida son tan fuertes, urgentes e insoslayables, que quien pretende ignorarlos para ir en pos de un ascetismo literario puro, se estrella de frente contra la realidad, que no perdona. Así que conviene guardar las proporciones y no descuidar ninguna faceta de nuestra vida.

Muchas otras cosas pudiera señalar aquí a manera de consejos para quien se inicia en la lectura de Tomás, pero vamos a dejarlo hasta aquí para no abusar de la paciencia del amable lector.

¡Mucho ánimo en la ardua tarea de ser discípulo de Tomás!


Leonardo Rodríguez Velasco. 
     

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Non multa sed multum

Para quienes amamos la lectura existe una tentación permanente contra la que hay que estar en guardia porque si caemos en ella perderemos tiempo valioso y energía que bien pudiera utilizarse en tareas más provechosas. La tentación de la que hablamos es la siguiente: convertirnos en acumuladores de libros que nunca leemos, acaparar textos y textos en nuestros armarios, físicos o digitales, caer presa de una verdadera gula de libros sin importar que nunca los leeremos o si al caso les daremos una hojeada rápida, desatenta y superficial.

Contra lo anterior traemos a cuento el adagio latino que encabeza esta entrada: NON MULTA SED MULTUM. Que significa que en vez de ocuparnos con muchas cosas, conviene más ocuparnos de pocas pero con juicio y profundidad. En cuanto a la lectura viene a decir el adagio que en vez de acumular cientos de libros, mejor tener unos pocos pero estudiarlos a fondo, con disciplina y rigor.

De hecho los medievales tenían otro dicho referente al tema de la lectura y era este: TIMEO HOMINEM UNIUS LIBRI, temo al hombre de un solo libro, es decir, vale más el lector que se ha consagrado a un libro y lo ha escrutado a conciencia, que el supuesto lector que jamás ha terminado un libro, se ha dedicado a acumular miles que nunca lee y cree por ello ser muy culto.

Es un problema real el que aquí estamos mencionando, además de real muy común. 

Por ejemplo, para hablar del área de la filosofía, un buen libro de filosofía, sea de tipo histórico o sistemático, requiere de un esfuerzo de atención, de lectura sostenida, pausada, reflexiva; requiere de varias relecturas, tomar notas, escribir las reflexiones que vienen a cuento, etc. Y ni aún después de todo ello está garantizado que se haya captado el pensamiento del autor ni su mensaje principal ni sus ideas más relevantes. Por eso conviene después de un tiempo retomar el texto y con otra lectura aproximarnos de nuevo para tratar de seguir desentrañando su sentido.

Pasa por ejemplo con las obras de Tomás de Aquino, nadie puede decir que ya leyó la Suma Teológica y por tanto no debe volver a ella. No. Ello sería un error, la Suma es un texto tan profundo que nunca lo termina uno de leer verdaderamente, de hecho aunque leamos una y otra vez las mismas páginas, cada vez encontramos algo distinto, profundizamos más en algún argumento, comprendemos mejor algo que antes habíamos solo vislumbrado, captamos una nueva relación, solucionamos alguna nueva duda, hallamos la respuesta a un nuevo problema o sencillamente recordamos algo que ya se nos había olvidado. Tal es la profundidad de un buen texto que siempre podemos sacar de él nuevos frutos.

Ahora bien, todo ese trabajo es impedido por la tentación de que estamos hablando. Se apodera de nosotros un deseo incontrolado por acumular libros y más libros, hacemos lecturas superficiales de ellos porque el deseo de pasar pronto a un nuevo texto nos impide detenernos a conciencia en ninguno. Por ese camino jamás profundizaremos en nada, nunca podremos decir que hay un tema en el cual las ideas principales nos son familiares, no podremos aportar con solvencia sobre ningún asunto. Y sobre todo estarán lejos de nosotros los temas importantes, los temas trascendentes, pues dichos temas solo se dominan luego de un trabajo sostenido, largo, disciplinado, lleno de obstáculos superados y dificultades que en su momento amenazaron con destruir todo el camino recorrido.

¡Y si solo fuera eso! Pero es que además dicha tentación deja huellas de su paso, porque cuando se habla con alguien que ha sucumbido a ella y en vez de lector se ha convertido en acumulador de libros, se puede fácilmente percibir la superficialidad de sus ideas en su lenguaje falto de solidez, en sus argumentaciones circulares y repetitivas que nunca terminan de convencer, en su dificultad para abordar con soltura temas de cierta elevación conceptual. La tentación pasa factura cuando se cede ante ella.

¡Qué diferente es el lector verdadero! El que se ha dedicado a pocos temas o incluso a uno solo, a pocos libros o incluso a uno solo, ¡qué envidiable manejo del tema! ¡Qué imponente uso del argumento definitivo! ¡Qué facilidad con la que recorre de un extremo a otro todos los detalles del asunto! ¡Qué placer produce el solo hecho de escucharlo disertar sobre aquello que domina con holgura!

¡En guardia entonces estimados lectores! No vayamos tras de muchos libros, más bien seamos lectores juiciosos de esos que leen a conciencia, releen y luego de un tiempo vuelven a leer. Huyamos del acumulador compulsivo, de su superficialidad y de su gula literaria. 


Leonardo Rodríguez Velasco