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domingo, 6 de enero de 2019

Hablar de lo que no se conoce

En un artículo anterior enumerábamos algunas normas básicas a tener en cuenta a la hora de querer exponer o defender nuestras ideas u opiniones. Releyéndolas caímos en cuenta de que habíamos olvidado una que quizá debiera haber ido en primer lugar:


NO HABLAR DE LO QUE NO SE CONOCE, Y MENOS EN TONO DOCTORAL.

Y es una pena que se deba insistir en algo que debería ser obvio, pero es que lamentablemente no lo es tanto por estos días. Yo no se si siempre ha sido así, lo cierto es que últimamente (y de nuevo las redes sociales tienen también aquí su cuota de responsabilidad) es ha multiplicado exponencialmente el número de personas que hablan, opinan y pontifican acerca de absolutamente todo. Atrás quedó la época en la que lo anterior solo ocurría en el terreno futbolístico, donde antes, durante y después de un partido, todos sentíamos el impulso morboso de comentar hasta el más mínimo detalle del encuentro, criticar todas las decisiones del técnico y crucificar a algunos jugadores por su mal desempeño. Todos nos creíamos expertos en el deporte rey.

Pero de eso hace ya bastante tiempo. Hoy dicha actitud no solo no ha desaparecido sino que se ha trasladado a prácticamente todas las áreas de la vida humana, desde las más intrascendentes (como el fútbol), hasta las más esenciales relacionadas con la política, la cultura, la ética, la filosofía y hasta la religión y el universo de la teología. Todos (o casi todos) hoy se creen expertos politólogos, moralistas, filósofos y teólogos.

Y ojalá lo anterior fuera el resultado de un aumento del interés por el estudio juicioso de todas esas temáticas, a partir del cual las personas con juicio bien formado intervienen con sus aportes y puntos de vista. Pero no, lo trágico es que con cero estudios juiciosos sobre tales materias, de por sí tan arduas, se lanzan a emitir todo tipo de juicios categóricos sobre los temas más fundamentales de la vida humana. Hablan desde la ignorancia, satisfechos de su ignorancia y convencidos de que su ignorancia es en realidad ciencia.

Considero que el culpable de ese fenómeno tan lamentable es el relativismo en el cual estamos sumergidos actualmente. En la modernidad muchos sectores de la filosofía han proclamado la muerte de la verdad y la entronización, en su lugar, de la opinión personal. A partir de allí muchos han terminado por considerar que no es en verdad necesario estudiar un tema, basta con abrir la boca y emitir lo que sea que te salga del caletre.

Esa actitud mental nacida en la filosofía moderna, fue adoptada por el ciudadano de a pie por un proceso de 'contagio ambiental' y es la responsable de que hoy todos pretendan (incluso sin admitirlo o saberlo explícitamente) ser filósofos, teólogos, politólogos, etc.

Dejemos hasta ahí. Creo que es claro lo que intento decir.

¿Cuál es la consecuencia de todo esto?

Pues que cuando todos hablan de cosas que en realidad no han estudiado, difícilmente se puede esperar que el nivel argumentativo sea alto. ¿Por qué? Porque para argumentar un tema hay que manejarlo, saberlo, haberlo estudiado; y partimos del hecho de que precisamente eso es lo que le hace falta al que habla de todo sin ton ni son.

Consejos:

-   Antes de emitir un concepto o una opinión sobre un tema, revisar primero si en verdad hemos estudiado el tema. Si no lo más honesto es emitir nuestro punto de vista aclarando que no conocemos bien el asunto.

-   Cuidarnos mucho de entrar en una discusión sobre algo que no conocemos, llevados únicamente por el deseo de no aparecer como ignorantes. Es mil veces mejor aclarar con sencillez que no conocemos un tema que abrir la boca aparentando ciencia y quedar en ridículo. Además pretender hablar de todo es señal de inmadurez. La persona madura y segura de sí misma acepta con tranquilidad que hay una infinidad de temas sobre los cuales no sabe casi nada o nada.

-   Si un tema nos interesa y queremos entrar en debate sobre ello, debemos antes ponernos a estudiar. La paciencia hará que luego al entrar en el debate podamos hacerlo con cierto conocimiento de causa.

-   No perder el tiempo con personas que siempre están queriendo polemizar sobre cosas que evidentemente no han estudiado en profundidad. Hay que ser firmes en esto y con amabilidad pero con seguridad hacerles saber que no están en condiciones de tocar ese tema y que si en realidad lo desean deben estudiarlo primero. Se les hará un bien procediendo así con ellos.


Dejemos hasta aquí.



Leonardo Rodríguez Velasco. 



viernes, 4 de enero de 2019

A tener en cuenta...

En un artículo anterior deplorábamos la nula capacidad para argumentar que se exhibe en la sociedad actual, maximizada por el vacío de contenidos de las redes sociales. En esta ocasión quisiéramos indicar un par de normas que pudieran ser un buen inicio para quienes estén interesados en ir corrigiendo su manera de expresar sus opiniones o ideas. Con el tiempo iremos, con el favor de Dios, añadiendo otras.

-   Lo primero es estar dispuesto a escuchar. Nada más molesto que aquella persona que al expresar sus ideas u opiniones no para de hablar, no deja hablar al otro, no escucha, solo se escucha a sí mismo. Incluso eleva el tono de la voz para imponer silencio a los demás.

-   Lo segundo es ser claro. En ocasiones vemos a personas que enredan lo más posible su discurso con el fin de apabullar al otro, por medio del uso de palabras excesivamente técnicas o rebuscadas. Puede ser señal de desconfianza en su argumento o de soberbia. Por el contrario, lo conveniente es expresarnos siempre de la forma más sencilla posible de tal manera que se nos entienda cabalmente.

Lo tercero es tratar de entender. Muchas personas se apresuran a contestar al otro incluso antes de haber entendido bien lo que el otro está tratando de decir. Esto causa que la respuesta en realidad no refute lo que el otro dice, ya que ni siquiera se entendió lo que trataba de decir. Por lo tanto es necesario asegurarse muy bien de haber entendido lo mejor posible la idea que el otro está defendiendo.

-   Lo cuarto es responder a lo que el otro expresó y solo a lo que el otro expresó. Sucede muy a menudo que se tocan muchos temas al mismo tiempo. Con eso se genera confusión. Lo conveniente es hablar de una sola cosa a la vez y no pasar a otro tema antes de haber cerrado el anterior. 

-   Lo quinto es no generalizar. Es un error muy común. Conviene evitar a toda costa las generalizaciones. Por ejemplo afirmaciones como "todo abogado es corrupto", "todo policía soborna", "todo sacerdote es pedófilo", etc., son afirmaciones falsas ya que con solo un ejemplo en contra se invalidan. Y es evidente que no hay solo un abogado honesto, ni solo un policía correcto, ni solo un sacerdote devoto. Las generalizaciones no deben ser usadas en una argumentación porque restan credibilidad.

-   Lo sexto es argumentar contra la idea y no contra la persona. En los estudios de lógica a eso se le llama argumento "ad hominem", es decir, argumento dirigido al hombre y no a la idea. Consiste en atacar a la persona que afirma algo y no a lo que la persona está afirmando. Se busca ridiculizar al oponente para derrotar así sus tesis o ideas. Es una forma deshonesta de competir. Lo ideal siempre es argumentar sobre la idea en cuestión y no sobre la persona.

Lo séptimo es evitar el lucimiento personal. Muchas veces se ve en los intercambios de ideas un afán por pasar por encima del otro apareciendo como más inteligente o más informado, y no tanto un interés por llegar al fondo del asunto y conocer la verdad. Hay que huir de ese tipo de situaciones porque son señal de una personalidad inmadura y suelen ser una completa pérdida de tiempo.



Dejemos hasta ahí por hoy. Este sería un buen comienzo. Son normas elementales pero caídas hoy en desuso lamentablemente. Por supuesto que el arte de la argumentación supone muchas más cosas, pero la idea es ir poco a poco.


Leonardo Rodríguez V.



sábado, 29 de diciembre de 2018

Sobre el bello y olvidado arte de la argumentación


Hoy no sabemos cómo argumentar y hay que decirlo así, con sencillez pero con valentía. No sabemos argumentar, nadie nos ha enseñado cómo exponer o defender argumentadamente una idea, una tesis, una opinión, una postura, etc. En el bachillerato el tema prácticamente ni siquiera se menciona. Y los intentos de algunos docentes por reforzar “lectura crítica” en sus estudiantes no llenan ese vacío a cabalidad. En la Universidad debería hacerse un poco más, pero no. Muchos universitarios salen de los claustros de su ‘alma mater’ con la capacidad argumentativa tan intacta como cuando ingresaron.

¿Cuáles son los resultados de tal estado de cosas? Varios y todos relacionados con la erosión de la capacidad de diálogo y sano debate. A nivel familiar vemos que se ha instalado en muchos hogares una incapacidad crónica para hablar los problemas. Se recurre preferentemente a la discusión irracional en donde el grito, la amenaza e incluso la agresión física están omnipresentes y hacen imposible arribar serenamente a acuerdos que promuevan la paz y la concordia familiar.

De un ámbito familiar así golpeado se pasa, por parte de los hijos, a un ambiente escolar igualmente debilitado. Y es que en efecto los colegios actualmente son sede de conflictos que llegan muchas veces inclusive hasta hechos tan lamentables como el ocurrido hace poco en una población de Santander en donde un estudiante causó la muerte de uno de sus compañeros y dejó herido de gravedad a otro. La intolerancia que se evidencia en sucesos tan lamentables es resultado de una incapacidad radical para solucionar diferencias por medio del diálogo racional y razonado. Ante la ausencia de diálogo constructivo se procede a utilizar las distintas formas de violencia como sucedáneo espurio.

Por parte de los padres o de los adultos en general, de un ámbito familiar trastornado por la ausencia de habilidades sociales básicas de diálogo y argumentación razonada, se pasa a ambientes laborales y sociales igualmente golpeados por dicha falencia. Y de eso nos informan diariamente los noticieros nacionales e internacionales. La decadencia de la vida social y política es cada día mayor porque no existen ya habilidades para oír la argumentación ajena, tratar de entenderla, proceder a refutarla razonadamente si fuere el caso, exponer el propio punto de vista con argumentos, ser claro para hacerse entender, etc. Y desde muchos puntos de vista dicha decadencia parece imparable. La violencia irracional gana terreno cuando desaparece la habilidad para hablar.

De ahí que sea de la mayor importancia revivir ese antiguo arte de la argumentación, de la exposición argumentada de las ideas o tesis que acogemos como informadoras de nuestra cosmovisión y de nuestro estilo de vida. Y decimos antiguo porque verdaderamente los antiguos, nuestros mayores, fueron unos maestros en la argumentación y nos dejaron en sus escritos enseñanzas valiosísimas sobre cómo adquirir y perfeccionar poco a poco esa habilidad. De manera particular urge recuperar las enseñanzas de los medievales acerca de este asunto. Ellos, incluso en ocasiones hasta el exceso, perfeccionaron esa herramienta y supieron usarla con una maestría que aún hoy nos asombra.

Nos es particularmente cercano y caro el gran Tomás de Aquino, como es de sobra sabido por los visitantes de este blog. Es muy interesante ver cómo Tomás en sus escritos siempre antes de exponer argumentadamente sus tesis, hacía una recopilación de las tesis contrarias junto con sus respectivos argumentos. Procedía luego a hacer la defensa de sus tesis y después regresaba al inicio y respondía una por una las opiniones contrarias. Y no se crea que las opiniones contrarias las exponía en forma débil para luego refutarlas con facilidad, no, todo lo contrario, Tomás presentaba con tal fuerza y honestidad las tesis contrarias a las suyas que sus mismos contradictores quedaban asombrados de que muchas veces Tomás daba mejores argumentos que ellos mismos para defender dichas ideas. Armado de semejante honestidad intelectual procedía Tomás en todos sus escritos y por eso su obra es una escuela fascinante de pensamiento.

Esa aparentemente sencilla costumbre de Tomás suponía un enorme esfuerzo por comprender hasta en sus más mínimos detalles el pensamiento del oponente; un enorme esfuerzo por penetrar cabalmente en el pensamiento del otro hasta poder asimilar la estructura de su razonamiento, el fundamento de su postura y el armazón de su visión de las cosas. Solo después de haber comprendido bien la posición contraria procedía Tomás a refutarla con toda claridad y contundencia.

¡Qué lejos estamos hoy de todo eso! Las redes sociales, los acaloramientos electorales, las polarizaciones políticas, los radicalismos irracionales de todo cuño, tienen al borde de la extinción el bello arte de la argumentación, porque se ha entronizado el apasionamiento ciego como guía del diálogo público. Nadie quiere escuchar y todos quieren ser escuchados. Nadie quiere entender. Nadie oye. Nadie se esfuerza por analizar la postura del otro. Nadie ofrece otra cosa que no sean ataques y agresiones personales, afirmaciones gratuitas o etiquetas facilistas. Muchas “discusiones” (que debieran ser escenario de argumentación razonada) se zanjan con un simple “nazi”, “comunista”, “fanático”, “fascista”, “retrógrado” y en Colombia con los tristemente célebres “paraco” o “guerrillero”. Con una etiqueta, que se pretende sea peyorativa, se evita el esfuerzo juicioso por comprender la postura del otro y tratar de usar la razón argumentativa para ver, como hacían los medievales, de dicha postura qué se debe rechazar, qué se debe aceptar y qué se debe distinguir para discernir  mejor. Siempre insultar y descalificar será más fácil que argumentar y analizar.

Las redes sociales son un caso típico. Con la facilidad de expresión que permiten y la velocidad con que se difunde lo que allí se comparte, se han convertido en escenarios que entorpecen la serena discusión de ideas. Allí todo es extremadamente superficial, no hay espacio para la argumentación razonada. Allí gana el que invente con más rapidez el insulto más eficaz o elabore la ironía más hiriente. La razón brilla por su ausencia y es el reino de las afirmaciones gratuitas y los ataques personales.

Las afirmaciones gratuitas son una epidemia hoy. Todos afirman o niegan, sin preocuparse ni lo más mínimo por defender con razones y argumentos dichas afirmaciones o negaciones. Entre más contundente sea la afirmación o entre más radical sea la negación se sienten más satisfechos consigo mismos y consideran más “sólida” su postura. Es el radicalismo vacío puesto en el sitial de honor. El radical es el que afirma o niega sin presentar razones, solo por el gusto onanista de oír su propia voz retumbar.

Los antiguos decían que aquél que realiza una afirmación, sea que afirme o niegue algo, carga sobre sí el deber de probar dicha afirmación. Los latinos hablaban del “onus probandi” o carga de la prueba para referirse a ello. Era para ellos inimaginable ir por ahí diciendo cosas sin sustentarlas en pruebas, en razones, en argumentos. En otro adagio latino decían que “affirmanti incumbit probatio”, al que afirma algo le corresponde probarlo, no cabe afirmación gratuita.

(Dicho sea de paso resulta lamentable la desaparición del latín de la formación de las nuevas generaciones. El latín es un idioma austero y preciso que obliga a clarificar la idea que se quiere poner por escrito, antes de escribirla. No es un idioma cuya estructura se preste para elucubraciones equívocas o voluntariamente engañosas. Tristemente hoy el latín sobrevive en ambientes muy reducidos, como los juristas por ejemplo, que recurren en ocasiones a algunos adagios latinos en la redacción de sus escritos, pero nada más).

Comenzar por no afirmar nada sin argumentarlo sería un buen inicio para retomar esa sana costumbre de intercambiar tesis de forma racional. El beneficio se vería a largo plazo en la transformación de los patrones de interacción social. Quizá pudiéramos por ese camino recuperar un poco del terreno que ha ocupado la violencia verbal y física.  

Lo dramático del asunto es que la tarea se antoja autodidacta. Al no contar en las instituciones de “educación” formal con iniciativas encaminadas a la recuperación de habilidades argumentativas, se impone la necesidad de que cada uno trate por su cuenta de formarse lo mejor posible. Hay muchos textos que pueden servir para tal propósito. Pero más que textos lo importante es que se genere un auténtico interés, porque de nada serviría el mejor libro al respecto si no existen las ganas de llevar adelante lo que allí se pudiera aprender. Y el interés quizá podría nacer al analizar los beneficios que se obtendrían a nivel personal y social con el cultivo del noble arte de la argumentación razonada o del diálogo argumentativo.


(Para los interesados en iniciar ese camino les hago las siguientes precisiones:   

Al final de esta entrada pondré un link a un escrito corto del profesor Néstor Martínez, filósofo tomista uruguayo, quien ha compendiado allí de forma magistral las normas básicas para argumentar correctamente.

Si buscan otros textos sepan que encontrarán en términos generales tres tipos de libros sobre lógica: libros de lógica FORMAL, libros de lógica SIMBÓLICA y libros de lógica INFORMAL. Los libros de lógica formal e informal son los más útiles en la práctica. La lógica formal se ocupa en resumen de las tres operaciones básicas de la inteligencia que son la simple aprehensión de ideas, el juicio y la argumentación. Fue estudiada desde antiguo por Aristóteles y perfeccionada por los medievales. Recomiendo mucho iniciar por ella puesto que allí se establecen las bases de todo pensamiento sólido. Luego está la lógica informal que es una rama relativamente nueva de la lógica y que se ocupa del análisis de las formas más comunes de argumentación y debate que se usan en la vida diaria, los medios de comunicación, las campañas políticas, etc. Está llena de observaciones útiles para la comunicación cotidiana. Y finalmente la lógica simbólica, que es un área de estudio en el que se une la lógica junto con la notación matemática y el resultado es la representación por medio de signos lingüísticos de las proposiciones simples o compuestas que componen los discursos comunicativos. Es utilizada en ramas especializadas de la matemática y en realidad no es de ninguna utilidad en la vida diaria.

Insisto en que lo óptimo es comenzar por la lógica aristotélica, ya que ella analiza con gran rigor las tres operaciones básicas de la inteligencia humana. Que por ser básicas están a la raíz de todo el trabajo intelectual, desde una conversación cotidiana hasta la redacción de un trabajo académico riguroso. Conviene asimismo complementar esta lógica con el estudio de la informal, por su utilidad pragmática en los distintos ámbitos comunicativos existentes hoy en día).


LINK: 

http://itinerariummentis1.blogspot.com/2012/01/sobre-el-modo-correcto-de-argumentar.html



Leonardo Rodríguez Velasco.




lunes, 26 de diciembre de 2016

Las definiciones y las demostraciones (Jesús García López)

Las definiciones y las demostraciones

Para elaborar correctamente una ciencia se precisa atender, ya a las definiciones, en lo que concierne a los elementos primarios del saber, que son las nociones, ya a las demostraciones, en lo que añade a la explicación o fundamentación de los enunciados que constituyen propiamente el contenido de la ciencia.

Por las definiciones, como decimos, se perfilan y aclaran las nociones de que toda ciencia se sirve, y en este punto también cree Santo Tomás necesario recurrir a las causas. Una definición completa es la que se hace por las cuatro causas, siempre que sea posible, y así la definición completa de un cuerpo natural, pongamos por caso, deberá recoger sus causas extrínsecas: el agente y el fin, y sus causas intrínsecas: la materia y la forma. Pero esto no ocurre con una figura geométrica, por poner otro ejemplo, en la cual no se pueden señalar, porque no los tiene, ni el agente, ni el fin, ni la materia; aquí sólo cuenta la forma y las propiedades que de ella dimanan. De una manera general Santo Tomás piensa que las definiciones de la Física o de la Ciencia Natural deben hacerse por las cuatro causas; las definiciones de la Ontología deben hacerse por la causa eficiente, por la formal y por la final, pero no por la causa material, de la que se prescinde en esa ciencia; las definiciones de la Lógica o la Ciencia Racional deben hacerse atendiendo sólo a la causa formal, y lo mismo ocurre con la Ciencia Matemática; por último, las definiciones de la Ética o de la Ciencia Moral deben hacerse atendiendo sobre todo a la causa final, aunque no sólo a ella.

Por lo demás, las definiciones que se hacen por la causa formal son las más perfectas (dentro de su parcialidad, si es que la cosa definida tiene otras causas y no se atiende a ellas), y la mejor manera de hacer esas definiciones consiste en señalar el género próximo y la diferencia específica.

Después de aclaradas las nociones mediante las definiciones correspondientes, es preciso, para constituir la ciencia, dar razón o fundamentar los enunciados que se forman con esas nociones, y esto se hace mediante las demostraciones. Como se trata de enunciados mediatos, cuya verdad no es por sí misma evidente, es preciso demostrarlos, y la demostración nos hará ver:

• Primero, que las cosas son así (como las propone el enunciado).

• Segundo, por qué son así, señalando la causa o causas correspondientes.

• Tercero, que no pueden ser de otra manera, manifestando su necesidad, ya absoluta, ya relativa.

Hablando de las distintas ciencias Santo Tomás afirma que no todas utilizan todas las causas para sus demostraciones. Así, la Lógica y la Matemática utilizan solamente la causa formal, que tiene vigencia tanto en el orden real como en el orden lógico o racional; la Física  emplea en sus demostraciones a todas las causas: la final, la eficiente, la formal y la material; la Metafísica utiliza sobre todo la causa formal, pero también las causas eficiente y final; por último, la Ética utiliza principalmente la causa final. Como se ve, se repite aquí la misma doctrina defendida para las definiciones. Pero veamos algunos textos del propio Santo Tomás:

Los principios de ciertas ciencias, como la Lógica, la Geometría y la Aritmética, se toman de los solos principios formales de las cosas, de los cuales depende la esencia de la cosa. (Contra Gentes, II, cap. 25)

En los asuntos morales las principales demostraciones se toman del fin. (In V Met., lect. 1, n. 762)

En cuanto esta ciencia [la Metafísica] es considerativa del ente, considera sobre todo la causa formal. Además a esta ciencia en cuanto es considerativa de las primeras sustancias, le corresponde considerar principalmente la causa final, y de algún modo también la causa eficiente. En cambio, la causa material, en sí misma, no es considerada en modo alguno. (In III Met., lect. 4, n. 348)

Por su parte, la Filosofía Natural demuestra por todas las causas. (In I Physic, lect. 1, n. 5)

Pero el señalamiento de las causas no lleva de suyo a enunciados universales y necesarios, que son los propios de las ciencias. Esto se logra con el recurso a los razonamientos inductivos y deductivos, que vamos a estudiar a continuación.

• Por lo que se refiere a la inducción se basa en el principio de que lo que ocurre siempre o la mayor parte de las veces, no puede ocurrir por azar, sino que tiene su razón de ser, su fundamento, en la misma naturaleza de las cosas o en las inclinaciones naturales de éstas. Así, si vemos que el calor aplicado a un cuerpo produce la dilatación de éste, y lo mismo en otros muchos casos que podemos experimentar, sin excepción alguna, de esta acumulación de verdades particulares (este calor dilata este cuerpo, y este otro calor dilata este otro cuerpo, y así un número suficiente de veces), estamos autorizados a concluir que hay algo en la naturaleza misma del calor que produce de suyo la dilatación en cualquier cuerpo, o sea, que hay una relación necesaria (aunque sólo sea con necesidad física o de hecho) entre el calor y la dilatación de los cuerpos. Y entonces es cuando formulamos el enunciado universal de que «el calor (todo calor) dilata los cuerpos (todos los cuerpos)». Este modo de proceder es distinto de la búsqueda concreta de las causas, pero la da por supuesta. Y las ciencias, sobre todo las ciencias naturales, hacen las dos cosas:

a) establecer la existencia de las causas de un hecho dado.

b) generalizar, en caso de que sea posible, a todos los hechos de la misma especie, la relación encontrada entre los efectos y sus causas.


• Pero existe otro modo de demostración más perfecto: el razonamiento deductivo, que se basa en la causalidad formal. Tal es la demostración de la que habla Aristóteles en los Segundos Analíticos y que recoge Santo Tomás. Es el silogismo que consta de premisas verdaderas, primeras, inmediatas, anteriores y más conocidas que la conclusión y causas de ésta (Analyt. Post., I, 2, 71 b 20-23). Tal tipo de demostración está basado: ante todo, en los primeros principios del conocimiento humano, a saber, el de contradicción, el de identidad y el de tercero excluido; en segundo lugar, en la aplicación de dichos principios al razonamiento deductivo y que se concreta así: lo que se afirma de un todo universal se afirma también de todas las partes subjetivas contenidas en él, y lo que se niega de un todo universal se niega también de todas las partes subjetivas contenidas en él, y en tercer lugar, en el conocimiento de una esencia o forma en sí misma, de la que resultan determinadas propiedades o determinados efectos formales. Este tipo de demostración es el único de que se valen la Lógica y la Matemática, pero puede también emplearse en otras ciencias cuando se conoce suficientemente una esencia común a muchos individuos, y se procede, a partir de ella, a deducir sus propiedades.


(Tomado de "Tomás de Aquino, maestro del orden")

viernes, 23 de diciembre de 2016

La ciencia (Jesús García López)


Para Tomás de Aquino, lo mismo que para Aristóteles, la ciencia es el conocimiento verdadero y cierto de lo necesario por sus causas. El conocimiento en cuestión es esencialmente intelectual, aunque se sirva del sensitivo o se origine en él. Y debe tratarse de un conocimiento verdadero, porque lo erróneo no forma parte de la ciencia, aunque a veces se mezcle con ella, por las deficiencias y limitaciones a que está sometido el saber humano.

Pero además de ser verdadero, ajustado o acomodado a la realidad, el conocimiento científico debe ser cierto, es decir, seguro y firme en la propia conciencia reflexiva que se tiene de su verdad. Se puede poseer la verdad * sin ser consciente de ella y sobre todo sin estar seguro de poseerla; pero éste no es el caso de la ciencia, que reclama, en el que la posee, la certeza o firmeza reflexivamente consciente de tal posesión. Esa certeza es obvia en los enunciados inmediatamente evidentes, en las verdades patentes de suyo; pero no es así la certeza de la ciencia, pues, ésa es la que compete más bien a los principios de la ciencia. Como tales principios son verdades inmediatas; no necesitan, ni pueden, ser demostrados; se imponen por sí mismos, en su patente verdad. En cambio, las verdades científicas exigen ser demostradas, y pueden serlo, recurriendo, en último término, a aquellas otras verdades evidentes de suyo, a los principios de las ciencias, ya que para que algo pueda ser demostrado es necesario que no se pueda demostrar todo.

La certeza, que es un estado subjetivo de firme adhesión de la mente a un enunciado verdadero, tiene su correlato objetivo, que es la propia verdad, ya inmediatamente vivida, ya reflexivamente demostrada. Pero no basta con ello para que la certeza sea completa; es preciso, además, que la verdad que ella refleja o manifiesta, sea inmutable o necesaria. Uno puede estar cierto, en un momento dado, de una verdad cambiante, contingente, que ahora es verdad, pero no lo era antes o no lo será después, y entonces la susodicha certeza no entraña una firmeza o seguridad completas. Sólo las entrañará cuando la verdad que ella revela sea necesaria, es decir, la misma y de modo permanente en todo tiempo y lugar. De aquí que la ciencia verse sobre lo necesario, o más en concreto, sobre la verdad necesaria.

También se dice que el objeto de la ciencia es universal, pero esto sólo es así cuando la universalidad es la condición de la necesidad. En efecto, cuando se conocen las cosas materiales, que son por su propia índole cambiantes y perecederas, no es posible llegar a la verdad necesaria si no abandonamos la singularidad de dichas cosas y nos atenemos a las esencias de ellas que, por universales, son permanentes. Pero si hay cosas que son necesarias en su misma singularidad, entonces no es preciso que abandonemos dicha singularidad. Así, por ejemplo, puede haber ciencia de Dios, que es singular, porque lo importante para la ciencia es la necesidad; no la universalidad. También cabe tomar el universal en el sentido de universal por causalidad (una causa singular que tiene muchos efectos), y entonces de todo objeto científico cabría reclamar la universalidad.

Por último, la ciencia entraña una explicación o fundamentación de las verdades sobre que versa, y esto se logra recurriendo a las causas. Por eso, conocer científicamente una cosa es conocerla por sus causas. Pero las causas, como ya vimos más atrás, son de cuatro clases, y por eso habrá cuatro tipos de explicaciones o fundamentaciones de las verdades científicas:

a) por la causalidad material, mostrando de qué está hecha una cosa (por ejemplo, el agua está hecha de hidrógeno y oxígeno; ellos son su causa material).

b) por la causalidad eficiente, averiguando cuál es el agente y la acción que producen cierta cosa o cambio (por ejemplo, el calor es la causa eficiente de la dilatación de los cuerpos).

c) por la causalidad final, señalando cuál es el fin a que se ordena una cosa o actividad cualquiera (por ejemplo, la adquisición de sus elementos nutrientes es la causa final de que la planta hunda sus raíces en la tierra).


d) por la causalidad formal, mostrando cómo cierta propiedad de una cosa derivada de otra propiedad anterior o de la esencia misma de ella (por ejemplo, de que el hombre es racional se sigue que es libre: la racionalidad es la causa formal de la libertad).


(Tomado de "Tomás de Aquino, maestro del orden")

jueves, 22 de diciembre de 2016

Los razonamientos (Jesús García López)


Los razonamientos (cuya expresión oral o escrita son los argumentos o discursos) consisten en ciertos conceptos complejos en los que se enlazan varios enunciados, de suerte que de alguno o algunos de ellos, que constituyen lo que se denomina antecedente, se siga otro enunciado que recibe el nombre de consiguiente o conclusión. Por supuesto que esa secuencia no es solamente temporal, sino que es una secuencia lógica, en el sentido de que el antecedente es la razón o fundamento del consiguiente, y éste procede de aquel, cíe manera parecida a como el efecto procede de la causa.

En el razonamiento se buscan dos cosas: que sea verdadero y que sea correcto. Que sea verdadero, es decir, ajustado a la realidad, en tanto que es un instrumento para aumentar nuestro saber, que no se alimenta de errores. Que sea correcto, en cuanto el instrumento en cuestión debe ser eficaz desde el punto de vista lógico o de la buena marcha del discurso. Para cumplir esos dos objetivos se requiere que el antecedente sea verdadero y que sea además verdadero antecedente, y asimismo que el consiguiente sea verdadero y que sea verdadero consiguiente. Para salvar la corrección lógica ha de darse una buena consecuencia, o sea, que un verdadero antecedente sirve de base a un verdadero consiguiente del mismo. Para salvar la verdad se requiere además que el antecedente sea verdadero, adecuado a la realidad, y que también lo sea el consiguiente de un antecedente verdadero.

Con ello queda expresada la ley fundamental de todo razonamiento, a saber, que un antecedente verdadero, que sea verdadero antecedente, lleva siempre a un consiguiente verdadero, si es que es un verdadero consiguiente. Procediendo con corrección lógica, de la verdad siempre resulta la verdad; y no se puede sin más afirmar lo opuesto, o sea, que de la falsedad resulta siempre la falsedad, pues puede ocurrir que por casualidad, manteniendo la corrección lógica, de la falsedad resulte la verdad. La segunda ley del razonamiento es ésta: que el consiguiente sigue siempre la peor parte respecto del antecedente, o sea, que si el antecedente contiene alguna negación, el consiguiente será negativo, y si contiene alguna restricción o particularidad, el consiguiente será particular.


Por lo demás, el razonamiento puede ser deductivo o inductivo. Es deductivo cuando procede de lo universal a lo particular o a lo menos universal (o incluso a lo universal de la misma amplitud), y es inductivo cuando procede de lo particular a lo universal. Pero de estas dos modalidades del razonamiento trataremos después, cuando nos ocupemos de la demostración.


(Tomado de "Tomás de Aquino, maestro del orden")

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Los enunciados (Jesús García López)


Los enunciados (cuya expresión oral o escrita son las oraciones enunciativas, también llamadas proposiciones) consisten en ciertos conceptos complejos en los que se unen o separan dos conceptos simples o nociones, mediante la afirmación o la negación. No es lo mismo el enunciado que el juicio enunciativo, aunque a veces se toma al uno por el otro, porque el enunciado es la representación mental producida o formada por el acto de juzgar, mientras que el juicio es la misma operación intelectual que produce o forma el enunciado. (Por lo demás, caben juicios y oraciones que no sean enunciativos, ya que el entendimiento es capaz no sólo de enunciar la verdad, sino también de dirigir las acciones humanas; por lo cual se dan también oraciones vocativas, interrogativas, imperativas, exhortativas y deprecativas, a las que corresponden juicios de todos esos tipos. Pero la verdad de la ciencia, principal objetivo de la lógica, sólo se contiene en los juicios enunciativos y en los enunciados y oraciones enunciativas).

En los enunciados se contienen otras propiedades lógicas, como las que corresponden a determinadas nociones por el hecho de ser sujeto de un enunciado o de ser predicado del mismo. Ciertamente, el ser sujeto o el ser predicado no es algo que corresponda al contenido de ninguna noción real, pero se le añade por el hecho de formar parte de un enunciado, afirmativo o negativo; y lo que se añade en este caso a las nociones reales son otras tantas propiedades lógicas o relaciones de mera razón.

Acabamos de decir que sólo en los enunciados se contiene la verdad de la ciencia. Conviene explicar esto con algún detalle. En todo enunciado, también lo hemos dicho, se da un sujeto del que se afirma o niega algo, y un predicado, que se afirma o niega del sujeto: son las dos nociones que hacen de materia del enunciado; pero se da también la misma afirmación o negación, que es la forma del enunciado, y que unas veces se expresa de forma explícita y atemporal, como cuando decimos «el hombre es racional» y otras de manera implícita y temporal, incorporada entonces al predicado, como cuando decimos «el hombre razona». Pues bien, ¿cómo es posible unir el predicado al sujeto para constituir el enunciado, en este caso afirmativo? Porque las dos nociones son distintas, no sólo en cuanto a sus propiedades lógicas —la una hace de sujeto y la otra de predicado—, sino también, en la inmensa mayoría de los casos, en cuanto a sus propiedades reales (sólo hay una excepción, en los enunciados enteramente tautológicos, como el hombre es hombre).

Por eso, ateniéndonos a las meras nociones enlazadas, por ejemplo, hombre y racional, no podría verificarse esa unión; que es propiamente una identificación. Si lo hacemos, es con vistas a la realidad, o sea, que suponiendo a la realidad representada en el sujeto, afirmamos de ella lo representado en el predicado, es decir, lo que el entendimiento ha conocido de la realidad. Así, la comparación de las dos nociones —sujeto y predicado— se convierte de hecho en la comparación de la realidad con lo que el entendimiento ha captado de ella, y al afirmar su unión (o mejor, su identificación) lo que se hace, es decir, que en la realidad son lo mismo el sujeto y el predicado, o sea, lo representado por el sujeto y lo representado por el predicado. Por eso es en el enunciado donde se da propiamente la verdad, y no sólo se da, sino que además es conocida, ya sea de manera explícita, como cuando decimos es verdad que el hombre es racional, ya de manera implícita, como cuando decimos simplemente el hombre es racional.


Por lo demás, los enunciados científicos, o las proposiciones de la ciencia, aparte de ser verdaderos, tienen que ser asimismo universales y necesarios: universales, porque no valen para un único caso o para un solo individuo de los muchísimos que contiene una especie o un género, sino que vale para todos, y necesarios porque valen siempre y en todas partes, de manera uniforme e invariable.


(Tomado de "Tomás de Aquino, maestro del orden")

martes, 20 de diciembre de 2016

Las nociones (Jesús García López)


Las nociones (cuya expresión oral o escrita son los términos) consisten en ciertos conceptos simples, o representaciones intelectuales de las cosas, a los que no acompaña ninguna afirmación o negación. Si las nociones tienen por objeto alguna esencia o determinación real, serán nociones directas o, como también se las puede llamar, «nociones reales». Pero es evidente que, en cuanto nociones, tienen peculiares, características que no tienen las cosas mismas; representan sí a las esencias reales, pero con ciertas modalidades, a saber, con las que esas esencias adquieren al darse en la mente, como objetos de otras tantas simples aprehensiones intelectuales, y que son distintas de las modalidades que las tales esencias tienen en la realidad. En efecto, las esencias reales se dan en la realidad como concretas y singulares, pero se dan en la mente como abstractas y universales. Pues bien, al considerar esas características peculiares de las nociones, se forman en nuestra mente otras nociones, que ya no son directas o reales, sino reflejas o lógicas. Son reflejas porque tienen por objeto las anteriores nociones directas, y son lógicas porque se ocupan de ciertas propiedades lógicas, las que acompañan a las esencias conocidas y en tanto que conocidas.

Las propiedades lógicas de las que se ocupan las nociones lógicas son (aparte de la abstracción, que más que una propiedad lógica es la condición necesaria para cualquier propiedad lógica) estas dos: la universalidad y la predicabilidad. La universalidad es la relación entre cierta unidad mental y los individuos en que se realiza, o a los que significa o a los que representa. Por su parte, la predicabilidad es la relación entre algo universal y los individuos a los que se puede atribuir o de los que se puede predicar. Ambas relaciones son de razón (no se dan más que en la mente y por la mente) y constituyen otras tantas intenciones segundas; además, de esas relaciones, la primera es fundamento de la segunda, o sea, que la universalidad es el fundamento de la predicabilidad.

De lo universal puede hablarse en dos sentidos: uno material y otro formal. El universal materialmente considerado es la misma esencia o naturaleza aprehendida en sí misma, o sea, precisión hecha de que exista en la realidad, singularizada en cada individuo, o de que se dé en la mente, universalizada por la abstracción. En cambio, el universal formalmente considerado es precisamente esa universalidad que las esencias adquieren en la mente, al ser intelectualmente conocidas. De aquí se sigue que el universal material es (o puede ser) algo real, pero el universal formal es siempre algo de razón, una relación de razón de segunda intención.

De manera semejante, también de lo predicable puede hablarse en dos sentidos: uno material y otro formal. Lo predicable material es el conjunto de los predicados que pueden atribuirse a los distintos sujetos, y que, siguiendo a Aristóteles, Santo Tomás los distribuye en diez géneros (las diez categorías o predicamentos). En cambio, el predicable formal es el conjunto de los modos como esos predicados pueden atribuirse a los distintos sujetos, y que, siguiendo también a Aristóteles, Santo Tomás los reduce a cinco (los cinco predicables), a saber, el género, la diferencia, la especie, la propiedad y el accidente. Por eso también los predicamentos o categorías son (o pueden ser) algo real; pero los predicables son algo lógico, otras tantas relaciones de razón de segunda intención.



(Tomado de "Tomás de Aquino, maestro del orden")

lunes, 19 de diciembre de 2016

El orden lógico (Jesús García López)


Según la caracterización que, como vimos, hace el propio Tomás de Aquino, se trata del orden que la razón introduce, al considerarlo, en sus propios actos, como cuando ordena sus conceptos entre sí y los signos de los conceptos que son las voces significativas, y añade que el estudio de ese orden pertenece a la filosofía racional, de la que es propio considerar el orden de las partes de la oración entre sí y el orden de los principios entre sí y respecto de las conclusiones. Pues bien, con todo ello tenemos de alguna manera recogidos el contenido y la finalidad de esta rama del saber humano.

En otro lugar, hablando del cometido de la lógica (que coincide con la que también llama filosofía racional) dice que es el arte directiva del acto mismo de la razón, por la cual el hombre, en el acto mismo de la razón, procede de manera ordenada, fácil y sin error.

Se ve, pues, que para Tomás de Aquino, el objeto de la lógica se determina por referencia a su objetivo o finalidad. Como de lo que se trata es de habilitar convenientemente a la razón humana para que en su ejercicio propio (es decir, el raciocinio o discurso lógico que le lleva a descubrir nuevas verdades partiendo de otras ya conocidas y apoyándose en ellas), proceda de manera ordenada, fácil y sin error, por eso es necesario que la lógica se ocupe del orden de los conceptos entre sí, y de las voces significativas, y de las partes de la oración entre ellas, y de las relaciones entre los principios y las conclusiones que se extraen de los mismos.

Todo ello configura a la lógica como un arte liberal, cuyo objeto son las relaciones de razón que resultan en las cosas por el hecho de ser intelectualmente conocidas y científicamente sistematizadas. En su momento estudiaremos con algún detalle en qué consiste el arte liberal y cuál es su diferencia respecto del arte servil o mecánica. Ahora bástenos saber que se trata de un arte cuya materia no son las cosas reales, sino los objetos mentales como las nociones, las significaciones, los enunciados, los razonamientos, es decir, entes de razón que sólo se dan en la mente y por la mente.

El ente de razón, en efecto, es el que ni existe ni puede existir fuera de la mente; es en realidad un no ente que se concibe a modo de ente, como si fuera ente. El único ser con el que el ente de razón está actualizado es el ser mental, el que adquieren las cosas al ser conocidas o al darse como objetos en el entendimiento. Porque así como este ser mental actualiza a las esencias reales en cuanto son conocidas, también actualiza o puede actualizar a esencias (de alguna manera habrá que llamarlas) no reales, como son las negaciones o las privaciones o las relaciones de pura razón.

Que las negaciones y privaciones sean esencias no reales no ofrece dificultad, puesto que se oponen a las esencias reales, las niegan o privan de ellas. Pero es más difícil de justificar que se den esencias no reales que, como las relaciones, son algo positivo. Se justifica empero teniendo en cuenta que lo propio o específico de la relación es su ser para (esse ad), aunque, si es un accidente, tenga también lo que es común a todo accidente, es decir su ser en (esse in). De esta suerte, abandonando lo que es constitutivo de la relación en cuanto accidente y que le confiere su ser real, o sea, el darse en un sujeto de inhesión, el existir en una sustancia, sólo quedará lo que constituye a la relación como relación, es decir, exclusivamente su ser para, y esto es lo que explica la relación de pura razón, que el entendimiento humano puede formar sin apoyarse en un correspondiente correlato real, pero con algún fundamento, aunque sea remoto, en la realidad.

Pues bien, de algunas de esas relaciones de razón se ocupa la lógica, concretamente de las llamadas segundas intenciones o segundos conceptos. En efecto, cuando nuestro entendimiento conoce algo real forma de ello una representación mental, un concepto directo, al que Santo Tomás llama también intención primera. Pero si, ulteriormente tomamos por objeto de conocimiento a esa intención primera, el entendimiento formará una intención segunda, que será una relación de razón. Y de estas intenciones segundas es de lo que se ocupa la lógica.

Por lo demás, como el entendimiento humano lleva a cabo tres operaciones distintas: la simple aprehensión, el juicio y el raciocinio, también formará tres tipos de estas intenciones segundas, que se pueden denominar respectivamente: nociones, enunciados y razonamientos.


(Tomado de "Tomás de Aquino, maestro del orden")

martes, 16 de junio de 2015

Breve cuadro histórico de la filosofía de la ciencia

A modo de conclusión, presentamos una sumaria síntesis de las principales corrientes de la filosofía de la ciencia, dando más importancia a la época actual.
Antigüedad. La ciencia nace en la antigua Grecia, más o menos mezclada con la filosofía, como intento de buscar los principios detrás del flujo de los fenómenos sensibles. Se desarrollan la geometría (axiomatizada por Euclides), la astronomía (culminando con Hiparco y Ptolomeo), la mecánica (Arquí-medes),   la   medicina   (Galeno),   la   óptica   (Herón),   la   lógica (Aristóteles, los estoicos). La filosofía pitagórica y platónica da gran importancia a la interpretación matemática de los hechos naturales. Aristóteles concibe la ciencia como conocimiento cierto por las causas, obtenido demostrativamente, partiendo de principios inducidos de la experiencia. El Estagirita estableció los niveles de las ciencias según grados de inmaterialidad (física, matemática y metafísica), considerando que las ciencias particulares se resuelven en la metafísica, la ciencia más alta porque busca las últimas causas.
Edad Media. Los autores cristianos recogen el legado científico greco-latino, introduciendo la teología sobrenatural, aún más elevada que la metafísica aristotélica. La razón está en armonía con la fe, las ciencias humanas con la teología. Además, el saber humano en último término se ordena al saber teológico (philosophia ancilla theologiae), como explican Clemente de Alejandría y San Agustín. Por otra parte, Santo Tomás enseña que la teología es verdadera ciencia, en el sentido aristotélico de la palabra, ya que estudia la Causa más alta partiendo de principios certísimos.
Las Universidades europeas fueron el foco más poderoso de los estudios científicos medievales. Al principio estuvieron centradas en la teología y las artes liberales, especialmente la lógica. Con la llegada en el siglo XIII del corpus aristotelicum y de las obras de los árabes, comenzó el interés por las ciencias naturales y las matemáticas, especialmente en Oxford y París. Estos estudios conducirán al nacimiento de la ciencia moderna. En el siglo XIV comienza el tratamiento físico-matemático de fenómenos terrestres, en el campo de la cinemática y la dinámica, mientras poco a poco se va abandonando la mecánica aristotélica.
Edad Moderna. Es la época de formación de la ciencia moderna, empezando por la mecánica, la astronomía, y la matemática; el éxito de esta empresa se debe a la aplicación metódica de la experimentación y a la lectura matemática de los fenómenos. Los grandes científicos de los siglos XVI y XVII (Copérnico, Kepler, Galileo, Newton) no se oponen a la filosofía ni a la teología y consideran que la ciencia es conocimiento cierto de la realidad, en sus principios causales; no admiten, sin embargo, la filosofía natural aristotélica, que es reemplazada por la nueva física (concebida aún como una filosofía). En algunos filósofos (Descartes, Gassendi, Bacon) se forja una visión mecanicista del mundo físico, que terminará por aliarse con la ciencia.
En el siglo XVIII, los filósofos de la Enciclopedia empiezan a difundir el ideal cientificista, según el cual sólo es válido el conocimiento físico-matemático, que habría de desterrar los «mitos» religiosos y las ideas filosóficas, demasiado abstractas. Se produce la ruptura entre la ciencia y la fe, la ciencia y la filosofía, que dominará poco a poco en los ambientes científicos, mientras se espera de la ciencia la solución para todos los problemas humanos. Kant considera ilegítima la metafísica, otorgando valor cognoscitivo sólo a la física y a la matemática; las convicciones metafísicas quedan fuera del campo del conocer científico.
Llegamos así al positivismo clásico del siglo XIX (Comte, Stuart Mili, Spencer). La teología y la filosofía serían etapas superadas de la historia de la humanidad: el hombre tiene ante su horizonte sólo las ciencias positivas, que no dan a conocer la naturaleza de las cosas, sino sólo los fenómenos, las regularidades constantes expresadas en fórmulas matemáticas.
Edad contemporánea. Se caracteriza por la crisis del dogmatismo científico, favorecida por la nueva matemática (aparición de geometrías no-euclidianas) y la nueva física (teorías de la relatividad y cuántica, que producen la caída del mecanicismo); influyen también las ideas del criticismo clásico (Locke, Hume, Kant). Esto conduce a cierto ambiente relativista, aunque como consecuencia positiva se ha de mencionar también una mayor conciencia de los límites del saber científico. Problemas sociales más recientes -peligro atómico, contaminación de la naturaleza, crisis de la energía- contribuyen a desmitificar algo las ideas cientificistas del siglo pasado. El desarrollo de la biología, especialmente la genética, impone hoy la necesidad del respeto de la persona humana y exige perentoriamente que la ciencia sea orientada por convicciones morales.
Indiquemos algunas de las principales teorías epistemológicas modernas. Muchas de ellas contienen elementos de verdad, junto a ciertas insuficiencias en puntos más o menos importantes, según los casos.
A principios de siglo surgen varios filósofos de la ciencia que de un modo u otro ponen de relieve aspectos de la ciencia introducidos por la mente humana. Así, Poincaré opina que las matemáticas adolecen de cierto convencionalismo, y que también los supremos principios de las teorías físicas serían elaboraciones de la razón (convencionalismo). Otros, como Bergson, consideran que sólo la filosofía da un conocimiento auténtico de la realidad, mientras que las ciencias físico-matemáticas, con sus esquemas puramente nocionales, sirven para manipular la realidad, mas no para conocerla. Ideas semejantes penetran en la fenomenología de Husserl, en el existencialismo, y en los movimientos espiritualistas que critican el materialismo cientificista. Duhem, filósofo de la ciencia antipositivista, reconoce también el valor de la filosofía, otorgando a las ciencias positivas, en sus aspectos teóricos, un valor formal-simbólico.
La crítica de la ciencia llevó a los fenomenólogos y a los filósofos existencialistas a una aguda conciencia de la pobreza del cientificismo, y en ocasiones a la defensa de los valores de la persona humana. Sin embargo, como dijimos en su momento, las ciencias humanas en las últimas décadas han entrado por lo general en el marco epistemológico positivista, aunque al mismo tiempo esta orientación fue contrastada por la concepción hermenéutica de las ciencias humanas. Debido a una deficiencia metafísica, tampoco la hermenéutica ha sido capaz de fundamentar el realismo científico.
Algunos filósofos de la ciencia, a principios de siglo, sostuvieron tesis relativistas muy radicalizadas. En esta línea se sitúa W. James (pragmatismo o instrumentalismo), para quien las teorías científicas no contienen un valor de verdad, sino que sirven sólo como teorías para la acción. Importante por su influjo en el Círculo de Viena fue E. Mach, cuya filosofía suele llamarse empiriocriticismo: la ciencia se reduce al análisis de las sensaciones, que el hombre agrupa en estructuras para adaptarse al mundo en el contexto de la lucha por la vida. Se le opuso Lenin, quien defendió más bien las ideas del positivismo dogmático; los filósofos de la ciencia marxista, en general, mantienen la teoría leninista en función de una apología partidaria.
La lógica-matemática y algunas situaciones críticas en la evolución de las matemáticas llevaron a algunos autores a intentar fundamentar las ciencias matemáticas en la lógica (Frege en una línea intensionalista, y Russell extensionalista). Más adelante, los esfuerzos de fundación científica se centraron en la construcción de  sistemas  axiomáticos  formales  (Hilbert),   cuyos  límites  se demostraron más tarde (Godel); la escuela intuicionista rechazó el axiomatismo puro, apelando a intuiciones creativas de la mente en el trabajo matemático (Brouwer).
El movimiento de filosofía de la ciencia que cristalizó con mayor claridad en la década de los años 30 fue el Círculo de Viena, influido por la doctrina de Wittgenstein, y cuyo fundador es M. Schlick; otros filósofos de este Círculo son Carnap, Neurath, Reichenbach. Mantuvieron una rígida postura antimetafísica: aparte de las proposiciones lógicas, que son puras tautologías intercambiables unas por otras, para estos autores sólo tienen sentido científico las proposiciones verificables, reconducibles a los enunciados protocolares; las frases que pretendan referirse a la realidad sin cumplir este requisito son metafísicas y sin-sentido. El Círculo de Viena ejerció un fuerte influjo en los ambientes científicos, ya que pretendió ser el intérprete oficial de la nueva física. Uno de sus miembros, Bridgman, difundió la doctrina operacionalista, según la cual todo concepto físico debe definirse en términos de operaciones experimentales, fuera de las cuales no significa nada.
Algunos científicos importantes de este período propugnaron tesis más bien realistas, como Planck, Einstein, De Broglie, Schrodinger, Heisenberg, sin compartir el neopositivismo. Señala Max Born, por ejemplo, que «la afirmación, frecuentemente repetida, según la cual la física moderna ha abandonado la causalidad, está completamente privada de fundamento. Es verdad que la física moderna ha abandonado o modificado muchos conceptos tradicionales, pero ella dejaría de ser ciencia si hubiera renunciado a indagar las causas de los fenómenos. En esta época surgen algunos filósofos de la ciencia más o menos independientes, y con cierta tendencia realista, como Meyerson, Bachelard, Gons Gonseth.
Las ideas del Círculo vienes entraron en crisis, al quedar en la vaguedad el principio de verificación, que no podía admitirse sino apelando a alguna convicción metafísica, salvo que se optara por un convencionalismo absoluto. Popper propuso que las proposiciones científicas deberían ser más bien falseables, es decir, tan sólo admitir una evidencia contraria. Las teorías científicas, así como cualquier afirmación universal, para Popper son siempre hipotéticas, pues nunca pueden verificarse definitivamente, siendo sólo posible que alguna falseación las elimine; la ciencia se reduce a una construcción hipotético-deductiva. Las afirmaciones no falseables son metafísicas, pero Popper les reconoce cierta función orientativa, aunque carezcan de valor objetivo. La posición de Popper influyó notablmente en las últimas décadas.
Posteriormente han surgido otros filósofos de la ciencia, preocupados por la credibilidad y la evolución histórica de las teorías científicas. Para Thomas Kuhn, la ciencia en estado normal es un cuerpo de conocimientos bajo un paradigma global aceptado por la comunidad de los científicos; la ciencia en estado extraordinario, en cambio, corresponde al momento en que una revolución científica promueve el paso de un paradigma a otro, paso que no se justifica racionalmente, sino por un avance en la evolución del pensamiento. Se plantea así el interrogante sobre la racionalidad de los cambios radicales en la historia de las ciencias, a los que el reciente desarrollo científico tanto nos ha acostumbrado; el planteamiento historicista de Kuhn no ofrece una respuesta adecuada, pues no da una verdadera razón del progreso científico. Otros autores (Stegmüller, Toulmin, Feyerabend, Lakatos, Bunge) han seguido gravitando en torno a estos problemas.
Sin el tránsito a la metafísica, es difícil que estas cuestiones encuentren una solución aceptable. Admitir el principio de verificabilidad, falseabilidad o cualquier otro, y reivindicar algún criterio de progreso, al menos exige reconocer que esos principios son verdaderos. Pero esto supone aceptar una verdad que trasciende la experiencia, y que precisamente fundamenta todo conocer experimental. Se abre así la puerta a un nuevo nivel de conocimientos, superior al físico y al lógico-matemático: el conocer metafísico, espontáneo o desarrollado científicamente, que se basa en evidencias intelectuales captadas a partir de la realidad sensible.
Sólo una filosofía metafísica justifica la posibilidad del conocimiento científico, y la validez de los métodos de las diversas ciencias. Eludir toda convicción sobre la verdad, o es incoherente con la efectiva labor científica, o lleva a un escepticismo que termina por destruir toda motivación científica.

«Sin la creencia en que es posible captar la realidad con nuestras construcciones teóricas, sin la creencia en la armonía interna de nuestro mundo, no podría haber ciencia. Esta creencia es y será siempre el motivo fundamental de toda creación científica. En todos nuestros esfuerzos, en cada lucha dramática entre las concepciones antiguas y las concepciones nuevas, reconocemos la aspiración a comprender, la creencia siempre firme en la armonía de nuestro mundo, continuamente reafirmada por los obstáculos que se oponen a nuestra comprensión». Los hombres de ciencia, especialmente los que han aportado grandes descubrimientos, experimentaron con intensidad la admiración filosófica, la atracción especulativa de la verdad.

(Tomado de "Lógica", de J.J Sanguineti)

Principios físicos


Los principios físicos son formulaciones universales que expresan ciertas propiedades de las cosas sensibles, conocidas en el nivel de abstracción físico, y en la ciencia moderna también en la abstracción físico-matemática. Por consiguiente, los principios físicos no pueden limitarse a enunciar naturalezas ideales, sólo no-contradictorias, sino que han de contener siempre alguna referencia empírica, y para ser verdaderos deben verificarse sensiblemente. Los principios físicos suelen denominarse leyes.
Leyes físicas. En sentido estricto, leyes son los principios normativos que regulan las acciones humanas en función del fin, que existen tanto en el promulgador de la ley, como en los que se someten a ella; ley natural (o ley natural-moral) es la inclinación de la naturaleza humana a conocer y cumplir los principios de su obrar en orden a su fin último: es una inclinación puesta por el Creador, en quien existe la ley de modo originario (ley eterna) (cfr. S. Th, I-II, qq. 90, 91, 93 y 94).
Por extensión, se suele hablar de leyes naturales físicas, que son a modo de reglas según las cuales los cuerpos naturales actúan siempre del mismo modo (por ejemplo, leyes por las que los planetas describen sus órbitas, el fuego quema, los vivientes crecen). Propiamente las leyes físicas son la inclinación activa de las cosas materiales a actuar de un modo determinado, que se sigue de su naturaleza. La ley en este sentido se identifica con la potencia activa por la que un ente material es causa constante y unívoca de determinados efectos.
En las ciencias naturales, la ley física es un enunciado universal que significa una propiedad, un modo de actuar uniforme y regular de los fenómenos o cosas sensibles (es pues sinónimo de principio físico, tal como lo hemos definido arriba): por ejemplo, la ley de la gravitación universal, o de la conservación de la energía. A veces las leyes se denominan por sus descubridores (leyes de Newton, Kepler, Mendel, etc.). Como pieza lógica de la ciencia, la ley de la física tiene su correlato real en la ley entendida como inclinación activa a obrar en cierto sentido, o al menos como el mismo comportamiento uniforme de los fenómenos de la naturaleza.
Las leyes físicas normalmente se expresan en ecuaciones matemáticas, en cuanto miden ciertas relaciones cuantitativas de la actividad corpórea (así ocurre con la ley de la gravedad, la ley de las proporciones múltiples de Dalton, etc.). A veces pueden ser aproximadas, si el hombre mide con imprecisión los aspectos cuantitativos; o estadísticas y por tanto probables, cuando se refieren a fenómenos variables (por ejemplo, leyes de la herencia biológica, o sobre enfermedades).
Las leyes físicas suelen tener un carácter abstracto o esquemático, pues dejan de lado otros aspectos de las cosas reales que, al influir realmente en los fenómenos, hacen que la realidad no se comporte exactamente igual al enunciado de la ley, sino sólo de un modo aproximado. En este sentido, las leyes físicas muchas veces contienen cierta carga de idealización: la física las formula escogiendo determinados aspectos, no teniendo en cuenta por convención otros detalles, imaginando cómo actuarían los cuerpos si no existieran más variables que las consideradas por la ley.
Por ejemplo, la ley de la inercia se expresa imaginando que un cuerpo se desplaza en el espacio sin estar sometido a influjos externos, cuando en realidad siempre es influido exteriormente: esto no implica falsedad, ni pura creación de la mente, pues por abstracción se puede considerar sólo una propiedad de los cuerpos (en este caso, la tendencia observada a mantenerse en el estado de movimiento o reposo adquiridos). Naturalmente, la imagen que se da del mundo es parcial, y esto es muy propio de las ciencias particulares.
En la misma línea, las ciencias físicas en sus explicaciones acuden con frecuencia a modelos, que vienen a ser representaciones esquemáticas o simplificadas de realidades complejas (por ejemplo, el modelo de átomo de Thompson, Rutherford, Bohr). Así nociones como las de gas perfecto, cuerpo rígido, punto material, etc., son a modo de idealizaciones de la realidad. Ya hacía notar Santo Tomás, refiriéndose a la geometría y a la astronomía: «las líneas sensibles no son tales como las afirma el geómetra (...) pues el círculo toca la línea recta sólo en un punto, como dice Euclides, y esto no parece verdad del círculo y las líneas sensibles (...). De modo semejante los movimientos y órbitas celestes no son tales como el astrónomo los afirma (...). Ni las cantidades de los cuerpos celestes son como las describen, pues usan los astros como puntos, aunque en realidad son cuerpos con magnitud» (In III Metaph., lect. 7). Más adelante resuelve estas cuestiones acudiendo a la abstracción: no se trata de pensar que las cosas sean realmente de ese modo, sino que se consideran así en el plano de la abstracción.
Los modelos a veces pueden contar con la imaginación visual, como sucedía normalmente en la física clásica, que tendía a expresar las leyes en términos mecánicos; en otros casos se trata sólo de modelos matemáticos, no visualizables, no intuitivos mecánicamente, pero que siempre tienen una referencia a datos sensibles. Es la tendencia característica de la física contemporánea.
Esto no significa que la ciencia sólo conozca modelos, y no realidades. Por medio del modelo se captan parcialmente aspectos reales de las cosas.  Por eso  los modelos se van perfeccionando, a medida que la experiencia es más honda y precisa.
Verdad e hipótesis. Los principios de la física, la química, las ciencias biológicas, muchas veces son verdades ciertas, suficientemente corroboradas por la experimentación, aun cuando se mueven -como hemos dicho- en el ámbito de la inducción empírica. Así, la composición molecular y atómica de los cuerpos, las propiedades físico-químicas de los elementos, la estructura del sistema solar, son conocidas con certeza por la ciencia moderna, aunque en tiempos pasados estos conocimientos fueran hipotéticos. Principios como la gravitación, la inercia, la conservación de la energía, etc., hoy son conocimientos seguros. Evidentemente, estos principios en el futuro quizá podrán formularse mejor, desde una perspectiva más alta, teniendo en cuenta más variables, explicando ciertas posibles excepciones, etc.
Por otro lado, las ciencias naturales trabajan también con hipótesis, enunciados universales o particulares cuya verdad no consta, pero que explican suficientemente una serie de hechos. Eran conocidas por los antiguos: «para explicar algo se pueden aducir dos tipos de razones; unas prueban una tesis suficientemente (...). Otras no lo hacen, sino que se limitan a mostrar la congruencia de una serie de efectos; así, en la astronomía, se acude a los excéntricos y epiciclos, de modo que a partir de esta hipótesis se salvan las apariencias de los movimientos celestes; pero esta tesis no está suficientemente probada, pues esos fenómenos quizá podrían explicarse con otra hipótesis (S. Th., I, q.32, a.l, ad 2). Este tipo de razonamiento se llama método hipotético deductivo.
Tal método opera en dos fases:
- se indica una probable causa de los hechos observados (demostración quia imperfecta), mostrando que ella al menos puede producirlos;
- se deducen de esa hipótesis determinados efectos, que ninguna hipótesis conocida hasta ahora puede explicar adecuadamente.
Estas hipótesis, en las ciencias experimentales, se plantean siempre en el nivel físico o físico-matemático del conocimiento. La física no asciende a explicaciones metafísicas, donde se alcanza la naturaleza de las cosas y la causalidad de Dios.
Algunos criterios para la formulación de hipótesis válidas son:
Coherencia con otros sectores de la ciencia. En este sentido, una hipótesis es reforzada si, además de ser verificada, se deduce de principios teóricos más altos. Si una hipótesis entra en contradicción con otros principios, o debe desecharse, o habrá que revisar la teoría.
Verificación empírica suficiente, en ámbitos heterogéneos, con ausencia de contrastaciones experimentales. Verificar es comprobar la verdad de un enunciado acudiendo a los datos adecuados para ello, que en materias físicas son los datos de la experiencia sensible externa. El principio de verificación físico-matemático sólo vale para las ciencias experimentales; las demás ciencias cuentan con criterios de verdad más altos. Verificar, por otra parte, no es sólo acudir a los sentidos, pues supone también «leer» en los datos un aspecto inteligible, que se conoce conceptualmente.
Fecundidad, o capacidad de explicar nuevos fenómenos, que otras hipótesis no explican. Una hipótesis más fecunda no siempre implica que la más pobre sea falsa, quizá porque la primera tiene en cuenta datos que la segunda dejaba de lado. Aún en estos casos, la admisión de una nueva hipótesis no supone una mera acumulación de conocimientos, pues con frecuencia es necesario reorganizar de nuevo la materia. Este es el sentido de las «revoluciones científicas».
Simplicidad, en el sentido de que pocas causas sean capaces de explicar grupos de fenómenos de diversa índole. El criterio de simplicidad no es mera economía de pensamiento, sino que procede de la experiencia: cuando una explicación comienza a presentar excepciones curiosas o hipótesis ad hoc para los nuevos fenómenos que se van descubriendo, es decir, cuando se complica demasiado, la experiencia enseña que probablemente es falsa. La simplicidad es una señal -aunque no inequívoca- de la verdad. En buena parte, la simplicidad es universalidad explicativa: por ejemplo, la ley de la gravitación es simple porque explica muy diversos fenómenos particulares de la mecánica terrestre y celeste.
En las hipótesis se contienen a veces aspectos convencionales, esquemáticos, especialmente cuando entran en juego relaciones matemáticas, pero nunca son como los postulados matemáticos, al margen de la realidad. Puede suceder que alguien utilice las hipótesis sólo pragmáticamente, desinteresándose si son reales o no, pero el verdadero científico las emplea con intención realista, viéndolas como una conjetura, un conocer probable o posible, que tiende a la certeza.
No es extraño que en la ciencia de nuestro siglo exista un gran caudal de conocimientos hipotéticos, no definitivamente probados, debido a que todavía no ha pasado demasiado tiempo para una plena confirmación. Además, no es inconcebible que el hombre, al llegar a ciertos límites del conocimiento del universo, no pueda más que razonar aventurando hipótesis que difícilmente podrán comprobarse del todo.
Las hipótesis son principios fecundos del conocer científico. Sin duda implican una debilidad del conocimiento humano, sujeto a error y tantas veces incierto. Pero las hipótesis orientan las investigaciones, y no raramente conducen al descubrimiento de verdades parciales, a veces incluso en el caso de que fueran falsas. La hipótesis geocéntrica, siendo errónea, promovió el desarrollo de la astronomía antigua; más tarde, la teoría copernicana obligó a explicar de otro modo muchas observaciones y predicciones exactas hechas por los astrónomos antiguos.
Teorías científicas. Las ciencias físicas son inductivo-deductivas, pues ascienden desde la experiencia hasta principios universales, y luego pueden organizarse deductivamente, como en un sistema axiomático que sigue las reglas de la lógica. Los principios (leyes, hipótesis) son axiomas de los que se deducen los hechos conocidos, y que permiten predecir fenómenos futuros (por ejemplo, conociendo las leyes planetarias, se prevén los sitios por donde pasará un planeta). La serie de proposiciones encadenadas deductivamente se llama teoría.
Teoría es el conjunto organizado de conocimientos científicos, a partir de ciertos presupuestos iniciales (por ejemplo la relatividad, la teoría cuántica, la teoría atómica, etc.). Algunas ciencias, como la geografía o la historia, son más bien descriptivas, y no se configuran de este modo: su objetivo es dar a conocer datos y hechos concretos, situarlos espacio-temporalmente, con cierto orden. Pero estas ciencias, que podríamos llamar descriptivo-concretas, dependen de otras que examinan en abstracto las causas y principios de esos hechos: son las ciencias abstractas y explicativas. En su génesis histórica, estas últimas suelen comenzar por una fase empírica, en la que se van recogiendo datos y se formulan por inducción leyes más bien restringidas; poco a poco, a medida que la investigación avanza, se proponen explicaciones más altas, y se va formando la teoría científica. A veces la teoría puede presentarse en una forma más o menos axiomatizada (por ejemplo la mecánica de Newton); en otros casos no es posible o no hace falta (por ejemplo, la biología), aunque de todos modos las experiencias siempre son guiadas por principios superiores.
En el cuerpo ordenado de una ciencia pueden distinguirse diversos niveles:
1) hechos singulares reconocidos y expresados en las proposiciones básicas. Los hechos singulares contemplados por las ciencias no son puras sensaciones -como ya hemos dicho- sino que presuponen una intelección, a veces propia del conocer ordinario, y otras veces inherente a la misma interpretación científica (por ejemplo, datos sobre la masa, el peso específico, la temperatura). Si la teoría cambia, también cambia la intelección del hecho, aunque permanece su base sensible;
2) leyes que explican grupos de hechos (por ejemplo, la ley de Boyle-Mariotte);
3) principios superiores que explican diversas leyes, y de los que depende toda la teoría. Así, la teoría de la gravitación de Newton simplifica y recoge las leyes de Copérnico, Kepler y Galileo, y a su vez es recogida por la teoría de la relatividad de Einstein.
Naturalmente caben niveles intermedios. La ciencia se va desarrollando, ampliando, en un pasar continuo de unos niveles a otros: las leyes permiten inferir nuevos hechos, que al conocerse ayudan a mejorar la formulación de las leyes, o a inducir otras ulteriores; los principios dan pie para prever leyes más particulares, que luego se comprueban. La llegada de nuevos datos, positivos o negativos, sirve para reajustar constantemente las teorías.
En la práctica, las ciencias no se adecúan rigurosamente a este orden. Existen teorías muy universales (por ejemplo, la relatividad), y otras más restringidas (la teoría cinética de los gases). Además, no existe una sola teoría física, sino múltiples, para distintos campos de estudios, aunque a veces unas se superponen a otras, y pueden llegar a unificarse, o incluirse una en otra (así la mecánica clásica es como un caso-límite de la mecánica cuántica). Existen también teorías rivales (en otros tiempos, las teorías corpuscular y ondulatoria de la luz), y naturalmente, algunas teorías han sido eliminadas por la prueba de la experiencia (como las teorías del éter).
Aceptabilidad de las teorías. Una teoría científica puede ser desautorizada por pruebas decisivas contrarias, como sucedió con la teoría astronómica de Ptolomeo; pero al descubrirse la falsedad de los principios supremos en que se apoyaba, no por eso se destruyen todos los elementos de la teoría: los más cercanos a la experiencia se mantienen, aunque han de ser explicados de otro modo. En la historia de la física moderna más bien se observa que las teorías antiguas no se destruyen, sino que se purifican e incorporan a las nuevas teorías: la mecánica de Newton no ha sido «falseada» por la teoría de la relatividad y la teoría cuántica, ya que sigue siendo válida a cierto nivel.
Las teorías no son necesariamente hipotéticas; algunas son verdaderas, cuando consta la verdad de sus principios, aunque tengamos de ellas, en este terreno, una certeza física y no metafísica. Así, la teoría atómica en el siglo pasado era hipotética, y ya no lo es en este siglo. No se opone esto a la revisabilidad de las teorías, que en el caso de ser ciertas, no por eso son construcciones cerradas o plenamente acabadas: son una réplica parcial de la realidad, y por eso no sólo son mejorables, sino que con el tiempo podrán ser sustituidas por teorías mejores, más perfectas, más útiles, sin perjuicio de la verdad.

Algunas teorías son hipotéticas, y no sabemos si lo serán siempre, como decíamos al referirnos a las hipótesis. Por ejemplo, la tesis de la dualidad onda-corpúsculo de la teoría cuántica por ahora parece más bien un postulado que una certeza; algo semejante cabe decir de las teorías sobre la formación del universo.

(Tomado de "lógica", de J.J Sanguineti)