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viernes, 25 de noviembre de 2016

Introducción del LIBRO NEGRO DE LA NUEVA IZQUIERDA (Agustín Laje y Nicolás Márquez)

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Terminaban los años ´80, el imperio soviético tambaleaba y no sin sentida preocupación, el tirano y propietario de la Cuba comunista Fidel Castro, anticipándose a la muy posible implosión de su sponsor moscovita, el 26 de julio de 1989 en discurso público espetó lo siguiente: “Porque si mañana o cualquier día, nos despertáramos con la noticia de que se ha creado una gran contienda civil de la URSS o incluso nos despertáramos con la noticia de que la URSS se desintegró, cosa que esperamos que no ocurra jamás, aún en esas circunstancias Cuba y la revolución cubana seguirían luchando y seguirían resistiendo”. Mal olfato no tenía el locuaz tirano, pues cuatro meses después caía el Muro de Berlín y esta histórica proclama suya no fue más que una suerte de alocución preinaugural de lo que al año siguiente, él mismo junto con el entonces joven trotskista Ignacio Lula Da Silva (líder del Partido de los Trabajadores que se consagrara Presidente de Brasil en el 2002) fabricara como estructura paralela o supletoria ante la evidente agonía del imperialismo ruso: nos referimos al cónclave marxista conocido como Foro de Sao Paulo, creado en 1990 justamente en la ciudad de Sao Paulo.

A la convocatoria del mentado Foro acudieron originalmente 68 fuerzas políticas pertenecientes a 22 países latinoamericanos. Desde entonces dicha cofradía se reuniría regularmente y apenas 6 años después de su fundación (en 1996 en la ciudad de San Salvador), esta asamblea revolucionaria ya era integrada por 52 organizaciones miembros, entre las que se encontraban estructuras criminales como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), siendo ésta última banda el principal productor mundial de cocaína: 600 toneladas métricas anuales, motivo por el cual con tan extraordinaria recaudación la citada organización supo aportar ingentes recursos para impulsar el naciente contubernio trasnacional.

Desde entonces, dicho Foro y organizaciones afines vienen reclutando, ‘aggiornando’ y reciclando a toda la izquierda regional por medio de calculadas sesiones políticas e ideológicas que buscaron y buscan afanosamente darle nuevos impulsos a viejas ideas. En efecto, el comienzo de los años ´90 fue clave para la reconversión y reinvención de una ideología que ya no podía exhibir la “Hoz y el Martillo”, ni ofrecer expropiación de latifundios, ni reformas agrarias, ni divagar con la plusvalía, ni tampoco seducir a potenciales clientes con la trillada luchas de clases. Ya nada de todo este discurso resultaba atractivo a la opinión pública occidental y además, sabía a naftalina.

Pero hay un año en los comienzos de esta convulsionada y enrarecida década que pareciera marcar un vertiginoso punto de inflexión: 1992. Fue entonces cuando una serie de movimientos extraños, novedosos y aparentemente inconexos empezaron a brotar en distintos lugares del mundo en general y de América Latina en particular. Al amparo de 458 Ongs creadas repentinamente para publicitar un ficcionario relato precolombino, el 12 de octubre se llevó a cabo en Bolivia la primera gran marcha “indigenista”, aprovechando la redonda fecha de los “500 años de sometimiento” (en referencia a la llegada de Cristóbal Colón a las Américas en 1492) en la cual, ya destacaba la acción dirigente del joven Evo Morales (que se consagraría Presidente de Bolivia en el 2005). Un poco más al sur, en la Argentina democrática de 1992, apareció en escena la “Primera marcha del orgullo Gay”, alentada en parte por el creciente feminismo radical de inspiración lesbo-marxista, el cual desde hacía meses venía influyendo mundialmente tras la publicación del libro El género en disputa: Feminismo y la subversión de la identidad de Judith Butler, texto abrazado desde entonces como “biblia” por todos los movimientos promotores de la “ideología de género”. Mientras tanto, también en 1992 pero en la colorida ciudad de Río de Janeiro, se llevaron adelante las sesiones del “ecologismo popular”, el cual emergió con 1.500 organizaciones de todo el mundo que se reunieron para debatir y redefinir la estrategia, incluyendo el reclamo de la llamada “deuda ecológica”. Y fue en ese mismísimo año cuando en Venezuela, un coronel hablantín de ideología desconocida llamado Hugo Chávez Frías, encabezó dos intentos de golpe de Estado, en los cuales no sólo se pretendió matar al Presidente Carlos Andrés Pérez sino que los insurgentes mataron a 20 compatriotas. La intentona golpista no fructificó, Chávez terminó preso por dos años pero ganó fama y celebridad: siete años después asumiría como Presidente/dictador en su país y el Foro se anotaría otro logro de proporciones.

¿Pero qué ocurrió en 1992 en el mundo que forjó tamaña promoción de movimientos tan novedosos como heterogéneos? Si bien popularmente se reconoce a la caída del Muro de Berlín (9 noviembre de 1989) como el hito histórico del derrumbe de un sistema y una amenaza (el socialismo), la realidad es que aquello fue antesala de lo que política y formalmente se materializaría tres años después, o sea en 1992, cuando la Unión de Repúblicas Socialistas Soviética bajo el mando del entonces Premier Borís Yeltsin dejó de existir formal y oficialmente como tal, y fue por ello que todo el imperio comunista de Europa del Este quedó descuartizado y separado en pequeños países o territorios tras una suerte de implosión geopolítica.

Luego, ante la ausencia de la contención soviética y la consiguiente necesidad de solucionar ese vacío, todas las estructuras de izquierda tuvieron que fabricar Ongs y armazones de variada índole acomodando no sólo su libreto sino su militancia, sus estandartes, sus clientes y sus fuentes de financiación. Por lo tanto, al comenzar la última década del Siglo XX, un sinfín de dirigentes, escritores, pandillas juveniles y organizaciones varias quedaron desparramadas, sin soporte discursivo y sin revolución que defender o enaltecer, en torno a lo cual estas corrientes advirtieron la necesidad de maquillarse y encolumnarse detrás de nuevos argumentos y banderines que oxigenaran sus envilecidas y desacreditadas consignas. Silenciosamente, la izquierda reemplazó así las balas guerrilleras por papeletas electorales, suplantó su discurso clasista por aforismos igualitarios que coparon el extenso territorio cultural, dejó de reclutar “obreros explotados” y comenzó a capturar almas atormentadas o marginales a fin de programarlas y lanzarlas a la provocación de conflictos bajo excusas de apariencia noble, las cuales prima facie poco o nada tendrían que ver con el stalinismo ni mucho menos con el terrorismo subversivo, sino con la “inclusión” y la “igualdad” entre los hombres: indigenismo, ambientalismo, derecho-humanismo, garanto-abolicionismo e ideología de género (esta última a su vez subdividida por el feminismo, el abortismo y el homosexualismo cultural) comenzaron a ser sus modernizados cartelones de protesta y vanguardia.

¿Y mientras tanto qué hacían los sectores del anticomunismo capitalista ante la creciente fabricación y proliferación de renovadas conflagraciones que pululaban? Lejos de tomar nota de estas súbitas rebeliones, se encontraban despreocupados y festivos no sólo celebrando la caída “definitiva” del comunismo, sino leyendo con distendido triunfalismo el publicitado best seller de notable fama mundial El fin de la historia y el último hombre, de Francis Fukuyama (publicado en el insistente año 1992), el cual sentenciaba el triunfo irreversible de la democracia capitalista como hecho lineal e inalterable, suerte de agradable determinismo histórico pero ahora vaticinado por la derecha liberal, lo cual constituyó un gravísimo error de subestimación del enemigo. El comunismo no murió con la caída formal de sus Estados porque justamente lo más importantes son las organizaciones colaterales, y éstas ya existían desde mucho antes de la creación de la URSS: y siguieron existiendo después de la extinción de la misma.

Lo cierto es que fuimos muy pocos los que le prestamos atención a esta metamorfosis y, 25 años después, la izquierda no sólo se apoderó políticamente de gran parte de Latinoamérica sino lo que es muchísimo más grave: hegemonizó las aulas, las cátedras, las letras, las artes, la comunicación, el periodismo y, en suma, secuestró la cultura y con ello modificó en mucho la mentalidad de la opinión pública: la revolución dejó de expropiar cuentas bancarias para expropiar la manera de pensar.

Tras tomar nota de la inadvertencia social que hay en torno a este peligro y peor aún, de la vergonzosa concesión que el acobardado centrismo ideológico y el correctivismo político le viene haciendo a esta disolvente embestida del progresismo cultural, es que quienes esto escribimos, hemos decidido desarrollar y publicar este trabajo. En primera instancia, nuestra ambición pretendía elaborar un ensayo que desenmascarara todas y cada una de las caretas de esta izquierda engañosamente “amable y moderna”, pero advertimos que por la complejidad del asunto sería imposible abordarla en un solo tomo. Decidimos por lo tanto trabajar en esta primera instancia en la máscara que más influye en la Argentina y en Europa: nos referimos a la ideología de género, una de las principales pantallas del neo-marxismo hoy en boga. Es nuestra intención, no obstante, trabajar sobre las demás banderas de la nueva izquierda en próximas publicaciones.


¿Qué es?, ¿cuándo nace?, ¿en qué consiste?, ¿cómo nos afecta?, ¿quién la financia? ¿Cuáles son sus vertientes y quiénes promueven la ideología de género? Son sólo algunos de los muchísimos interrogantes que intentaremos responder a lo largo de este trabajo, el cual se divide en dos partes bien diferenciadas aunque entrelazadas, que obran como ramas del mismo tronco del género: el feminismo radical y el homosexualismo ideológico.

jueves, 1 de octubre de 2015

Importancia de la familia

Crecimos escuchando por todas partes que la familia es el centro de la sociedad, su célula fundamental, su corazón, la determinante de su fuerza o de su debilidad. Y sabemos que así es. Es por esto que vemos con tanta preocupación ese afán suicida de la sociedad actual por debilitar cada día más una institución verdaderamente esencial, y nunca mejor usada esa palabra, puesto que la familia está realmente en la esencia de la sociedad, en su alma.

De la familia proviene todo: costumbres, comportamientos, moral, valores, principios, límites, educación (instrucción es la que imparten los colegios, y es bien diferente). La debilidad o la fuerza de una sociedad le vienen dadas por la debilidad o la fuerza de las familias. ¿Cómo explicar ese empeño en destruirla? ese empeño en destruir la familia, que va tan a contracorriente de la realidad de las cosas, solo se explica por la caída de la sociedad actual en manos de las ideologías, puesto que éstas son precisamente construcciones teórico-prácticas ajenas a la realidad, edificadas por mentes que han asumido intereses previos, compromisos con tesis espurias que no provienen de la serena contemplación de lo real extramental, sino de la narcisista veneración de la irrestricta 'autonomía' humana.

Divorcio, "matrimonio" gay, adopción homosexual, desaparición efectiva de la patria potestad para efectos de educación (educación en manos del Estado, bajo directrices morales casi siempre en contravía de los valores paternos), etc.

Los que trabajamos de cerca con familias y vemos a diario la desintegración que las aqueja, podemos afirmar sin temor a equivocarnos, que la mayor inversión que tendría que hacer un país, sin escatimar recursos, sería la de invertir en las familias. Pero hoy ese dinero se prefiere invertirlo en campañas de anticoncepción, que envían un mensaje erradísimo a la juventud; en masivas campañas a favor del aborto; en clamorosas iniciativas en pro de la "diversidad" sexual; y en campañas de "sensibilización" sobre unos pretendidos "derechos sexuales y reproductivos".

Si todo ese dinero se invirtiera en el apoyo efectivo a las familias, otro país tendríamos en poco tiempo. Pero como decía al inicio, no atendemos a la realidad sino a la ideología, nuestros dirigentes (o eso se creen ellos) viven de espaldas a lo real y con la mente llena de "ideas" extranjeras que como las plagas de langostas viajan de cultivo en cultivo devorándolo todo.

Urge una oración  por las familias, en el rezo del rosario diario reservar siempre una decena por las familias. La familia católica es el último reducto contra este mundo que camina presuroso hacia su propia destrucción, física y moral.


Leonardo Rodríguez


viernes, 31 de julio de 2015

"Derecho" al pecado



Hace algunas semanas se realizó en Colombia la primera eutanasia de su historia, por lo menos la primera eutanasia pública y legal. Esto fue recibido por muchos como un triunfo, como un gran logro en "materia de derechos individuales".

Incluso un periodista bastante reconocido a nivel nacional, Daniel Coronell, escribió en días pasados una columna con el mismo título que encabeza esta entrada "derecho al pecado". En dicho artículo resaltan varias frases que creo resumen bien la fuente de todos los males actuales: el liberalismo. 

  "Cada quien tiene derecho a creer en lo que quiera o a no creer en nada"

  "La Constitución de Colombia establece la libertad de cultos..."

  "el poder civil debe estar separado de las iglesias"

  "En una democracia está permitido hacer todo aquello que esté permitido por la ley, aunque vaya en contravía de algún precepto religioso"

  "...en otros casos, los mandatos de la fe establecen como pecado lo que es una conducta aceptable ante la ley"


Hasta aquí las citas. Las que han sido puestas bastan para mostrar el rancio liberalismo del autor, ese liberalismo del siglo XVIII, de la guillotina francesa, de la Vendée, etc.

Poco ha cambiado en la mente de los liberales, ese voluntarismo que se oculta detrás de cada una de esas frases delata su origen: el deseo de poner la mera voluntad humana por encima de lo real y de su fuente, el Ser primero, fuente y causa de todo ser.

La sociedad actual sufre de una enfermedad que ya parece incurable, esa enfermedad es precisamente ese liberalismo, que viene del endiosamiento de la voluntad humana, endiosamiento que llega hasta la locura de proclamar un "derecho al pecado".

No se sabe a ciencia cierta qué tan conscientes son los modernos hijos de la guillotina francesa del mal que propagan, del veneno que destilan en las venas de la sociedad. Pero dicha ignorancia, si existe, no resta eficacia a sus acciones, consciente o no, su liberalismo le hace al tejido social el mismo daño que el de antaño, el del terror de 1793 con Robespierre y compañía.

El liberalismo es hoy la atmósfera universal que todo lo cubre y que todo lo abarca, pensar por fuera de los moldes liberales, decir, por ejemplo, que el error no tiene derechos, que la libertad de cultos no es un bien, que la ley de Dios está por encima de la ley humana, etc., pensar así, repito, es la receta segura para caer en el anonimato, cuando no en la abierta persecución. O se es liberal, o no se es.

Es una pena tener que vivir en una época en la que se proclama el "derecho al pecado".



Leonardo R.



domingo, 3 de agosto de 2014

Dos tomos sobre el "Syllabus"

Les presentamos dos interesantísimos tomos dedicados a estudiar en detalle ese FAMOSO documento llamado "Syllabus". Fue un documento del Papa Pío IX, en el que este gran Papa condenó con su suprema autoridad los errores modernos del mundo liberal.

Los dos tomos explicativos fueron escritos por uno de los más reconocidos apologistas de la fe católica de antaño, autor de reconocidos manuales de apologética, don Aniceto Perujo.







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miércoles, 23 de octubre de 2013

EL PAPA PÍO XII Y LA DEMOCRACIA



Si existe un término en la lengua política de nuestra civilización que ha pasado a convertirse en un santo y seña ideológica, es el de democracia. Era imposible que un Pontífice pudiera usarlo en una acepción más o menos tradicional sin provocar numerosos malentendidos o una universal agresión publicitaria. Pío XII lo pronunció en algunas ocasiones y trató de colocarlo, de la mejor manera que pudo, en el elenco de las nociones políticas que tienen un sentido preciso. Es mi modesta opinión que perdió lamentablemente el tiempo, porque el término democracia está inevitablemente impregnado de ideologismo y su significación es tan variable y antojadiza como la propaganda de la cual depende de un modo fundamental y necesario.

Convengo en que la política es una realidad fluida y accidental, y aunque se pueden encontrar en ella principios prácticos universales, la adecuación a las muy diferentes situaciones provistas por la historia hace que las formas de la politicidad concreta no respondan nunca a las exigencias de un modelo determinado con anticipación. Uno de esos principios fundamentales hace que no se puede actuar en política sin conseguir, en alguna medida y de alguna manera, el apoyo del pueblo a la gestión de sus gobernantes.

Es indudable que para tener una clara comprensión de este hecho hay que distinguir con claridad entre lo que sucede con un pueblo y aquello que puede acontecer en una sociedad de masas. Un pueblo histórico, en la medida que despliega su dinamismo social conforme a un ritmo de crecimiento natural y espontáneo, se reconoce siempre en las clases dirigentes conque lo provee la historia. La sociedad de masas es hija de la publicidad e incumbe a ésta convencerla de que efectivamente participa en el gobierno porque se la convoca, de vez en cuando, a elegir los representantes seleccionados por la propia propaganda.

El mismo Papa quizá cedió un poco a la solicitud del reclamo publicitario cuando afirmaba que los pueblos “aleccionados por una amarga experiencia, se oponen con mayor energía al monopolio de un poder dictatorial incontrolable y exigen un sistema de gobierno que sea más compatible con la dignidad y la libertad de los ciudadanos”.

El mismo Papa había visto nacer el fascismo como un movimiento de signo autoritario, exigido, reclamado y proclamado en cuanta oportunidad se tuvo, por la inmensa mayoría de los italianos. Había asistido también como Nuncio Apostólico al nacimiento de la Social Democracia Alemana y no había dejado de percibir la enorme cantidad de votantes que consolidó el poder de Hitler. Sabía mejor que nadie cuál fue la actitud del democratísimo Frente Popular español frente a la Iglesia Católica y por supuesto había coincidido con las medidas de su antecesor Pío XI en apoyar con toda su energía la cruzada del Generalísimo Franco. El Frente Popular francés, dirigido por el judío León Blum, no fue mejor para el cristianismo que el español y si se buscan las responsabilidades sobre el carácter internacional que tomó  la guerra civil española quizá sea el Frente Popular galo el primero que se movió en apoyo de la República Española y la proveyó con los elementos de guerra que precisaba para hacer frente al levantamiento del ejército.

Tampoco ignoraba el Santo Padre que el comunismo se reclamaba de la voluntad del pueblo soberano y se anunciaba desde el Este de Europa como el verdadero rostro de la democracia. Todas estas ambigüedades y contrastes en el uso del término, no le impidieron intentar una aclaración semántica y dar su definición de eso que él entendía por democracia, sin que su intento haya sido más feliz que otros para señalar una realidad que gusta desafiar todas las definiciones.

De acuerdo con el espíritu de la filosofía práctica tradicional, distinguía entre pueblo y masa y asignaba al pueblo el hecho de ser una realidad histórica con vida y modalidad peculiares. Un pueblo poseía una estratificación social que era el resultado de un orden secular de convivencia en un territorio determinado. Tanto sus individuos como sus clases habían alcanzado diversas situaciones en una relación viviente con sus méritos, sus trabajos, sus ambiciones o sus abandonos. Todas  las desigualdades prohijadas por el temperamento, la inteligencia, la laboriosidad, la simpatía, la astucia, el dolo o la honestidad tienden a fijarse y a mantenerse en los niveles logrados gracias a los usos, las costumbres o los prejuicios que favorecen la conservación familiar de las fortunas y los méritos. Los ideales educativos aparecen para que tales desigualdades prohijen obligaciones, deberes y actitudes en consonancia con la posición alcanzada en la sociedad.

Una comunidad humana se convierte en masa cuando desaparecen las jerarquías impuestas por la historia y, bajo el pretexto de una igualación de oportunidades, se destruyen los esfuerzos familiares  y nacen en las tinieblas los poderes ocultos del dinero o los más ostensibles del mérito subversivo. En este clima surge la democracia moderna, es decir, las masas convocadas por los poderes anónimos para enmascarar su propio dominio.

El Papa no quería defender algo tan contrario al espíritu del Evangelio pero, al usar el término democracia y tratar de aclararlo en un contexto plagado de ambigüedades, no hizo más que sumar un elemento de confusión a los muchos que ya existían en el complicado panorama de la época. En un discurso pronunciado en 1946 hacía una seria advertencia a las clases dirigentes de la sociedad señalando las exigencias que les imponía la promoción del bien común y el cuidado de todos aquellos puestos bajo su dirección. No había en sus palabras la menor concesión al espíritu demagógico que imponía siempre el halago a la muchedumbre. Por el contrario, suponía que “la multitud innumerable, anónima, es presa fácil de la agitación desordenada, se abandona a ciegas, pasivamente al torrente que la arrastra o al capricho de las corrientes que la dividen y extravían. Una vez convertida en juguete de las pasiones o los intereses de sus agitadores, no menos que de sus propias ilusiones, la muchedumbre no sabe ya asentar firmemente su pie sobre la roca y consolidarse así para formar un verdadero pueblo, es decir un cuerpo viviente con sus miembros y sus órganos diferenciados según sus formas y funciones respectivas, pero concurriendo todos juntos a su actividad autónoma en el orden y la unidad”.

En ocasión de este discurso aparece nuevamente en boca del Papa la noción de democracia, pero ahora como un claro sinónimo de “res publica” en el sentido preciso y tradicional del término. De otro modo no se podría entender por qué razón alude a la necesidad de que en los pueblos civilizados exista el influjo de “instituciones eminentemente aristocráticas en el sentido más elevado de la palabra como son algunas academias de extenso y bien merecido renombre”.

“También la nobleza —añadía el Papa— pertenece a este número: sin pretender privilegio o monopolio alguno, la nobleza es, o debería ser una de esas instituciones tradicionales fundadas sobre la continuidad de una antigua educación”.

Advertía la dificultad de que una democracia moderna, teniendo en cuenta lo mucho que la revolución había dañado el crecimiento natural de los pueblos, aceptara la existencia de una nobleza condicionada por el nacimiento y la formación espiritual en el seno de una familia.

Exhortaba a los nobles que todavía quedaban en Italia a que merecieran su posición mediante el esfuerzo y el trabajo sobre sí mismos.

“Tenéis detrás de vosotros —les decía— un pasado de tradiciones seculares que representaban valores fundamentales para la vida sana de un pueblo. Entre esas tradiciones de las que os sentís justamente orgullosos, contáis en primer lugar con la religión, la fe católica, viva y operante”.

Al final de su alocución a la nobleza tocaba la nota paternalista, que tanto ofende al espíritu democrático de nuestra época y que coloca su prédica en la justa línea donde estuvieron todos sus predecesores frente a la demolición revolucionaria. Dios es padre y la paternidad es la forma justa en que se desarrolla y se expresa la madurez del hombre. La única protección que pueden tener los débiles en el seno de una sociedad tiene que nacer del espíritu paternal de los fuertes. Ya no se cree en el espíritu ni en los buenos hábitos formados a la luz de la doctrina cristiana. Los que gobiernan consideran más ventajosos los expedientes hipócritas por los que se hace creer a las masas que gobiernan ellas. Se las halaga y se las nutre espiritualmente con utopías, para explotarlas mejor y envilecerlas sin remordimientos.

(escrito de don Rubén Calderón Bouchet)


lunes, 14 de octubre de 2013

¿Libertad religiosa?



En rigor, no hay Estado  si  éste no  es  laico, porque no hay  rigurosa soberanía estatal donde se reconoce una  legalidad  trascendente y una  autoridad  religiosa  que  la  recuerde  con  una  validez  que  se imponga a  la legalidad del derecho positivo. Por ello los defensores del Estado  liberal pugnaron durante  todo  el  siglo XIX y XX para que los países católicos adoptaran el régimen de libertad religiosa. No como un sistema equivalente a la antigua tolerancia de derecho  común  de  las  comunidades  disidentes  en  los  países  de religión  tradicional  y  mayoritaria,  sino  como  un  principio  de derecho constitucional acompañado siempre, inmediata o consecutivamente, de la pérdida de la unidad religiosa y de la “licuefacción” de  la  fe y moral cristiana  ambiental. De  tal modo que  las variables  “Estado  en  construcción”  y  “libertad  de  conciencia” sumadas a la “libertad religiosa” han tenido como resultado necesario el Estado moderno esencialmente laico.


(tomado de "LA LIBERTAD MODERNA DE CONCIENCIA Y DE RELIGIÓN Y LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO.
UNA APELACIÓN A NUESTRO PRESENTE HISTÓRICO" de JULIO ALVEAR TÉLLEZ)

Magisterio pontificio y libertad religiosa



Es  un  dato  conocido  que  el Magisterio  Pontificio  del  siglo XIX rechazó no sólo la  libertad moderna de conciencia y de religión sino también el “derecho nuevo” que el Estado se empeñó en construir. El Pontificado vio con agudeza que esas libertades y este derecho se alimentaban del subjetivismo, del escepticismo metafísico, del naturalismo y del indiferentismo religioso.  Con especial autoridad, tanto el Syllabus de Pío IX como el Concilio Vaticano I dieron cuenta de ello, y advirtieron sus peligros para  las naciones cristianas.

Pero quizás no  exista  en  la doctrina de  la  Iglesia otra página igual a la que León XIII escribió en lo que llamó su “testamento”, la encíclica “Annum ingressi”, en donde hace una síntesis ejemplar, que a  la vez es un diagnóstico y una previsión, del significado del avance de la libertad de conciencia, de religión y del Estado en el mundo moderno. No está demás citar sus palabras: 

“Del filosofismo orgulloso y mordaz del siglo XVIII (...) brotaron  los  funestos  y  deletéreos  sistemas  del  racionalismo  y  del panteísmo, del naturalismo y del materialismo (...). Doctrinas tan funestas  pasaron,  desgraciadamente,  como  estáis  viendo,  de  la esfera de  las ideas a  la vida exterior y a  los ordenamientos públicos. Grandes  y poderosos Estados  van  traduciéndolas  continuamente a  la práctica, gloriándose de capitanear de esta manera los progresos de la civilización. (...) se consideran desligados del deber de honrar públicamente a Dios, y sucede con demasiada frecuencia  que,  ensalzando  a  todas  las  religiones,  hostilizan  a  la  única establecida por Dios .

Todos  son  testigos de que  la  libertad, cual hoy  la entienden, concedida indiscriminadamente a la verdad y al error, al bien y al mal, no ha logrado otra cosa que rebajar cuanto hay de noble, de santo, de generoso...  rotos  los vínculos que  ligan al hombre con Dios, absoluto y universal  legislador y  juez, no se  tiene más que una apariencia de moral puramente civil, o, como dicen, independiente, la cual, prescindiendo de  la razón eterna y de  los divinos mandatos,  lleva  inevitablemente  por  su  propia  inclinación,  a  la última  y  fatal  consecuencia  de  constituir  al  hombre  ley  para  sí mismo”.

Es notable cómo el Papa destaca en una misma conjunción la obra  de  demolición  realizada  por  el  Estado  moderno  y  por  la libertad de conciencia, y el proceso de edificación de la modernidad política operada por ambos, con el resultado común –“la última y  fatal consecuencia”– de constituir al hombre en  ley para  sí mismo. Para  llegar a  tal resultado, que es primariamente social y de ahí su fatalidad, no se le escapa a León XIII la función indiferentista de la libertad religiosa.


El Pontífice concluye con palabras muy  fuertes. Una especie de advertencia profética a  la  sociedad. “Adoramos a Dios misericordiosamente justo y le suplicamos al mismo tiempo que se apiade  de  la  ceguera  de  tantos  y  tantos  hombres  a  los  cuales  por desgracia es aplicable el pavoroso lamento del Apóstol: ‘el Dios de este mundo cegó las inteligencias de los infieles para que no brille en ellos la luz del Evangelio, de la gloria de Cristo’ (2 Cor. 4,4)”.


(tomado de "LA LIBERTAD MODERNA DE CONCIENCIA Y DE RELIGIÓN Y LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO.
UNA APELACIÓN A NUESTRO PRESENTE HISTÓRICO" de JULIO ALVEAR TÉLLEZ)

domingo, 13 de octubre de 2013

Parte 8: Catecismo de la encíclica "immortale Dei" del Papa León XIII




ECUATORIANO. —Tengo sobre la mesa las cinco grandes cuestiones que me propusisteis en nuestra conferencia anterior. Escribilas para que no se me escapasen de la memoria: son éstas: 1) ¿Quiénes son los revolucionarios? 2) ¿Por qué hacen las revoluciones? 3) ¿Para qué las hacen ?4) ¿De qué medios se valen? 5) ¿Cuáles son las consecuencias y frutos de las mismas revoluciones en los pueblos? Son ellas tan importantes, que muy bien merecen detenido estudio: pero notadlo, querido filósofo, yo no quisiera estudiarlas en las regiones puramente especulativas y científicas, sino en el terreno práctico y moral; porque estoy firmemente persuadido de que sólo así podemos prometernos buenos resultados. Estoy cansado de especulaciones, y tengo para mí que una de las funestas aberraciones de nuestro siglo consiste en ventilar de un modo especulativo cuestiones esencialmente prácticas.

FILÓSOFO.—Esto y muy de acuerdo con vos en este punto. Los publicistas se dan contra las paredes, idealizando sobre el derecho de insurrección, mientras los revolucionarlos, burlándose de todas las teorías, dan al traste con las repúblicas y los Estados. Hablemos, pues, de las revoluciones, en el terreno de los hechos, en el orden práctico y moral.

E.—Mu y bien, muy bien, amigo mío. Mas para que nuestros razonamientos tengan una base común, desearía saber: ¿cuál es el concepto que tenéis de las revoluciones que agitan á los pueblos incipientes, y muy en especial á las repúblicas sudamericanas?

F.—Pues yo entiendo por revoluciones esos trastornos públicos del orden constituido, causados por bandos y caudillos ignorantes, ambiciosos y perversos que, hacinando todos los elementos de destrucción y ruina de que pueden disponer, se empeñan en derrocar á mano armada el gobierno legítimo, para adueñarse del poder y dar el triunfo apetecido á sus pasiones desenfrenadas, sin tener en cuenta los verdaderos intereses del país, ni los fundamentos naturales de las humanas sociedades. Esto, y no otra cosa, son en mi concepto nuestras revoluciones; ¿estáis conmigo?

E.—Muy de corazón: si bien no faltarán quienes tilden de prolija esta definición de nuestras revoluciones.

F.—Poco me importa esa nota, si la definición es exacta y muy concreta. Cuando el objeto que se define es muy complejo, siempre me ha parecido cosa cruel encerrar el pensamiento dentro de un aro de hierro; porque las múltiples notas de la comprensión del mismo objeto no permiten abreviar su descripción hasta el punto de estrecharla en dos palabras, de las cuales sea precisamente la primera el genero próximo, y la segunda, la última diferencia.

Por otra parte, si vos me comprendéis, quedo contento, aunque mi descripción no merezca los aplausos de las de Boecio.

E.—Ni á mí me agradan las disputas de palabras: vamos al grano. Supuesta la definición que acabáis de dar de nuestras revoluciones, decidme: ¿qué clase de hombres son los revolucionarios?

F.—Mucho hay que decir sobre este punto: mas para proceder con orden debo advertiros dos cosas. Primera, que aquí no consideraré á los revolucionarios como hombres políticos, sino como perturbadores de la tranquilidad pública y como enemigos de la sociedad en sus más vitales elementos, á saber, la religión y la moral. Segunda, que podemos distinguirlos en tres clases: los caudillos, los agentes, los instrumentos.

E.—Admitida esta razonable división, ¿qué clase de hombres son los caudillos de nuestras revoluciones?

F.—Generalmente hablando son hombres ambiciosos, quebrados, inmorales, enemigos de la patria; y si no declaradamente impíos, á lo menos falsos católicos y habitualmente transgresores de los preceptos de Dios y de la Iglesia. Están, pues, en pecado mortal y en estado de condenación eterna. Son hijos de la revolución contemporánea, y están imbuidos en todos ó en muchos errores de los liberales, socialistas, comunistas, francmasones: aunque se profesan hijos de la Iglesia, tienen ojeriza contra el Papa, contra los obispos, contra el clero, contra las órdenes religiosas, y en especial contra las más adictas á la Santa Sede; proclaman los principios de la revolución francesa, los derechos del hombre, la desamortización de los bienes de manos muertas, el matrimonio civil, la secularización de la enseñanza, la autonomía del Estado y todos los demás absurdos, con el nombre de progreso y de civilización moderna. Acarician estos errores no tanto porque están de ellos convencidos, como porque así halagan los malos instintos y pasiones de las turbas, para encaramarse sobre ellas y adueñarse del poder á que aspiran sin descanso, á fin de satisfacer su ambición insaciable y sacar, como dicen, el vientre de mal año. Tales son, por lo común, los caudillos de las revoluciones

E. — ¿Y quiénes son los agentes?

F.—Esos viles aduladores de los jefes de partido que, para medrar á su sombra, les ofrecen todo el contingente de su actividad y celo en la obra de destrucción que con tanto encarnizamiento persiguen. Son hombres inquietos turbulentos, fanáticos, semi-sabios, semi-literatos, eruditos á la violeta, descontentadizos, soberbios, enemigos del reposo público y de todo gobierno establecido. Son hombres desocupados, sin oficio ni beneficio, que no sabiendo en qué emplear el tiempo, se dan á la política, la cual, en su triste concepto, no es sino la conspiración activa y permanente contra las instituciones, leyes y gobierno de la patria. Veréis figurar á estos hombres en toda revolución, y militar á las órdenes de los más opuestos caudillos. Estos hombres no se mueven sino para el mal.

E. — ¿Y los instrumentos?

F.—Son los hijos del pueblo infeliz que violentados, ó engañados, ó corrompidos por los agentes y caudillos de las facciones, se precipitan por la pendiente del crimen, y se lanzan ciegos á los campos de batalla, para dar y recibir la muerte en interminables y sangrientas luchas fratricidas.

E. — ¿Cuál os parece que será la causa de ese espíritu revolucionario que agita á tantos hombres, especialmente en la América del Sur? Porque á mí me parece que sería muy importante el conocerla para aplicar un eficaz remedio á tamaño mal.

F.—Yo creo, amigo mío, que no una, sino muchas causas han concurrido á colocar esas infortunadas repúblicas en ese estado permanente de revolución y de anarquía que todos deploramos, Podríamos distinguir dos especies de ellas: históricas y morales. A las primeras se refieren el perverso ejemplo de los conquistadores de América, antes de su emancipación de la Metrópoli; y el influjo funestísimo de la revolución francesa en la guerra de la Independencia. La historia política del tiempo colonial no nos presenta sino competencias, rivalidades y escándalos de conquistadores que se disputaban la autoridad y el poder. Ese funesto ejemplo pasó de padres á hijos, y vició la constitución política de estos países in radice, como decía muy bien el inmortal García Moreno. Más tarde, la guerra de la Independencia coincidió, por desgracia, con la época funesta en que se hallaban más difundidos en el mundo los errores de Rousseau y de Voltaire, la filosofía del siglo diez y ocho, y las que llamaron en Francia conquistas de los derechos del hombre. De aquí es que los próceres de aquella guerra en América estaban más ó menos imbuidos en el espíritu de su época, y dieron á los nuevos Estados una dirección que no podía menos de conducirlos á la anarquía; y el cambio brusco de gobierno monárquico en republicano y democrático arrojó á las nuevas repúblicas al campo de Agramante, desatando todas las pasiones populares y la ambición y codicia de los más audaces.

Confesiones son éstas del mismo Bolívar, cuyas palabras se citan con frecuencia en Sudamérica. A las causas morales se pueden referir la mala educación de los hijos en el hogar doméstico. Niños mimados, voluntariosos, consentidos, indisciplinados; niños que no conocen el yugo de la autoridad paterna, y reciben habitualmente el escándalo de padres que tampoco respetan á las autoridades constituidas, sin duda alguna son revolucionarios en ciernes, sobre todo si son ricos y nobles. Jóvenes que en colegios y universidades extravían sus ideas con textos reprobados y lecturas indiscretas y corruptoras; jóvenes alentados por las exhortaciones y ejemplos de maestros avezados á toda clase de trastornos y revueltas; jóvenes ardientes é imaginativos, sin freno alguno en las pasiones de su edad borrascosa, son amenaza de la tranquilidad y reposo públicos. Hombres habituados á vivir de empleos, consideran el erario público como el único medio de su propia subsistencia, y cuando, merced á la alternabilidad del sistema republicano, son destituidos de sus cargos, naturalmente pasan al bando de los descontentos, para conspirar con ellos y recobrar sus puestos. A todas estas causas se debe añadir también el funesto influjo de la secta francmasónica y de las escuelas liberales de Europa en Sudamérica, el cual no ha podido menos de sorprender la ignorancia y alentar la malicia y las pasiones de muchos hombres públicos que se empeñan en perpetuar en estos pueblos el reinado de una desastrosa anarquía.

E.—Ahora comprendo, querido filósofo, cuánto debe la República del Ecuador á su héroe inmortal García Moreno, quien, en su sabio gobierno, no aspiró á otra cosa que á proscribir de su patria todas las causas de su ruina.

Ahora comprendo que el único medio de cimentar la paz entre nosotros no es sino resucitar, conservar y desenvolver el espíritu de esa administración. Desengañémonos: la única escuela de la seguridad es la escuela de García Moreno; el único remedio de las revoluciones consiste en salvar el principio de autoridad. Así lo van comprendiendo Colombia y el Ecuador en su último Congreso. Mas, volviendo á nuestro propósito, desearía saber: ¿por qué se hacen las revoluciones?

F.—Habiéndoos descrito el carácter moral de los caudillos, agentes é instrumentos de las revueltas y trastornos, fácilmente podéis reconocer en él sus verdaderas causas. Pláceme, sin embargo, explicároslas de un modo más concreto en un resumen histórico de la mayor parte de nuestra revoluciones. Pasa así la cosa.

Va á terminar el período constitucional de dos, tres ó cuatro años de un presidente. Entramos en la época peligrosísima de elecciones de nuevo Jefe de la nación: despiértanse todas las ambiciones y codicias, y empiezan á resonar los nombres de diez, veinte, treinta ó cincuenta candidatos, cada uno de los cuales tiene, como dicen, su círculo, sus amigos, sus paniaguados, en una palabra, su partido; trabájase con encarnizamiento por el triunfo de cada cual; á nada se atiende sino al interés del partido; cada uno ensalza á su caudillo y deprime al otro; arden los odios; cruje la prensa; vuelan los dicterios; cómpranse los votos; extravíase el criterio de la elección; el poderoso al débil, el rico al pobre, el noble al plebeyo, el más astuto al sencillo impone su voluntad, y en ella el nombre del candidato. Preparado así el pueblo, llega el gran día del sufragio popular; arrójanse unos y otros á las mesas electorales, cométense mil violencias y engaños, danse sendos remoquetes, dispáranse á las veces armas de fuego, y quedan dueños del campo los que han trabajado con mayor audacia ó más tino. Tenemos ya nuevo presidente: es D. N. de N.  pero D. N. de N. representa un solo partido; por consiguiente un solo partido es el vencedor. Luego D. N. de N. y su partido tiene que habérselas, durante todo el período de su administración, con los diez, veinte, treinta ó cincuenta candidatos y partidos juntos que, si bien quedaron vencidos en las elecciones, juraron sin embargo el mismo día trabajar de consuno hasta derrocar el nuevo gobierno. Si en un combate triunfa la traición, ó la conspiración, ó como quiera llamarse, entonces el vencedor se llama Jefe Supremo dé la República, el cual, vencidos y desterrados ó escondidos sus rivales, convoca una nueva Convención, rasga en mil pedazos la constitución anterior, y dicta otra de acuerdo con el espíritu de su bando. Esta nueva constitución regirá mientras los caídos estén debajo; pero á vueltas de uno ó dos lustros, se levantarán seguramente las caídos, y caerá la anterior constitución, y se hará otra nueva. De este modo en los pueblos anárquicos todo es hacer y deshacer, tejer y destejer sin fin, sin consuelo, sin esperanza.

E.—Habláis como un libro; decís la verdad monda y lironda. Esta es la verdadera historia de nuestras revoluciones, y ella sola señala las causas verdaderas de los mismos trastornos, que no son sino las ambiciones, codicias é intereses de hombres y partidos habituados á vivir del erario público y á figurar en nuestra política mezquina é inmoral. Os pregunto ahora ¿y qué fin se proponen los revolucionarios?

F.—Quien los oye hablar, quien lee sus escritos puede fácilmente creer que el fin que se proponen es altísimo, nobilísimo provechosísimo. Preséntanse como los verdaderos redentores del pueblo, declaran la guerra á la opresión y tiranía del gobierno constituido, prometen al pueblo toda clase de libertad, del pensamiento, de la palabra, de la prensa, de cultos, de asociación, prometen dar al pueblo un lugar distinguido en el banquete espléndido de la civilización moderna, ó elevarle hasta los cuernos de la luna en alas del progreso contemporáneo, prométenle mil goces y venturas y la satisfacción de todas las pasiones y concupiscencias.

Pero en realidad de verdad todo esto no son sino vanas promesas. El verdadero fin no es más que colocarse ellos en el poder para figurar en la política y para enriquecerse y enriquecer á sus amigos. La prueba es que apenas han escalado el poder, ponen mordaza á la prensa, allanan casas y habitaciones de sus rivales, destierran á sus enemigos, y ordenan todo su gobierno al único fin de perpetuarse en el mando y robustecer su partido, aunque sea á costa de los más dolorosos sacrificios del pobre pueblo, mil veces engañado. De este modo, siempre se verifica, en contra del pueblo, aquella profunda sentencia que traducíamos niños en las fábulas de Fedro: "En los cambios de jefes de los pueblos, los pobres no truecan sino el nombre de su señor."

E.—Así es, amigo mío, el pueblo, el pobre pueblo es siempre el ludibrio y la víctima de sus falsos y mentidos redentores. Yo no sé, muy incorregibles somos los hombres cuando tan tristes desengaños no nos enmiendan. ¿Y cuáles son los medios de que suelen echar mano los revolucionarios para perturbar el orden y encender la guerra civil en los pueblos?

F.—Esos medios son muy conocidos, y todos ellos en extremo inmorales y corruptores. Porque en primer lugar los revolucionarios comienzan por sembrar en todo el país el descontento del gobierno legítimo, sirviéndose para ello de la detracción, de la censura amarga, de la maledicencia, de la calumnia; excitando las pasiones populares contra la autoridad constituida, despertando aspiraciones á otro orden ó desorden de cosas, lamentándose de los males presentes, y prometiendo su remedio en la caída del gobierno. Congréganse luego los fautores de la revolución en juntas secretas y subterráneas donde, al calor de los brindis, organizan el partido de oposición al gobierno, decretan la publicación de una hoja incendiaria y sediciosa, se imponen contribuciones voluntarias para derrocar al gobierno, nombran los agentes de la revolución en todas las provincias, excogitan los medios más eficaces para corromper los cuarteles y sus jefes; designan, en caso necesario, los nombres de las víctimas que han de caer asesinadas, si no hay otro modo de quitarlas del medio; procuran armar á los más fanáticos y audaces, para que levanten el grito de guerra ya aquí, ya allí. Ya estamos en guerra: comienza la lucha, y con ella las violencias, tropelías, perfidias, traiciones, crueldades, furores y venganzas de todo género.

Arrójanse los revoltosos á los pueblos indefensos, todo lo llevan á fuego y sangre, apodéranse del tesoro, cargan de cadenas ó matan bárbaramente á los empleados de gobierno, y prosiguen en su carrera de devastación y ruina, hasta dar consigo en la penitenciaría ó dar con el gobierno en tierra. En uno y otro caso la víctima es siempre el pueblo que devorará en silencio todas las penas y amarguras consiguientes á la revolución. Dejo á un lado esas dictaduras y oligarquías violentas, tiránicas, ruinosas que lanzan más de una vez á los pueblos á todos los horrores de una guerra intestina que conmueve los últimos fundamentos de la sociedad y lleva por doquiera los estragos de la corrupción y desmoralización públicas.

E.—Esto es en extremo aflictivo, y, por desgracia, exactísimo. ¿Qué pueden esperar los pueblos de esta anarquía permanente? ¿Qué luz puede brotar de semejante caos?

F.—¿Qué pueden esperar los pueblos? Su ruina, y nada más que su ruina. Funestísimos son, en efecto, los resultados y consecuencias de la desventurada condición política de los pueblos anárquicos. Porque primeramente las frecuentes revueltas y trastornos producen, como lo observaréis, cierto espíritu de inconstancia, de versatilidad, de volubilidad opuesto á toda disciplina, y á todo orden, que va gradualmente debilitando más y más los caracteres y haciendo poco menos que imposible fijar las instituciones, costumbres, leyes y espíritu nacional. En segundo lugar las frecuentes revoluciones crean en los pueblos un odio y aversión profundos y sistemáticos á toda autoridad, en virtud de los cuales se hacen ellos ingobernables, y la autoridad, nula é irrisoria. En tercer lugar, las frecuentes revoluciones corrompen todas las virtudes sociales. Los pueblos revolucionarios son crueles, pérfidos, traidores, desidiosos, voluptuosos, desleales, altaneros, soberbios, ignorantes, presuntuosos: en una palabra, son el nido ó la guarida de todos los vicios y de todas las pasiones. En cuarto lugar, las revoluciones son la paralización del trabajo, de la industria, de la agricultura, del comercio; ciegan ellas todas las fuentes de la riqueza pública, derrochan el último resto de la herencia de la patria, y condenan al pueblo á todos los horrores del hambre y de la miseria. Ved aquí, amigo mío, algunas de las consecuencias de tan funesto mal; ved aquí lo que debieran considerar seriamente los hombres públicos á fin de reunir todas las fuerzas intelectuales, morales y religiosas, para formar con ellas una Cruzada, de la Paz y concurrir todos á la más completa extirpación del espíritu revolucionario.

E.—Yo me ofrezco á vos, querido filósofo, como el primer soldado de esta hermosa Cruzada de la Paz. Os ofrezco todo el contingente de mis escasas fuerzas, y espero que todo hombre sensato os dará su nombre, por la Religión y por la Patria, para llevar adelante esta gloriosa empresa, única esperanza de los pueblos anárquicos.


sábado, 12 de octubre de 2013

Parte 7: Catecismo de la encíclica "immortale Dei" del Papa León XIII




FILÓSOFO.—Asegurada estaría en gran parte la ventura de los pueblos, si tuviesen siempre á la cabeza hombres religiosos, probos y aptos para el gobierno: pero, si no me engaño, señalasteis en una de nuestras conferencias anteriores otra prenda: ¿cuál era?

ECUATORIANO.—Sin duda la religión, probidad y aptitud, bien comprendidas, abrazan todas las cualidades que se pueden apetecer en los hombres públicos: mas como no todos tenemos ideas claras y distintas de las cosas, juzgué necesario indicar en concreto otra cuarta condición que deben considerar los pueblos en tiempo de elecciones: esta es, el patriotismo, el amor desinteresado de la patria.

F.—Os sobra, amigo mío, razón para ello. Hoy en día el verdadero patriotismo es como el fénix, rara avis. Conozco el mundo, y la experiencia me enseña una cosa muy triste, á saber, que especialmente en los pueblos republicanos escasean más los patriotas entre los hombres y partidos que se disputan el poder, que en las clases sociales libres de la ambición y del interés. Cuando oigo tantas promesas como hacen los ambiciosos al pueblo, sin quererlo me vienen á la memoria las palabras de Virgilio contra el funesto caballo de Troya: Timeo Danaos, et dona ferentes: temo á los griegos en sus mismas dádivas. Cosa cruel es verse condenado un hombre al escepticismo en esta materia, y á haber de admitir, velis nolis, la distinción profunda entre patriotas y patrioteros; término, este segundo, que aunque no corre en el diccionario de la lengua, le hallamos sin embargo muy expresivo, y le entendemos perfectamente en el vocabulario de los pueblos anárquicos.

E.—Lo peor del caso es que en Europa esta miseria es el mayor descrédito de las repúblicas hispano americanas. Luis Veuillot, en su famoso editorial sobre García Moreno, decía hablando de los presidentes de la América del Sur: "Acontece de ordinario que los presidentes en su gobierno no hacen más que atesorar, remitir los fondos á Europa, é ir luego á disfrutar de ellos: por lo demás, son hombres sin crédito alguno ... . " ¿No es esto sobre toda vergüenza vergonzoso, y sobre toda indignidad indigno? Y si tanto dijo el publicista francés hablando de los jefes de partido; ¿qué no pudiéramos añadir nosotros, testigos inmediatos, oculares de tantas miserias de los subalternos, agentes, aduladores, en una palabra, de todos aquellos que en cada cambio de gobierno no aspiran más que al medro personal, aunque sea á costa dé los más vitales intereses de la nación?

F.—Ciertamente el vil egoísmo y rastrero interés de los caudillos y de las facciones es la verdadera causa del abatimiento y postración de muchos pueblos republicanos. Nunca serán ellos prósperos y grandes, si no se esfuerzan en levantar el espíritu patriótico, poniendo á la cabeza hombres de conciencia, desinteresados y generosos. "El Senado de la República Romana, dice Valerio Máximo, se distinguía por la fidelidad y sabiduría de sus decretos; el secreto de sus deliberaciones le hacía impenetrable. Los que eran admitidos en él, lo primero que hacían era despojarse del interés particular, por considerar sólo el bien público" Por esto, como observa Floro, los Embajadores de Pirro, habiendo sido despedidos de Roma con sus regalos, que la integridad romana no quiso admitir, les preguntó este Príncipe qué habían observado en esta famosa ciudad; y respondieron que "Roma les había parecido un templo, y el Senado una asamblea de Reyes." ¡Cuán otra sería la suerte de muchas de nuestras repúblicas, si sus legisladores fuesen como los senadores romanos!

Lo que digo de los legisladores debe con más razón entenderse de los Jefes del Estado: porque como sabiamente dice Platón, "el bien público es el fin de todo buen gobierno;' ' y como observa Jenofonte, no se han instituido los príncipes y jefes de los pueblos para pasar una vida dulce y voluptuosa, sino para procurar á los gobernados una vida feliz y honrosa. El mayor elogio que se puede hacer de un Rey ó Presidente es el que hizo Plinio del Emperador Trajano en estos términos: "Aborrecéis vuestra propia salud, si no está unida á la de la República: no podéis sufrir que se dirijan votos al cielo á favor vuestro, si no son útiles también á los mismos que los hacen." ¡Bello elogio! Felices los pueblos gobernados por hombres tan nobles y generosos! Hoy, amigo mío, muy pocos pueden merecer esta alabanza; muy pocos pueblos tienen esa felicidad. La tuvo el Ecuador mientras vivió García Moreno: ese héroe cristiano mereció al pie de la letra el panegírico de Plinio, concebido en favor de Trajano más bien por la adulación y la lisonja que por la verdad y el mérito.

E.—No me habléis, amigo, de García Moreno; porque su sólo nombre conmueve mi corazón hasta derramar abrasadoras lágrimas. Aun no sabe el Ecuador lo que perdió, lo va entendiendo más y más cada día.... pero le falta mucho, mucho, mucho por entender. Si el Ecuador, tirando por otro camino, consuma su prevaricación, y se despeña en el precipicio de una política opuesta á los principios de su Regenerador; conocerá lo que perdió en el héroe, cuando se agite moribundo en el abismo de su completa ruina. Si el Ecuador, aleccionado con dolorosas experiencias, vuelve al derrotero que le señaló en vida el dedo de su inmortal caudillo, le ensalzará gozoso cuando, merced al impulso que le dio, domine triunfante las cimas luminosas de la prosperidad y de la gloria.

Pero volvamos, si os parece, á nuestra Encíclica "Immortale Dei" y confirmemos todo lo que llevamos dicho en las precedentes lecciones con la autoridad de la palabra pontificia.

F.—Que me place, y tanto más, cuanto éste fue el objeto principal de nuestras conferencias. Os ruego, pues, que en cuanto sea posible contestéis á mis preguntas sirviéndoos de los mismos términos del sabio Pontífice. Decid ¿cuál es la consecuencia práctica que deduce León XIII del dogma del origen divino de la autoridad social y política?

E.—Deduce nada menos que todos los deberes de los gobernantes y de los gobernados: lo cual es sobre manera provechoso y necesario; por cuanto no faltan, aun entre católicos, quienes, contentos con hacer profesiones de fe especulativa, se cuidan poco de estudiar el enlace de los dogmas con la vida práctica. Acaece esto más ordinariamente en materias sociales y políticas. Pues bien, León XIII, después de explicar el origen divino de la autoridad social, nos dice: "Cualquiera que sea la forma de gobierno, los jefes ó príncipes del Estado deben poner la mira totalmente en Dios, supremo Gobernador del universo; y proponérsele como ejemplar y ley en el administrar la república.... "

F.—¡Precioso documento! El solo ennoblece y eleva la autoridad á una altura inaccesible. Admitida la existencia de Dios y el dogma de la Providencia no queda á la razón otro dechado y norma de gobierno que el mismo Dios y su Providencia. Las teorías liberales no hacen de los gobernantes, sino otros tantos pajes de frac y banda, esclavos de la tiranía de la opinión voluble de muchedumbres inconscientes, esclavos de los caprichos de turbas ebrias, esclavos de una prensa malcontentadiza y sediciosa: la enseñanza católica levanta á los reyes y presidentes hasta el trono mismo de la divinidad para decirles, señalándoles á Dios: He aquí vuestro modelo, he aquí vuestra ley, he aquí vuestra única razón de Estado: Dios, Dios y Dios! No comprendo por qué reyes y pueblos prefieren á la teoría católica los delirios del liberalismo.

E.—Menos lo comprenderéis, amigo mío, si pesáis el razonamiento con que muestra el Pontífice su proposición. "Porque así como en el mundo visible, dice, Dios ha creado causas segundas que dan á su manera claro conocimiento de la naturaleza y acción divinas, y concurren á realizar el fin para el cual es movida y se actúa esta gran máquina del orbe; así también ha querido Dio s que en la sociedad civil hubiese una autoridad principal, cuyos gerentes reflejasen en cierta manera, la imagen de la potestad y providencia divinas sobre el linaje humano."

F.—De modo que los hombres han de gobernar á los hombres como gobierna Dios ¡Oh doctrina profunda y sublimísima! Ya entreveo que ella sola abraza, en su sencillez divina, toda la extensión de las obligaciones que pesan sobre la conciencia de los gobernantes sinceramente católicos.

E.—Así es, en efecto: porque apoyado el Padre Santo en este principio, deduce: 1) Que ha de ser justo el mandato é imperio que ejercen los gobernantes, y no despótico, sino en cierta manera paternal, porque el poder justísimo que Dios tiene sobre los hombres está también unido con su bondad de Padre. 2) Que la autoridad asimismo ha de ejercerse en provecho de los ciudadanos, porque la razón de regir y mandar es precisamente la tutela de lo común y la utilidad del bien público. 3) Que si esto es así, si la autoridad está constituida para velar y obrar en favor de la totalidad; claramente se echa de ver que nunca, bajo ningún pretexto, se ha de concretar exclusivamente al servicio y comodidad de unos pocos ó de uno solo. A renglón seguido estrecha el sabio Pontífice á los gobernantes al cumplimiento de estos deberes sagrados, intimándoles una sanción formidable en estos graves términos. Sí los Jefes del Estado, dice, se rebajan á usar inicuamente de su pujanza, si oprimen á los súbditos, si pecan por orgullosos, si malvierten haberes y hacienda, y no miran por los intereses del pueblo, tengan bien entendido que han de dar estrecha cuenta á Dios ; y esta cuenta será tanto más rigurosa, cuanto más sagrado y augusto hubiese sido el cargo, ó más alta la dignidad que hayan poseído. Los poderosos serán tormentados poderosamente. (Sabiduría, VI, 7.)

F.—Grande es la ventura de los católicos que tenéis tan admirable Maestro de la verdad. Las palabras de León XIII que acabo de escucharos establecen en los gobiernos la justicia, la bondad, el amor del bien común, una sabia y prudente economía en el manejo de la hacienda pública; y proscriben la tiranía, el despotismo, el espíritu de parcialidad y bandería, el despilfarro y malversación dé las rentas y estas lecciones se apoyan en la única sanción capaz de contener á los hombres en el deber, la sanción religiosa. Pienso yo que aquí está todo el sesecreto de la paz de los Estados.

E.—Tenéis razón, porque si los gobernantes cumpliesen de su parte con sus obligaciones de conciencia, también los gobernados se verían obligados á la fiel observancia de las suyas. Escuchad al sabio Pontífice: "Con esto, dice, se logrará que la majestad del poder esté acompañada de la reverencia honrosa, que de buen grado le prestarán, como es deber suyo, los ciudadanos. Y, en efecto, una vez convencidos de que los gobernantes tienen su autoridad de Dios, reconocerán estar obligados en deber de justicia á obedecer á los Jefes del Estado, á honrarlos y obsequiarlos, á guardarles fe y lealtad, á la manera que un hijo piadoso se goza en honrar y obedecer á sus padres. Toda alma esté sometida d las potestades superiores. (Ad . Rom . XIII , 2.)

F.—Ahora comprendo que el dogma católico acerca del origen divino de la autoridad social es de suma importancia práctica; puesto que él funda los deberes de los súbditos para con los superiores, de los pueblos para con sus jefes. Ahora comprendo por qué la Revolución, enemiga encarnizada de las humanas sociedades, se empeña en rebajar la autoridad hasta el punto de no considerarla sino como una institución arbitraria de los hombres; y por qué la Iglesia, salvación única de los pueblos y prenda segura de la paz y de la dicha, sostiene á todo trance y defiende hasta el último aliento esta verdad fundamental, cuya negación desata necesariamente las pasiones de la multitud contra el gobernante. Ahora, en fin, comprendo cuan peligrosa es la inconsecuencia de tantos católicos de falso nombre, quienes, admitiendo en lo especulativo que la autoridad viene de Dios; atropellan y conculcan en la práctica los derechos de la verdad, despreciando á los superiores, censurando sin miramiento alguno todos los actos del gobierno que no se conforman con sus juicios, pasiones ó intereses; escribiendo y divulgando especies que no pueden menos de desprestigiar y desacreditar al gobierno; dando la mano á los ateos, francmasones, liberales y radicales, y alentándolos con su funesto ejemplo en la obra de destrucción que con tanto encarnizamiento persiguen. Si yo estoy penetrado de que la autoridad que un hombre inviste sobre mí viene de Dios; yo debo amar, respetar, honrar y obedecer á ese hombre, quien quiera que sea.... esto es muy lógico. ¿Y cuál es la doctrina del Pontífice acerca del pretendido derecho de insurrección? ¿Será lícito á los católicos alzarse contra el poder legítimo, conspirar contra él y hacerle la guerra á mano armada?

E.—De ninguna manera. Si la autoridad de que está legítimamente investido el Jefe del Estado viene de Dios; no es menos ilícito, dice León XIII, el despreciar la potestad legítima, quien quiera que sea el poseedor de ella, que el resistir á la divina voluntad, puesto que los rebeldes á la voluntad de Dios caen voluntariamente y se despeñan en el abismo de la perdición. El que resiste á la potestad, resiste á la ordenación de Dios: y los que le resisten, ellos mismos atraen á sí la condenación. (Ad. Rom. XIII , 2. ) Por tanto, quebrantar la obediencia y acudir a la sedición, sublevando la fuerza armada de las muchedumbres, es crimen de lesa majestad, no solamente humana sino divina.

F.—En los pueblos anárquicos y sujetos á tantas revueltas y trastornos políticos, como á inundaciones y terremotos las regiones volcánicas, creo que ésta es la más importante de las enseñanzas de la Encíclica que estudiamos. Para mí la más urgente é imperiosa necesidad de las repúblicas, entregadas al furor de perpetua guerra civil, es la de levantar en ellas una como Cruzada de la Paz, en la cual todos los buenos trabajen sin descanso en proscribir el espíritu revolucionario de la época. Predicación evangélica, discusiones, proyectos y leyes de las cámaras, publicaciones de la prensa juiciosa y bien intencionada, obras, palabras, pensamientos, todo, todo deben sacrificar los ciudadanos en obsequio de la paz, reconociendo que la Revolución es la perdición y ruina de los pueblos.

Si la Revolución es el ataque, á mano armada, contra la autoridad constituida y contra el orden; por imperfecto que sea este orden y por defectuosa que sea esa autoridad, en todo caso es mucho peor el remedio que la enfermedad.

Si la revolución tiene fuerzas ciegas para destruir; no las tiene para edificar: así es que si sus caudillos pueden contar fácilmente con muchos elementos de destrucción, nunca pueden lisonjearse de contar con ellos para llevar á buen término las revueltas y trastornos por ellos provocados. Rara, rarísima es la revolución coronada por un éxito verdaderamente próspero y honroso para los pueblos.... Y digo más: si alguna revolución tuvo feliz éxito; al estudiarla desapasionadamente en sus antecedentes, concomitantes y consiguientes, se hallará que talvez no mereció ni aun el nombre de tal, sino el de un simple cambio, ó recobro, ó restablecimiento de la paz y ventura general, sabiamente dirigida por la divina Providencia. Mas, prescindiendo de estos casos singularísimos y excepcionales, que deben juzgarse por otro criterio particular, las revoluciones, repito, son la perdición y ruina de los pueblos: y esto por muchos capítulos.

E.—Decidme, amigo mío, ¿qué capítulos son esos? porque ciertamente la materia es importantísima.

F.—Para juzgar con acierto de la horrorosa gravedad y malicia de las revoluciones, siempre me han llamado la atención las consideraciones siguientes: 1) ¿Quiénes son los revolucionarios? 2) ¿Por qué hacen las revoluciones? 3) ¿Para qué las hacen? 4) ¿De qué medios se valen? 5) ¿Cuáles son las consecuencias y frutos de las mismas revoluciones en los pueblos?

E.—Me habéis propuesto cinco cuestiones que, en efecto, son capítulos, y capítulos extensos cuya sola enunciación arroja luz vivísima sobre la materia. Quisiera oíros discurrir sobre cada uno de ellos con esa discreción y madurez que os distinguen.

F.—Nada puedo negaros: sabéis empeñarme con vuestra delicadeza. Por otra parte en nuestras conferencias me he propuesto, como filósofo, investigar las relaciones que existen entre la fe y la razón: os pregunto en nombre de ésta y me respondéis en nombre de aquélla: pero vuestras respuestas son tan conformes con la razón, que las enseñanzas de la fe parece que van, sin sentirlo, desenvolviendo más y más mi inteligencia, y abriendo á mis ojos más dilatados y luminosos horizontes. De aquí mi empeño en corroborar la verdad católica con los datos, si bien mezquinos, de la lumbre natural. Os complaceré pues en este punto, como en todos los demás. Mas como hay tela suficiente para otra conferencia, retirémonos á reflexionar sobre las cuestiones propuestas, á fin de explicarlas más ventajosamente.


E.—Está muy bien: vamos á reflexionar.