El “tren eterno” o el destino del hombre, según el naturalismo
El naturalismo establece como
destino del hombre el progreso indefinido de la humanidad, esto es, sin fin
último (el que un literato contemporáneo ha llamado tren eterno), y sus
partidarios ahuecan la voz para recomendar a los
incautos que aspiren a la realización de la ley
del progreso, a llevar un grano de arena al majestuoso edificio del
progreso, etc., etc. ¡Palabras! ¡Palabras! como dijo Shakespeare.
El progreso
bien entendido no lo desatiende la Iglesia, antes al contrario, lo mira como el
objeto principal de la misión que se le ha confiado, y lo procura dando a
conocer las más elevadas razones de las cosas y moviendo a amar lo más digno de
ser amado, la pureza de costumbres, la dignificación del entendimiento, la
independencia y la gloria de la patria, la fraternidad universal, el Dios de la
santidad y sabiduría infinita.
De modo que, si se quiere, podemos decir que el
destino del hombre sobre la tierra es el progreso, pero un progreso que no se
verifique sólo andando, sino más bien subiendo. El grito de ¡adelante! (que es
en la práctica el de ¡atrás!) dado por los vocingleros del progreso, parece el
que, según la leyenda, oye de continuo el Judío errante, y no dice a dónde
lleva; la voz de la razón cristiana que es ¡perfección! ensalza el progreso
verdadero en todos los órdenes, informado por la virtud, que lleva al Cielo:
¡sursum corda!; he aquí el grito de la santa Iglesia, conforme con las palabras
de su divino Fundador: Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto:
El que echa mano al arado y mira atrás, no es bueno para el reino de los cielos.
El progreso indefinido, sin norte a que dirigirse y sacrificando lo
sobrenatural a lo natural, el espíritu a la materia, consiste en andar sobre la
tierra como dando vueltas alrededor de una noria: el progreso verdadero es
íntegro y armónico, se refiere a todos los modos de la actividad humana, y
subordina los adelantos materiales a los intelectuales, y éstos a los morales y
religiosos, según es de justicia: es, en otros términos, andar por el camino
real de la santa Cruz, que, si hace subir al Calvario, conduce también al Tabor
de la eterna gloria, al seno de Dios en la dulce mansión de los santos. ¿Cuál
es el más digno de la noble condición humana? Responda el sentido común. El
cual dicta que es imposible en absoluto un verdadero progreso sin virtudes
cristianas, sin perfección o purificación del espíritu. Recomendar al hombre el
progreso moderno es lo mismo que decirle: Anda sin parar; y si llevan carga a
cuestas (errores y pecados), no debes preocuparte en lo más mínimo, ni tampoco,
aunque la carga vaya también haciendo su progreso.
¿Qué le sucederá a todo el
que sea dócil a esa voz siniestra? Pues que al fin no podrá con la carga (la
miseria humana nos la impone de continuo si no procuramos sacudirla), y dará
con ella al suelo para no levantarse ya más. Lo natural, lo lógico es, pues,
decir al hombre: Anda sin parar; pero cuida de andar ligero, y para eso procura
andar hacia arriba, hacia Dios, observando su ley santa y echando siempre de ti
la carga con que los enemigos de la verdad y de la virtud querrán entorpecer tu
marcha y hacerte sucumbir antes de llegar al término de la vida.
Por otra parte, las fórmulas
teleológicas del naturalismo, además de sacrificar por completo el individuo a
la colectividad, distan mucho de ser aplicables por todos los hombres, ni aún
en concepto de fin próximo, y nada les dicen sobre su existencia inmortal en el
otro mundo: tres gravísimos inconvenientes que hacen inadmisible el destino por
ellas señalado. Fuera de circunstancias excepcionales en que el hombre debe
atender al bien de todos prefiriéndolo al suyo peculiar, los hombres que no
ocupan cargo público, y aún éstos como personas particulares, tienden por
derecho de naturaleza al bien propio, a lo menos en último resultado; sin que
por esto quede el bien común sacrificado al egoísmo, pues resulta cabalmente de
las varias tendencias al bien individual legítimo, tanto más cuanto la misión
del poder social consiste en procurar que de los bienes de los individuos
resulte, sin destruirlos, un bien general para todos. Si fuera en absoluto el
individuo para la sociedad, no sería para nadie: no pudiendo trabajar por su
bien propio, no podría resolverse a procurar el bien colectivo, por cuanto lo
miraría de continuo como ajeno y contrario a sus legítimos intereses.
Convertido en mero instrumento de producción común, el hombre, que, lejos de
sentirse medio para otros seres, se conoce fin próximo de todos los materiales,
quedaría fuera de su rango y condición natural; siendo imposible el progreso de
la humanidad desde el momento que lo fuera el progreso del individuo humano. No
es, pues, la sociedad el fin del hombre, sino que el hombre es el fin de la
sociedad: la sociedad es un medio, toda vez que los hombres se asocian para
algo que no puede ser la misma sociedad, so pena de absurdo; y si bien este
algo es próximamente el bien común, remota y finalmente es el particular de
cada uno de los asociados. Y esto es lo que nos dicta además la propia naturaleza,
pues todos nos sentimos llamados a un último fin individual y propio, que
deseamos alcanzar, o tememos perder. Inútil es, por consiguiente, que el
naturalismo se empeñe en convencernos de que el hombre es mero sumando de una
suma reducida a mera abstracción por el sistema: ni sus partidarios mismos, si
quieren manifestar francamente su convicción, dejarán de reconocer que el bien
común es para el bien individual de todos y cada uno, porque, en definitiva,
quien se salva o quien se pierde es el hombre, el individuo humano.
Pero concedamos por un momento que
el concepto naturalista de nuestra finalidad es aceptable con respecto a algunos
hombres; ¿quién no echa de ver enseguida que, en no siéndolo para todos,
tampoco es el último destino para nadie? Se trata del destino de la naturaleza
humana; luego ha de poder ser conseguido por todos los que tengan ésta.
Y
sin embargo, ¡cuántos individuos hay, y habrá siempre, que por su falta
de instrucción nunca podrán llevar un grano de arena al edificio del progreso!
Para esto es preciso saber algo más que leer y escribir, y ¡cuántos habrá
siempre que, por muchas medidas que se tomen en orden a la ilustración de los
pueblos, no llegarán a conocer los primeros rudimentos del saber humano!
¿Quedarán, pues, reducidos a la condición de los brutos aquellos seres
racionales a quienes la suerte no haya favorecido para poder influir en el
progreso de la humanidad?
Y aquí no puede menos de asaltar la
idea de que los que tanto preconizan la ilustración para que pueda realizarse
el destino naturalista son precisamente los que han rodeado de mayores
dificultades la instrucción sólida y verdadera, al paso que han venido
motejando de oscurantista y enemiga de las luces a la Iglesia, que siempre la
ha mirado con especial interés y la ha dado de balde. ¡Hermosa sociología, por
cierto, la que enseña que el fin del hombre es el progreso indefinido y su
medio la ilustración, mientras permite que los maestros vivan precariamente o
se mueran de hambre, dando para todo remedio a las masas populares la prensa
(hoy los medios de comunicación), que, si no enseña nada bueno, en cambio azuza
las pasiones para todo lo malo.
Lo que pone el sello de la
abominación en el destino final que quiere regalarnos el naturalismo, es la
completa oscuridad en que nos deja sobre el resultado que habremos de obtener
de nuestra cooperación a la obra del progreso. Es de sentido común que el que
anda, o sabe a dónde va, o lleva mala andanza; y aunque el mismo nombre del
sistema ya nos advierte que éste no admite para los hombres fin sobrenatural o
prescinde de él por completo, era de esperar que, a lo menos, señalaría un
término de viaje conforme con nuestra naturaleza. Pues, ni esto: anda, nos
dice, anda siempre adelante sin cejar en la tarea progresiva. Pero ¿a dónde
voy? diréis, ¿a romperme la crisma para fin de fiesta? Eso no debe importarte:
¡adelante siempre! os contestará. ¿Conque eso no importa? Que nos perdamos, de
seguro no le dará ningún cuidado al inventor de ese progreso, porque es lo que
desea el homicida de las almas. Satanás; pero a nosotros nos importa mucho
salvarnos. Dios, que es nuestro último fin en la otra vida, debe servirnos de
norma en la presente, porque el fin dicta los medios. ¡Viva el progreso de la
humanidad! enhorabuena; pero sea un progreso tal que nos conduzca a las
regiones de la inmortalidad verdadera, y no a las de la nada, como, aún que no
lo diga, pretende el naturalismo, ni a las de la muerte perdurable, como
sucedería de atenernos a sus lecciones, según enseñan de consuno la Religión y
la razón.
De modo que el fantástico progreso
indefinido, no sólo es un absurdo en buena filosofía, porque el hombre tiende
naturalmente a la consecución de un fin último, sino también una teoría enteramente
contraria a la verdad católica. En efecto, como se demuestra por las sagradas
Letras, el individuo humano pasa de este mundo a otro de eterna felicidad o de
eterna desdicha, y la humanidad entera será llamada a juicio después de la
consumación de los tiempos, de la cual habla el Señor varias veces en el
Evangelio. Por consiguiente, la marcha de la humanidad en este mundo no es
indefinida, porque no es eterna, sino temporal, y el tiempo ha de dejar su
lugar a la eternidad, el transcurso de los siglos al reposo de la eterna dicha o
al sufrimiento de la eterna infelicidad, según el hombre haya terminado su vida
en el verdadero progreso o en el retroceso, esto es, en la unión o en el
apartamiento del fin para que fue criado.
Y es de notar, por último, que el
progreso refutado en este apéndice fue declarado incompatible con el
Catolicismo por el sumo pontífice Pío IX, como es de ver en la prop. LXXX del
Syllabus. El efecto producido por la declaración pontificia entre los enemigos
de la Religión fue ruidoso, y demostró que el inmortal Pío IX había puesto el
dedo en la llaga más enconada de la sociedad moderna. No faltaron tampoco
hombres poco avisados, que se escandalizaron por la entereza del Pontífice,
como si éste hubiese condenado el verdadero progreso. No: jamás la Iglesia ha
podido ni podrá censurar la legítima aspiración del hombre a su
perfeccionamiento intelectual y material: jamás ha intentado poner trabas al
progreso verdadero de las ciencias ni de las artes: antes al contrario, ha
hecho todo lo posible para favorecerlo y aumentarlo, según resulta de la
Historia.
Lo que ha condenado el Papa, lo que la Iglesia no puede admitir como
legítimo, lo que ningún católico puede profesar como verdadero, es el progreso
moderno, es decir, el progreso sin Dios ni intereses inmortales para el alma,
el progreso panteísta, según el cual la humanidad es evolución de Dios y se
perfecciona y progresa en cuanto hace, el progreso racionalista, que niega el
orden sobrenatural o de las verdades reveladas, el progreso materialista, que
pretende que el hombre sólo adelanta en proporción a las comodidades que puede
adquirir para darse buena vida, el progreso liberal, que consiste en dar carta
blanca a los errores y a los vicios, como condición indispensable para trabajar
pacíficamente para la prosperidad de los pueblos; en una palabra, el ¡progreso
indefinido! el que no reconoce en Dios el fin del hombre. ¿Y podía menos la
Iglesia de declararse enemiga de un progreso que es en realidad un retroceso?
La sociedad moderna ¿a dónde va a parar en brazos del progreso enemigo de la
Iglesia, sino a la corrupción y envilecimiento, a la abyección y esclavitud de
griegos y romanos? ¿No lo estamos viendo por ventura en los pueblos adelantados?
¡Ah! si el vértigo permitiera un momento de reflexión a los hombres uncidos al
carro ignominioso del progreso, se levantarían unánimes contra los ministros de
Satanás que gritando ¡progreso! los llevan enloquecidos a la sima de la
barbarie por el camino del bestialismo, obligándoles a mirar al suelo como
brutos, e irguiendo la cabeza les dirían: ¡Atrás viles cortesanos de Venus y de
Baco! el progreso que preconizáis nos lleva a la esclavitud y a la deshonra:
tenemos un espíritu inmortal, que nos eleva a una categoría superior a la
vuestra; nos creemos con destinos más altos que ser miserables juguetes de las
pasiones y de quienes viven explotándolas; el hombre es demasiado noble para
que deba limitar su actividad a los intereses del cuerpo. ¡Atrás, viles
embaucadores! ¡Atrás secuestradores de la dignidad humana! Esto dirían; y los
miserables progresistas huirían avergonzados, mientras aquellos celebrarían
gozosos la recobrada libertad y reconocerían en la Iglesia la madre del
progreso verdadero, del progreso que no es retroceso. ¿Sucederá esto? sin duda.
¿Cuándo sucederá? cuando la divina justicia diga que es la hora.
(tomado de "lecciones razonas de religión y de moral" de Joaquín Gou Solá - 1905)