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jueves, 15 de junio de 2023

¿Es eterno el castigo del infierno? ¿Por qué?

 

La ‘Suma contra los gentiles’ es un tesoro inestimable de doctrina, tristemente poco conocido. Suele ocurrir que los interesados en el pensamiento de santo Tomás se concentran casi que exclusivamente en la gran “Summa Theologiae”, y no les falta razón, pues es su obra de madurez. Pero el aquinate escribió muchas otras obras en las cuales también sacó a relucir su inmenso genio y nos legó un tesoro doctrinal de enorme importancia. Tal es el caso de la “Contra gentes”, escrita solo un par de años antes de iniciar su otra gran ‘Summa’. Está dividida en cuatro libros, divididos a su vez en capítulos. En el capítulo 144 del libro tercero santo Tomás se pregunta por la eternidad de la pena o castigo debido al pecado mortal. Tema que despierta gran interés, pues a primera vista podría parecer desmedido un castigo eterno por un acto llevado a cabo en el tiempo e incluso en cuestión de minutos.

Recuerdo hace muchos años una conversación con un familiar, me decía que le parecía absurdo pensar en la existencia de un infierno eterno, siendo que un pecado era algo que se realizaba en cuestión de minutos. En esa época no tuve yo mucho qué responderle, tendría unos 17 años. Y ciertamente parece desproporcionado. Por ejemplo, un pensamiento impuro, es algo que ciertamente puede ocurrir en cuestión de segundos… y, a pesar de su duración, es merecedor de un infierno que es eterno. Parece difícil de aceptar algo así.

Entonces en este capítulo 144 santo Tomás desarrolla algunas reflexiones sobre este tema, que permiten vislumbrar el motivo de todo esto y entender, al menos en parte, el porqué de la eternidad del castigo. Veremos algunas.

El primer argumento o reflexión que desarrolla santo Tomás es muy interesante. Se basa en el concepto de ‘privación’. La privación es un concepto usado en filosofía y que se refiere al hecho de que algo que una cosa por naturaleza debía poseer, le falte. Entonces por ejemplo la ceguera En el hombre es cierta privación, porque ciertamente la facultad de ver es propia de la naturaleza del hombre, y si por alguna razón carece de ella, se dice que está privado de la visión. Distinto es la facultad de volar, que no es propia de la naturaleza humana. Que el hombre no vuele no es en él una privación, pues de hecho no tiene por qué hacerlo, atendiendo a su naturaleza propia.

Ahora bien, unos capítulos atrás santo Tomás demostró que la eterna bienaventuranza del hombre, o sea el fin último del hombre, que es la visión de Dios, es algo que no puede darse en esta vida. O sea, que no es propio de la naturaleza humana alcanzar en esta vida terrena la eterna felicidad que es consecuencia de la visión de la divina esencia, eso solo puede ser propio del cielo, o solo puede darse en el cielo.

Lo anterior viene a significar que no poseer la eterna bienaventuranza no es algo que pueda representar una privación en esta vida, pues no es propia de esta vida, sino que hay que decir que la pérdida de la bienaventuranza solo puede considerarse privación en la otra vida, después de la muerte. O, en otras palabras, no es castigo no poseer le eterna felicidad en esta vida, pues no es propia de esta vida. Pero no poseerla después de la muerte, sí tiene razón de privación y castigo, pues allí sí que podía el hombre llegar a poseerla.

Pero resulta que después de esta vida el hombre no está en condiciones de hacer algo para obtener o para perder la eterna bienaventuranza (merecer), pues se encuentra en estado de separación respecto del cuerpo, y requiere de este para actuar de acuerdo a su naturaleza propia y plena. Por lo tanto, si en el momento de la muerte el alma se encuentra dispuesta de tal manera que su voluntad está apartada del fin último por su inclinación desordenada a las criaturas, después de la muerte dicha inclinación no cambia, ni puede cambiar, pues para ello necesitaría el alma unirse de nuevo al cuerpo, para poder llevar a cabo actos meritorios.

Luego presenta santo Tomás este otro argumento.

Apud divinum iudicium voluntas pro facto computatur”, ante el juicio de Dios, el querer se computa por el hecho; es decir, ante la mirada de Dios, que ve lo interior, el querer obrar mal es similar a haberlo hecho efectivamente. Y santo Tomás nos va a decir que aquél que, rechazando el bien infinito de la eterna bienaventuranza, prefiere ir tras del bien creado y finito pecando, da con eso señal clara de que, si tuviera la oportunidad de elegir entre ese gozo finito, pero gozado por toda la eternidad, y el gozo de la eterna bienaventuranza, hubiera seguramente elegido el primero. Lo cual, según el principio puesto arriba, nos dice que el castigo ha de ser proporcionado al querer, y debe entonces ser interminable, pues de manera interminable hubiera deseado el pecador poder poseer el objeto de su pecado.

Con otras palabras: el pecador cuando peca realiza una elección, en vez de elegir el bien de la bienaventuranza eterna, escoge el bien finito del placer pasajero. Lo cual indica que, si se le presentara la posibilidad de gozar eternamente de ese bien pasajero, con más razón lo elegiría aún, puesto que, aunque finito lo antepuso a la eterna felicidad junto a Dios. Por ende, es justo que quien así eligió, reciba una pena proporcionada a su querer y este eternamente privado de aquél bien que osó rechazar.

Y finalmente pone santo Tomás otra reflexión.

Dice que es costumbre creer que las penas civiles son puestas para corrección de los vicios de los hombres, por donde muchos han creído que la pena del infierno debe ser temporal puesto que tendría ese carácter purgativo o correctivo meramente, como ocurre con el delincuente que es condenado a cierto número de años en la cárcel, para su enmienda personal. Santo Tomás responde que es correcto pensar que las penas en la sociedad humana son impuestas para enmienda de los vicios, pero ello no implica que todas las penas deban ser temporales, pues ocurre, por ejemplo, que se aplica la pena de muerte en algunos casos de particular gravedad, y esa pena no tiene nada de temporal, sino que es bastante definitiva. Y en ese caso la enmienda que se busca no es la del castigado, sino más bien la del resto de la sociedad, en cuanto se busca persuadir a los malos de no cometer esa clase de crímenes, movidos por lo terrible del castigo. Entonces la pena eterna del infierno, aunque no es realizada para enmienda del propio pecador así castigado, sí es impuesta para enseñanza de la sociedad cristiana, para que, meditando en la gravedad de la pena, se aparte de cometer los pecados que a ella conducen.

 

Así concluye santo Tomás el capítulo 144.

Son tres reflexiones que nos pueden ayudar a profundizar en el misterio del infierno y de la pena eterna debida al pecado mortal, incluso a un solo pecado mortal. Cosa que puede parecer desproprocionada, pero vista a la luz de la fe, resulta enteramente justa y en coherencia con el propio querer del pecador. Porque lo que aquí nos está diciendo santo Tomás es que, en el fondo, el pecador recibe lo que quería recibir, pues eligió apartarse del bien eterno y eso recibe, el apartamiento eterno del bien.

 

 

Leonardo Rodríguez Velasco


sábado, 27 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXXVIII: La felicidad suprema del hombre consiste en la contemplación de Dios (Suma contra los gentiles)




Si, pues, la felicidad suprema del hombre no está en los bienes exteriores, llamados de fortuna, ni en los bienes del cuerpo, ni en los del alma respecto a la parte sensitiva, ni tampoco en los de la parte intelectiva respecto a los actos de las virtudes morales, ni en las intelectuales que se refieren a la acción, como son el arte y la prudencia, resultará que la suprema felicidad del hombre consistirá en la contemplación de la verdad.

Pues esta operación es propia exclusivamente del hombre, no habiendo otro animal que en modo alguno la posea.

Es más, tampoco se ordena a cosa alguna como a fin, puesto que la contemplación de la verdad se busca por olla misma.

Incluso por esta operación se une el hombre a los seres superiores, asemejándoseles, porque ésta es, entre las operaciones humanas, la única que se encuentra en Dios y en las substancias separadas.

Además, con esta operación se aproxima a los seres superiores al conocerlos de algún modo.

Por otra parte, el hombre se basta a sí mismo para esta operación, ya que para realizarla apenas precisa la ayuda de las cosas externas. Y, por último, todas las otras operaciones parecen estar ordenadas a ésta como a su fin. Pues para una perfecta contemplación se requiere la integridad corporal, que es fin de todas las cosas artificiales necesarias para la vida. Requiérese también el sosiego de las perturbaciones pasionales, que se alcanza mediante las virtudes morales y la prudencia; y también el de las perturbaciones externas, que es lo que persigue en general el régimen de vida social. De modo que, bien atendidas las cosas, todos los oficios humanos parecen ordenarse a favor de quienes contemplan la verdad.

No es posible, sin embargo, que la suprema felicidad humana consista en la contemplación ordenada a la comprensión de los principios, la cual es imperfectísima en razón de su máxima universalidad y tiene un conocimiento meramente potencial de las cosas; además, es principio que nace de nuestra propia naturaleza, y no fin del estudio humano acerca de la verdad. Tampoco lo es la contemplación perteneciente a las ciencias cuyos objetos son las cosas inferiores, ya que la felicidad se ha de dar en la operación del entendimiento, que versa sobre las cosas más nobles. Resulta, pues, que la suprema felicidad humana consiste en la contemplación sapiencial de las cosas divinas.


Así, vemos, por vía de inducción, lo que anteriormente (c. 25) probamos por deducción, o sea, que la suprema felicidad humana sólo consiste en la contemplación de Dios.

viernes, 26 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXXIII: La felicidad humana no está en la parte sensitiva (Suma contra los gentiles)




Lo mismo sirve para demostrar que el sumo bien del hombre tampoco está en los bienes de la parte sensitiva, ya que dichos bienes son comunes a hombres y animales.

El entendimiento es mejor que el sentido, y, por eso, el bien del entendimiento es mejor que el del sentido. Por lo tanto, el sumo bien del hombre no está en la parte sensitiva.

Si el sumo bien estuviera en los sentidos, consistiría en el comer y en los actos venéreos, que son las máximas delectaciones sensitivas. Pero, como no está en ello, síguese que el sumo bien del hombre no está en la parte sensitiva.


Apreciamos los sentidos por la utilidad y conocimiento que reportan. Sin embargo, su utilidad está ordenada a bienes corporales; mientras que el conocimiento sensitivo se ordena a la parte intelectiva; por eso los animales privados de entendimiento no se deleitan al sentir sino porque está ordenado a la utilidad propia del cuerpo, ya que por los sentidos conocen la comida y el placer venéreo. Luego el sumo bien del hombre, que es la felicidad, no está en la parte sensitiva.

jueves, 25 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXXII: La felicidad no consiste en los bienes corporales (Suma contra los gentiles)



Por razones similares se ve claramente que la felicidad humana no está en los bienes del cuerpo, tales como la salud, la hermosura y la fortaleza. Pues todas estas cosas son comunes a los buenos y a los malos; además, son inestables y no caen bajo el imperio de la voluntad.

Por otra parte, el alma es mejor que el cuerpo, porque éste no vive ni goza de dichos bienes si no es por el alma. Por lo tanto, los bienes del alma, como entender y semejantes, son mejores que los del cuerpo. En consecuencia, los bienes del cuerpo no constituyen el sumo bien del hombre.

Los bienes del cuerpo son comunes a hombres y animales. Mas la felicidad es un bien propio del hombre. Luego la felicidad humana no puede consistir en dichos bienes.


Hay animales que están mejor dotados que el hombre en bienes corporales, pues unos son más veloces que el hombre, otros más robustos, etcétera. Por lo tanto, si el sumo bien del hombre consistiera en estas cualidades, el hombre no sería el animal mejor; lo cual es falso. Luego la felicidad humana no consiste en los bienes corporales.

miércoles, 24 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXXI: La felicidad no está en el poder mundano (Suma contra los gentiles)

Es asimismo imposible que el sumo bien del hombre esté en el poder mundano, ya que en su obtención interviene en gran manera el azar; además, es mudable y no depende de la voluntad humana, y con frecuencia está en manos de los malos. Todo lo cual, como consta por lo dicho (capítulo 28 ss.), se opone al concepto de sumo bien.
Llamamos principalmente bueno al hombre que ha alcanzado el sumo bien. Mas por el hecho de ser poderoso no se le considera ni bueno ni malo, ya que ni es bueno quien puede hacer el bien ni malo quien puede hacer el mal. Luego el sumo bien del hombre no consiste en ser poderoso.
Toda potencia dice relación a otra cosa. Pero el sumo bien no importa relación alguna. Por lo tanto, la potencia no es el sumo bien del hombre.
No puede ser el sumo bien aquello de que podemos usar bien y mal, pues es mejor lo que no podemos usar para mal. Sin embargo del poder podemos usar bien y mal, puesto que “las potencias racionales están ordenadas a lo opuesto”. Luego el poder humano no es el sumo bien del hombre.
Si algún poder fuera el sumo bien, debería ser perfectísimo. Sin embargo, el poder humano es imperfectísimo, puesto que se funda en la voluntad y opinión de los hombres, que son sumamente inconstantes. Además, cuanto mayor se considera un poder, tanto de más cosas depende; y esto es un signo de su propia flaqueza, porque lo que depende de muchos puede deshacerse de muchas maneras. Por lo tanto, el sumo bien del hombre no está en el poder mundano.
Así, pues, la felicidad humana no está en ningún bien exterior, porque los bienes exteriores, que se llaman “bienes de fortuna” están supeditados a los expuestos en el capítulo 28 y siguientes.

martes, 23 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXX: La felicidad humana no está en las riquezas (Suma contra los gentiles)



De esto se desprende que tampoco las riquezas son el sumo bien del hombre.

Si apetecemos las riquezas, es en atención a otra cosa, pues por sí mismas no producen bien alguno, sino sólo cuando nos servimos de ellas para la sustentación del cuerpo o para cosas semejantes. Sin embargo lo que es sumo bien se desea por él mismo y no en atención a otro. Así, pues, las riquezas no son el sumo bien del hombre.

El sumo bien del hombre no puede consistir en la posesión o conservación de aquellas cosas que mayor provecho le dan cuando se desprende de ellas. Las riquezas rinden el mayor provecho cuando se las gasta pues para eso sirven. Según esto, la posesión de las riquezas no puede ser el sumo bien del hombre.

El acto virtuoso es laudable porque nos aproxima a la felicidad. Ahora bien, más laudable es el acto de liberalidad y de magnificencia. -virtudes que respectan a la riquezaB por el que nos desprendemos de la riqueza, que el acto de conservarlas; de esto reciben el nombre dichas virtudes. Luego la felicidad humana no puede consistir en la posesión de las riquezas.

Aquello en cuya consecución está el sumo bien del hombre ha de ser lo mejor para él. Pero el hombre es mejor que las riquezas, pues éstas son ciertas cosas ordenadas a su servicio. El sumo bien del hombro no está, pues, en las riquezas.

El sumo bien del hombre no puede estar sometido al azar, porque lo fortuito acontece sin que la razón lo inquiera, y es, preciso que el hombre alcance su último fin racionalmente. Ahora bien, en la consecución de las riquezas ocupa un lugar preminente el azar. Luego la felicidad humana no consiste en las riquezas.


Además, lo veremos claramente si consideramos que las riquezas se pierden involuntariamente, que pueden sir a poder de los malos quienes necesariamente han de carecer del sumo bien y que son inestables, y otras cosas parecidas, que fácilmente pueden deducirse de las razones expuestas (c. 28 ss.)

lunes, 22 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXIX: La felicidad humana no consiste en la buena reputación (Suma contra los gentiles)


 

Por lo dicho vemos también que el sumo bien del hombre no consiste en la reputación que se tiene por la nombradía.

La reputación buena es, según Cicerón, “una laudable opinión habitual”; y, según San Ambrosio, “un conocimiento cierto y laudatorio”. Ahora bien, el objeto que los hombres persiguen al darse a conocer con cierta alabanza y notoriedad es recibir honor de quienes los conocen. Luego la reputación se busca por el honor. En consecuencia, si el honor no es el sumo bien, menos lo será la reputación.

Son bienes laudables los que manifiestan que alguien está, ordenado al fin. Pero quien se ordena al fin, todavía no ha alcanzado el fin último. Según esto, a quien consiguió el último fin no se le tributa alabanza sino más bien honor, como dice el Filósofo en el I de los “Éticos”. Por lo tanto, como la reputación consiste principalmente en la alabanza, no puede ser el sumo bien.

Es más noble conocer que ser conocido pues el conocer es privativo de las criaturas superiores, mientras que el ser conocidas compete a las inferiores. Así, pues, el sumo bien del hombre no puede ser la reputación, que consiste en que alguien sea conocido.

Todo hombre desea ser conocido en sus buenas obras y busca pasar inadvertido en las malas. Luego ser conocido es bueno y deseable por los bienes que en uno se conocen. Por lo tanto, los bienes son mejores que el ser conocido. Por consiguiente, la reputación, que consiste en que uno sea conocido, no puede ser el sumo bien del hombre.

El bien sumo debe ser perfecto, puesto que aquieta el apetito. Mas la publicidad de la fama, en que consiste la gloria humana, es imperfecta, porque encierra mucho de incertidumbre y de error. Luego tal gloria no puede ser el sumo bien del hombre.


Lo que se considera como sumo bien del hombre ha de gozar de la máxima estabilidad entre las cosas humanas, puesto que naturalmente deseamos una prolongada permanencia en el bien. Sin embargo, la reputación que se tiene por la fama es sumamente variable, porque nada cambia tanto como la opinión y la alabanza humanas. Luego tal reputación no puede ser el sumo bien del hombre.

domingo, 21 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXVIII: La felicidad no consiste en los honores (Suma contra los gentiles)



Lo dicho demuestra también que en los honores tampoco está el sumo bien del hombre que es la felicidad.

El fin último del hombre y su felicidad consisten en una perfectísima operación propia, como consta por lo dicho (c. 25). Mas el honor del hombre no consiste en una operación propia, sino en la de aquel que se lo tributa. Luego la felicidad humana no debe ponerse en los honores.

Lo que es bueno y deseable en atención a otro no es el último fin. Y tal es el honor, pues nadie recibe honor rectamente si no es en atención a algún bien que posee. Porque los hombres buscan recibir honores como si quisieran tener un testimonio de algún bien que en ellos existe; de ahí que su mayor gozo sea el recibir honor de los grandes y de los sabios. Luego la felicidad del hombre no debe ponerse en los honores.

A la felicidad se llega por medio de la virtud. Pero las operaciones virtuosas son voluntarias, pues de lo contrario no serían laudables. Según esto, la felicidad debe ser algún bien al que el hombre llegue voluntariamente. Sin embargo, el tributo del honor está más bien en poder de quien honra y no en poder de quien es honrado. No debe, pues, establecerse la felicidad humana en los honores.

Solamente los buenos son dignos de honor. Sin embargo, los malos pueden recibirlo también. Luego es mejor hacerse digno de él que recibirlo. Por lo tanto, el honor no es el sumo bien del hombre.


El sumo bien es un bien perfecto, y el bien perfecto no soporta anal alguno. Pero quien en sí no tiene mal alguno es imposible que sea malo. No es posible, pues, que sea malo quien tiene el sumo bien. Sin embargo, un hombre malo puede recibir honor. Luego el honor no puede ser el sumo bien del hombre.

sábado, 20 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXVII: La felicidad humana no consiste en los deleites carnales (Suma contra los gentiles)



Lo dicho manifiesta la imposibilidad de que la felicidad humana consista en los deleites carnales, de los cuales son los principales la comida y el placer sexual.

Se ha demostrado (c. prec.) que, según el orden natural, la delectación es para la operación, y no lo contrario. Luego, si las operaciones no fueren el último fin, tampoco las delectaciones que las siguen serán el último fin o algo concomitante. Ahora bien, nos consta que las operaciones a que siguen dichas delectaciones no son el último fin, porque están ordenadas a otros fines manifiestos; por ejemplo, la comida a la conservación del individuo, y el coito a la generación de la prole. Luego dichas delectaciones no pueden ser el último fin ni algo concomitante. Por lo tanto, no se ha de poner en ellas la felicidad.

La voluntad es superior al apetito sensitivo, puesto que lo mueve, según dijimos antes (c. 25). Si la felicidad no consiste, como se demostró (c. prec.), en el acto de la voluntad mucho menos consistirá en las delectaciones mencionadas, que radican en el apetito sensitivo.

La felicidad es cierto bien propio del hombre; porque a los brutos no podemos llamarlos felices con propiedad, sino abusivamente. Si dichas delectaciones son comunes a los hombres y a los brutos, no habrá de ponerse en ellas la felicidad.

El último fin es lo más excelente de cuanto pertenece a una cosa, porque tiene razón de óptimo. Pero estas delectaciones no le convienen al hombre en atención a lo que hay de más noble en él, que es el entendimiento sino en atención al sentido. Luego no puede ponerse en tales delectaciones la felicidad.

La perfección suma del hombre no puede consistir en su unión con las cosas más bajas que él, sino en su unión con alguna más alta, porque el fin siempre es mejor que lo ordenado al fin. Como tales delectaciones consisten en que el hombre se une mediante el sentirlo con las cosas más bajas que él, es decir, con ciertos objetos sensibles, síguese que la felicidad no puede establecerse en ellas.

Lo que sólo es bueno cuando está moderado, no es bueno de por sí, puesto que recibe la bondad de quien lo modera. Ahora bien, el uso de tales delectaciones sólo es bueno para el hombre cuando está moderado; de no ser así, unas a otras se estorbarían. No son, pues, de por sí un bien para el hombre. Sin embargo, lo que es sumo bien es de por sí bueno, porque lo que es de por sí es mejor que aquello que es por otro. Luego tales delectaciones no son el sumo bien del hombre, que es la felicidad.

En todo lo que es de por sí, a lo más sigue lo más, si a lo esencial sigue lo esencial; por ejemplo: si lo cálido calienta, lo más cálido calienta más, y lo sumamente cálido calentará sumamente. Si, pues dichas delectaciones fueran buenas de por sí sería preciso que el mayor uso de las mismas fuera lo mejor. Y esto es evidentemente falso, pues el uso excesivo de ellas se considera como vicio, y es incluso nocivo al cuerpo, y amortigua su propio deleite. Por lo tanto, no son de por sí un bien del hombre. Luego en ellas no consiste la felicidad.

Los actos de las virtudes son laudables por el hecho de estar ordenados a la felicidad. Si la felicidad humana consistiera en dichas delectaciones, sería más laudable el acto virtuoso de entregarse a ellas que el de abstenerse. Y esto es claramente falso, pues la principal alabanza del acto de la templanza es por la abstención de las delectaciones; y en esto se basa su definición. Luego la felicidad humana no está en dichas delectaciones.

El fin último de todas las cosas es Dios, según consta por lo dicho (capítulo 17). Así, pues, el último fin del hombre deberá establecerse en lo que más le aproxime a Dios. Ahora bien, por estas delectaciones es impedido el hombre de la máxima aproximación a Dios, que se logra por la contemplación, que ellas estorban grandemente, puesto que principalmente arrastran al hombre hacia las cosas sensibles y, en consecuencia, le apartan de las inteligibles. Por lo tanto, la felicidad humana no puede establecerse en las delectaciones corporales.

Con esto se rechaza el error de los epicúreos, quienes ponían la felicidad en esos deleites; en nombre de los cuales dice Salomón en el Eclesiastés: “He aquí lo que yo he hallado de bueno: que es bueno comer, beber y disfrutar con alegría en medio de tanto afán…, y ésta es la parte del hombre”. Y en la Sabiduría: “Quede por doquier rastro de nuestras liviandades, que ésta es nuestra porción y nuestra suerte”.

Y también se rechaza el error de los cerintianos, quienes, en la última felicidad, “después de la resurrección imaginaron que vivirían mil arios en el reino de Cristo gozando de las bajas delicias carnales; por eso fueron llamados “kiliastas”, equivalente a “milenarios”.


Y se rechazan también las fábulas de judíos y sarracenos, que ponen en dichos deleites la recompensa de los justos, puesto que la felicidad es el premio de la virtud.

viernes, 19 de agosto de 2016

CAPÍTULO XXV: El fin de toda substancia intelectual es el entender a Dios (Suma contra los gentiles)



Como todas las criaturas, incluso las que carecen de entendimiento, estén ordenadas a Dios como a su último fin, y cada una de ellas lo alcance en la medida en que participa de la semejanza divina, las criaturas intelectuales lo alcanzan de un modo especial, es decir, entendiendo con su propia operación a Dios. Por ello es preciso que esto sea el fin de la criatura intelectual, o sea, entender a Dios.

Según se demostró (c. 17), el fin último de todas las cosas es Dios, pues cada una intenta unirse a Dios, como último fin, todo cuanto puede. Ahora bien, una cosa se une más íntimamente a Dios si es capaz de alcanzar de alguna manera su substancia, lo cual se realiza cuando uno puede conocer algo de la substancia divina, consiguiendo una determinada semejanza de la misma. Según esto, la substancia intelectual tiende al conocimiento de Dios como a su último fin.

El fin es la operación propia de cada ser, pues es su segunda perfección; por eso, lo que está bien dispuesto para su propia operación se llama virtuoso y bueno. Mas la operación propia de la substancia intelectual es el entender. Luego el entender es su fin. Por lo tanto, lo que sea perfectísimo en esta operación, eso será el último fin, sobre todo en aquellas operaciones que no están ordenadas a cosas externas como son el entender y el sentir. Y como dichas operaciones reciben la especie de los objetos y mediante ella los conocen, es preciso que una cualquiera de ellas sea tanto más perfecta cuanto más perfecto sea su objeto. Y así, entender el inteligible perfectísimo, que es Dios, será lo perfectísimo en este género de operación, que es l entender. Por lo tanto conocer a Dios, entendiéndolo, es el fin último de toda criatura intelectual.

Sin embargo, alguien puede decir que el fin último de la substancia intelectual consiste ciertamente en entender un máximo inteligible; pero el máximo inteligible de esta o de aquella substancia intelectual no es el máximo inteligible absoluto, porque cuanto más alta es una substancia, tanto más noble y excelente yes su inteligible máximo. Por esto, la suprema substancia intelectual creada tiene posiblemente por máximo inteligible lo que es máximo en absoluto; y por ello su felicidad consistirá en entender a Dios; sin embargo, otra substancia intelectual inferior tendrá que entender un inteligible inferior, que es, no obstante lo máximo de cuanto ella entiende. Y sobre todo, parece que el entendimiento humano dada su debilidad, no ha de poder entender lo máximo inteligible absoluto; porque, en relación con lo máximo inteligible, es “como el ojo de la lechuza respecto al sol”.

No obstante, se ve claramente que el fin de cualquier substancia intelectual, por ínfima que sea, es el entender a Dios. Hemos demostrado antes (c. 17) que l fin último a que tienden todos los seres es Dios. El entendimiento humano, aunque en el orden de las substancias intelectuales es el más bajo, no obstante es superior a todos los seres que carecen de entendimiento. Si pues, una substancia más noble no puede tener un fin menos noble, el fin del entendimiento humano será el mismo Dios. Pero todo ser inteligente alcanza su último fin por el hecho de entenderlo, según vimos. Luego el entendimiento humano, entendiendo, llega a Dios como último fin.

Así como las cosas que carecen de entendimiento tienden hacia Dios como fin por vía de semejanza, así las substancias intelectuales tienden hacia Él por vía de conocimiento, según consta por lo dicho. Pero, aunque las cosas que carecen de entendimiento tiendan a asemejarse a sus próximos agentes, no obstante su tendencia natural no descansa ahí pues tiene por fin el asemejarse al sumo bien, como vimos (c. 19), aunque dicha semejanza la alcancen de modo imperfectísimo. Así, pues, lo poco que el entendimiento humano pueda percibir del conocimiento divino, eso será para él su último fin, más bien que cualquier conocimiento perfecto de los inteligibles inferiores.

Lo que principalmente desea cada cual es su último fin. El entendimiento humano desea y ama y sobremanera se deleita en el conocimiento de lo divino, por menguado que sea, mucho más que con el conocimiento perfecto que tiene de las cosas inferiores. Luego el último fin del hombre es el entender de alguna manera a Dios.

Cada cual tiende a la semejanza divina como a su propio fin. Luego aquello que más le asemeje a Dios será su último fin. La criatura intelectual se asemeja principalmente a Dios por el hecho de ser inteligente, pues tiene sobre todas las criaturas, esta semejanza que incluye todas las otras. Ahora bien, en este género de semejanza más se asemeja a Dios cuando entiende en acto que cuando entiende habitualmente o en potencia; porque Dios está siempre entendiendo en acto, según se probó en el libro primero (c. 56). Y, entendiendo en acto se asemeja todavía más a Dios, puesto que lo entiende; pues Él, al entenderse a sí mismo, entiende todo lo demás, según se probó en el libro primero (c. 49). Por lo tanto, el fin último de la criatura intelectual es el entender a Dios,

Lo que sólo es amable por su ordenación a otro, lo es con relación a aquello que es exclusivamente amable de por sí; y no cabe suponer un proceso infinito en el apetito natural, porque el deseo natural se frustraría al no poderse rebasar el infinito. Ahora bien, todas las ciencias, artes y potencias prácticas, son únicamente amables en orden a otra cosa, porque su fin no es el saber, sino el obrar. Sin embargo, las ciencias especulativas son amables en sí mismas, porque su fin es el saber mismo. Es más, fuera de la consideración especulativa, cualquier acción humana tiene un fin distinto de sí. Pues incluso la acción de jugar, que al parecer, no tiene finalidad alguna, tiende a un fin debido por ejemplo, el de aliviar de algún modo la mente, para que después podamos realizar mejor las operaciones más pesadas; de lo contrario, si el juego se buscara de por sí, deberíamos jugar siempre; y esto es incongruente. Luego las artes prácticas están ordenadas a las especulativas, e, igualmente, toda operación humana se ordena a la especulación intelectual como a su fin. Pero el fin último de todas las ciencias y artes es propio al parecer, de aquella a que se ordenan, la cual es como directora y normativa de las demás; así, el arte de navegar, al cual se ordena el fin de la nave, que es su propio uso, da normas y dirige al arte de construir naves. -En esta situación se encuentra la filosofía “prima” con relación a las demás ciencias especulativas, pues todas dependen de ella en cuanto que de ella reciben sus principios y las normas contra quienes niegan los principios; y esta filosofía “prima” se ordena de por sí al conocimiento de Dios como a su último fin, y por eso se llama “ciencia divina”. Luego el conocimiento de Dios es el fin último del conocimiento y de la operación del hombre.

Es preciso que en todos los agentes y motores ordenados, el fin del primer agente y motor sea el ultimo de todos, como el fin del jefe del ejército es el último de quienes combaten a sus órdenes. Ahora bien, entre todas las partes del hombre, el entendimiento es el motor superior, pues el entendimiento mueve al apetito proponiéndole su objeto; el apetito intelectivo, que es la voluntad, mueve a los apetitos sensitivos, que son el irascible y el concupiscible (por eso no obedecemos a la concupiscencia sin mandato expreso de la voluntad); y el apetito sensitivo una vez consiente la voluntad, mueve al cuerpo. Así, pues, el fin del entendimiento es a la vez el fin de todas las acciones humanas. “Mas el fin y el bien del entendimiento es la verdad”. En consecuencia, el último fin es la primera verdad. Luego el fin último y total del hombre, incluidas sus operaciones y deseos, es el conocer la verdad primera que es Dios.

En todos los hombres hay un deseo natural de conocer las causas de todo cuanto ven; por eso, al principio admirados los hombres de lo que veían y no conociendo sus causas comenzaron a filosofar; y, al encontrarlas, se aquietaban. Mas es de advertir que la inquisición no cesa mientras no se llega a la causa primera; “pues cuando conocemos la causa primera, entonces juzgamos que sabemos de verdad”. Luego el hombre desea naturalmente conocer como último fin la causa primera. Y esta causa primera de todo es Dios. Según esto, el último fin del hombre es el conocer a Dios.

El hombre desea naturalmente conocer la causa de cualquier efecto conocido. Ahora bien, el entendimiento humano conoce el ente universal. Desea, pues, conocer su propia causa, que es solamente Dios, según probamos en el libro segundo (c. 15). Pero nadie alcanza su último fin mientras no se aquieta su deseo. Por lo tanto, a la felicidad humana, que es su último fin, no le basta cualquier conocimiento intelectual, si no cuenta con el conocimiento de Dios, que pone término, como último fin, al deseo natural. Luego el fin último del hombre es conocer a Dios.

El cuerpo, que con apetito natural tiende a su propio lugar, tanto más impetuosa velozmente se mueve cuanto más se acerca al fin; por eso prueba Aristóteles, en el I “Del cielo”, que el movimiento natural rectilíneo no tiende hacia el infinito, ya que después no se movería más que antes. Según esto, lo que, tendiendo hacia algo, se mueve con más vehemencia después que antes en dirección a lo que tiende, no se mueve hacia el infinito, sino hacia algo determinado. Y tenemos un ejemplo en el deseo de saber; pues cuanto más cosas sabe uno, tanto más le afecta el deseo de saber. Por lo tanto, en el hombre, el deseo natural de saber tiende hacia un fin determinado. Y éste no puede ser otro que un objeto nobilísimo de conocimiento, es decir Dios. Luego el conocer a Dios es el fin último del hombre.

El fin último del hombre y de toda substancia intelectual se llama “felicidad” o “bienaventuranza”; pues esto es lo que desea como fin último toda substancia intelectual, y lo desea de por sí. En consecuencia, la bienaventuranza y felicidad última de cualquier substancia intelectual es el conocer a Dios.

Por este motivo dice San Mateo: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Y San Juan: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, verdadero Dios”.


La opinión de Aristóteles está de acuerdo con esta sentencia, pues en el último de los “Éticos” dice que la felicidad última del hombre es “especulativa, en cuanto a la especulación del objeto nobilísimo de conocimiento”.