Hasta ahora hemos visto la emancipación
y la dignidad de la mujer llevada a cabo por algunos principios generales del
cristianismo, principios sublimes dignos de la eterna sabiduría de un Dios.
Pero la ley del Crucificado miró con especial cariño la condición social de
nuestra compañera; y, en este punto, el mismo Redentor sacó las consecuencias
de sus doctrinas. El mismo aplicó a la mujer sus principios regeneradores. Y el
medio principal de que se valió para conseguir su objeto fue dar todo el realce
y toda la santidad posible a la institución sacrosanta, por la cual se unen las
dos mitades del género humano para no formar más que un solo y mismo ser La
augusta majestad del sacramento fue desde entonces divina ceremonia religiosa,
que rodeó de celestial pureza el instante solemne en que una criatura entrega a
otra la propiedad de su cuerpo y el cariño de su alma: los cónyuges se unieron
en el seno de Dios ; el matrimonio se celebró en el cielo y se consumó en la
tierra. El cielo fue invocado como testigo y depositario del compromiso más
solemne que contrae el hombre en la vida; y a los pies del santuario, en el
misterio de la Divinidad con la bendición del sacerdote, entre admirables plegarias
invocando la gracia divina, se realizó el acto que mejor simboliza en la tierra
el prodigio de la creación: prodigio él también, incomprensible, inexplicable,
que como en los días de la formación de los mundos saca del caos de la nada
nuevos seres inteligentes y libres, nuevas imágenes vivas del Supremo Hacedor,
nuevas criaturas que en alas de la razón podrán elevarse a la contemplación
divina, y en alas de la espiritualidad de su alma irán a perderse en el seno
del Altísimo y vivirán allí vida inmortal en el transcurso infinito de los
siglos.
¡Qué diferencia entre el
sacramento cristiano y el matrimonio “per coemptio” y “per usus” del paganismo!
¡Qué diferencia tan profunda entre esta augusta majestad del matrimonio
sacramento y las mismas solemnidades religiosas de la antigua “confarreatio”.
En adelante, ni aun como mera ficción legal podrán ya aplicarse al matrimonio
las doctrinas de la prescripción y de la compraventa; en vano pretenderá el
hombre fundar en ellas sus derechos de esposo; si otras solemnidades más
augustas no vienen a santificar sus afectos, la compañera de su vergonzoso
extravío merecerá cuando más el nombre de concubina, jamás el título de esposa.
Desaparecen las ceremonias simbólicas del rapto, los simbólicos recuerdos de la
tiranía marital que encontrábamos en el antiguo matrimonio religioso de los
pueblos paganos. Ahora el sacerdote bendiciendo a los nuevos esposos, dice al marido que le entrega en su mujer una
compañera y no una sierva, y recuerda a la mujer que es el marido su protector
y su amparo, les repite a ambos que Dios ha unido sus destinos en la eternidad
y quedan en adelante unidos por los vínculos más fuertes y poderosos que pueden
estrecharlos en la tierra.
El principio de la igualdad
universal es el primero que el Evangelio aplica a la institución del matrimonio
al proclamar la igualdad del siervo y del señor, del pobre y del magnate, del
esclavo y del tirano, del oprimido y del opresor, proclamó también la igualdad
del marido y de la mujer. La esposa, antes sometida en su persona y en sus
bienes, la arbitrariedad al despotismo del marido que sobre ella tenía derecho
de vida y muerte se convierte en la compañera inseparable del hombre que le consagró
sus destinos. El Evangelio les ha dado distinta misión en la familia, pero
iguales derechos, idénticos deberes. Así es que antes la mujer abandonaba su
familia para entrar en la del marido, y ahora el varón abandonará a su padre y
a su madre para unirse a su esposa, y ambos formarán una nueva familia, un
nuevo hogar.
« Lo que la ley divina prohíbe a
uno de los cónyuges, dice San Jerónimo, es obligatorio para ambos. Distintas de
las leyes de los Cesares son las leyes de Cristo, distintos los preceptos del
Papiniano y los del apóstol Pablo. Los paganos dan rienda suelta a las
impúdicas pasiones del hombre, le permiten el adulterio con tal que no lo perpetre
con mujer casada, le dejan violar el pudor de las esclavas, y consienten que se
cubra de infamia en las casas de meretrices. Entre nosotros, Por el contrario,
lo que no puede hacer la mujer tampoco puede hacerlo el hombre: idénticos son los
deberes de ambos esposos ».
Los pueblos de la antigüedad
únicamente castigaban el adulterio de la mujer; aparece el Evangelio, y también
se castiga el adulterio del marido. « Que aquel de vosotros que esté sin pecado
tire la primera piedra», dice la ley de Cristo; y así el varón y la mujer se
ven igualados en la perversidad del delito, del mismo modo que en los
merecimientos de la virtud. Iguales entre sí el padre y la madre, ejercen con
igual autoridad los deberes de la patria potestad; los hijos les deben
igualmente respeto, obediencia, cariño y veneración.
(Tomado de "El matrimonio: su Ley Natural, su historia, su importancia social" de Joaquín Sánchez de Toca Calvo )
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