Hemos visto el documental “What the bleep do we know?, y nos han surgido las siguientes reflexiones.
El documental es una muestra bastante clara de “idealismo científico”. En medio de un despliegue de creatividad sorprendente por parte de los creadores del documental se intentan transmitir básicamente las siguientes ideas:
La realidad no existe. La creamos.
El cerebro es el órgano que “crea” la realidad
Esta “creación” está mediada por la química cerebral asociada a las emociones
Esta química cerebral se hace hábito y consolida “modos” de creación de realidad
Estos “modos” pueden ser cambiados a voluntad
No vamos a entrar en detalles acerca de la teoría cuántica en sí. Baste decir que, al igual que todos los postulados de la ciencia actual, tiene sólo rango de hipótesis falsable.
Lo que sí queremos hacer es un par de aclaraciones de orden “filosófico” pues lo que se pretende en el documental es la defensa de una verdadera filosofía adornada con vocabulario “científico”. Y son las siguientes:
1. Los autores del documental se enredan en varias confusiones:
- Confunden la “causa materialis” con la “causa formalis”
- Reducen la “causa Materialis” a la mera “causa instrumentalis”.
- Confunden en el orden epistemológico lo “id quod” con lo “id quo”
2. De las anteriores confusiones concluyen en un idealismo mucho más radical que el cartesiano o el kantiano y anulan la posibilidad de la ciencia misma.
Inician con un sofisma. Ante el hecho de que las mismas regiones corticales se “activen” ante lo visto y ante lo sólo imaginado concluyen: ¿qué sabemos en realidad? lo cual los lleva a la inevitable consecuencia de que en el fondo es el cerebro quien crea sus realidades. Lo anterior apoyado por el hecho de que la mecánica cuántica establece la imposibilidad de aprehender con certeza la localización de las partículas elementales, principio conocido como de “incertidumbre” de Heisenberg.
¿Por qué calificamos lo anterior como un sofisma? Por partir de un presupuesto falso, aquél según el cual es el cerebro quién conoce. (Confusión “causa materialis”, “causa formalis”). Si el cerebro “conoce”, ¿conoce sus propios estados o modificaciones químicas? En ese caso toda posibilidad de contacto con algo distinto a nosotros mismos es imposible y sería el imperio del solipsismo más absoluto. El reinado de la individualidad radical y la anulación de toda posible comunicación entre personas, pues cada una sería como una isla, absolutamente clausurada sobre sí misma.
Y lo más sorprendente es que ellos mismos reconocen la inevitable presencia de un misterioso “observador” quien finalmente es el que decide. Y entonces ¿cuál es el papel del cerebro ante este observador? ¿No tiene este “observador” la facultad de distinguir entre lo visto y lo sólo imaginado? Si la tiene entonces cae por su base toda la argumentación del documental en favor del idealismo, pero ¿si no la tiene?, pues volvemos a lo mismo, reinado del solipsismo, incomunicabilidad, aislamiento de individualidades absolutas.
¿Y respecto de la ciencia? Peor aún. ¡No existe¡ ¿qué tipo de ciencia sería si tan sólo tuviera validez individual? Porque si eso que llamamos “realidad” es tan sólo creación de cada individuo aislado, entonces cada individuo aislado tendría “su” ciencia, pero jamás “la” ciencia, con aspiraciones de validez universal, y siendo esto así ¿no es acaso paradójico, contradictorio, incoherente y deshonesto que los señores del documental quieran transmitirnos “su” ciencia de la realidad, como si fuera “la” ciencia? ¿No tendríamos derecho también nosotros, sujetos autónomos, a “crear” “nuestra” ciencia? Obviamente sí.
Es el problema que subyace a todo idealismo. Siempre la contradicción lo acecha a la vuelta del camino, y la escapatoria es imposible. Incluso los idealismos con ropaje “cuántico”, “neurocientífico”, etc.
Los historiadores de la ciencia de la escuela francesa reconocieron ya desde el siglo pasado la absoluta necesidad de partir de una concepción realista del mundo para poder construir conocimiento. Un seguro instinto les decía que era esa la única manera de edificar sus disciplinas sobre bases epistemológicas sólidas, y no se equivocaron. Los descalabros y las puerilidades a que se ven abocados los científicos que deciden transitar el camino del idealismo son enormemente instructivos al respecto.
Kant fue mucho más honesto. Para él los “noumenos” nos eran desconocidos, sólo contábamos con el mundo fenoménico. Pero concluía que al no poder decidir sobre la existencia del noumeno tampoco podíamos decidir sobre su inexistencia. Sus epígonos modernos quisieran ir más allá, y afirman que puesto que no los conocemos, ¡no existen!. De una limitación humana deducen una inexistencia en el orden del ser.
¿Qué diríamos si alguien nos dijera que Paris no existe puesto que jamás la ha visitado?
Leonardo R.
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