Se trata, pues, de
encontrar un asidero a nuestra ingenua confianza en nuestros modos de
acercarnos a la realidad. La confianza infantil en nuestros sentidos ha sido
puesta en duda por muchos pensadores desde la antigüedad. Otro tanto puede
decirse de la capacidad de la inteligencia de demostrar que tal o cual juicio
es verdadero. Pero, si dudamos de la inteligencia y de los sentidos, ¿qué
queda? Habría que renunciar a todo conocimiento. Por eso muchos se preguntan:
¿Es razonable, es siquiera posible dudar de su testimonio?
Como en todos los
problemas difíciles que los filósofos investigan, las opiniones se han dividido
y todas tienen buenos argumentos en los cuales apoyar sus tesis. Sin embargo,
es necesario decidirse si queremos seguir adelante en el estudio de la filosofía.
Para ello hemos de sopesar las razones en las que se apoyan las diversas
escuelas. Como el problema es muy difícil y estamos en una introducción, solo
propondremos una visión parcial del mismo. Nos limitaremos a lo esencial y
comenzaremos por reducir las muchas posiciones a tres corrientes principales.
A) El escepticismo.
Si bien no es la
primera en aparecer históricamente, comenzamos por ella por razones
metodológicas únicamente. Los escépticos niegan la capacidad del hombre de
alcanzar la verdad. Hay un escepticismo absoluto que niega toda posibilidad en
todo el ámbito del saber. Pero es muy difícil que una postura tan radical sea
mantenida por mucho tiempo, por lo que la mayoría la atenúa de alguna manera;
ya sea refiriéndola a alguna materia determinada, y, en ese caso, suele
llamarse agnosticismo, o bien aceptando una cierta verdad práctica,
verosimilitud, suelen llamarla, que nos permitiría tomar decisiones concretas.
Los más famosos
escépticos de la antigüedad fueron: Pirrón de Elis, Arcesilao y Carnéades.
Los escépticos, tanto
los famosos de la antigüedad como los menos famosos de la actualidad, ya que,
al menos en la práctica, esta actitud es bastante común, suelen dirigir sus
ataques, en primer lugar, al conocimiento obtenido por experiencia, aquel
elaborado por los sentidos corporales. Se dice que los antiguos llegaron a
presentar 600 ejemplos que mostraban los errores más comunes de la experiencia.
Famoso es el caso de la vara que, al sumergirse en el agua, aparenta quebrarse;
el de las torres cuadradas que, al mirarse de lejos, parecen redondeadas; al
que se desliza por el río, le parece que los árboles retroceden, etc. Ya san
Agustín de Hipona dedicó un libro a la refutación de esta enfermedad
intelectual que paraliza a la inteligencia. Nos parece que esta obra es la más
completa y perfecta refutación de postura tan extrema. En defensa de los
sentidos sostiene que ni el más absoluto de los escépticos se ha atrevido jamás
a negar el hecho del aparecer. Atinadamente observa que los sentidos se limitan
a dar testimonio de que algo se les aparece. Los ojos ven quebrarse la rama en
el agua y dan testimonio de ello. Es la razón la que juzga si es efectivo lo
que aparece al ojo, es decir, si la vara efectivamente se quebró, o bien si se
trata de un fenómeno óptico provocado por un agente que se interpone entre el
ojo y la vara, a saber, el agua.
Dado que hay ese
agente, el ojo acierta al testimoniar lo que ve.
Aristóteles, por su
parte, ya había observado que hasta el más escéptico se va por el camino que
corresponde según los sentidos se lo atestiguan cuando necesita viajar. En
realidad, los ataques al testimonio de los sentidos corporales son muy
ingeniosos, pero no convencen a nadie. El mismo que los da abandona el salón de
clases por la puerta y no por la ventana...
Más grave para la
ciencia es su descalificación de la inteligencia, creyéndola incapaz de
distinguir la verdad del error. Para ello se fundan en las contradicciones de
las teorías filosóficas, en la relatividad del conocimiento y en la imposibilidad
de demostrar todo, por lo que nada queda demostrado en su misma raíz.
Es fácil comprender que
si bien es cierto que los hombre están en desacuerdo en muchísimas cosas, el
afirmarlo es ya conocer una verdad: los filósofos están en desacuerdo; lo que
supone muchas verdades: que hay filósofos; que se distinguen de los demás
hombres; que nosotros podemos conocerlos y distinguirlos; que existe entre
ellos el desacuerdo; que no es lo mismo estar de acuerdo que no estarlo, etc.
Puede Ud. seguir hallando verdades contenidas en este simple hecho. Por lo
demás, el estudio del cuadro de las oposiciones nos enseña que hay, además de
la contradicción, otros modos de oponerse las enunciaciones y que no todas
ellas implican la pura y simple negación de la original. Puede pues, Ud.,
querido lector, construir el cuadro con la proposición que nos presentan los
escépticos, calificarla de verdadera y comprender otras verdades a partir de
ella. Proceda a convertirla y obtiene nuevas proposiciones verdaderas. ¿Para qué
seguir? Observemos que el hecho de que se discuta y que esta actividad sea
constante a través de la historia y que se da en todos los niveles, revela que
todos los hombres buscan afanosamente la verdad y no se conforman con el error.
Por cierto que es difícil hallar ciertas verdades, pero no todas lo son. Porque
si fuera imposible hallar verdad alguna, nadie discutiría.
La relatividad del
conocimiento, el segundo argumento que vamos a examinar, implica dos cosas:
como toda cosa está en relación con otra, es relativa a otra, su conocimiento
implicaría el conocimiento de la otra para estar completo. Por lo que, para
conocer una sola cosa, se necesita un conocimiento infinito. Por otra parte, el
conocimiento es relativo a la facultad que conoce y al sujeto que posee esa
facultad; quien, debido a sus afectos, recuerdos, etc., deforma la realidad y
obtiene una visión subjetiva de la misma.
Tampoco convence del
todo este argumento, si bien es muy cierto lo que afirma. Ciertamente el hombre
carece de un conocimiento exhaustivo de la realidad, privilegio exclusivo del
Creador. Pero no es necesario conocer de modo total para lograr una verdad de
nivel humano. Aunque yo desconozca muchos aspectos de las manzanas, sé que dos
docenas hacen 24 manzanas. También es verdadero que, a menudo, el investigador
resulta parcial y subjetivo en sus apreciaciones porque su situación histórica
y afectiva lo impulsan en un determinado sentido. Por eso dijimos que la verdad
humana no es una ecuación perfecta, exhaustiva, sino una ad-ecuación. El
problema del escéptico estriba en que es demasiado exigente. En realidad, yo no
necesito saber química para saber que una mesa está cubierta de polvo. Aunque
reconocemos que solo un químico podrá determinar la naturaleza de ese polvo,
sin embargo, mi afirmación es verdadera si, efectivamente, el polvo cubre la
mesa.
Ya Aristóteles
reconocía que la causa del escepticismo radica en esa necesidad de demostrarlo
todo. Para demostrar la verdad de un juicio es necesario hacer uso de otro
juicio que fundamente al que está en duda; en seguida se nos exige que usemos
de otro para fundamentarlo y así al infinito. Mas no es necesario demostrarlo
todo porque hay verdades que no necesitan ser demostradas ya que son
directamente evidentes, como luego veremos. Nos basta con comprender que, si el
escepticismo tiene razón, no existiría ningún tipo de conocimiento, ni
sensible, ni intelectual. En ese caso, tampoco habría escepticismo, ya que éste
es una postura ante el hecho del conocimiento. Y todo conocimiento es verdadero
o no es conocimiento.
El error no nos
transmite conocimiento alguno. Si creemos que una manzana es un pez, es obvio
que desconozco qué sea una manzana, o qué sea un pez. Un juicio erróneo no me
enseña sobre la materia que estoy estudiando. Por eso sostenemos que el
problema crítico, que busca juzgar del valor del conocimiento, supone que éste
existe y, por lo mismo, es verdadero.
Nos queda claro que el
escepticismo absoluto es insostenible porque se contradice a sí mismo: está
cierto de que es escéptico, establece que la postura escéptica es la verdadera.
Todo lo cual es contradictorio, ya que el escepticismo consiste en negar la
posibilidad de alcanzar la verdad. En definitiva, está negando el carácter y el
sentido de nuestras facultades. En ese caso, ¿para qué las tenemos?
En la práctica, esta
escuela filosófica se estrella contra la evidencia del progreso científico,
técnico y de todo orden de la humanidad. Este progreso, si bien no es absoluto,
implica siempre un conocimiento. Pero ya vimos que el conocimiento es
verdadero, porque, si no lo es, nada enseña.
Los cristianos tenemos
una razón particular para rechazar el escepticismo. Todo cristiano cree que el
hombre ha sido creado por Dios para que lo conozca, lo ame y le sirva por sobre
todas las cosas. Gracias a esta actitud, el hombre consigue la anhelada
felicidad. Estamos, pues, ante el primer mandamiento de la ley de Dios, el que
no sería posible si no conociésemos la verdad. La Revelación y el cristianismo
mismo serían imposibles.
B) El criticismo
A partir de Rene
Descartes, se inició una nueva corriente filosófica que tenía por objeto
combatir el escepticismo fomentado por Montaigne. Para ello era necesario
hallar un fundamento indubitable a nuestro conocimiento. Este autor aceptó el
reto que nos lanza el escepticismo, como otrora lo hiciera san Agustín. El
francés, al contrario del romano, va a aceptar, como punto de partida, la
conclusión a la que llegan sus interlocutores. Comencemos, pues, dudando de
todo conocimiento. Suspendamos todo juicio, inclusos esas certezas espontáneas,
como la existencia de cosas en nuestro entorno, y busquemos una certeza de la
que sea imposible dudar. Una vez encontrada, como hemos dudado de todo lo
demás, será necesario partir de ella para hallar nuevas verdades de las que
tampoco se pueda dudar.
Descartes llamó a este
método duda metódica. Si bien él quedó muy satisfecho con su hallazgo y con lo
que dedujo de él, sus seguidores pronto comenzaron a dudar de lo bien fundado
del procedimiento. Al siglo siguiente, Kant se esforzará por demostrar la validez
del juicio científico, que, a su juicio, el francés no había podido fundamentar
adecuadamente. A este nuevo método lo llamó crítico.
Esta actitud es,
paradójicamente, muy ingenua. Descartes supone que es posible dudar de todo.
Pero nadie, en serio, puede hacerlo. Porque no solo no duda de su propia duda,
sino que tampoco de su capacidad para salir de ella, de su existencia en el
mundo, ni de la de éste, etc., como ya lo había señalado san Agustín. Por otra
parte, no resulta posible extraer todo el conocimiento de una sola verdad, como
una serie de conclusiones en que cada una depende de la anterior de la que
recibe su certeza. Este método fue ensayado por Alano de Lille para demostrar
todas las verdades en que los cristianos creen y combatir a los musulmanes. Un
discípulo suyo habría escrito, hacia 1190, el Ars Catholicae Fidei. Este
intento de demostrar las verdades de fe en forma ordenada de modo que una sea
antecedente de la siguiente y ésta, a su vez, de la subsiguiente, no tuvo
éxito. Mucho menos podría resultar tratándose del universo intelectual
completo.
Lo mismo puede decirse
del intento de Kant. Usar la razón para criticar la razón y hallar así la
certeza de su buen funcionamiento, supone que la duda es artificial. Porque si
fuera real, jamás se podría salir de ella. En ese caso, tampoco podría estar
seguro de si duda o no... Mucho más habría que decir sobre la ingenuidad de
criticar a la razón mediante la razón, pero no olvidemos que estamos tan sólo
en una introducción.
C) El dogmatismo
Los partidarios del
criticismo han calificado de dogmáticos a los que se han negado a seguirlos en
el camino de la duda y de la crítica de la facultad de conocer. Ya vimos que,
para nosotros, proceder a usar la inteligencia para criticar a la inteligencia
es una ingenuidad.
Dogma es una palabra
griega que significa verdad. Un filósofo dogmático, pues, es el que está seguro
de la existencia de verdades al alcance del conocimiento humano, las que no
pueden ser puestas en duda ni criticadas. Estas verdades son conocidas como
evidencias inmediatas, otros autores prefieren llamarlas certezas naturales.
¿Puede iniciarse
investigación alguna si se carece de toda evidencia previa a la investigación?
La respuesta es clara: no. Por lo que es imposible dudar de todo e, incluso, la
postura crítica. Si usamos la inteligencia es porque confiamos en ella. Como ya
san Agustín lo probó en muchas de sus obras, hay una enorme cantidad de
verdades que la inteligencia conoce sin esfuerzo alguno; por ej.: toda
proposición disyuntiva perfecta, como ser: el número de estrellas es par o
impar; esto existe o no existe. Todo lo cual demuestra que la naturaleza de la
inteligencia está abierta a la verdad. Todo conocimiento verdadero es un
verdadero conocimiento. Todo falso no es un conocimiento ya que nada enseña.
Además de otras evidencias inmediatas como la propia existencia, mi calidad de
ser vivo, pensante, volente, sentiente, afectivo, etc., que tampoco nadie puede
poner en duda con un asomo de sinceridad.
Algunos filósofos han
puesto tres verdades como las fundamentales de las que nadie puede dudar:
• Existencia del que duda o investiga.
• La verdad del principio de
contradicción.
• La capacidad de la inteligencia para
adquirir conocimientos.
Ni santo Tomás ni los
tomistas actuales se reducen a estas tres básicas, sino que reconocen la
capacidad de la experiencia en general y de la razón en sus primeros principios
para fundar la certeza que necesitamos.
(Tomado de "Aprendiendo a pensar" de Ossandón Valdés)
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