Es muy frecuente,
lamentablemente, encontrarse uno con esa actitud tan chocante de algunos que se
imaginan que por ser "ateos" son, de alguna manera y por alguna
extraña razón, automáticamente superiores, sobre todo en términos de
inteligencia. En otras palabras, muchos creen que ser ateos les otorga una
altura “intelectual” muy por encima de los demás, pobres mortales creyentes.
Lo anterior lo traslucen en sus
conversaciones, en el tono con el que abordan todo lo relacionado con Dios, así
como en las continuas burlas hacia quienes tienen fe. Que haya alguien
inteligente (según lo que ellos entienden
por inteligencia) y creyente al mismo tiempo les parece un imposible; de
allí sacan la conclusión de que si es creyente no es inteligente y viceversa.
Esto lo apoyan, entre otras cosas, citando nombres de científicos de renombre
que han manifestado su increencia, supuestamente apoyada en “los avances de la
ciencia”.
Estos olvidan, en la embriaguez
de su aparente triunfo, que así como hay hombres de ciencia de mucha fama que
han manifestado públicamente no creer en Dios, igualmente hay hombres de
ciencia con los mismos títulos e igual renombre, que sin ningún problema hablan
de su fe en Dios no viendo en ello ninguna contradicción con su labor
científica. Sea de ello que se quiera lo cierto es que usar como argumento, de
un lado o del otro, un listado de personas inteligentes en algún campo de la
ciencia, no es en realidad un buen argumento, como pudiera parecer a primera
vista.
En efecto, resulta natural asumir
que lo que una persona que consideramos poseedora de conocimientos evidentes y
reconocidos dice tener por cierto, debe ser cierto seguramente, ya que quien lo
dice es inteligente. Pero esa es una forma incorrecta de razonar por varios
motivos, entre otros por los siguientes:
- Por muy inteligente que sea, puede estar
equivocado.
- Siendo especialista en un área del saber, sus
afirmaciones serán de consideración en dicha área. No por ser buen astrónomo es
un teólogo o filósofo idóneo.
- Es posible que al expresar sus opiniones lo haga
movido más por sus motivaciones personales que por sus conocimientos
específicos.
Etc.
Por lo anterior no consideramos
una buena argumentación, en pro o en contra de la existencia de Dios, esas
largas listas de nombres de científicos o filósofos, que abundan en cierta
literatura, con las que se pretende decidir una cuestión tan trascendental.
Los argumentos a favor y en
contra de la existencia de Dios deben ser sopesados en sí mismos, y no por la
fama de quién los enuncia.
¿Por qué cree el ateo que serlo
lo hace más inteligente?
Creemos que es debido a esa idea
falta tan difundida según la cual la religión y la ciencia son incompatibles,
de manera que donde está la una no puede coherentemente estar la otra. Y
puestos a escoger entre fe y ciencia, el moderno se queda con la ciencia que le
promete mediante la técnica el paraíso en la tierra sin hacerle a cambio
exigencias morales de ningún tipo. Algo así como tener que escoger entre hacer
un préstamo en un banco que te cobra intereses o hacerlo en uno que no solo no
te cobra intereses sino que te da todo el tiempo que quieras para pagar,
incluso puedes no pagar si no quieres. Evidentemente la decisión no es difícil.
El hombre moderno escoge la
ciencia porque ésta llena su vida de innegables comodidades que facilitan todo,
desde el transporte, hasta las comunicaciones y la vida de hogar, pasando por
la industria del entretenimiento, entre muchas otras. Además esta masa de
comodidades viene sin ninguna exigencia moral, es decir, no hay que ser mejor
persona para tener el último celular, ni hay que serle fiel a la esposa para
acceder a Internet. Se recibe mucho y no hay que dar nada a cambio, salvo
dinero evidentemente. Pero ese es un detalle que parece no importar mucho, ya
que con tal de gozar de todo ello, sin compromiso moral alguno a cambio, ningún
dinero parece excesivo.
Y entonces ve uno, sobre todo por
estas épocas decembrinas, una marea interminable de gente entrando y saliendo
de los centros comerciales, felices de ir a gastar allí su dinero, bajo la
promesa de un paraíso tecnológico-consumista-hedonista, donde el compromiso
ético-moral del individuo brilla por su ausencia.
Es así que la religión sale
perdiendo. Ella no promete el paraíso aquí, sino más allá, y a cambio de dicho
paraíso exige un compromiso total y radical del individuo con la construcción
de su personalidad moral. Una lucha diaria por el mejoramiento personal.
De esa incompatibilidad aparente
entre ciencia y fe, sacan muchos la consecuencia de que lo verdaderamente “inteligente”
es decantarse irrestrictamente por el “bando” de la ciencia, que promete tantos
beneficios, sin pedir casi nada a cambio.
Que aún hayan personas de fe le
parece al moderno un escándalo, un error fruto de la ignorancia y el fanatismo
ciego de algunos. El reino de la fe les parece una antigualla propia de otras
épocas, una pieza de museo que poco a poco desaparecerá para dar paso ya
finalmente al reino del progreso tecnológico y “humanista” indefinido.
En ese orden de ideas el ateo se
considera a la vanguardia de ese movimiento de progreso, de ese triunfo
inevitable de la inteligencia, de la ciencia. Y mira a su vecino creyente como
poco más que un estorbo en la realización de ese futuro deseado.
Es por eso que pocas cosas
desconciertan tanto al moderno como un católico instruido, un católico formado,
un católico consciente de su compromiso de conocer, vivir y profundizar en su
fe. Y si dicho católico tiene además madera para estudios filosóficos y asume
con altura el debate académico, puede el moderno llegar a ver tambalear
enteramente su edificio ideológico, pues la figura de un creyente inteligente
no cuadra en su universo, le produce asombro y estupor.
La pretendida superioridad
intelectual de que se jactan, no es más que el resultado de su vanidad inflada
por la ignorancia de aquello en lo que consiste verdaderamente ser inteligente.
Leonardo R.
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