¿Qué es el pecado mortal? Es «apartarse de Dios»,
como enseña Santo Tomás con San Agustín. Es el desprecio de su
gracia y de su amor; es una insolencia en su cara, pues es como decirle: «No
quiero serviros, hago lo que más me agrada, y no me importa que os disgustéis
y me retiréis vuestra amistad».
Para comprender toda la malicia del pecado
mortal habría que comprender quién es Dios, y quién
es el hombre que le desprecia con el pecado. Ante Dios, todos los Ángeles y Santos
son nada. ¡Y un gusano de la tierra tiene el atrevimiento de despreciarle!
Más
todavía: no sólo desprecia el pecador a un Dios de infinita majestad, sino a un
Dios tan amante, que llegó a dar la vida por él. No bastaría, pues, toda la
eternidad para llorar un solo pecado.
¿Y
qué más? El pecado deshonra a Dios, posponiéndolo a un poco de humo, a un
desahogo de irá, a un placer miserable ¡siendo un Dios tan inmenso y un Dios
tan bueno!
¡Oh
Señor! Si no, os viera muerto por mí en la Cruz, perdería toda esperanza de
perdón; pero vuestra muerte me da esperanza. En vuestras manos encomiendo mi
alma, esa alma por la cual disteis la sangre y la vida; haced que no os pierda
más y que siempre os ame. Os amo, Jesús mío, amor mío y esperanza mía. ¿Y cómo
me atreveré a separarme más de Vos, único Bien mío, después de haberme
demostrado cuánto me habéis amado?
¡Cómo
sentimos la ofensa de aquel a quien hicimos bien!... Dios no puede sufrir; pero
si pudiera, moriría de tristeza y de dolor al verse despreciado por una
criatura por quien llegó hasta dar la vida.
¡Oh malditos pecados
míos! Mil veces os detesto y os maldigo, pues me hicisteis disgustar a mi
Redentor, que tanto me amó.
Por necesidad tiene que
ser gran mal el pecado, puesto que Dios, siendo la misma Misericordia, se ve
obligado a castigarlo con un infierno eterno.
¿Qué más? Por
satisfacer a la Justicia divina ofendida, tuvo Dios que sacrificar su propia
vida.
¡Oh Dios mío! ¿Sabemos
lo tremendo del infierno, y no nos asusta el pecado, que puede arrojarnos en
él? Sabemos que un Dios murió para podernos perdonar, ¿y volveremos al pecado?
Señor, os doy gracias,
ya que me dais tiempo para llorar las ofensas que os he hecho. Jesús mío, las odio
de corazón; aumentad en mí el dolor y el amor, para que las llore, no tanto por
el castigo que me han merecido, cuanto por el disgusto que os he dado a Vos,
Dios mío, amabilísimo.
¡Cómo tiembla y se
turba el cortesano que sospecha haber disgustado a su Rey! Y nosotros, sabiendo
ciertamente que disgustamos a Dios y perdimos un tiempo su gracia, ¿viviremos
tranquilos, sin sentir un dolor continuo?
¡Con cuánto esmero nos
apartamos del veneno que mata el cuerpo! ¡Y tanto nos descuidamos en huir del
veneno del pecado que mata el alma y nos hace perder a Dios!
No nos dejemos coger
por el demonio con el engaño corriente de que ya nos confesaremos. ¡A cuántos
ha llevado al infierno el enemigo con esa confianza!
¡Ay, Dios mío! ¡Cuántos
años hace que merecía yo estar en el infierno! Me habéis esperado para que
bendiga vuestra Misericordia y os ame por toda la eternidad. Si, Jesús mío os
bendigo y os amo, y por vuestros méritos espero no separarme más de vuestro
amor. Pero si, después de tantas gracias, volviera yo a ofenderos, ¿cómo podría
esperar que no me abandonarais y que me perdonarais de nuevo?
Dios es misericordioso
con quien le teme, pero no con quien le desprecia. Ofender a Dios porque nos
perdona, es burlarse de Dios; pero... de Dios no se burla nadie.
El demonio os dirá: «A
pesar de este pecado, puedes todavía salvarte.» Pero yo os digo: si pecáis,
comenzáis por condenaros a vosotros mismos al infierno «Puede ser que me
salve»; también puede ser que te condenes, y es lo más fácil. ¿Y es cosa de
dejar la salvación pendiente de un «puede ser»? Mientras tanto, te expones a
perderte; ¿y qué será si entonces viene la muerte, y Dios te abandona?
No, Dios mío, no quiero
ofenderos más; bastante os he ofendido. ¡Cuántos están en el infierno por menos
pecados que yo! Ya no quiero ser mío, sino vuestro; y todo vuestro; os consagro
mi voluntad y mi libertad: Tuyo soy, sálvame. Salvadme del infierno, y antes,
del pecado. Os amo, Jesús mío; no quiero perderos de nuevo.
Enseñan los Santos
Padres que Dios tiene determinado el número de pecados que quiere perdonar a
cada uno. Pero ya que no sabemos qué número sea el nuestro, debemos temer el
abandono de Dios a cada nuevo pecado; ese pensamiento, « ¿quién sabe si Dios no
me perdonará más pecados?», debe ser un gran freno para no ofenderle más; será
un pensamiento salvador.
Y cuanto más favorecido
haya sido uno por Dios con gracias y luces, más debe temer ser abandonado.
Un Religioso que cae en
pecado mortal se pone en gran peligro de ser abandonado por Dios, ya que su
pecado es pecado de malicia, cometido a plena luz de predicaciones, meditaciones,
comuniones, avisos de los Superiores y buenos ejemplos de los hermanos.
Nota el Angélico que el
pecado crece en malicia cuanto crece la ingratitud.
Desgraciado, pues el
Religioso, que ofende a Dios mortalmente, habiendo sido tan enriquecido de
gracias por El. El que cae de lo alto, no se dice que cae, sino que se
precipita y perece.
¡Ah Jesús mío! He
estado con Vos en una porfía: Vos, teniendo misericordia; yo, haciéndoos
injurias; Vos, dándome gracias; yo, despreciándolas. Pero ahora os amo de todo
corazón y quiero que mi amor compense todas las ofensas pasadas. Dadme luz y
fuerza.
Decía Sor María
Strozzi: «El pecado de un Religioso, horroriza al cielo; y hace que Dios le
vuelva la espalda».
El que no tiene gran
temor del pecado no está lejos de él; para eso es preciso huir cuanto se pueda
de las malas ocasiones.
También hay que evitar
los pecados veniales deliberados, advertía el P. Álvarez de Paz: «Las faltas
leves, pero voluntarias, no matan el alma; pero la dejan de tal modo
debilitada, que con cualquier tentación fuerte caerá, sin poder resistir». Y
Santa Teresa escribió: «Mas pecado muy de advertencia, por chico que sea, Dios
nos libre de él». Porque, añadía: «Nos puede venir mayor daño de un pecado
venial que de todo el infierno junto».
No, Jesús mío; no
quiero disgustaros más, ni poco ni mucho; demasiado me habéis obligado a
amaros.
Resuélvome a morir
antes que daros el más mínimo disgusto, porque no es eso lo que merecéis, sino
que os dé todo mi amor; pues yo quiero amaros con todas mis fuerzas. Dadme
vuestra gracia.
No puede llamarse al
pecado venial mal ligero. ¿Cómo puede ser ligero el mal que disgusta a Dios?
«Me basta con
salvarme», dicen con frecuencia los que cometen pecados veniales sin duelo.
Pues yo no sé si os salvaréis viviendo así porque asegura San Gregorio que el
alma no queda donde cae, sino que va siempre más abajo. Y San Isidoro escribió
que el que no hace caso de los pecados veniales, cae en los mortales por
permisión de Dios, en castigo del poco amor que le profesa; el Señor mismo
reveló al B. Enrique Susón que las almas que no reparan en los veniales están
en más peligro de lo que se figuran, porque con tal vida es sumamente difícil
que perseveren en su gracia.
Enseña el Concilio
Tridentino que no podemos perseverar en la gracia sin especial ayuda de Dios,
que seguramente no merecerá el que le ofende con pecados veniales sin
pensamiento de enmienda.
Ah Señor! No me
castiguéis como lo merezco, olvidaos de mis muchos pecados y no me privéis de
vuestra luz ni de vuestra gracia. Yo quiero enmendarme y ser todo vuestro ¡Oh
Dios omnipotente!, aceptadme y transformadme. Yo así lo espero.
Dijo el Señor a Santa
Angela de Foligno: «Los que yo quiero llevar por la senda de la perfección, y
entorpeciendo el alma quieren caminar por la senda ordinaria, se verán
abandonados y maldecidos por Mí».
El que está sirviendo a
Dios y no teme disgustarlo por satisfacerse a sí mismo, da a entender que Dios
no merece servicio más esmerado, y que no merece tanto amor que le obligue a
preferir su gusto a sus propias satisfacciones.
Los pecados habituales,
en sentir de San Agustín, son una especie de lepra; con la cual queda el alma
tan repugnante, que le niega Dios sus abrazos.
Ya veo, Señor, que no
me habéis abandonado como yo lo merecía; dadme, pues, fuerza para salir de mi
tibieza. Yo no quiero ofenderos deliberadamente; quiero amaros con todo el
corazón; ayudadme, Jesús mío; en Vos confío.
Escribe San Francisco
de Sales que una de las tácticas del demonio es comenzar a atar las almas con
un cabello, y luego con una cadena; haciéndolas así esclavas suyas.
Guardémonos, pues, de dejarnos atar por cualquiera pasión, porque un alma así
atada está perdida o muy cerca de perderse.
Decía la M. María
Victoria Strada: «Cuando el demonio no puede conseguir mucho, se contenta con
poco; pero, con ese poco, va después consiguiendo lo mucho».
Asegura el Señor que
los tibios serán vomitados de su boca: Porque eres tibio comenzaré a vomitarte
(Ap. 3,15). Por el vómito se entiende el, abandono de Dios, porque lo que se
vomita da asco volverlo a tomar.
La tibieza es una
fiebre ética que no se siente, pero que lleva sin remedio a la muerte; así, la
tibieza hace al alma insensible a los remordimientos de la conciencia.
Jesús mío, por piedad,
no me vomitéis, como lo tengo merecido; no miréis a mi ingratitud, sino a los
dolores que sufristeis por mí. Me arrepiento de todos los disgustos que os he
dado. Os amo, Dios mío, y en adelante quiero hacer cuanto pueda por
complaceros. ¡Oh amor de mi alma, cuanto ahora os he ofendido haced que os ame
en lo que me queda de vida!
¡Oh María, esperanza
mía!, socorredme con vuestra intercesión.
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