Expone San Bernardo que la muerte
de los justos se llama preciosa «porque es el fin del dolor y la puerta de la
vida». La muerte para los Santos es un premio, porque acaba con sus
sufrimientos, con sus pasiones, con sus luchas y con el temor de perder a Dios.
Aquel parte ya, que tanto
atormenta a los mundanos, no atormenta a los Santos, porque para ellos no es
ningún dolor tener que dejar los bienes de la tierra, puesto que Dios fue
siempre su única riqueza; ni dejar los honores, que siempre despreciaron; ni
despedirse de los parientes, porque los amaron en Dios; y así como en la vida
decían: ¡Dios mío y todas mis cosas!, con mucha mayor alegría lo repetirán en
la hora de la muerte.
No les afligen los dolores de la
muerte; más bien les alegra el poder ofrecer a Dios aquellos últimos retazos de
vida como prenda de amor, uniendo su sacrificio al sacrificio de sí mismo que
hizo Jesús muriendo por su amor. ¡-Oh, qué alegría causa a los Santos el
pensamiento de que se acaba el tiempo de poder pecar y perder a Dios! ¡Qué gozo
poder decir, abrazando el crucifijo: En paz dormiré y descansaré en Él (Sal.
4,9).
Trabajará entonces el enemigo por
perturbarlos con la vista de los pecados pasados; pero si los lloraron durante
la vida y amaron ya desde entonces a Jesucristo, servirá todo para su consuelo.
Más le apura a Dios nuestra salvación que al demonio nuestra ruina.
La muerte es puerta de la vida.
Dios, que es fiel, sabe consolar en aquella hora a las almas que le han amado.
En medio de los mismos dolores les hará pregustar delicias de cielo. Los actos
de confianza y de amor de Dios, y los deseos de gozar de su visión, les darán
ya a probar aquella paz de que gozarán por toda la eternidad. ¡Qué alegría
dará, sobre todo, el santo viático a los que puedan exclamar entonces, como San
Felipe Neri: «¡Aquí entra mi Amor; aquí entra mi Amor!».
Lo que debemos, pues, temer no es
la muerte, sino el pecado, que hace la muerte terrible; según aquel gran siervo
de Dios, el santo La Colombiére, «es moralmente imposible que muera mal el que
durante su vida fue fiel a Dios.»
El que ama a Dios desea la
muerte, que realiza la unión eterna del alma con Dios; es señal de poco amor a
Dios no desear verle, pronto.
Aceptemos ya desde ahora la
muerte con el expolio de todo lo terreno. Ahora, con mérito; entonces, a la
fuerza y con peligro de perdernos. Vivamos como si cada día fuera el último de
nuestra vida. ¡Qué santamente vive el que tiene siempre la muerte a la vista!
¡Oh Dios mío! ¿Cuándo llegará el
día en que pueda amaros y veros cara a cara? Yo no lo merezco; pero vuestras
llagas, Redentor mío, son mi esperanza. «Tus llagas son mis méritos», repetiré
con San Bernardo, y por eso tengo la confianza de poderos decir con San
Agustín: «Muera yo, Señor, para que pueda ir a verte», para que te pueda
abrazar sin miedo de sepárame de Ti.
¡Oh María, Madre mía! En la
sangre de Jesús y en vuestra intercesión se apoya la es esperanza de mi
salvación y de mi entrada en el cielo para alabaros, daros gracias y amaros
eternamente.
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