Vamos ya culminando este breve estudio
sobre el escepticismo. Creemos que con lo dicho hasta ahora es suficiente para
comprender su naturaleza y aprender a ser precavidos respecto de sus
consecuencias. Y una de sus consecuencias más fatales es la pérdida del sentido
de la verdad.
Si algo ha perdido la sociedad actual
es el olfato para discernir entre lo verdadero y lo falso, se podría afirmar
sin temor a equivocarnos que vivimos ya desde hace un par de siglos (y tal
estado de cosas se ha agravado después de la primera mitad del siglo XX, basta
recordar mayo del 68) en una nueva era de sofistas.
En la antigua Grecia, en tiempos de
Sócrates, hicieron su aparición unos personajes aparentemente sabios, que iban
de ciudad en ciudad dando muestras de gran erudición y de gran dominio en las
técnicas oratorias, es decir, en las técnicas de convencer por medio del
discurso. No les interesaba la verdad, ni encontrarla, ni comunicarla; les
interesaba el brillo que da el uso elegante de la palabra, y la posición social
que podían alcanzar por medio de sus dotes dialécticas. En cuanto a la verdad,
la declaraban inexistente. Uno de los más famosos sofistas de aquellos tiempos
decía: no existe el conocimiento (es decir, la verdad); y si existe, no lo
podemos alcanzar; y si lo pudiéramos alcanzar, no lo podríamos comunicar a los
demás.
Esto significaba proclamar la opinión individual
como el único árbitro confiable. Dado que no alcanzamos conocimientos
verdaderos de las cosas, es decir, conocimientos que, por ser verdaderos, deban
ser tenidos como tales por todos y en todo tiempo y lugar, lo mejor y más
prudente es resignarnos a una batalla inacabable de opiniones. Quien ofrezca un
discurso más atractivo, ese será el triunfador. Triunfar no significará tener
la razón, sino tener una opinión mejor defendida que las demás.
En nuestros días, en medio de una
sociedad ‘abierta, pluralista y
democrática’ como la que se nos vende desde los medios de comunicación,
resulta casi imposible creer en una verdad que no sea solo opinión, opinión tan
respetable como cualquiera otra opinión. De hecho, muchos consideran necesario
que no se piense jamás en verdades, porque eso sería un obstáculo para la
construcción de esa sociedad ‘abierta’ que supuestamente se está construyendo. La
verdad ha sufrido el exilio.
Entonces los nuevos sofistas de hoy,
tal y como los de la antigua Grecia, se enorgullecen de poseer una ciencia superior,
la ciencia de la “opinión”. Hoy, tener opiniones es tan valioso como lo era
ayer tener verdades. Hoy el que ‘opina’ es sabio, tolerante, ‘open mind’, etc.,
y aquél que habla de verdades es el troglodita, intolerante, enemigo público, reaccionario.
Lo paradójico de todo esto es la contradicción
profunda en la que se basa todo este sistema social escéptico: se proclama como
verdad absoluta que la verdad absoluta no existe; se proclama como verdad
absoluta que no hay verdades sino opiniones; se proclama como verdad absoluta
que la verdad no es absoluta sino relativa; se proclama como verdad absoluta
que todos tenemos verdades relativas, en fin, se afirma que verdaderamente la
verdad no existe. No hace falta ser filósofo para percibir la contradicción de
todo ello.
El antídoto contra esta radical
contradicción total es simplemente el retorno a lo real. El esfuerzo por
arrancarnos del subjetivismo para alcanzar plácidamente las playas del realismo
será recompensado con la dicha de vivir de frente a lo real. La época nuestra
nos ha dicho que somos aves de corral, que nuestras alas no sirven y que
debemos acostumbrarnos a ir por la tierra cubierta de polvo; es tiempo ya de
recordar que el Creador nos diseñó para ser águilas, para volar alto y para
contemplar de frente al sol.
Leonardo R.
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