Para vivir libre del error y para
ver con claridad, el alma ha de ser dócil al espíritu de entendimiento que la
empuja a fortalecerse en el santuario de la auténtica caridad, a amar a Dios
sobre todas las cosas y a una entrega plena para acceder así a la comprensión de
las verdades de la fe. Cuando salga de ese santuario de amor y unión con Dios,
no irá sola: el Espíritu de Amor la acompañará y le dará un entendimiento profundo
y experimental de las verdades de la fe; le mostrará la misericordia del Señor
y también su justicia; infundirá en ella el deseo de la cruz poniendo de
relieve las palabras «negarse a sí mismo, tomar la cruz»; le hará ver a un
Salvador que no es sólo humano, sino que posee la majestad de Dios, pues si
decimos: cor Jesu bonitatis infinitae,
también decimos: cor Jesu majestatis
infinitae.
Guiada por un profundo
entendimiento, el alma caminará hacia la salvación sin temor, con confianza y
amor. Cuando el Espíritu está presente, la caridad está iluminada y el hombre
es perfecto. Cuando falta el Espíritu, el alma está sujeta al error. El
Espíritu no sólo hace conocer, sino que guía en la práctica, porque se ama lo
que se conoce y como se conoce. El alma que ve a través del Espíritu es un alma
liberada.
La fe, la fe firme y sin sombras,
es fruto del don de entendimiento. Nada hay más valioso que esa fe liberada que
nos pone a la altura de nuestros deberes y de las dificultades que surgirán en
su cumplimiento. El alma así iluminada sobre su deber -un deber que expresan el
Evangelio y la Sagrada Escritura- es
incapaz de contener su impulso.
Para alcanzar esa cumbre, hay que
pasar por las pruebas de la noche del alma. No hay nada tan duro como tener que
renunciar a una idea querida, a una imagen amada y familiar o a unos criterios
a los que hemos unido nuestra personalidad y nuestro orgullo. Uno de los
efectos del don de entendimiento es el de desprendernos de nuestras ideas
personales para profundizar en la palabra de Dios bajo todas sus formas, tal y
como es en realidad y no como querríamos que fuera. Cuando tiene lugar esa
purificación, el alma siente que le arrancan su inteligencia natural, los
hábitos de su mente, su íntima manera de ser, una parte de su persona; es
decir, lo que de más profundo guarda en su corazón: su pensamiento.
Y, cuando el Espíritu Santo opera
en nuestro entendimiento esas purificaciones, nos hace sentir que lo que era la
luz de nuestros ojos ya no existe. Incluso nos quita lo que parecía elevarnos hacia
Dios: las ideas, las imágenes imperfectas que se unían a nuestra fe en una
impura alianza.
Este estado se conoce como la
noche del alma. El espíritu, humillado, hundido en las tinieblas, ha de
renunciar a sus ideas preferidas -que han sido ocasiones de error- y a la
búsqueda de imágenes para adherirse a la verdad pura y desnuda. Con el fin de
darnos su enseñanza, el Espíritu Santo nos arranca nuestras opiniones
personales sobre la doctrina o la devoción, unas ideas que nacen generalmente del
amor propio, del carácter o de las pasiones.
Entonces, parece que nos arrancan
la luz de los ojos. Pero los que tienen el coraje de llevar a cabo esa renuncia
gozan de un corazón puro y de un espíritu libre de falsas imágenes y de los
errores del amor propio. Contemplan al verdadero Dios y se elevan a las cumbres
de la fe con una visión más profunda. Desde ese momento, adoran a Dios en
espíritu, en una sabrosa experiencia; y en ese gustar de Dios tienen un
conocimiento más intenso de Él.
Es el preludio de la luz de la
gloria y de la visión divina. El don de entendimiento no está ausente de esta
visión y da al alma del bienaventurado una penetración más íntima y profunda de
los misterios de Dios contemplados en la Esencia divina. En el cielo el Espíritu
Santo continuará purificando ese entendimiento beatificado, sin errores o
imágenes, y sin ignorancia, a nescientia;
y contribuirá a hacerlo penetrar más profundamente en la Esencia divina, en ese
Verbo que será la recompensa y la gloria de los elegidos.
(Tomado de El Espíritu Santo en la vida cristiana, de Ambroise Gardeil)
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