No ofrece la menor dificultad
precisar el sentido estricto de la expresión espiritualidad cristiana. Con ella
se quiere significar el modo de vivir característico de un cristiano que trata
de alcanzar su plena perfección sobrenatural. El programa fundamental de esa
espiritualidad cristiana consiste en llegar a la plena configuración con Cristo
en la medida y grado predestinados para cada uno—para alabanza de gloria de la
Trinidad beatísima. Escuchemos a San Pablo exponiendo, bajo la inmediata
inspiración divina, las líneas fundamentales de la vida cristiana.
“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo
nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos; por cuanto que en Él
nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e
inmaculados ante Él en caridad, y nos predestinó a la adopción de hijos suyos por
Jesucristo conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza del esplendor
de su gracia, que nos otorgó gratuitamente en el amado” (Ef 1,3-6).
«Hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del
Hijo de Dios, cual varones perfectos a la medida de la talla que corresponde a
la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).
No hay ni puede haber otra vida
cristiana que la que tenga por objeto la plena configuración con Cristo en la
medida y grado predestinado para cada uno en orden a la gloria de Dios, que es
el fin último y la razón de ser de toda la creación. Caben, ciertamente, modos
muy diversos de vivir esa vida cristiana según el estado y condición de cada
uno (sacerdote, religioso, seglar). Pero todos, sin excepción alguna, han de
tender a ese ideal supremo de su plena configuración en Cristo para alabanza de
gloria de la Trinidad beatísima. Todos han de esforzarse en ser otros Cristos,
o sea, en ser por gracia lo que Cristo es por naturaleza: hijos de Dios. Con
razón escribe Dom Columba Marmion en su admirable libro Jesucristo, vida del alma:
“Comprendamos que no seremos santos sino en la medida en que la vida de
Cristo se difunda en nosotros. Esta es la única santidad que Dios nos pide, no
hay otra. Seremos santos en Jesucristo, o no lo seremos de ninguna manera. La
creación no encuentra en sí misma ni un solo átomo de esta santidad; deriva
enteramente de Dios por un acto soberanamente libre de su omnipotente voluntad,
y por eso es sobrenatural. San Pablo destaca más de una vez la gratuidad del
don divino de la adopción, la eternidad del amor inefable, que le resolvió a
hacérnoslo participar, y el medio admirable de su realización por la gracia de
Jesucristo”.
San Pablo—en efecto—no hallaba en
el lenguaje humano palabras justas para expresar esta realidad inefable de la
incorporación del cristiano a su divina Cabeza. La vida, la muerte, la
resurrección del cristiano: todo ha de estar unido íntimamente a Cristo. Y ante
la imposibilidad de expresar estas realidades con las palabras humanas en uso,
creó esas expresiones enteramente nuevas, desconocidas hasta él, que no debían
tampoco acabarle de llenar: «hemos muerto juntamente con Cristo» (2 Tim 2,11),
y con Él hemos sido sepultados (Rom 6,4), y con Él hemos resucitado (Ef 2,6), y
hemos sido vivificados y plantados en Él (Ef 2,5), para que vivamos con Él (2
Tim 2,11), a fin de reinar juntamente con Él eternamente (Ef 2,6).
Esta es, en sus líneas
fundamentales, la espiritualidad cristiana, que ha de ser vivida—aunque en formas
y grados muy diversos por todos los cristianos sin excepción.
(Tomado del libro La espiritualidad de los seglares, de Antonio Royo Marín)
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